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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

Los hombres de Venus (11 page)

BOOK: Los hombres de Venus
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—Bueno —dijo finalmente Ángel—. No hay por qué desanimarse. Veo que nos han provisto de camastros. ¿Por qué no exploramos estos a ver si encontramos un pasadizo secreto?

—La cosa no está para bromas —refunfuñó Bárbara.

Ángel paseó arriba y abajo del calabozo. Tenía amplitud y arrimados a las paredes, debajo de los ventanucos, había media docena de tablas estrechas sujetas a la pared. El piso era de tierra y estaba cubierto por una capa de paja que trasudaba humedad.

—No hay esqueletos atados a cadenas —aseguró después de su breve exploración.

—¡Pues vaya un consuelo! —gruñó Bárbara.

—Profesor. Usted que nos ha metido en este lío, ¿tiene idea de cómo vamos a salir de él?

—Llevamos cinco minutos encerrados —gruñó el viejo—. ¿Y ya quiere saber lo que ocurrirá luego? No es eso lo que preocupa ahora, sino los platillos volantes.

Empezaron a comentar lo que habían visto en los platillos volantes y a discutir sobre su sistema de propulsión. El profesor era del parecer que aquellos platillos volantes no estaban capacitados para hacer el largo viaje desde Venus a la Tierra.

—Son simples aparatos de reconocimiento —aseguró—. El vehículo en que vinieron los venusinos tiene que ser mucho más grande y bien dotado. Me gustaría saber dónde está.

Transcurrió una hora así. Al cabo de este tiempo se oyó descorrer los cerrojos y la puerta se abrió hacia adentro.

—¡Arthur Winfield! —llamó una voz bien timbrada desde la oscuridad del corredor.

El joven su puso en pie palideciendo.

—¿Quién me llama? —preguntó adelantándose hacia la puerta.

—Sal y lo verás. ¿Es que ya no me reconoces?

Arthur salió al corredor en mitad de un denso silencio. La oscuridad le absorbió. De pronto se oyó un grito de infinita sorpresa:

—¡Carol! ¡Carol Mitchel!

La puerta se cerró. Volvieron a sonar los cerrojos y rumor de pasos que se alejaban. Luego todo quedó en silencio.

Capítulo 9.
El extraño caso de Carol Mitchell

C
uando la luz que entraba por los altos ventanucos empezaba a extinguirse, volvió Arthur Winfield. Entró precedido por el inevitable estrépito de cerrojos y empuñando una antorcha. Todos saltaron en pie y le miraron en silencio mientras la recia puerta volvía a cerrarse.

En su cara y en sus ojos había una nueva luz. Puso el hacha en una anilla en la pared, se volvió hacia sus amigos y exclamó:

—¡Era Carol! ¡Cielos, parece que lo sueño!

Le rodearon haciéndole mil preguntas.

—Vamos a un rincón —dijo el piloto—. Lo que voy a referirles es muy importante.

Se apiñaron en el rincón más oscuro y alejado de los ventanucos. La oscuridad les daba una engañosa impresión de mayor sigilo.

—Era Carol Mitchel la que vino a llamarme —susurró Arthur—. Ella nos vio entrar en el monasterio y me reconoció enseguida. Mandó a llamarme en cuanto se vio libre del profesor Mattox.

Después de una pausa Winfield prosiguió:

—La verdad de lo ocurrido en el que llamábamos «caso Mitchel» es de una complejidad que aturde. Ya todos sabemos cómo el doctor Mattox se enamoró de Carol Mitchel, fue rechazado, procesado y recluido en prisión. Que se escapó y no volvió a saberse de él, hasta que una vieja tibetana, loca de remate, nos refirió a Miguel Ángel y a mí una fantástica historia acerca de cierto trasplante de cerebros y otras lindezas por el estilo.

—Según eso —le interrumpió Miguel Ángel—, ¿ya no crees en la posibilidad de que fuera cierta la historia de la vieja?

