Los incógnitos (16 page)

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Authors: Carlos Ardohain

BOOK: Los incógnitos
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—A ver... dejame pensar. Mucho no tengo, pero hay por ahí una máscara del Fantasma de la Ópera y una capa, a lo mejor te podés arreglar con eso.

—¡Perfecto! Paso a buscarlas, gracias, te debo una.

En el camino llamó a Igriega para contarle, este le dijo que era una locura meterse así en la casa sin conocer a nadie, que era peligroso, pero él le aseguró que nadie lo reconocería, era cuestión de un rato, dar una vuelta para ver lo que le interesaba y después irse. Cuando llegó a la casa de Ricardo le pagó al remis y lo dejó ir, una vez adentro se probó la capa y la máscara blanca, le quedaban perfectos. Le agradeció a su amigo, llamó otro remis y se fue a la casa de Galván. Cuando llegó se puso la máscara y la capa y entró en la casa. Nadie lo paró ni le preguntó nada, y de pronto estaba entre una muchedumbre enmascarada y vestida de las formas más diversas. La casa era muy amplia, parecía más grande desde adentro, una gran escalera al fondo de la sala llevaba al piso superior, había cuadros originales colgados, reconoció algunos. Los muebles eran de diseño y todo era de muy buen gusto. Varias chicas con minifaldas cortísimas y grandes escotes, también con antifaces, pasaban con bandejas repletas de copas de champán. Se sirvió una y empezó a mezclarse entre la gente caminando despacio. Estaba muy nervioso y esperaba que el champán lo tranquilizara un poco. De a poco fue asimilándose al ambiente y escuchaba fragmentos de conversaciones aisladas, y también empezó a darse cuenta de que la casa estaba llena de personajes importantes, creyó reconocer voces, perfiles, cabezas, de políticos, de empresarios, de jueces, seguramente estaría Benavídez debajo de algún disfraz. Tenía que cuidarse. Esa fiesta era una bomba. Vio que algunas personas subían las escaleras y decidió imitarlos y dar una vuelta por el piso de arriba. Quería ir al baño y no podía preguntar, se suponía que conocía la casa. Tenía que moverse con soltura. Una vez arriba avanzó por un pasillo y escuchó voces y risas, una puerta se abrió al fondo y salió Drácula riéndose con una egipcia abrazada, pasaron al lado de él y supuso que venían del baño. Llegó a la puerta y entró. Era el baño. Los artefactos eran carísimos y extrañamente en una pared había un mingitorio como los de los bares, decidió aliviarse en él. Estaba terminando cuando se abrió la puerta y entró una enfermera enmascarada tambaleándose, visiblemente borracha. Cuando lo vio le dijo:

—Hola, mi amor.

Se agachó y le tomó el miembro con la mano, enseguida se arrodilló, se lo metió en la boca y lo empezó a chupar con dulzura. La sorpresa de Equis y la belleza de la chica —que tenía un cuerpo perfecto— hicieron que tuviera una erección instantánea y feroz, se puso muy duro, tanto que la enfermera le dijo algo como:

—¡Epa!, ¿y todo esto? —Y eso le dio más entusiasmo para chupar.

