Los límites de la Fundación (7 page)

Read Los límites de la Fundación Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los límites de la Fundación
11.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si, sí —dijo Pelorat—. ¿Es usted el que…?

—Vamos a ser compañeros de viaje —dijo Trevize con voz átona—. O eso es lo que me han comunicado.

—Pero usted no es historiador.

—No, no lo soy. Como usted mismo ha dicho, soy consejero, un político.

Si… Si… Pero ¿en qué estoy pensando? Yo soy historiador; por lo tanto, ¿para qué necesitamos otro? Usted sabe pilotar una nave espacial.

—Si, lo hago bastante bien.

—Bueno, pues eso es lo que necesitamos. ¡Excelente!. Temo no ser uno de sus prácticos pensadores, joven, de modo que si usted lo es, formaremos un buen equipo.

—En este momento, no me siento abrumado por la excelencia de mis propios pensamientos, pero al parecer no tenemos más alternativa que intentar formar un buen equipo —replicó Trevize.

—Entonces esperemos que yo pueda superar mi incertidumbre acerca del espacio, ¿sabe? Soy un ratón de biblioteca, por decirlo de alguna manera. Por cierto, ¿le apetece una taza de té? Voy a decirle a Kloda que nos prepare algo. Después de todo, creo que tardaremos varias horas en irnos. Sin embargo, yo estoy preparado. Tengo lo necesario para los dos, La alcaldesa ha cooperado mucho. Sorprendente… su interés por el proyecto.

—Así pues, ¿estaba al corriente de esto? ¿Desde cuando?— pregunto Trevize.

—La alcaldesa me lo propuso —aquí Pelorat frunció ligeramente el ceño y dio la impresión de estar haciendo ciertos cálculos —hace dos, o quizá tres semanas. Yo estuve encantado. Y ahora que tengo clara la idea de que necesito un piloto y no un segundo historiador, también estoy encantado de que mi compañero sea usted, mi querido amigo.

—Hace dos, o quizá tres semanas —repitió Trevize, un poco aturdido—. Entonces ha estado preparada todo ese tiempo. Y yo… —Su voz se desvaneció.

—¿Perdón?

—Nada, profesor. Tengo la mala costumbre de murmurar. Tendrá que acostumbrarse a ello, si nuestro viaje se alarga.

—Se alargará. Se alargará —dijo Pelorat, empujando al otro hacia la mesa del comedor, donde el ama de llaves estaba preparando un esmerado té—. No tiene limite de tiempo. La alcaldesa dijo que podíamos estar fuera todo lo que quisiéramos y que toda la Galaxia se extendía ante nosotros y que adonde fuéramos contaríamos con los fondos de la Fundación. Naturalmente, añadió que deberíamos ser razonables. Yo se lo prometí. —Se rió entre dientes y se frotó las manos—. Siéntese, mi buen amigo, siéntese. Esta puede ser nuestra última comida en Términus en mucho tiempo.

Trevize se sentó y dijo:

—¿Tiene familia, profesor?

—Tengo un hijo. Forma parte del cuerpo docente de la Universidad de Santanni. Es químico, creo, o algo así. Salió a su madre. Ella no está conmigo desde hace mucho tiempo, de modo que como verá no tengo responsabilidades, ni rehenes activos a quienes favorecer. Confío en que usted tampoco los tenga… Coja un bocadillo, muchacho..

—Ningún rehén por el momento. Alguna que otra mujer. Vienen y se van.

—Sí. Sí. Delicioso cuando funciona. Incluso más delicioso cuando descubres que no es necesario tomárselo en serio. Ningún hijo, supongo.

—Ninguno.

—¡Bien! Verá, estoy de un humor excelente. Me ha cogido desprevenido al llegar. Lo admito. Pero ahora le encuentro muy estimulante. Lo que necesito es juventud y entusiasmo, y alguien que sepa moverse por la Galaxia. Vamos a emprender una búsqueda, ¿sabe? Una búsqueda extraordinaria. —El tranquilo rostro y la tranquila voz de Pelorat alcanzaron una animación insólita sin cambio preciso alguno de expresión o entonación—. Me pregunto si se lo habrán contado.

