Authors: Carlos Ardohain
Margarita estaba preocupada, notaba algo extraño en Igriega, como si hubiera algo que no quería contarle, compartir con ella. Hablaron de sus planes para el futuro, él estaba pensando qué hacer con la agencia, después del ataque que había sufrido parecía haber entendido que eso no era un juego. Pero ella notaba que tenía reservas, que alguna cosa no estaba tan clara o no era tan transparente como debiera. Pero si bien eso la entristecía un poco, decidió esperar, darle tiempo. Quizá fuera mejor así, ella quería dejar de trabajar con Fausto y buscar otra cosa, él estaba evaluando dejar la agencia o cerrarla. Era un momento de transición, estaban construyendo algo, yendo hacia otro lugar, pero no sabían todavía cuál era ese lugar. Ya lo descubrirían, lo importante era estar juntos. Pero... ¿qué sería lo que Igriega tenía dando vueltas adentro y no le contaba, eso que no compartía con ella?
Al día siguiente, Equis le contó a Igriega su paso por la casa de Galván y el robo de la basura, enseguida le mostró los papeles.
Igriega quedó sorprendido:
—Equis, ¡tuviste una idea excelente!
—No sé, fue una corazonada, y terminé encontrando esto, que por ahí es importante y por ahí es una boludez.
—No sé, no creo que sea una boludez, acá hay algo.
Decidieron escanear los papeles y guardarlos en la computadora. Especularon sobre qué podían ser esos nombres, si las cifras eran sumas de dinero los nombres debían ser de comercios o negocios. El único comercio que podía dar esas ganancias era el del sexo, y los nombres encajaban. No podían ser otra cosa que cabarets o whiskerías. Tenían que empezar a seguir a Galván para confirmar esa sospecha. Empezaría Igriega esa misma noche.
—Este caso tiene algo que parece ser mucho más interesante y digno de investigar que el seguimiento pedorro que hicimos con Benavídez —dijo Equis.
—Será porque esto parece peligroso de verdad.
—Sí, tenés razón.
A eso de las siete, Igriega se fue para el centro, tenía que estar listo para seguir a Galván cuando saliera de su trabajo. Sabía que tenía un Audi plateado y que lo guardaba en una cochera de Paraguay al 1600. Lo esperó en un remis estacionado enfrente. Galván entró a la cochera recién a las ocho, y en unos minutos salió en su auto, se pusieron en marcha ellos también y lo fueron siguiendo a una distancia de media cuadra, más o menos. Anduvieron un rato a marcha normal, por calles que Igriega ni registró, estaba atento al auto de Galván, a no perderlo de vista y si era necesario pedirle al chofer que aumentara la velocidad. Nunca miró por dónde iban. De pronto Galván estacionó en la mitad de una cuadra, se bajó y se metió en un local iluminado con un cartel de neón.
Ellos pasaron de largo y estacionaron casi llegando a la esquina. Igriega le pagó al chofer y le dijo que se fuera. Caminó hasta el local en el que había entrado Galván, miró el cartel rojo en lo alto de la fachada que decía Oasis en letras cursivas. Pensó: es acá. Y entró.
El local no era muy grande, una barra ocupaba todo el sector izquierdo, en el medio había un espacio vacío para circulación y a la derecha una fila de reservados alrededor de mesitas ratonas en una penumbra muy pronunciada. Al fondo un pequeño escenario donde una mujer se contoneaba en bombacha y corpiño con movimientos que pretendían ser eróticos, preanunciando un striptease que a nadie parecía interesar. Vio a varias mujeres, algunas en la barra, otras sentadas en grupo al fondo del salón. Todas lo miraron ni bien entró, no era raro, parecia ser el único cliente, la única pesca para tanta carnada. La música melosa y popular, el olor una mezcla de perfumes baratos, humedad atenuada, licores fuertes y fluidos corporales. Las luces rojas, tenues y ambiguas. Igriega vio todo esto de un pantallazo y se encaminó a la barra, se sentó y pidió una ginebra. Enseguida se le acercó una mujer imponente, alta y morocha y le dijo:
—¿Me invitás una copa, mi amor?
Él la miró, era hermosa. Lo primero que vio fueron sus ojos negros, después le descubrió la boca de labios generosos, no pudo evitar que su mirada bajara a las tetas, enormes y perfectas.
Le sonrió y le dijo:
—Pedí lo que quieras, linda.
—Vamos a un sillón —dijo ella, y mirando al mozo le pidió que le alcanzara un whisky.
Igriega pensaba en dónde mierda se habría metido Galván, pero también pensaba que tenía que aprovechar cada minuto, de modo que se sentaron en uno de los sillones y le preguntó cómo se llamaba.
—Zulma —le dijo ella—. Zulma con zeta —y le sonrió con toda la boca y todos los dientes.
—Qué lindo nombre.
—¿Y vos, cómo te llamás? ¿Quién sos? ¿Qué hacés?
Estuvo tentado de decirle:
—Soy detective, contame todo lo que sepas.
