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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

Los hombres de Venus (8 page)

BOOK: Los hombres de Venus
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Capítulo 6.
Al fin… ¡Hombres grises!

C
on las manos enguantadas sobre la rueda del timón, Miguel Ángel Aznar miraba a través de los cristales empañados de vapor de agua el inhóspito territorio extendido a sus pies. Estaba amaneciendo y llevaban ya hora y media de vuelo. Los motores del Douglas roncaban rítmicamente. Desde la cabina, Ángel podía ver la ligera capa de hielo que cubría las alas. El interior de la cabina, herméticamente cerrada, era cálido y estaba lleno de humo de cigarrillos. De pie, tras el respaldo del sillón del piloto, Arthur Winfield miraba distraído el contorno de un lago que quedaba a su izquierda. De vez en cuando podían escuchar la voz del profesor haciéndoles preguntas como ésta por el teléfono interior:

—¿No creen que las «sombrillas» a que se referían los tibetanos de la aldea serían paracaídas?

—Sí. Seguramente —respondía Ángel.

Al cabo de un rato volvía a oírse la voz del profesor, ahora hablando con Walter Chase:

—¿Nos acercamos a la región?

—Sí, vamos acercándonos.

Los motores continuaron roncando rítmicamente. La niebla espesó. En ciertos momentos parecía surcar una semipenumbra opaca cuyo contacto dejaba en los cristales turbiedades de vapor. Ángel ordenó que todo el mundo se pusiera las máscaras de oxígeno. Ante el temor de estrellarse contra cualquiera de los enhiestos picachos, se elevó a los ocho mil metros. Al volar sobre las nubes parecían hacerlo sobre un mar de crema batida. El sol inundó la cabina de amarilla claridad.

Según se adentraban en la región aumentaba la tensión nerviosa. De vez en cuando, un desgarrón de la niebla les permitía ver, como a través de un velo, el relieve de la tierra.

—¡Ahí está!

A través de un agujero de la niebla vieron un pequeño lago de aguas muy azules, cuya forma recordaba vagamente la de un corazón.

—Ese es nuestro lago.

La velocidad del viento, según observó Ángel era muy grande al disponerse a amarar en el lago. Éste estaba situado en lo más hondo de una especie de agujero rodeado de altas montañas, lo que hacía el amaraje muy difícil.

Casi rozando con los flotadores la cima de un monte, Ángel se dejó caer sobre las azules aguas del lago. El hecho de que en este caso estaban privados de frenos aumentó las condiciones adversas.

Sin embargo, el español afrontó la magna responsabilidad lanzándose sobre aquel lago donde tan difícil como amarar sería después el despegar. Las barquillas entraron en contacto con el agua y el hidro se deslizó raudamente hacia la orilla. Haciendo colear al aparato con rápidos movimientos del timón, Ángel consiguió restar impulso al aparato. Luego le hizo dar media vuelta y puso proa hacia la meseta cercana al poblado.

Cuando se extinguió el tronar de los motores, un silencio de muerte reinó en el espacio.

—Es extraño —murmuró el profesor —. No se ve ni un alma en la aldea… ni han salido de sus chozas para recibirnos como sería lógico. ¿No crees, Baiserab?

—Sí, Sahib —repuso el guía—. Es bastante raro que nadie haya salido a vernos… a menos que estén muy asustados.

—Eso será —rezongó el profesor —. Vamos a tierra.

Naturalmente, todos quisieron formar parte del cuerpo expedicionario. Cada cual vistió su abrigo de pieles, calzó sus altas botas afelpadas y fue tomando la parte del equipo que el profesor y Bárbara les iban dando. Consistía éste en cuerdas y piquetas para abrir escalones en el hielo, linternas eléctricas, provisiones de boca y cantimploras de whisky. Todos llevaban gorros de lana con pasamontañas, gafas ahumadas contra las reverberaciones del sol en el hielo y gruesos guantes con manoplas. Además, el profesor entregó a cada uno un revólver de ordenanza de siete tiros y una pistola ametralladora M-1 que por su ligereza y pequeño tamaño no estorbaba los libres movimientos de sus portadores. El radiotelegrafista y Ángel, que eran los hombres más fuertes y robustos del grupo, tomaron cada uno un fusil ametrallador Bren.

