—¿Amistosamente? ¿Con un traidor? —Trevize introdujo ambos pulgares en el cinturón y permaneció en pie.
—Con un acusado de traición. Aún no hemos llegado al punto en que una acusación, aunque sea hecha por la propia alcaldesa, equivalga a una condena. Confío en que nunca lleguemos. Mi misión es absolverle, si puedo. Preferiría hacerlo ahora, cuando todavía no se ha causado ningún daño, excepto, quizá, a su orgullo, que verme forzado a exponer el caso en juicio público. Espero que opine igual que yo.
Trevize no se ablandó.
—No se moleste en congraciarse conmigo. Su misión es tratarme como si fuese un traidor. No lo soy, y me desagrada tener que demostrar este punto a su satisfacción. ¿Por qué no demuestra usted su lealtad a mi satisfacción?
—En principio, no hay inconveniente. Sin embargo, lo triste del caso es que yo tengo el poder de mi lado, y usted no. Por este motivo el privilegio de interrogar es mío, no suyo. Si alguna sospecha de deslealtad o traición recayera sobre mí, supongo que me remplazarían, y entonces sería interrogado por algún otro que, espero seriamente, no me trataría peor de lo que yo pretendo tratarle a usted.
—¿Y cómo pretende tratarme?
—Confío en que como a un amigo, y a un igual, si usted está dispuesto a hacer lo mismo.
—¿Puedo pedirle una copa? —preguntó Trevize con amargura.
—Más tarde, quizá, pero ahora le ruego que se siente. Se lo pido como amigo.
Trevize titubeó y luego se sentó. De repente le pareció absurdo mantener su actitud desafiante.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Trevize con amargura.
—Ahora, ¿puedo pedirle que conteste a mis preguntas sinceramente y sin evasivas?
—¿Y si no lo hago? ¿Cuál es la amenaza? ¿Una sonda psíquica?
—Espero que no.
—Yo también lo espero. No es sistema para un consejero. No revelaría una traición, y cuando me absolvieran, pediría su cabeza y quizá también la de la alcaldesa. Tal vez valdría la pena someterme a una sonda psíquica.
Kodell frunció el ceño y meneó ligeramente la cabeza.
—Oh, no. Oh, no: Hay demasiado peligro de lesión cerebral. A veces resulta difícil de curar, y no le compensaría. Seguro. Verá, algunas veces, cuando no hay más remedio que utilizar la sonda psíquica…
—¿Una amenaza, Kodell?
—Una declaración de hecho, Trevize. No me interprete mal, consejero. Si debo recurrir a ese sistema lo haré, y aunque sea usted inocente no le servirá de nada.
—¿Qué quiere decir?
Kodell accionó un interruptor que había en la mesa frente a él y dijo:
—Todo lo que yo le pregunte y usted me conteste será grabado, tanto en imagen como en sonido. No quiero ninguna declaración gratuita o fuera de tono. Por lo menos, esta vez. Estoy seguro de que lo comprende.
—Comprendo que sólo grabará lo que le plazca —dijo Trevize con desprecio.
—Es cierto, pero le repito que no me interprete mal. No falsearé nada de lo que usted diga. Lo utilizaré o no, eso es todo. Pero usted sabrá que no lo utilizaré y no nos hará perder el tiempo ni a usted ni a mí.
—Ya lo veremos.
—Tenemos razones para pensar, consejero Trevize —y el toque de formalidad que imprimió a su voz fue prueba suficiente de que estaba grabando—, que ha declarado abiertamente y en numerosas ocasiones que no cree en la existencia del Plan Seldon.
Trevize contestó con lentitud:
—Si lo he dicho tan abiertamente, y en numerosas ocasiones, ¿qué más necesitan?
—No perdamos el tiempo en subterfugios, consejero. Usted sabe que lo que deseo es un reconocimiento explícito en su propia voz, caracterizada por sus propias huellas sonoras, bajo condiciones en las que tiene pleno dominio de sí mismo.
—¿Porque, supongo, el empleo de algún producto hipnótico, químico o no, alterada las huellas sonoras?
—Muy notablemente.
—¿Y usted está ansioso por demostrar que no ha utilizado ningún método ilegal para interrogar a un consejero? No le culpo.
—Me alegro de que no me culpe, consejero. Así pues, continuemos. Usted ha declarado abiertamente, y en numerosas ocasiones, que no cree en la existencia del Plan Seldon. ¿Lo admite?
Trevize dijo lentamente, escogiendo las palabras:
—No crea que lo que llamamos Plan de Seldon tenga el significado que solemos darle.
—Una declaración muy imprecisa. ¿Le importaría explicarse con más detalle?
—Opino que la creencia general de que Hari Seldon, hace quinientos años, utilizando la ciencia matemática de la psicohistoria, trazó el curso de los acontecimientos humanos hasta el último detalle y que nosotros seguimos un curso destinado a llevarnos desde el Primer Imperio Galáctico hasta el Segundo Imperio Galáctico por la línea de máxima probabilidad, es ingenua. No puede ser así.