Pero no lo hizo. Le dijo que se llamaba Juan Cruz, que era escritor y quería conocer cabarets porque estaba escribiendo una novela y necesitaba documentarse para desarrollar los personajes femeninos con modelos de la realidad.
Mientras le decía esto vio el brillo que crecía en los negros ojos de Zulma.
La mujer del escenario ya estaba desnuda haciendo movimientos procaces bajo una luz roja, tocándose de manera obscena.
—¿Y si te cuento cosas me vas a poner como personaje en tu novela? —le preguntó Zulma.
—Vos ya sos un personaje.
Ella volvió a sonreír.
—¿Siempre trabajás acá?
—No, alterno con otros lugares, vamos cambiando, rotamos.
—¿Y se pueden ir con un tipo a cualquier hora o tienen que esperar a cerrar?
—No, nos vamos cuando queremos si el tipo vale la pena, o sino podemos hacer algo rápido acá, en el fondo hay unos gabinetes.
—¿Gabinetes?
—Sí, después podés ir al baño que está al fondo y los ves, son unos gabinetes chiquitos con unas camillas o algo así, un asco. También hay clientes que nos conocieron acá y a veces nos llaman para que vayamos a la casa. Si es de confianza lo hacemos. Es otro precio, claro.
De pronto se abrió la puerta del fondo y salió Galván caminando rápido, pasó al lado de ellos y salió del local. Detrás de él venía otro que se quedó detrás de la barra, cerca de la caja.
Igriega le preguntó a Zulma:
—¿Y ese que salió del fondo quién es?
—No sé, a veces viene y se encierra con el patrón un rato en la oficina que hay atrás. Parece un tipo de guita.
—Voy al baño —dijo Igriega.
—Después de la puerta caminás un par de metros y está a la izquierda, ahí nomás. Los gabinetes están a la derecha, los vas a ver cuando prendas la luz del baño.
Igriega se levantó y fue hasta la puerta del fondo, al lado del escenario que ya estaba vacío. Pasó al otro lado y entró en un ámbito oscuro, caminó como le indicara Zulma, encontró la luz y la encendió.
El baño era un cuartucho sucio con un inodoro sin tapa rodeado de un charco y una pileta mugrosa. Inutilizable. En la pared opuesta había tres o cuatro boxes divididos con mamparas con una especie de camilla y una butaca. Tenían un barral con una cortina sucia que brindaría un ocultamiento tan simbólico como precario. Parecían probadores de una tienda ruinosa. Al fondo había otra puerta cerrada. Debía ser la oficina.
Volvió al salón. Cuando pasó por el escenario vio que había otra mujer haciendo su show para nadie.
Le dijo a Zulma que se le había hecho tarde, que debía irse, y le preguntó dónde la podía encontrar si volvía a hablar con ella y no estaba en ese local.
—En el Maracaibo de Constitución, o en el Gato Azul de Once, en cualquiera de los dos me podés encontrar, pero en general paro acá.
—Bueno, chau. Me encantó conocerte.
—A mí también, suerte con la novela.
Pasó por la caja, pagó las consumisiones a precio de oro y se fue. Cuando salió se dio cuenta de que estaba en el barrio del Abasto, a pocas cuadras del viejo mercado.
Ni bien estuvo en la calle llamó a Equis, tenía que contarle las novedades.
—Hola.
—Hola Equis, soy yo, estoy en la puerta de un cabaret.
—Ah, bueno, qué manera sacrificada de trabajar, ¿eh?
—¿Sabés cómo se llama? Oasis.
—¡A la mierda! ¿Cómo lo encontraste?
—Lo seguí a Galván hasta acá, entré atrás de él, pero adentro no lo vi, estaba en una oficina en la parte de atrás. O es el dueño o el que lo gerencia, algo así. Eso son los nombres, cabarulos. Los tres, uno en Constitución, otro en Once y otro en Abasto.
—¿Cómo sabés todo eso?
—Estuve hablando con una de las putas, me hice medio amigo.
—¿Hablando solamente?
—Sí, boludo. Mañana te cuento bien. Pero esa es la cosa, la lista de nombres debe ser el plantel de minas de los tres lugares, fijate si hay una Zulma, que así me dijo que se llamaba esta con la que hablé.
—Ahora no puedo, después me fijo. Te felicito, ¡qué pedazo de sabueso que resultaste, che! Mañana hablamos bien, y a la noche lo sigo yo, ¿dale?
—Dale, quedamos así, te mando un abrazo.
—Otro, chau.
Al otro día se pusieron a revisar los papeles, si los nombres eran de cabarets, las cifras que tenían al lado eran las recaudaciones mensuales de cada uno. Tal vez las cifras de la otra columna fueran los objetivos que se proponían alcanzar o algo así. Sólo faltaba saber qué significaban los números al lado de cada nombre de las chicas. Quizá la cantidad de servicios realizados o cosa por el estilo. Las cifras significaban un ingreso altísimo, eso era más o menos lo que Aurora necesitaba, pero Equis quiso seguir esa noche a Galván, dijo tener otra corazonada, y como estaban de racha... decidieron hacerlo. En eso sonó el teléfono, atendió Igriega y una voz metálica le dijo:
—Soy yo, no piensen que me olvidé de ustedes, soretes, pronto volverán a saber de mí —y colgó.