—Nadie sabe lo que puede pasar —dijo el profesor tomando un maletín de cuero amarillo—. Desde luego, si por caso encontráramos un hombre gris, nadie disparará contra él a menos que yo lo ordene. ¿De acuerdo?

Hubo un asentimiento general de cabezas.

—Pues andando.

Arthur y Baiserab habían inflado una gran balsa de caucho y la botaron al agua. En dos viajes toda la expedición estuvo en tierra. Mientras el grueso del grupo echaba a andar hacia la aldea, Ángel y Richard amarraron el hidro a una gran roca. Luego emprendieron un trotecillo corto para alcanzar a los demás.

Los alcanzaron a la entrada del poblado. El profesor y sus compañeros se habían detenido y miraban hacia las chozas con atención. Ángel miró también y vio algunos bultos tirados en el barro que cubría la única calle de la aldea. Eran cuerpos humanos y debían de estar muertos y descomponiéndose, a juzgar por el hedor que flotaba en el aire.

Baiserab y Arthur se destacaron del grupo, se acercaron a los cuerpos yacentes, se inclinaron sobre ellos y volvieron a ponerse en pie. Luego empezaron a recorrer las chozas examinándolas una por una y agitaron los brazos.

—Vamos —rezongó el profesor echando a andar.

Entraron en la aldea. Sus ojos asombrados cayeron sobre los cadáveres de media docena de hombres y otros tantos de mujeres y niños que yacían revueltos en el barro con las más diversas y extrañas actitudes.

—¿Pero, qué significa esto? —exclamó el profesor recorriendo con la vista aquella diseminación de cadáveres.

—Hay más muertos dentro de las chozas —anunció Arthur con voz ronca—. Son todos mujeres, niños y algunos ancianos.

El profesor se inclinó sobre uno de los cadáveres. Estaba ya descomponiéndose y el aire hedía espantosamente. Mientras el hombrecillo examinaba al muerto, todos los demás le estuvieron mirando en el más absoluto de los silencios. Finalmente, Stefansson se puso en pie.

—Hace, por lo menos, ocho días que murieron —anunció—. El frío les ha conservado bastante bien… No me lo explico. Todos han sido muertos por armas de fuego corrientes.

—¿Pues qué esperaba usted? —preguntó Ángel—. ¿Tal vez que hubieran muerto de epidemia?

—Cualquier cosa menos esto. Los que pudieran tener interés en pasar a cuchillo esta aldea serían los hombres grises, ¿no?

Ángel se inclinó y recogió del fango dos casquillos de fusil vacíos.

—¿Cree usted que sus hombres grises emplean también cartuchos fabricados en Rusia? —preguntó, mostrándolos en la palma de la mano.

El profesor tomó los casquillos y les dio vueltas entre sus manos. En el culote de los cartuchos estaba grabada la insignia de los soviets. Una hoz y un martillo.

—No lo comprendo…, no lo comprendo… —murmuraba el sabio.

—Es bastante sencillo de comprender, profesor. No existen tales hombres grises. Si tienen apariencia de ese color será porque usan uniformes de color gris, pero debajo de esas telas hay hombres tan terrestres como usted y yo. El aparato que vieron caer estos ignorantes tibetanos era, con toda seguridad, un avión tal como usted y yo los conocemos.

—¡Imposible! —negó el profesor—. Tuvo que ser un platillo volante. Por muy ignorantes que fueran estos desgraciados tibetanos, es inconcebible que jamás hayan visto un aeroplano, y si así hubiera sido, lo habrían reconocido. Lo que vieron fue un disco, ¡un platillo volante!

