El capitán Sánchez Bravo no dio su brazo a torcer.
—De una vez para siempre, dime si he de estar de acuerdo contigo en todo lo que piensas, o si soy mayorcito de edad y puedo ya cavilar por mi cuenta…
—Piensa lo que quieras, pero vete cuanto antes. Apestas a coñac.
El capitán se marchó, y poco después entró en el despacho doña Cecilia.
—Apuesto a que, como siempre, andabais a la greña…
—¡Qué quieres! Tu hijo es un zoquete, que ni siquiera sabe dónde está el Japón.
Doña Cecilia, que se estaba comiendo un bombón, comentó:
—¡A ver si por fin vemos a algún japonés por aquí! Aunque, según el doctor Chaos, visto uno, vistos todos…
* * *
El nuevo gobernador… Se llamaba, en efecto, Jesús Montaraz y acababa de cumplir los cincuenta años. Nacido en Albacete y casado con María Fernanda de Bustamante, de la buena sociedad madrileña. Tenían un único hijo, arquitecto, que se llamaba Ángel. Jesús y Ángel eran nombres que en cierto modo comprometían a la familia con el Nuevo Testamento; y sin embargo, los tres se mostraban más bien indiferentes en materia religiosa, aunque cada uno por motivos distintos.
Al camarada Montaraz le fastidiaba lo que empezaba a conocerse como nacional-catolicismo. Camisa vieja, antes de la guerra había conocido a José Antonio y a García Lorca, y ninguno de los dos le pidió nunca que se vendara los ojos y creyera en la Santísima Trinidad. Tampoco su padre, que tenía una tienda de muebles en Albacete, le empujó nunca en esa dirección. «Debería adorar al carpintero José —decía el hombre—, porque me paso el día tocando madera; pero no me dio por ahí. Me interesan más las pinturas rupestres que tenemos en la provincia, en Alpera y Minateda, que no el Apocalipsis».
El caso de María Fernanda era otro cantar. El camarada Montaraz la conoció casualmente en Madrid —ella decía siempre: soy del oso y el madroño, y a mucha honra—, y al estallar la guerra civil tuvieron que separarse. Él, con sus yugos y flechas se escondió en un doble armario del almacén de su padre, hasta que pudo pasarse a la España nacional; ella, junto con toda la familia Bustamante, logró huir gracias a la embajada de Chile y se instaló en Roma, cerca del Vaticano. Esta circunstancia, además de permitirle conocer a don Juan, heredero de la Corona, por lo que le penetró el gusanillo monárquico, decidió la trayectoria de su fe, rutinaria hasta entonces. Dios existía —y no era japonés—, y existía el alma trascendente; pero, ¡el Vaticano! Lo tuvo demasiado cerca. Detrás de sus pétreas bambalinas, de sus entresijos —solía contar siempre—, había mucha soberbia, mucha ambición y muchos trapos que lavar, empezando por los de la Guardia Suiza del Papa, muchos de cuyos miembros eran sospechosos de homosexualidad. «Pronto las púrpuras me parecieron cualquier cosa menos sagradas, y Pío XII un ser inteligente y flemático, que de vez en cuanto simulaba caer en éxtasis».
María Fernanda, alta y elegante, que pronto había de habérselas con Carlota, alcaldesa y condesa de Rubí, entendía que la religión no pasaba por Roma, sino por Padua y Asís. «Aunque todo esto hay que matizarlo y no puede resumirse en cuatro palabras». Tocante a Ángel, el amado hijo, que con sus veintisiete años a cuestas jamás les dio un disgusto, era indiferente, alérgico a lo Absoluto, porque sí. En tanto que arquitecto, la leyenda de la Torre de Babel le invitaba a sonreír; y en tanto que atleta —era fornido y llevaba patillas en forma de culata de fusil—, la idea de la eternidad le pillaba tan lejos como Hitler al capitán Sánchez Bravo. La estancia en Roma le dio también el golpe de gracia. No alcanzaba a comprender el atesoramiento de tanta riqueza y que nadie hubiese borrado de un plumazo las terribles conclusiones del Concilio de Trento. «No existía el infierno y ellos crearon uno para los timoratos». Le había impresionado mucho una frase de León Bloy: «Cuando el cura pide dinero desde el púlpito me parece oír un rumor de almas que huyen».