Los ojos de Trevize se empequeñecieron.

—Una búsqueda extraordinaria?

—Si, desde luego. Una perla de gran precio está escondida entre las decenas de millones de mundos habitados en la Galaxia, y no tenemos más que pistas insignificantes para guiarnos. De todos modos, el premio sería increíble si la encontráramos. Si usted y yo tenemos éxito, muchacho, Trevize debería decir, ya que no es mi intención tratarle con condescendencia, nuestros nombres sonarán a lo largo de los siglos hasta el fin de los tiempos.

—El premio del que habla…, esa perla de gran precio…

—Parezco Arkady Derell, la escritora, ya sabe, hablando de la Segunda Fundación, ¿verdad? No me extraña que esté sorprendido. —Pelorat inclinó la cabeza hacia atrás como si fuera a estallar en carcajadas, pero se limitó a sonreír—. Nada tan tonto y carente dé importancia, se lo aseguro.

—Si no está hablando de la Segunda Fundación, profesor, ¿de qué está hablando? —preguntó Trevize.

Pelorat se mostró súbitamente grave, casi arrepentido.

—Ah, ¿entonces la alcaldesa no se lo explicado? Es muy raro, ¿sabe? He pasado décadas resentido con el gobierno y su incapacidad para comprender lo que estoy haciendo, y ahora la alcaldesa Branno se muestra notablemente generosa.

—Si —dijo Trevize, sin tratar de ocultar un tono de ironía—, es una mujer de notable filantropía, pero no me ha explicado de qué se trata todo esto.

—¿Entonces no está al tanto de mi investigación?

—No. Lo siento.

—No necesita disculparse. Es normal. No he causado exactamente un revuelo. Déjeme explicárselo.

Usted y yo vamos a buscar, y encontrar, pues se me ha ocurrido una excelente posibilidad, la Tierra.

10

Trevize no durmió bien aquella noche.

Una y otra vez, examinó la prisión que la anciana había edificado a su alrededor. No pudo encontrar ninguna salida.

Le estaban conduciendo al exilio y él no podía hacer nada para evitarlo. La alcaldesa había sido inexorable y ni siquiera se había tomado la molestia de disfrazar la inconstitucionalidad de todo ello. El había confiado en sus derechos de consejero y ciudadano de la Confederación, y ella no les había otorgado ningún valor.

Y ahora ese Pelorat, ese extraño académico que parecía estar ubicado en el mundo sin formar parte de él, le decía que la temible anciana llevaba semanas haciendo preparativos para aquello.

Se sentía como el «muchacho» que ella le había llamado.

Iban a exiliarle con un historiador que se empeñaba en dirigirse a él como «mi querido amigo» y parecía estar sufriendo un mudo ataque de alegría causado por el inicio de la búsqueda galáctica de… ¿la Tierra?

En nombre de la abuela del Mulo, ¿qué era la Tierra?

Lo había preguntado. ¡Naturalmente! Lo había preguntado en cuanto se hizo mención de ella.

Había dicho:

—Perdóneme, profesor. Soy un total ignorante de su especialidad y confío en que no se molestará si le pido una explicación en términos sencillos. ¿Qué es la Tierra?

Pelorat lo miró con gravedad mientras veinte segundos transcurrían lentamente. Luego, dijo:

—Es un planeta. El planeta original. Aquel donde primero aparecieron seres humanos, mi querido amigo.

Trevize se asombró.

—No entiendo lo que eso significa.

—¿Dónde primero aparecieron? ¿Procedentes de que lugar.

—De ningún lugar. Es el planeta donde la humanidad se desarrolló a través de procesos evolutivos desde animales inferiores.