—Bueno —condescendió Miguel Ángel—. Supongamos que sea un platillo volante. ¿No corren infinidad de versiones sobre la nacionalidad rusa de esos artefactos? ¿Por qué no habían de ser unos aparatos terrestres? ¿Y por qué no habían de ser rusos?

El profesor fijó sus ojillos en los cadáveres tibetanos. Se le veía vacilar. En este momento, algo pasó zumbando sobre sus cabezas y se oyó un disparo, cuyo eco rebotó de montaña en montaña pereciendo al cabo en la lejanía.

El grupo se dispersó rápidamente buscando protección contra las balas en las chozas. Sonaron dos disparos más. Uno de los proyectiles se clavó en el barro y salpicó en todas direcciones.

Ángel asomó la cabeza y vio que los agresores estaban situados sobre la pequeña escarpa que daba abrigo a la aldea. El profesor y Bárbara Watt se habían escondido con el español y vieron también las nubecillas de humo que señalaban el lugar de los disparos.

—Son tres o cuatro —dijo Ángel—. Voy a salir por la otra parte y a cogerlos por la espalda.

—Que le acompañen los muchachos.

—No. Iré yo solo. Si ven moverse tanta gente, huirán y creo que tal y como están las cosas nos conviene hacerlos prisioneros. Ellos pudieran saber algo de lo ocurrido aquí.

Saltó por la ventana de la choza a la parte de atrás y se deslizó pegado a las paredes de barro. Cuando se terminaron las chozas saltó tras las rocas y ascendió la cuesta andando a gatas y arrastrando su pesado fusil Bren. Mientras daba el rodeo, los emboscados hicieron tres o cuatro disparos más. El español salió a espaldas de los tiradores, sacó la cabeza fuera de una roca y vio a tres astrosos tibetanos de largas túnicas y espada cruzada al cinto, que estaban arrodillados tras una peña y recargando unos fusiles de largo cañón y antigüedad incalculable.

—¡Alto, manos arriba! —les gritó Ángel apuntándoles con el fusil Bren, colgante de una correa de su cuello.

Los tibetanos se volvieron, le hicieron una mueca y echaron a correr.

—¡Alto! —les gritó el español. Y disparó una ráfaga por encima de los tibetanos.

Al escuchar el zumbido de las balas sobre sus cabezas, los tres nómadas se detuvieron y regresaron con las manos en alto y hablando a la vez. Ángel, naturalmente, no entendió una palabra de lo que decían, pero les hizo un movimiento significativo con la boca de la ametralladora y los tres individuos echaron a andar hacia la aldea seguidos y encañonados por el español.

—¡Muy bien, Andrés! —le gritó el profesor saliendo a mitad de la sucia calle.

—¡Al diablo! —refunfuñó el español—. ¿Cómo he de hacerle comprender que mi nombre es Ángel y no Andrés?

—Interroga a estos tipos, Baiserab —dijo el profesor al indio.

Baiserab se acercó a los asustados tibetanos, les tocó uno por uno en el hombro, les sacó la lengua rascándose una oreja y empezó a hablarles. Estuvieron hablando unos quince minutos. Baiserab se volvió hacia el profesor, que esperaba impaciente y le dijo:

—Estos tres hombres son los únicos supervivientes de la aldea. Dice que habían salido para una expedición de caza, y que al volver hace dos días encontraron todo esto tal y como lo vemos ahora. Suponen que fueron los hombres grises y estaban decididos a esperar que volvieran para vengar la muerte de sus familias y amigos.

—¿Y nos confundieron a nosotros con los hombres grises?

—Desde luego, no. Pensaron que éramos enemigos, de todos modos, y nos hicieron fuego.

—¡Hum! —gruñó el profesor—. ¿Y qué hay de aquellos dos hombres grises a los que se jactaban de haber dado muerte?