—¿Quiere usted decir que, en su opinión, Hari Seldon nunca existió?
—De ningún modo. Claro que existió.
—¿Que no desarrolló la ciencia de la psicohistoria?
—No, claro que no quiero decir tal cosa. Escuche, director, se lo habría explicado al Consejo si me lo hubieran permitido, y voy a explicárselo a usted. La verdad de lo que le diré es tan terminante…
El director de Seguridad había desconectado silenciosamente, y sin ningún disimulo, el aparato grabador.
Trevize hizo una pausa y frunció el ceño.
—¿Por qué ha hecho eso?
—Me está haciendo perder el tiempo, consejero.
No le he pedido un discurso.
—Me ha pedido que explique mi punto de vista, ¿no?
—De ningún modo. Le he pedido que conteste mis preguntas; sencilla, directa y francamente. Conteste sólo las preguntas y no añada nada más. Hágalo y no tardaremos demasiado.
Trevize dijo:
—Quiere decir que me arrancará declaraciones que reforzarán la versión oficial de lo que supuestamente he hecho.
—Sólo le pedimos que diga la verdad, y le aseguro que no falsearemos sus declaraciones. Intentémoslo de nuevo, por favor. Estábamos hablando de Hari Seldon. —Volvió a poner la grabadora en marcha y repitió con calma —: ¿Que no desarrolló la Ciencia de la psicohistoria?
—Claro que desarrolló la ciencia que llamamos psicohistoria —dijo Trevize, sin poder disimular su impaciencia y gesticulando con exasperada pasión.
—Que usted definiría… ¿cómo?
—¡Galaxia! Suele definirse como la rama de las matemáticas que estudia las reacciones generales de amplios grupos de seres humanos ante determinados estímulos y bajo determinadas circunstancias. En otras palabras, se cree que predice los cambios sociales e históricos.
—Ha dicho «se cree». ¿Lo duda usted bajo el punto de vista de la experiencia matemática?
—No —contestó Trevize—. Yo no soy psicohistodador. Tampoco lo es ningún miembro del gobierno de la Fundación, ni ningún ciudadano de Términus, ni ningún…
Kodell alzó la mano y dijo suavemente:
—¡Consejero, por favor! —Y Trevize se calló.
—¿Tiene usted algún motivo para suponer que Hari Seldon no hizo los análisis necesarios que combinarían, con la mayor eficacia posible, los factores de máxima probabilidad y menor duración en el camino que conduce del Primer al Segundo Imperio por medio de la Fundación? —continuó Kodell.
—Yo no estaba allí —dijo sardónicamente Trevize—. ¿Cómo quiere que lo sepa?
—¿Puede saber que no lo hizo?
—No.
—¿Niega usted, quizá, que la imagen olográfica de Hari Seldon que ha aparecido durante cada una de las crisis históricas acaecidas durante los últimos quinientos años es, en realidad, una reproducción del mismo Hari Seldon, hecha en el último año de su vida, poco antes de la constitución de la Fundación?
—Supongo que no puedo negarlo.
—Lo «supone». ¿Pretende usted decir que es un fraude, un engaño urdido por alguien en el pasado con algún propósito?
Trevize suspiró.
—No. No afirmo tal cosa.
—¿Está dispuesto a afirmar que los mensajes transmitidos por Hari Seldon han sido manipulados de algún modo por alguien determinado?
—No. No tengo motivos para creer que dicha manipulación sea posible o provechosa.
—Comprendo. Usted ha presenciado la más reciente aparición de la imagen de Seldon. ¿Le ha parecido que su análisis, preparado hace quinientos años, no se ajusta a las circunstancias actuales con suficiente exactitud?
—Al contrario —dijo Trevize con súbito regocijo—. Se ajusta con toda exactitud.
Kodell pareció indiferente a la emoción del otro.
—Y no obstante, consejero, tras la aparición de Seldon, usted sigue manteniendo que el Plan Seldon no existe.
—Claro que sí. Mantengo que no existe precisamente porque el análisis se ajusta con tal exactitud…
Kodell había desconectado la grabadora.
—Consejero —dijo, meneando la cabeza—, me obliga a borrar. Le pregunto si sigue manteniendo esa extraña creencia suya y empieza a darme razones. Déjeme repetirle la pregunta: Y no obstante, consejero, tras la aparición de Seldon, usted sigue manteniendo que el Plan Seldon ni existe.
—¿Cómo lo sabe? Nadie ha tenido la oportunidad de hablar con el amigo que me delató, Compor, después de la aparición.
—Digamos que lo hemos supuesto, consejero. Y digamos que usted ya ha contestado, «claro que si». Si quiere volver ó decirlo, sin añadir nada más, podremos continuar.
—Claro que sí —dijo Trevize con ironía.
—Bueno —dijo Kodell—, escogeré el «claro que Si» que suene más natural. Gracias, consejero.
—Y desconectó nuevamente la grabadora.