Su padre, el camarada Montaraz, paseó toda la guerra por las calles de Salamanca, en trabajos de retaguardia, debido a la edad. Aunque su negocio fue siempre la compra-venta de coches, era un intelectual nato, humorista por más señas. Había colaborado en
La Ametralladora
y ahora enviaba sus historietas a «La Codorniz», el inefable semanario que acababa de salir y que era una continuación de aquella bolsa de oxígeno en tiempos de guerra. Debido a su amor por los coches, nada tuvo de extraño que, en cuanto tomó el relevo del camarada Dávila, efectuado con la máxima sencillez, se quedara consigo, en calidad de secretario y chófer, al gran amante de la velocidad, Miguel Rosselló. El muchacho le gustó. Discreto, falangista convencido, eficaz. Miguel Rosselló le retó a subir en bicicleta a la ermita de los Ángeles; el camarada Montaraz se palpó primero la calvicie y luego la tripa y le dijo: «Has llegado un poco tarde».
Dicho relevo se celebró a primeros de enero de 1942, la víspera de Reyes. Dávila, el gobernador saliente, bromeó:
—Eres el regalo que necesitaba la ciudad.
—¿Por qué lo dices?
—Porque he sabido que en esos dos años que has estado al frente del Gobierno Civil de Albacete, has desarrollado una labor ejemplar, sobre todo en el campo de la higiene y de las, enfermedades venéreas.
—¿Existen aquí estos problemas?
—¡Pronto lo verás! Visita la cárcel; y los urinarios públicos…
—¿Y el problema catalanista?
—¡Oh! No tiene solución. No pierdas el tiempo atacando por ese flanco. En el interior de cada cerebro, incluso de los más ecuánimes, hay un petardo a punto de estallar.
El camarada Dávila se sintió a gusto con su colega, porque Montaraz sabía escuchar. No pronunciaba una palabra inútil y que no tuviera un doble significado. Exhibía varios dientes de oro, que de repente desconcertaban, y que presumiblemente serían del agrado del dentista y alcalde de la ciudad, «La Voz de Alerta», quien una vez escribió en
Amanecer
que muchos árabes y muchos indios ahorraban toda su vida para poder llevar dentadura de oro. Por lo demás, una cicatriz en la mejilla izquierda —un día se le ocurrió visitar el frente de los Altos de León…—, y las consabidas gafas negras. Por causa de estas gafas sólo María Fernanda y Ángel sabían que tenía los ojos claros, verdiazules. A más de esto, tenía toda la espalda recubierta de vello, como un oso. Muy varonil. Enamorado de la gimnasia, como en tiempos lo estuvo el anarquista Porvenir, subía y bajaba las escaleras con suma rapidez, lo que en el Gobierno Civil le sería muy útil, pues el edificio carecía de ascensor. Gesticulaba mucho. Detestaba a los judíos. Comía cacahuetes, considerándose un maestro en el arte de descascarillarlos, de partirlos por la mitad. Se afeitaba siempre con navaja, lo que hacía castañetear los dientes de María Fernanda. Su amistad con José Antonio lo había marcado para siempre, y el camarada Dávila le envidiaba por eso.
—¿Qué diría José Antonio de la España actual?
—No le gustaría ni pizca. Oligarquía, corrupción…
—¿También tú opinas lo mismo?
—¡Toma! Por algo soy amigo del camarada Girón.