Baiserab volvió a hablar con los tibetanos.

—Dicen que los tiraron por un barranco cerca de aquí.

—¡Cómo! —exclamó el hombrecillo pegando un brinco—. ¿Insisten en asegurar que los capturaron? ¿Será posible?

—Eso es lo que dicen, señor.

—¡Pronto, pronto… vamos a verlos! —apremió el profesor—. Que nos lleven al lugar donde arrojaron a esos hombres.

Baiserab habló con los tibetanos, éstos asintieron con la cabeza y echaron a andar seguidos de los excitados expedicionarios.

Treparon por un sendero de cabras montaña arriba. Al ganar altura sobre el lago, un viento frío de fuerza colosal les obligó a atarse los unos a los otros con una larga cuerda. Al llegar arriba, el viento lanzó a la rubia secretaria entre los brazos de Ángel, que iba detrás. La muchacha clavó en los del español sus hermosos ojos brillantes de excitación y rugió:

—¡Suélteme!

Prosiguió la marcha. Los tres tibetanos llevaron a los exploradores por una senda que, por uno de sus costados, se asomaba a un profundo precipicio. La fuerza del viento les impedía hablar y casi respirar. Los tibetanos se detuvieron y señalaron al barranco.

—Aquí fue —dijo Baiserab.

—Voy a descolgarme hasta abajo —dijo el profesor—. Puede acompañarme usted, Walter, que es el de menos peso.

Ataron sendas cuerdas a las cinturas de los intrépidos investigadores. El profesor y el navegador se acercaron al borde del precipicio, miraron abajo con precaución y empezaron a descender. Ángel se tendió de bruces en el sendero y asomando la cabeza fue dando instrucciones a los que sostenían las cuerdas.

—Ya están abajo —dijo al cabo de un rato.

Vio a los dos hombres saltar por entre las peñas del fondo y cómo se inclinaban sobre algo que no se alcanzaba a ver. Tras unos minutos de observación, Walter se puso en pie, fue a una de las cuerdas y ató al extremo una nota que escribió apresuradamente en un papel. Hizo seña de que halaran. Cuando el papel llegó arriba, todos se inclinaron ansiosamente sobre el hombro de Ángel, que era quien lo desató. La nota decía:
«O.K. Bajen la cámara fotográfica. Los hemos encontrado. Era verdad. Estos hombres son grises y horribles. Están hechos polvo, pero el profesor quiere hacerles la autopsia. Manden también el maletín del señor Stefansson».

Capítulo 7.
¡Platillos volantes!

L
a espera fue larga e incómoda. El viento abría el sendero y les obligaba a apoyar la espalda contra las rocas. Bebieron unos tragos de whisky y mandaron la botella abajo.

—Apuesto cualquier cosa a que esos bichos tienen cuernos —dijo Bárbara. Y volviéndose hacia el español le preguntó—: ¿Usted no nos da su opinión, señor Aznar?

—Sea la que sea su forma exterior, su naturaleza ha de diferir notablemente de la nuestra.

—¿Por qué?

—Porque si es verdad que tripulan esos platillos volantes no pueden ser como nosotros. Ningún terrestre podría soportar esas velocidades tan espantosas, ni esas quiebras y piruetas de los platillos.

—Así, ¿empieza a considerar posible la existencia de los hombres extraterrestres y seres de Venus?

—¿Qué remedio me queda? —gruñó el español—. Ustedes me han contagiado su chifladura.

—¡Atención, están haciendo señales con la cuerda! —llamó Baiserab, que permanecía echado junto al borde del abismo.

En efecto, alguien daba tirones de la cuerda desde abajo.

—¡Quieren subir! ¡Adelante! —dijo Miguel Ángel.

Empezaron a tirar de las cuerdas. El ejercicio les hizo entrar en calor. Apenas asomó por el borde rocoso el gorro peludo del profesor Stefansson, ya estaba Bárbara Watt haciendo preguntas:

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