Lo succionaba y lo acariciaba con la lengua con gran energía, todo empezó a pasar muy rápido, Equis sintió que iba a acabar y le agarró el pelo con los dedos empujándola contra su pija. Entonces se derramó en espasmos y la llenó con su leche, la rebalsó, ella lo miraba desde abajo con los ojos en blanco, todavía con la verga en la boca. Él presintió algo, o sintió una arcada incipiente, y se apartó. Guardó su miembro y ella se agarró del mingitorio con las dos manos, acercó la cabeza y se puso a vomitar. Equis salió del baño y avanzó por el pasillo. No entendía qué había sido eso, y de pronto comprendió. Eso no era una fiesta, era una orgía, y estaba en sus prolegómenos. Dentro de un rato, cuando el alcohol hubiera corrido lo suficiente, las ropas empezarían a caer y por último caerían también las máscaras. Esto que le había pasado era un aperitivo, producto de una chica que apuró el trámite por no saber beber. No podía quedarse, ahora sí entendió que corría peligro de verdad. Estaba dentro de una trampa y se había metido en ella por su propia voluntad. Si empezaban a sacarse los antifaces estaría perdido. Registró rápidamente con la vista el lugar en que estaban las alarmas y se dispuso a bajar las escaleras. Abajo la fiesta había crecido en intensidad y en descontrol, ya había manos que iban a lugares estratégicos de otros cuerpos, grupos en algunos rincones, parejas cuchicheando, cada uno con su copa en la mano, las mozas ya no tenían nada que cubriera sus tetas, y algunas de ellas exhibían lascivamente sus lenguas entre los labios. Era el momento de irse. Cuando caminaba hacia la puerta de entrada se cruzó con Galván, estaba vestido de legionario pero no tenía máscara, era el anfitrión, probablemente no la necesitara. Lo miró un momento con curiosidad y él sintió la mirada y sintió el sudor en la nuca, pero enseguida se desentendió de él y siguió caminando hacia el enorme espejo que había debajo de la escalera. Todavía le pareció que alguien le hablaba, le decía algo, pero fingió estar borracho caminando en zigzag, creyó ver de reojo el perfil de Benavídez mirándolo bajo el maquillaje de un payaso asesino, puso la mano en el picaporte de la puerta de entrada y salió al pequeño parque del frente de la casa. No había nadie. Dio tres o cuatro zancadas y alcanzó la vereda, recién ahí respiró, pero empezó a caminar rápido hacia la esquina sin sacarse la máscara. Caminó dos cuadras y recién entonces se despojó del disfraz. Necesitaba tomar algo fuerte para tranquilizarse, siguió hasta la avenida Córdoba y entró en un bar. Pidió un whisky doble y lo empezó a beber a sorbos. Entonces llamó a Igriega y le dijo que se quedara tranquilo, que ya estaba fuera de la casa. Quedaron en encontrarse al otro día a las nueve en la galería.

103

Margarita llegó a Lavandera a la misma hora de siempre y se encontró con un gentío en la puerta y la policía haciendo un cordón. No dejaban pasar a nadie. Se acercó y preguntó qué había pasado, pensó en un robo o algo así. Le dijeron que Fausto estaba muerto, los perros lo habían destrozado. El guardia de la mañana entró en la casa y vio a los perros con la trompa embadurnada de sangre y al fondo el cadáver despedazado de Fausto, desnudo y con un par de botas de cuero hechas jirones. Un fuerte olor a grasa en el aire, más el olor de la sangre y de los perros, hacía irrespirable el ambiente. El guardia sufrió un shock al encontrarse con ese cuadro y les disparó a los perros hasta vaciar el cargador de su pistola. Cuando Margarita dijo que ella trabajaba en la casa la hicieron pasar para que prestara declaración, la interrogaron sobre todo acerca del día anterior, justo el día en que ella no había visto a Fausto en ningún momento. La policía sabía por los guardias de la garita que una prostituta había estado en la casa, la estaban buscando.

104

Esa noche Equis no pudo dormir, daba vueltas en la cama, estaba inquieto y no podía dejar de pensar. Un par de veces se durmió vencido por el cansancio y cayó en un sueño repleto de imágenes de pesadilla, entonces volvía a despertarse como si saltara del sueño a la seguridad de la noche vacía de visiones. Su mujer le preguntó dos o tres veces qué le pasaba y él decidió por fin levantarse para dejarla dormir tranquila. Se dio una ducha, se preparó un café muy cargado y se sentó frente a la computadora a redactar el informe para entregarle a Aurora con las cifras y los datos que tenían de las actividades de Galván. Le adjuntó los escaneos de las hojas manuscritas y las direcciones de los locales. A eso de las seis se vistió y salió a la calle, se metió en un bar a desayunar para no ir a la casa de Tamara tan temprano.