—No me dirás que te codeas con los ministros…
—Sólo Girón. Le conocí en Salamanca, durante la guerra. Ése no se deja sobornar. Es un animal salvaje, entiéndeme… Tiene ideas muy concretas sobre lo que debe hacer desde el Ministerio de Trabajo. Él estima a los obreros, ya lo verás. Y también lo verán los obreros. Nada de retórica. Su frase preferida es: menos palabras y más hechos. Date una vuelta por Asturias, con los mineros, ahora que te vas a Santander y pregunta por él. Todos los mineros se quitan el casco…
La charla continuó a lo largo de dos días. Dos días de intenso trabajo, atando cabos. El camarada Dávila le informó cuanto pudo; del resto, se cuidaría Miguel Rosselló. Le habló muy bien del general y muy mal del obispo. «Lo que a éste le preocupa son los escotes y no que los gitanos se despiojen en la calle de la Barca». Le habló muy bien de «La Voz de Alerta». «Monárquico, como tu mujer…, aunque no sé si veneran al mismo rey. Es un alcalde con voz propia. Se ocupa mucho de los ancianos —“sí, es cierto, es probable que ahora se ocupe de ti”—, y adecenta lo que puede el barrio antiguo de la ciudad, que es de aupa. Ante las escalinatas de la catedral tu hijo, arquitecto, tendrá que saludar brazo en alto».
Una a una, las personas relevantes de Gerona fueron analizadas por el gobernador saliente, sin exceptuar al notario Noguer, presidente de la Diputación, al profesor Civil, delegado de Auxilio Social, al doctor Andújar, director del manicomio, al doctor Chaos, insigne pecador impenitente y, por supuesto, Manolo y Esther. «La Sección Femenina está en buenas manos: Marta, hija del comandante Martínez de Soria, que fue fusilado por rebelión contra la República». En cuanto a la Jefatura Provincial de Falange no había problema por el hecho de que Mateo Santos se encontrara lejos, en el frente de Leningrado. El camarada Montaraz había exhibido su nombramiento, que lo era por partida doble: gobernador civil y jefe provincial de Falange. En muchas provincias se habían aunado los dos cargos, para evitar la dispersión. «Lo lamento por Mateo —dijo Dávila—, porque es un militante inmejorable y que si consigue regresar de su excursión ultrapirenaica se encontrará con que tú ocupas su sillón».
Al camarada Montaraz esta noticia le preocupó. Admiraba a los que se fueron a Rusia a pecho descubierto, por un ideal. Y si estaban casados y tenían un hijo, más aún. «Háblame de Mateo, por favor. ¿Santos has dicho que es su apellido?». «Sí. Su padre es director de la Tabacalera, don Emilio, y ahora está muy enfermo a resultas de su estancia en una checa de Barcelona». «¿Y la mujer?». «La mujer es una chiquilla encantadora, llamada Pilar. De una familia inmigrante muy conocida en la ciudad, familia en la que destaca el hijo mayor, llamado Ignacio, que es abogado. Pilar todavía no ha digerido que, estando ella encinta, su marido se fuera a Rusia. Mateo no conoce a su hijo; en todo caso, por fotografía. Mateo es de esos hombres que a uno le hacen sentirse orgulloso de ser español».
Una frase se le había quedado grabada al camarada Montaraz: «Si Mateo consigue regresar…» El nuevo gobernador era optimista y tenía una fe ciega en el pacto tripartito. Si alguna duda le quedaba, la fantástica operación de Pearl Harbour la había disipado. «Con la ayuda del Japón, la victoria está asegurada». Pero, naturalmente, Rusia era enorme y una bala perdida podía matar a cualquiera. La relación de víctimas de la División Azul era un goteo del que informaban los periódicos y que laceraba el alma. «Ojalá Mateo Santos se salve. Si regresa, como es de desear, me comprometo a encontrarle algo que sea digno de su sacrificio».
El camarada Montaraz habló de Albacete, en cuyo Gobierno Civil estuvo desde la terminación de la guerra. Era una provincia más modesta que la de Gerona, menos ubérrima. Sin apenas industria, aparte las famosas tinajas y las famosas navajas, y que guardaba un terrible recuerdo: el de las Brigadas Internacionales, que al llegar a España se instalaron allí, a las órdenes de una fiera que respondía al nombre de André Marty. «Es muy difícil que aquello levante cabeza. Por si fuera poco, le falta universidad. Mi hijo, Ángel, tuvo que estudiar su carrera en Madrid».
