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Authors: Carlos Ardohain

Los incógnitos (12 page)

BOOK: Los incógnitos
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Equis estaba pensando en lo que había pasado con su mujer, en esa escena que habían tenido, tan desagradable. Ahora ella estaría llorando sola en la cama y él no tenía ganas de ir, ni de hablar, ni de consolarla, ni de acostarse con ella. No tenía ganas de mentir, ni de decir cosas que no sintiera, y las conversaciones que estaban teniendo últimamente lo ponían en circunstancia de hacer afirmaciones acerca de sus sentimientos, justo cuando más inestables eran. Era verdad lo que ella había dicho, que hacía tiempo que estaba distinto. No podía engañarse, le estaba pasando algo y tenía que clarificarse, estaba cansado de su matrimonio, no era casualidad que hubiera aparecido la figura de Tamara en ese momento, ni que lo hubiera impactado tanto. Le gustaba mucho y se sentía bien con ella, y una cosa estaba muy relacionada con la otra. Si hubiese estado unido a su mujer, si se quisieran como antes, él no se hubiera fijado en Tamara. Ni su corazón ni su cabeza podrían albergar a alguien en un sitio que estaba ocupado por otra persona, esa le parecía una manera clara de poner las cosas. Era algo que les pasaba a los dos. Primero estaba el deterioro de la relación con su mujer, después venía el hecho de haber conocido a Tamara y de que le gustara. Una cosa primero, la otra después.

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Margarita pasó la tarde de manera muy distinta a lo que había sido la mañana. Tenía la impresión de haber blanqueado su situación justo a tiempo, Fausto quedó con una cara que no pudo disimular, aunque trató de hacerlo, y la consolaba de su emoción con un pesar que se le notaba. Le dio un poco de lástima, pero se dio cuenta de que se ubicó enseguida, cambió de actitud y de tema, ahora la trataba distinto, ya no traía nada bajo el poncho, como dicen en el campo. Y ella sentía un gran alivio, casi podría decirse que estaba contenta. Ojalá que a partir de esa conversación pudiera sentirse cómoda en ese trabajo, a pesar de lo peculiar que era Fausto. Desde que había empezado a trabajar con él tuvo con ella esa conducta, que ahora entendía que era equívoca, oscuramente intencionada. Esperaba haber podido aventar el fantasma. Creía que sí. Aunque con Fausto nunca se sabía del todo, era tan huidizo, tan inapresable.

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Igriega se puso a leer algunas de las cosas que había bajado de Internet para Fausto. Estuvo leyendo párrafos de un libro de Thich Nhat Hanh, un monje zen de origen vietnamita. A medida que avanzaba en la lectura tomaba conciencia de la enormidad en que se habían metido, el despropósito que significaba la pretensión de Fausto. El hecho de que ellos aceptaran ese trabajo solamente hablaba de la tremenda ignorancia en que se encontraban en ese punto. Este libro, por ejemplo, Fausto debía leerlo de cabo a rabo, no solamente Fausto, él también, y Equis, y cualquiera, o todos. Otra de las cosas que había leído lo decía con suma claridad: «la Verdad no puede ser atrapada ni expresada. La Verdad ni es ni no es».

¿Entonces? ¿Qué iban a hacer? ¿Una investigación que desembocara en una lista de libros para leer? ¿Armar una biblioteca? ¿Recomendar una disciplina? ¿Meditación trascendental? ¿Chi kung? ¿Budismo zen? ¿El camino del Tao? ¿Estudiar filosofía oriental? ¿Estudiar el I Ching? ¿Aprender caligrafía china? ¿Practicar el arte zen del tiro con arco? ¿Todo eso junto?

Ahora le parecía una tontería ir a hacer entrevistas a monjes o yoguis o instructores de meditación o lo que fuera, eso sería un trabajo periodístico, superficial, fatuo. Visitar templos, hablar con maestros y discípulos, no serviría de nada. Y lo más importante, estarían haciendo todo eso para otra persona a la que el interés no le alcanzaba para moverlo a hacer la búsqueda por sí mismo, una persona que sacaba el cuerpo a la experiencia más interesante o más importante de su vida, justamente algo que podría cambiarla de cuajo, una persona que quería recibirlo y a la vez no recibirlo, que quería que otros lo sintieran, lo entendieran, lo vivenciaran por él, para él.

A medida que se le hacía más claro en qué consistía lo que habían aceptado como un trabajo, era mayor la vergüenza que sentía.

Estaban en un problema, y no era un problema menor.

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¿Qué hago? ¿Lo llamo o no lo llamo?

Lo llamo.

Lo llamó al celular.

—Hola.

—Equis, soy yo, perdoname que te llame a esta hora, pero quería saber si estabas bien.

—Hola, qué sorpresa, llamaste justo, estaba pensando en vos. Y no, no estoy bien. No puedo hablar mucho, pero tengo ganas de verte, me hace bien que me hayas llamado.

—Te quiero, quiero que estés bien, pero no quiero causarte problemas. Quiero que estemos bien juntos.

—Yo también siento lo mismo, quiero vivir lo que es verdad para mí.