A las siete estaba tocando el timbre del departamento de Once. Se abrió la puerta y lo recibió una penumbra cálida y el cuerpo voluptuoso y fragante de su pitonisa que lo abrazó y en un segundo lo liberó de todas las sombras. Lo guió hasta la cama, lo desvistió en silencio y se acostaron abrazados. Se besaron lentamente y él recorrió con su mano el cuerpo caliente y suave, bajó por los flancos y las caderas para subir por la parte interna de los muslos, terminó sumergiendo los dedos en el húmedo secreto de Tamara, que para él estaba lleno de revelaciones. Jugueteó un poco en ella con curiosidad y ternura y por fin sacó los dedos y los llevó a su boca para degustarlos mientras entraba en ella de nuevo con su tesón extremo, con ardor y voluntad de inundación, entraba en un territorio conocido y amado que se abría para él, para ser explorado, invadido, colmado. Se amaron y se quedaron dormidos abrazados con las bocas pegadas y mezclaron sus respiraciones además de sus fluidos. Se despertaron a las nueve menos cuarto. Era tardísimo. Saltaron de la cama, se vistieron rápido y salieron hacia la galería.

Llegaron a las nueve y media, Igriega ya estaba en la agencia, saludó a Tamara con un beso y decidieron tomar un café los tres juntos, los pidieron al bar de la esquina y charlaron un rato, le contaron a Tamara que ese fin de semana saldría publicada la nota en la revista y que a partir del domingo serían famosos, se iban a tener que mudar a una galería más céntrica y más grande. Tamara dijo:

—De mí no se libran, yo me mudo con ustedes. —Y largó su risa.

Al rato ellos quedaron solos en la agencia y Equis le contó con lujo de detalles su incursión en la casa de Galván. Igriega le dijo que se había salvado por un pelo, que tenían que parar con ese asunto. Ya tenían datos suficientes para informar a Aurora, al parecer Galván era el operador y Benavídez el legista que ordenaba las cosas con prolijidad cuando se podía, o se encargaba de ocultarlas bien, cuando no. Equis aceptó, reconoció que haberse metido en la casa de Galván había sido una imprudencia y pensar en volver cuando él no estuviera, directamente una locura. Mejor dejar las cosas así. Citaron a Aurora para más tarde a fin de darle los informes. Faltaba solamente resolver la cuestión de las amenazas telefónicas. Y faltaba algo que ninguno de los dos mencionaba: decidir qué harían a partir de ahora, cómo iban a seguir; si desarmaban la agencia o no, era una cuestión pendiente que no tenían apuro en afrontar. Fueron a almorzar al restaurante que estaba al lado del puente, pidieron una botella de vino para festejar que todo había salido bien a pesar de los riesgos, y comieron charlando y riéndose. Disfrutaban de poder aflojarse después de terminar con el estrés de la investigación. Dos horas después volvieron a la agencia.

Eran las cuatro de la tarde cuando llegó Aurora. Le contaron todo lo que habían averiguado de Galván, los papeles de la basura, el seguimiento al cabaret, la charla con la prostituta y la fiesta en la casa con los personajes de la política y los negocios.

Le dieron el informe impreso y todos los datos que habían conseguido; en cuanto a la pistola, Igriega quedó en traérsela al día siguiente, ya que se la había olvidado en su casa. Ella les agradeció y les dijo que habían hecho un excelente trabajo. Les pagó el saldo del dinero que habían estipulado y se fue.

A partir de entonces la tarde transcurrió tranquila y algo lánguida. Ahora que habían terminado con este trabajo y habían deshecho el acuerdo con Fausto, flotaba en el aire un clima de vacío. Ninguno de los dos sacó el tema del cierre de la agencia. Igriega se puso a escribir en la computadora, quizá la famosa novela de la galería; Equis estuvo leyendo un libro de Jim Thompson. Tamara se fue a las siete, pasó a darles un beso, tenía clase de yoga. Cuando se hicieron las siete y media decidieron irse, ordenaron los papeles y el escritorio, Igriega apagó la computadora. Equis le dijo que mientras él cerraba se cruzaría al kiosco de enfrente a preguntar por unos fascículos, lo esperaría ahí. Igriega apagó las luces mientras Equis salía de la galería. Cerró la puerta de la agencia con llave y empezó a caminar hacia la salida. Equis cruzaba la avenida mirando hacia el kiosco, a media cuadra un auto estacionado encendió las luces y se puso en marcha. Equis miró la hora en el reloj de su muñeca, eran las siete y cuarenta, «cada vez oscurece más temprano», pensó. Igriega estaba llegando a la puerta de la galería, el auto aceleró a fondo, Equis casi llegaba a la vereda cuando sintió el impacto. Igriega salió a la vereda, escuchó el sonido seco y vio el cuerpo de Equis volar por el aire y caer unos metros más allá en el pavimento, mientras un auto plateado se alejaba a toda velocidad. Corrió desesperado hacia él en medio de autos que seguían pasando. Equis había quedado tirado cerca de la vereda del otro lado, tenía los ojos semicerrados y un hilo de sangre le salía por la boca. Se arrodilló junto a él y le pasó el brazo por debajo de la cabeza para que respirara mejor, para que estuviera más cómodo. Le preguntó cómo se sentía, cómo estaba, que por favor le dijera que estaba bien. No era nada, había sido un susto nada más, un golpe fuerte y solamente eso.