La palabra Madrid pareció cosquillear al camarada Montaraz, que en esos casos hacía crujir un cacahuete o se pasaba la mano por la cicatriz de la mejilla izquierda. Era un enamorado de la capital de España, lo mismo que Matías. «Mi mujer es una especie de chotis elegante, aficionada a los toros, como yo. Por cierto, ¿has visto torear a Manolete? Pues, a lo que íbamos… No sé si María Fernanda conseguirá adaptarse a esta Gerona de tus amores. Así, de entrada, te diré que lo veo difícil, pese a sus hermosos campanarios».
—¿Has dicho que estás aficionado a los toros?
—Sí, y a la caza. Todos los albacetenses somos cazadores, mientras no se demuestre lo contrario. A mí me interesa la pieza mayor, y supongo que por aquí, por los Pirineos, podré matar algún jabalí que otro, e incluso algún lobo.
—¡No te dedicarás a matar pájaros!
—Los he matado por centenares…
—Cuando regrese Mateo, te arreglará las cuentas.
El camarada Dávila conoció, ¡cómo no!, a María Fernanda, y con sólo un diálogo breve y cordial dudó, en efecto, de que se aclimatara en Gerona. El apellido Bustamante sonaba a
ABC
. Sin embargo, la mujer estuvo de lo más brillante. Al parecer se reía mucho con su marido, con las manías de su marido.
—Ya te habrá hablado de los toros, ¿verdad? ¡Oh, claro! Manolete, el no va más… ¡Y seguro que te ha hablado de la cinegética! Sí, Jesús, a pesar de este nombre, no puede vivir sin disparar alguna de sus escopetas. ¿Te ha hablado de las cacerías del Caudillo?
—Pues, no…
—Ah, claro, nunca ha sido fanfarrón. Pero la verdad es que, a través de Girón, ha ido a cazar dos veces al lado de Franco… —María Fernanda miró a su marido y concluyó—: Supongo que no es ningún secreto profesional, ¿verdad?
—¡No, claro que no! Pero tampoco tiene tanta importancia.
El camarada Dávila se quedó con la boca abierta.
—¡Hazme un resumen de Franco, te lo ruego!
El camarada Montaraz tardó un minuto en contestar.
—Pues, para resumirlo de la mejor manera, te diré que en el más amplio sentido de la palabra es un excelente cazador, que lo mismo gana una guerra que se ríe leyendo «La Codorniz»…
* * *
El camarada Dávila quiso evitar que su marcha fuera calificada de triunfal. Dirigió a toda la provincia una alocución radiofónica, en la que se despedía de todo el mundo y agradecía su lealtad a todos cuantos, en la ciudad y en los pueblos, le hubieran prestado su colaboración. Luego se celebró un acto sobriamente solemne en el teatro Municipal, que estaba lleno hasta la bandera: la bandera de España. Allí presentó a su sucesor, sobre el que confluyeron todas las miradas. Se permitió una pequeña broma. Al final de su discurso apostilló: «Estoy seguro de que saldréis ganando».
El camarada Montaraz, que tenía una voz acorde con el vello de su espalda, fue muy escueto. No le iban los discursos. Quiso relajar el ambiente y lo consiguió. «No quiero deciros que tendré las puertas abiertas para todo el mundo, pero sí que ayudaré a quien sea en todo aquello que considere justo». «Por lo demás, sabed que no me gustan los regalos, pese a que colecciono relojes de pared, porque quiero saber siempre la hora exacta». Luego hizo hincapié en los momentos críticos que atravesaba el país, alegando que nadie tenía la culpa de que poco después de la guerra civil hubiera estallado la guerra mundial. «Hasta ahora el Caudillo ha conseguido el milagro de mantenernos al margen; os doy mi palabra de que, gracias a su patriotismo, ganaremos también la batalla de sobrevivir».