—¿Cómo voy a creerlo después de haber hablado con Carol? Lo que realmente ocurrió fue esto: que, tal y como Kruif nos confesó esta mañana, trajo a este valle a los Mitchel en vez de llevarlos a Teherán. El doctor Mattox, que por lo visto no perdió la pista de Carol en todos estos años, sobornó a Kruif para que amarara su hidro en el lago de ahí enfrente. Al llegar aquí, Carol y su padre se encontraron con Mattox.

—¿Qué hacía Mattox en este valle? —preguntó el profesor.

—Vino para atender a la salud de Sakya Kuku Nor. Sabe Dios de qué forma entraron en contacto Sakya y Mattox. Sakya era, digámoslo así, la reina de este valle. Tenía más de cien años, se enteró de los experimentos de Mattox acerca de la forma de rejuvenecer a las personas y le trajo para que la volviera a una ilusoria juventud. La naturaleza intrigante de Mattox pronto dio sus frutos. Llegó a dominar a Sakya totalmente. Con la amenaza de abandonarla le obligaba a secundar todos sus planes y Sakya secundó el de raptar a mi ex-novia con su oro.

Arthur hizo una pausa para mirar a sus interesados oyentes. Suspiró y continuó diciendo:

—Mattox continuaba enamorado de Carol. La muchacha le odiaba con toda su alma y el doctor se propuso operarle en el cerebro para privarle de la memoria. Creía que, borrando todo el pasado de Carol, ésta empezaría a corresponder su amor.

—¿Hizo esa operación? —preguntó Bárbara.

—Sí, la hizo. Pero primero ensayó en John Mitchel. Dejó al millonario sin memoria, casi con un cerebro de niño recién nacido, y se deshizo de él haciendo que Kruif lo devolviera a la India en el avión Cessna. A continuación, durmió a Carol administrándole una droga, y la llevó al quirófano para operarla en el cerebro.

—Y Carol, como su padre, perdió la memoria.

—En efecto, Mattox se propuso provocar una amnesia en Carol, pero posiblemente temió dañarla demasiado, hasta el extremo de dejarla insensible a su amor. Carol no perdió completamente la memoria. Recordaba vagamente cosas de su pasado, como se recuerdan confusamente los sucesos de nuestra niñez. Naturalmente, el doctor faltó así a la promesa hecha a Sakya, la cual, en su credulidad, esperaba ver transplantado su cerebro al cuerpo joven y bello de Carol Mitchel. Mattox anunció desenfadadamente el cambio de cuerpos, y presentó a Carol al pueblo de Gpur como la reencarnación de Sakya Kuku Nor. Víctima de engaño, Sakya había anunciado a sus correligionarios y fieles su inminente reencarnación en el cuerpo de la joven norteamericana. De este modo, cuando Mattox presentó a la convaleciente Carol como una nueva Sakya Kuku Nor, la verdadera Sakya se vio cogida en sus propias palabras, y nadie la creyó. El ignorante pueblo de Gpur creyó que la auténtica Sakya vivía ahora en el cuerpo de americana, y nadie quiso escuchar sus protestas.

—¡Vaya con el doctor Mattox! —gruñó Walter Chase.

—La vieja Sakya trató por todos los medios de recobrar la obediencia de su pueblo, y ante la imposibilidad de conseguirlo le contó a Carol toda la verdad de lo sucedido. Le dijo quién era, cuál era su verdadero nombre y cómo había sido secuestrada. Carol asoció el relato de Sakya con los vagos recuerdos que conservaba de su pasado y creyó a la vieja. Le entregó su anillo, le confió sus recuerdos y le encargó que me buscara. Sakya, aunque vigilada, disfrutaba de cierta libertad dentro del monasterio, pues aunque se la suponía reencarnada en el cuerpo de Carol, todavía inspiraba respeto, siquiera porque la anciana había sido durante un siglo la envoltura mortal de la Sakya, a quien todos adoraban. Sakya, que tenía todavía una respetable cantidad de oro, compró a un par de guías para que la ayudaran a escapar del valle. Logró transponer las altas montañas que circundan el valle, llegó a Calcuta, y de alguna forma supo que yo me encontraba en la ciudad. Me buscó, vino a mi habitación y me contó aquella fantástica historia acerca del trasplante de cerebros.