Equis respiraba con un sonido ronco y quebrado y un ritmo muy lento, lo miró con los ojos sin expresión y dijo solamente:

—Hermano, me la dieron.

Hizo un esfuerzo, se notaba que estaba haciendo un gran esfuerzo para hacer una mueca parecida a una sonrisa, y cerró los ojos.

En ese momento se encendieron las luces de mercurio de la avenida.

105

Equis sentía que estaba en un callejón sin salida. Se encontraba en un túnel pero no había ninguna luz al final, todo era silencio y sombras. Las voces de las personas amadas sonaban como ecos huérfanos en su cabeza, en la memoria. No había cuerpo. Si esta era la manera que había encontrado para salvar a su amigo, para salvar la historia, había fracasado y no sabía cómo seguir ni hacia dónde dirigirse. Sintió de pronto el peso del determinismo de los acontecimientos y se sintió aplastado por la certeza súbita de que era él mismo quien los había provocado. Era un pésimo estratega, tomando el timón en sus manos las probabilidades de terminar encallado siempre habían sido muy altas. Volvió a él la sensación de ser una isla en el océano, y ver a todos sus seres queridos desde una lejanía que parecía casi definitiva.

Ahora tenía un cadáver ensangrentado tirado en la calle, el suyo. En medio del silencio nocturno las imágenes en blanco y negro parecían sucederse con mucha lentitud. Deseó que algún vecino acercara una sábana para cubrirlo mientras llegaba la ambulancia y enseguida apareció la señora de la mercería con un trozo de tela estampada que desplegó sobre el cuerpo como si fuera una mesa ratona. Igriega se había parado a su lado y lo miraba sin entender. Ahora tenía dos viudas, un amigo que lo sobrevivía y una historia trunca que, como todas, terminaba mal.

Llegó la ambulancia, cargaron el cuerpo y, con Igriega sentado a su lado, partieron hacia la morgue policial.

106

El funeral transcurrió como un sueño, varias mujeres vestidas de negro, llorosas y dolientes, entre las cuales las más visibles eran la señora Benavídez, Margarita, la mujer de Equis y Tamara. Todas estaban silenciosas y distantes, parecían animales, cada una subida a su propio árbol. No hubo escándalos ni reproches ni enfrentamientos, apenas unos cruces de miradas y la comprensión de un dolor compartido. En medio de ellas, Igriega pensaba en su amigo y recordaba el grabado de Hopper que ahora le parecía una premonición o un presagio, la figura solitaria que caminaba en la noche era Equis, ahora no tenía dudas, yendo hacia ese tajo negro que cortaba la calle en dos y se lo había tragado de golpe. Y Equis, el hombre que avanzaba en las sombras, ahora, en esa sala, era el único que se había detenido. Igriega se tomó algunas copas, sentía cosas que sonaban a lugar común pero le resultaban verdaderas. Lo más fuerte era haber perdido una parte de él, una amputación. También se sentía en el aire, como si no pudiera asirse a nada concreto, flotando a merced del viento yendo hacia ninguna parte. No era en su caso desfallecer ni morir, era estar suspendido en un limbo de emociones, rodeado de una niebla lechosa que desdibujaba toda cosa percibida. Estuvo buscando un buen rato una palabra, la palabra que nombrara su estado. No la encontró, pero a cambio se quedó con una que podía ocupar ese lugar mientras no apareciera la palabra precisa:
disolución
. Se estaba disolviendo en el dolor. En esa suspensión acompañó a su amigo hasta el hueco en la tierra oscura y húmeda donde lo sumergieron y lo taparon.

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