—Voy a pensar en vos a la noche, ahora en la cama.

—Gracias, no sabés lo bien que me hace escucharlo.

—Chau, mi amor. Un beso.

—Chau, gracias, un beso muy grande.

Tamara colgó y él fingió que seguía hablando, pero cambió totalmente la manera y lo que decía, sostuvo una conversación ficticia con Igriega por si su mujer estaba alerta o algo, entonces la cosa siguió así:

—Che, bueno, ¿y la cabeza te duele? Claro, cómo no, esa postura es jodida, sí, me imagino lo que será levantarse de la cama, porque trabaja el tórax, claro, un dolor de mierda, ¿te pudiste bañar bien? Sí, desde ya. ¿Llamó alguien hoy a la oficina? No, el guión lo tengo medio cocinado ya, mañana le daré una revisada general y después ya lo mando para que lo presenten al cliente. Sí, salió rápido. Bueno, dale, mañana hablamos, un abrazo.

Y terminó su conversación con su amigo invisible. Se metió en el baño y se dio una ducha pensando en Tamara, después se secó, tomó un vaso de agua y se fue a la cama. Su mujer dormía profundamente.

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Fausto quiso respetar la rutina de sus perros y les dio de comer, aunque de buena gana lo hubiera salteado, lo único que quería esa noche era beber, vino a la sala y puso a Wagner en el equipo, que le ponía el ánimo en un estado dramático que coincidía con su angustia. Solo, metido en esta casa en medio del parque, debajo de la noche, rodeado de libros muertos, tan muertos como él mismo, que apenas alcanzaba a proyectar una sombra gris sobre el suelo que pisaba, una sombra alargada que iba dejando atrás en el tiempo. Enemigo del mundo. Alejado de todo y de todos, con el corazón oprimido. Imbuido de un ansia, de una sed que no podría nunca ser colmada, quizá maldecido por el hechizo de un nombre más poderoso que él, de un nombre que portaba un destino de condena inevitable. Margarita no sería suya, Margarita se le escapaba de una y mil maneras, una y mil veces, eternamente. Ahora se estaba poniendo engolado y grandilocuente y ensuciaba su pensamiento con aires de grandeza que le eran ajenos. Él era un ermitaño, hosco y solitario con el corazón seco que latía más por mecánica que por pasión. Si su destino era inevitable, él debía estar a la altura, no había debajo del cielo y sobre la tierra ser más aislado y sufriente que él, y la noche le abría la boca, le mostraba sus fauces para devorarlo y regurgitarlo, una vez y otra, ininterrumpidamente. Como si lo deseara primero y se diera cuenta inmediatamente de que no lo quería, que tenía mal sabor, que era venenoso. Expulsado a la vez del agua y del vientre de la ballena, no parecía haber sitio para él, no parecía haber páginas en las que escribir su historia, cuerpos que abrazar, voces que quisieran llamarlo nombrándolo. ¿Era que su nombre no era genuino, que se lo había apropiado, que lo había robado a una historia más grande que la suya, a una leyenda, a una obra literaria, a una ópera, a un mito, a un demonio? ¿Era él indigno de su nombre y el castigo consistía en hacerle vivir parte de lo que el nombre contenía y hacerle sentir dolorosamente la ausencia de la otra parte? Ahora quería beber, hundirse en la noche, en la soledad, en su alma hueca y vacía, en su mundo divorciado del mundo. Ahora quería morir sabiendo que no moriría todavía, quería morir aún sabiendo que hacía tiempo que estaba muerto.

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Margarita fue a casa de Igriega, esa noche quería estar con él, necesitaba cuidarlo y ser cuidada, quería amarlo, sentir su tibieza, alimentarse de la corriente de energía que existía entre ellos, esa noche tenía miedo, no quería estar sola. Quería que le leyera un poema, que le jurara su amor para siempre, que le confirmara con su presencia la felicidad de haberlo encontrado, que le mostrara con su cuerpo la contundencia de estar viva, la magnificencia de ser amada. Quería escuchar su nombre en su voz, saliendo de su boca, flotando en el aire cálido de su respiración: Margarita... Margarita... Quería curarlo de sus dolores con el poder de sus caricias, acariciarle el pecho con mucha suavidad, besarle el ojo amoratado con delicadeza, contarle que le había dicho a Fausto que lo amaba y eso lo sentía como una protección para ellos, como un escudo contra el mal, contra el dolor, contra la muerte. Estaban juntos más allá de todo, se habían encontrado y se habían reconocido y se habían aceptado. Y era feliz de decirle todo esto sin palabras, con una mirada, con una caricia, con un beso. Y era tan feliz que tenía ganas de llorar y era capaz de bañarlo con sus lágrimas y secarlo con su pelo, como hacían las mujeres de algunos libros sagrados con los hombres a los que amaban demasiado, con los hombres que les habían enseñado a amar. Y esa felicidad la hacía desenrollar su gracia para él, brindarle sus recónditos tesoros. Y no esperaba nada más, porque ya lo tenía todo y estaba colmada y plena y lo único que quería era a él y sentir su amor y darle su amor.