—¿Por qué no dijo la verdad? —preguntó Miguel Ángel Aznar.

—No lo sé, y nunca lo sabremos. Sakya jamás regresó a este lugar. Fue asesinada aquella misma noche y su cadáver arrojado al río. Tal vez representó aquella comedia imaginando que de este modo estimularía más mi afán por rescatar a Carol y salvarla a ella misma, llevándola conmigo al Tíbet y devolviéndole su condición de reina de Gpur. Es difícil saberlo. Mattox había enviado a sus esbirros en persecución de Sakya, y éstos lograron alcanzarla.

—¡Vaya historia más extraña! —exclamó Balmer.

—¿Y cuál es la situación actual de Carol Mitchel en este lugar? —preguntó el profesor Stefansson.

—Carol teme a Mattox y optó por llevarle la corriente, siguiendo sus indicaciones como lo haría bajo estado hipnótico. Se presenta ante el pueblo de Gpur cuando las solemnidades religiosas se lo imponen, y gobierna en este minúsculo reino siempre bajo las órdenes del doctor. Pero Carol acariciaba propósitos de fuga… y ha creído ver el cielo abierto cuando supo que estábamos aquí. Por una feliz coincidencia, el doctor Mattox no se encuentra en Gpur en estos momentos. Pero estará de regreso al amanecer. Por lo tanto tenemos que intentar la fuga esta misma noche.

—¡Fugarnos! —exclamó Miguel Ángel—. ¿Cómo?

—El hidroavión de los Mitchel sigue amarado en la orilla del lago.

—Pero con todos esos platillos volantes ahí…

—Los platillos volantes van a despegar de un momento a otro. Esta noche no habrá aquí un solo platillo volante capaz de impedirnos la fuga. Pero hay otros inconvenientes…

—Ya me lo estaba temiendo —dijo Miguel Ángel.

—Kruif vendrá con nosotros.

—¿Kruif, ese secuestrador asesino?

—Tiene las llaves del avión y conoce bien el terreno que habremos de sobrevolar en la noche. No es que me guste que venga con nosotros, pero Kruif ha impuesto esa condición y tendremos que aceptarla… o no habrá fuga.

—¿Cómo es posible que Kruif, después de todo lo ocurrido, desee volver al mundo civilizado? A cualquier parte que vaya le echarán el guante y le condenarán a cadena perpetua.

—Kruif también tiene su problema. Los Hombres Grises van a llevarlo cautivo a Venus. No se lo han anunciado expresamente, pero Kruif teme que su final sea ese. Al parecer, los Hombres Grises tienen en el valle una gran cosmonave. Periódicamente, la cosmonave hace viajes desde la Tierra a Venus y regresa. Cuando la cosmonave está aquí, es señal inequívoca de que pronto habrá listo un contingente de prisioneros para ser trasladado a Venus.

—¿Qué es eso de un contingente de prisioneros? —preguntó el profesor Stefansson con curiosidad.

—Cada año desaparecen varios miles de personas en todos los países del mundo. Se supone que la mayoría desaparecen voluntariamente. Otros son víctimas de ataques de amnesia, y algunos sufren accidentes. A todas estas motivaciones hay que añadir una más. Los Hombres Grises están secuestrando continuamente hombres y mujeres en todo el mundo. Hombres de ciencia, doctores en medicina, técnicos y especialistas. Nadie sabe lo que están haciendo los Hombres Grises de Venus, pero se supone que están creando una poderosa industria para la que precisan abundante mano de obra especializada. Esta noche los platillos volantes saldrán con destino a distintos lugares y regresarán con nuevos prisioneros. Nosotros mismos podemos formar parte del próximo cargamento de esclavos que saldrá hacia Venus, y Kruif teme ser igualmente uno de ellos. Esa, y la providencial ausencia del doctor Mattox, es la razón por la cual se hace aconsejable intentar la fuga esta noche.