Trevize reflexionó, y luego meneó la cabeza. Una expresión de fastidio pasó brevemente por el rostro de Pelorat. Se aclaró la garganta y dijo:

—Hubo un tiempo en que Términus no estaba habitado por seres humanos. Fue colonizado por seres humanos procedentes de otros mundos. Supongo que lo sabia, ¿verdad?

—Si, naturalmente —dijo Trevize con impaciencia. Se sintió irritado por la súbita actitud pedagógica del otro.

—Muy bien. Esto también reza para todos los demás mundos. Anacreonte, Santanni, Kalgan…, todos ellos. Todos, en algún momento del pasado, fueron fundados. Llegaron personas de otros mundos. Reza incluso para Trántor. Puede haber sido una gran Metrópoli durante veinte mil años, pero antes no lo era.

—Pues, ¿qué era antes?

—Un planeta vacío. Por lo menos, de seres humanos.

—Es difícil de creer.

—Es verdad. Los viejos documentos lo demuestran.

—¿De dónde procedían las personas que colonizaron Trántor?

—Nadie lo sabe con certeza. Hay cientos de planetas que aseguran haber estado poblados en la oscura neblina de la antigüedad y cuyos habitantes explican cuentos fantásticos sobre la naturaleza del primer advenimiento de la humanidad. Los historiadores tendemos a descartar tales cosas y a meditar sobre la «Cuestión del Origen».

—¿Qué es eso? Nunca he oído hablar de ello.

—No me sorprende. Ahora no es un problema histórico popular, lo admito, pero hubo una época durante la decadencia del Imperio en que gozó de cierto interés entre los intelectuales. Salvor Hardin lo menciona brevemente en sus memorias. Es la cuestión de la identidad y emplazamiento del planeta donde todo empezó. Si miramos hacia atrás, la humanidad fluye hacia el centro desde los mundos establecidos más recientemente hacia otros más antiguos, y hacia otros incluso más antiguos, hasta que todos se concentran en uno: el original.

Trevize se percató enseguida del fallo evidente del argumento.

—¿No es posible que hubiera un gran número de mundos originales?

—Claro que no. Todos los seres humanos de toda la Galaxia pertenecen a una sola especie. Una sola especie no puede originarse en más de un planeta.

Completamente imposible.

—¿Cómo lo sabe?

—En primer lugar… —Pelorat dio un golpecito en el dedo índice de su mano izquierda con el dedo índice de la derecha, y luego pareció cambiar de opinión respecto a lo que indudablemente habría sido una larga y complicada exposición. Dejó caer ambas manos a lo largo del cuerpo y dijo con gran seriedad —: Mi querido amigo, le doy mi palabra de honor.

Trevize se inclinó ceremoniosamente y replicó:

—Jamás se me ocurriría dudar de ella, profesor Pelorat. Así pues, digamos que hay un solo planeta de origen, pero ¿no podría haber cientos que reclaman ese honor?

—No sólo podría haberlos, sino que los hay. Sin embargo, ninguno de ellos presenta una evidencia terminante. Ni uno solo de los centenares que aspiran al mérito de la prioridad revela indicio alguno de una sociedad prehiperespacial, y mucho menos indicios de evolución humana a partir de organismos prehumanos.

—Así pues, ¿está diciendo que hay un planeta de origen, pero que, por alguna razón, no reclama ese mérito?

—Ha dado en el clavo.

—¿Y usted va a buscarlo?

—Nosotros, Esta es nuestra misión. La alcaldesa Branno lo ha dispuesto todo. Usted pilotará nuestra nave hasta Trántor.

—¿Hasta Trántor? No es el planeta de origen usted mismo acaba de decirlo.

—Claro que no es Trántor; es la Tierra.

—En ese caso, ¿por qué no me está diciendo que pilote la nave hasta la Tierra?

—Veo que no me explico con claridad. La Tierra es un nombre legendario. Está encerrado en antiguas leyendas. No tiene un significado del que podamos estar seguros, pero es conveniente emplear la palabra como un corto sinónimo de «el planeta de origen de la especie humana». Sin embargo, nadie sabe qué planeta del espacio es el que nosotros definimos como «la Tierra».