—¡Pero la reputamadre! —gritó Igriega.
—¿Qué pasó? —le preguntó Equis alarmado.
—Otra vez ese enfermo amenazando, te juro que si lo agarro lo mato.
—Qué hijo de puta, pero no hay que darle bola, ignorémoslo.
—¿Te parece? ¿Y cómo hacemos? Yo ya me comí un garrón, ahora te la va a querer dar a vos.
—No pensemos en eso, que es lo que él quiere, sigamos con lo nuestro.
—Sí, tenés razón, lo que pasa es que me indigna.
—Bueno, me voy un rato enfrente con Tamara, después vuelvo y arreglamos lo de la tarde, creo que será fácil, ojalá me salga tan bien como a vos.
—Yo me voy a poner a escribir un poco, a ver si avanzo con la novela.
—Buenísimo.
Tamara lo recibió con una sonrisa y un beso, le hizo un té, prendió un par de sahumerios de sándalo y le preguntó si la había extrañado. Mientras él tomaba el té y charlaban le hizo unos masajes en los hombros y el cuello. Después tiró un par de cartas para los dos y se quedó seria mirándolas y pensando.
Él le preguntó:
—¿Qué pasa?, ¿viste algo malo?
—No sé, acá dice que nos vamos a casar. —Y soltó una carcajada que parecía una campana tocada con urgencia.
Equis tuvo la impresión de que esta risa no era como otras, tenía un tinte nervioso debajo, algo tenso, como si la carcajada liberara un miedo a la vez que quisiera taparlo o aventarlo.
Pero le sonrió y le dijo:
—¿Y las cartas no dicen que mañana muy temprano vas a recibir la visita de un galán en tu casa?
Ella volvió a reírse, pero esta vez la carcajada sonó completamente distinta.
Ese día Margarita no vio a Fausto a la mañana, estaba la empleada sola que le sirvió café y le dijo que el señor estaba en el estudio. Al mediodía salió a almorzar y cuando volvió tampoco estaba. No lo vio durante toda la tarde y le pareció raro, era evidente que la estaba evitando a propósito. Pensó que era mejor así, aunque ese trabajo era tan solitario, tan monótono. Salió y se fue a su casa con ganas de darse una ducha y escuchar un poco de música.
A eso de las ocho Fausto volvió a la casa, había estado grabando cosas muy raras, casi incomprensibles, sonidos aleatorios, casuales, tratando de evitar cualquier elemento representativo. Pero todo tenía un tinte bastante dramático, una cosa visceral, de aullido. Se sirvió un whisky doble y pensó en llamar a Zulma, cuando terminó el whisky se sirvió otro y la llamó. Zulma le dijo que podía estar en su casa a eso de las diez. Tenía tiempo de darse un baño y de comer algo liviano. Fue lo que hizo y a las diez menos cuarto estaba con las botas puestas, la bata y el almíbar esperando a su meretriz. Zulma llegó puntual, lo untó, le hizo los masajes que esperaba, lo chupó y lo dejó extenuado y jadeando tirado en el sillón. Después pasó al baño, se tomó el whisky que acostumbraba para sacarse el gusto agrio de la boca, cobró su trabajo y se fue. Fausto estuvo casi una hora descansando en el sillón y después fue a buscar a los perros, ese día les iba a dar de comer adentro.
A las siete en punto Equis estaba enfrente del estacionamiento, en un remis, esperando a Galván. A las siete y media lo vio entrar y a los dos minutos salía en su Audi. Equis lo siguió, salieron del centro y se dirigieron hacia el norte. Después de un rato llegaron al barrio de Colegiales, Galván guardó el auto en la cochera de su casa y cerró el portón. Daba la impresión de que no iba a volver a salir. Equis se quedó dentro del remis estacionado vigilando la entrada de la casa. Pasó una hora, el chofer se durmió y empezó a roncar. A eso de las nueve empezaron a llegar personas vestidas de manera estrafalaria, una Cleopatra con máscara, un general nazi con antifaz, una Mujer Maravilla también con antifaz, un Batman, un Napoleón, y así. Era evidente que había una fiesta de disfraces. Vio la oportunidad que estaba buscando de meterse en la casa, quería conocerla por dentro para evaluar si sería posible entrar cuando Galván no estuviera y revisar su computadora. Pero tenía que saber qué tipo de alarmas había y cómo era la seguridad. De modo que necesitaba un disfraz. Llamó a Ricardo Noher, un amigo actor para pedirle un traje o algo que le sirviera.
—Hola.
—Hola Ricardo, tanto tiempo. Soy Equis, ¿cómo andás?
—Todo bien, gracias.
—Che, tengo una urgencia y se me ocurrió que me podrías ayudar. Me surgió una fiesta de disfraces en lo de una gente importante, recién me entero y me conviene ir, pero no tengo nada para usar de disfraz, ¿vos tendrás algo que me sirva?