—Bien —dijo el profesor Stefansson—. Si es ese el único inconveniente, llevaremos con nosotros a Kruif y allá se las entienda con las autoridades cuando lleguemos a un lugar civilizado.

—Ese no es el único inconveniente —dijo Arthur—. El hidroplano sólo tiene en sus depósitos el combustible que sobró después de su último viaje. Es decir, el combustible que tenemos no nos permitirá alcanzar la India. El avión sólo volará unos doscientos kilómetros como mucho, de hecho sólo nos servirá para salir del valle y alejarnos lo suficiente antes del regreso de Mattox y los platillos volantes. Volaremos hacia China. Kruif cree que podremos alcanzar el río Saluen. Allí destruiremos el hidro, de forma que no queden rastros y no puedan localizarnos cuando los platillos volantes inicien nuestra búsqueda…

—El Cessna es un avión pequeño —observó Miguel Ángel Aznar—. ¿Podrá llevarnos a todos?

—Tres o cuatro de nosotros tendremos que salir del valle buscando el paso entre las montañas. El Cessna vendría un poco justo para nueve personas, pero no se trata solamente de eso. El valle no quedará totalmente desguarnecido, aunque se marchen todos los platillos volantes. Los Hombres Grises tienen instalada en este mismo monasterio una planta atómica. Esta planta alimenta de energía una potente emisora de radio capaz de comunicar con Venus. La gran antena de esa emisora está en la cima de una de las montañas; en esa misma montaña tienen instalada una rampa lanzamisiles para la defensa de su base. Es decir, tan pronto pongamos en marcha el motor del hidroplano, los Hombres Grises se darán cuenta y avisarán a la defensa para que nos derriben. Por lo tanto, si queremos escapar de este valle, algunos de nosotros tendremos que subir a la montaña y volar la rampa de misiles y la antena de radio.

—O sea, que la fuga no es tan fácil como parecía a primera vista —refunfuñó Richard Balmer.

—Veamos —dijo Miguel Ángel—. ¿No sería posible atacar la planta atómica aquí, en el mismo monasterio, evitándonos el tener que subir a la cima de la montaña?

—No he visto personalmente esa instalación, pero Kruif asegura que es inexpugnable. Los Hombres Grises son gente muy desconfiada y han protegido su planta atómica con sistemas de alarma y puertas de acero electrificadas. Además, un ataque a la planta de energía no pondría fuera de servicio a la rampa lanzamisiles. Recuerda que es a esos misiles a quienes tememos, aunque los Hombres Grises podrían utilizar también su emisora para llamar al platillo volante que se encuentre más cerca y hacer que éste acudiera rápidamente.

—Además, no cabemos todos en el hidroplano —gruñó Walter Chase—. ¿Para qué discutir?

Los hombres guardaron silencio, quebrados en su moral ante la perspectiva de tener que dividirse en dos grupos, uno de los cuales, el que se quedara para llevar a cabo la misión, contaría con escasas probabilidades de poder llegar al más próximo lugar civilizado.

—Dime una cosa, Arthur —dijo Aznar incisivo—. ¿Has escogido ya a los hombres que deberán sacrificarse?

—Yo seré uno de ellos —contestó Arthur—. Baiserab vendrá conmigo. Él puede sernos de inestimable ayuda para encontrar el paso y guiarnos a través de las montañas.

—¿Haces esto por Carol, no es cierto?

—Por Carol… y porque en cierto modo yo os metí a todos en este lío.

—Bien mirado, sólo necesita uno más para que le acompañe. Podríamos echarlos a suertes entre los demás —dijo el profesor Stefansson.

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