Él la recibió y agradeció la bendición de tenerla, de haber merecido su cuerpo y su alma, de ser depositario de su mirada iluminada, su corazón acelerado, su entrega. Y le dijo que ella era la noche y el misterio, la puerta para trascender la realidad. Y que la amaba y la iba a amar hasta la muerte y más allá. Y ella se puso a llorar de felicidad, y él le dijo:

—¿Llegó la hora de mi baño?

Y ella lo besó.

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Igriega habló con Equis, Equis habló con Igriega, hablaron de ese trabajo extraño que habían aceptado, ese encargo en forma de paquete fácil, esa demanda que parecía una trampa. Era una tarea imposible, inabarcable, colosal, un caso demencial. Era una profanación llevar a cabo esa búsqueda para otra persona y era un escándalo pedirle a otra persona que la hiciera por uno. Se preguntaron por las intenciones que tendría Fausto para pedirles una investigación como esa, vislumbraron razones oscuras, esotéricas, pero también evaluaron la desesperación, la impotencia, la soledad. Unas y otras eran negativas y desagradables, no había motivo para justificar esa incongruencia. Estuvieron de acuerdo. Dejarían pasar unos días y hablarían con Fausto, le devolverían el anticipo, le expondrían sus argumentos, le explicarían su desconcierto, su imposibilidad de hacer lo imposible. Y había también otra cosa, algo que recién tomaban en cuenta: la vía espiritual, además de ser personal, única, intransferible, un camino hacia uno mismo, no hacia el uno mismo de otro, no podía venderse, mezclarse con dinero, medirse en valores materiales, ahora lo veían claro. Ahora lo entendían, habían cometido un error que contenía otros errores, como cajas chinas, y les había costado verlos, descubrirlos, pero lo habían hecho. Tenían que deshacer el acuerdo. Era lo correcto.

84

El miércoles por la tarde recibieron la visita de la señora Benavídez en la oficina. Apenas llegó le preguntó a Igriega cómo estaba después de lo que había pasado, y les dijo que coincidía con las sospechas que ellos tenían de que detrás del ataque podía estar su marido, aunque lo dijo con un énfasis extraño en ella. Y al mismo tiempo se sentía algo culpable porque seguramente él había descubierto la tarjeta que le diera Igriega en la entrevista. Desde que quedara en evidencia que la engañaba con otra mujer, ella le exigió que se fuera de la casa. Ahora él estaba parando en el departamento de un amigo.

Cuando le contó el ataque que había sufrido Igriega lo hizo increpándolo, lo acusó tácitamente y lo amenazó con la policía tal cual habían acordado. Su reacción fue muy airada, tanto que parecía actuada, se había indignado, lo había negado, y se había ofendido diciéndole cómo podía ser posible que ella pensara una cosa así de él, cómo lo creía capaz de hacer algo tan despreciable. Pero ella no le creyó, luego de lo que había pasado él estaba siempre en posición de ser culpable. También les contó que los trámites de divorcio estaban muy encaminados y que, gracias a las pruebas contundentes aportadas por ellos, el asunto le iba a provocar un serio perjuicio económico a su futuro ex marido.

Pero había venido por otro motivo: para demostrarles su agradecimiento y reparar en algo la brutal paliza que había recibido Igriega, les traía un pequeño obsequio: un vale por un paseo en globo de dos horas y media para dos personas. Una empresa en Capilla del Señor ofrecía este servicio y ella pensó que era una buena idea retribuirles de esa forma todas las molestias que les pudo haber ocasionado su caso. Esperaba que lo disfrutaran mucho, conocía personas que lo habían hecho y todas coincidían en afirmar que era una experiencia inolvidable.

Ellos quedaron muy sorprendidos, le agradecieron muchísimo el gesto, ella dijo que de ningún modo, se lo merecían, y en especial después de lo que había pasado. Se levantó, les dio la mano y se fue.

Se miraron sin entender mucho el extraño y desproporcionado regalo de la Benavídez, miraban el boucher y Equis le dijo:

—Al final la paliza te la terminaron pagando.

—Nos la pagaron a los dos, a mí y a vos que no te comiste ni una piña.

—No, yo ni en pedo me subo a un globo, ese paseo hacelo vos con Margarita, mi lugar se lo cedo a ella, en serio.

—¿Estás seguro?

—Completamente seguro. Para hacerme subir a un globo deberían dormirme con anestesia total.

—¡Gracias, Equis!, ahora mismo la voy a llamar para decirle. Se va a poner muy contenta.

Margarita no podía creer semejante regalo, era como un sueño, ¿un viaje en globo con él? Era maravilloso, le dijo varias veces que lo amaba.

El paseo sería el sábado, faltaban dos días, asi que después arreglarían los horarios y demás, había que estar en Capilla del Señor a las siete de la tarde. Los dos días siguientes los pasaron en preparativos y festejos anticipados. Durmieron juntos el viernes, se amaron como la primera vez y el sábado desayunaron en la cama. Ese iba a ser un día inolvidable.

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