—¿Lo sabrán en Trántor?

—Ciertamente espero encontrar información allí. Trántor es la sede de la Biblioteca Galáctica, la más grande del sistema.

—Seguramente esa biblioteca ha sido revisada por esas personas que, según usted, estaban interesadas en la «Cuestión del Origen» en tiempos del Primer Imperio.

Pelorat asintió con aire pensativo.

—Sí, pero quizá no suficientemente a fondo. Yo sé muchas cosas sobre la «Cuestión del Origen» que quizá los imperiales de hace cinco siglos no sabían. Quizá yo revise los viejos documentos con mayor discernimiento, ¿sabe? Hace mucho tiempo que pienso en esto y se me ha ocurrido una excelente posibilidad.

—Me imagino que le ha explicado todo esto a la alcaldesa Branno, y ella lo aprueba.

—¿Aprobarlo? Mi querido amigo, estaba extasiada. Me dijo que seguramente Trántor era el sitio idóneo para encontrar todo lo que necesitaba saber.

—No lo dudo —murmuró Trevize.

Esto fue parte de lo que le ocupó aquella noche. La alcaldesa Branno le enviaba fuera para averiguar lo que pudiese sobre la Segunda Fundación. Le enviaba con Pelorat para que pudiese disfrazar su verdadero propósito con la pretendida búsqueda de la Tierra, una búsqueda que podía conducirle a cualquier lugar de la Galaxia. De hecho, era una tapadera perfecta, y admiró la ingenuidad de la alcaldesa.

Pero ¿y Trántor? ¿Qué sentido tenía aquello? Una vez estuvieran en Trántor, Pelorat encontrada el camino de la Biblioteca Galáctica y no volvería a salir. Con interminables montones de libros, películas y grabaciones, con innumerables datos procesados y representaciones simbólicas, seguramente no querría marcharse jamás.

Aparte de esto…

Ebling Mis había ido una vez a Trántor, en tiempos del Mulo. La historia contaba que allí había encontrado la ubicación de la Segunda Fundación y había muerto antes de poder revelarla. Pero también éste fue el caso de Arkady Darell, y ella había conseguido localizar la Segunda Fundación. Pero la ubicación que encontró estaba en el propio Términus, y allí el nido de sus miembros fue arrasado. El emplazamiento actual de la Segunda Fundación debía de ser distinto, de modo que, ¿qué otra cosa tenía Trántor que decir? Si estaba buscando la Segunda Fundación, era mejor ir a cualquier lugar menos a Trántor.

Aparte de esto…

Ignoraba qué otros planes tenía Branno, pero no estaba dispuesto a seguirle la corriente. ¿Así que Branno se había mostrado extasiada acerca de un viaje a Trántor? ¡Muy bien, si Branno quería Trántor, no irían a Trántor! A cualquier otro sitio. ¡Pero no a Trántor!

Y agotado, ya cerca del amanecer, Trevize se sumió en un ligero sueño intermitente.

11

El día que siguió al arresto de Trevize fue bueno para la alcaldesa Branno Recibió más alabanzas de las que en realidad merecía y el incidente ni siquiera se mencionó.

No obstante, ella sabía que el Consejo no tardaría en recobrarse de su parálisis y que haría preguntas. Tendría que actuar con rapidez. Así pues, dejando a un lado gran cantidad de asuntos, se dedicó al caso de Trevize.

Cuando Trevize y Pelorat estaban hablando de la Tierra, Branno estaba frente al consejero Munn Li Compor en su despacho de la alcaldía. Mientras él tomaba asiento al otro lado de la mesa, claramente seguro de sí mismo, lo estudió una vez más.

Other books

Dream Boat by Marilyn Todd
Eye of the Needle by Ken Follett
Death in Little Tokyo by Dale Furutani
Glass Ceilings by A. M. Madden
The Shroud Maker by Kate Ellis