Trevize preguntó:
—¿Eso es todo?
—Para lo que yo necesito, si.
—Al parecer, lo que usted necesita es una serie de preguntas y respuestas que pueda presentar a Términus y a toda la Confederación de la Fundación a la cual gobierna, para demostrar que acepto totalmente la leyenda del Plan Seldon. Esto hará parecer quijotesca o demente cualquier desmentida que yo haga después.
—O incluso una traición a los ojos de una excitada multitud que ve el Plan como esencial para la seguridad de la Fundación. Quizá no sea necesario divulgar esto, consejero Trevize, si podemos llegar a algún acuerdo, pero si fuera necesario nos encargaríamos de que la Confederación lo oyera.
—¿Es usted suficientemente tonto, señor —dijo Trevize, con el ceño fruncido—, para no querer saber lo que realmente tengo que decir?
—Como ser humano estoy muy interesado en saberlo, y si llega el momento apropiado le escucharé con interés y un cierto grado de escepticismo. Sin embargo, como director de Seguridad, tengo, en este momento, exactamente lo que necesito.
—Espero que sepa que no les servirá de nada, ni a usted ni a la alcaldesa.
—Aunque le parezca extraño, no opino lo mismo. Ahora ya puede marcharse. Custodiado, naturalmente.
—¿Adónde me van a llevar?
Kodell tan sólo sonrió.
—Adiós, consejero. No ha cooperado demasiado, pero habría sido poco realista esperar que lo hiciera.
Alargó la mano.
Trevize, levantándose, simuló no verla. Se alisó las arrugas del cinturón y dijo:
—No hace más que retrasar lo inevitable. Debe de haber otros que piensan como yo, o los habrá más tarde. Encarcelarme o matarme causará extrañeza y, a la larga, acelerará la generalización de esa manera de pensar. Al final la verdad y yo ganaremos.
Kodell retiró la mano y sacudió lentamente la cabeza.
—De verdad, Trevize —dijo—, usted es tonto.
Era medianoche cuando dos guardias fueron a sacar a Trevize de lo que era, tenía que admitirlo, una lujosa habitación en la Dirección General de Seguridad. Lujosa, pero cerrada con llave. La celda de una prisión, en todo caso.
Trevize dispuso de más de cuatro horas para intentar justificarse amargamente, paseando con nerviosismo de un lado a otro durante todo el rato.
¿Por qué había confiado en Compor?
¿Por qué no? Parecía tan claramente convencido.
No, eso no. Parecía tan dispuesto a dejarse convencer. No, eso tampoco. Parecía tan estúpido, tan fácilmente dominado, tan ciertamente desprovisto de cerebro y opiniones propias que Trevize aprovechó la ocasión de utilizarlo como una cómoda caja armónica. Compor había ayudado a Trevize a mejorar y pulir sus opiniones. Había resultado útil, y Trevize había confiado en él por la sencilla razón de que le había convenido hacerlo así.
Pero ahora era inútil intentar decidir si debía haber descubierto el juego de Compor. Debía haber seguido la regla: no confiar en nadie.
Sin embargo, ¿puede uno vivir sin confiar en nadie?
Evidentemente había que hacerlo.
Y, ¿quién habría pensado que Branno tendría la audacia de arrestar a un miembro del Consejo, y que ni uno solo de los demás consejeros movería un dedo para proteger a uno de los suyos? Aunque hubieran discrepado totalmente con Trevize, aunque hubieran estado dispuestos a apostar su sangre, hasta la última gota, por la rectitud de Branno; de todos modos, deberían haberse rebelado, por principio, contra esa violación de sus prerrogativas. A veces llamaban a Branno «la mujer de bronce», y ciertamente actuaba con rigor metálico…
A menos que ella misma ya estuviera en las garras de…
¡No! ¡Este camino desembocaba en la paranoia!
Y sin embargo…
Su mente andaba de puntillas y en círculos, y no había podido librarse de los pensamientos inútiles repetitivos cuando llegaron los guardias.
—Tendrá que venir con nosotros, consejero —dijo el mayor de los dos con gravedad desprovista de emoción. Su insignia revelaba su graduación de teniente. Tenía una pequeña cicatriz en la mejilla derecha, y parecía cansado, como si hubiera estado en su puesto demasiado tiempo y hubiera hecho demasiado poco, como podía esperarse de un soldado cuyo pueblo había vivido en paz durante más de un siglo.
Trevize no se movió.
—Su nombre, teniente.
—Soy el teniente Evander Sopellor, consejero.
—Se dará cuenta de que está quebrantando la ley, teniente Sopellor. No puede arrestar a un consejero.
El teniente dijo:
—Tenemos órdenes directas, señor.
—Eso no importa. No pueden ordenarle que arreste a un consejero. Debe comprender que se expone a un consejo de guerra.
El teniente dijo:
—No le estoy arrestando, consejero.
—Entonces no tengo que ir con usted, ¿verdad?
—Nos han ordenado que le escoltemos hasta su casa.