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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia Ficción

Los hombres de Venus (2 page)

BOOK: Los hombres de Venus
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—Miguel Ángel Aznar de Soto… ¡Caramba! Tres mil horas de vuelo…

Ángel iba asintiendo a todo con graves cabezazos. De pronto la muchacha alzó los ojos y los clavó curiosos en él.

—¿De verdad que es español?

—Sí.

Una ancha y satisfecha sonrisa retozó en las comisuras de la boca de Ángel.

—¿Nacido en España?

—Nacido en España. Mis padres emigraron de allá y se establecieron en los Estados Unidos cuando yo contaba cinco años.

—Sus primeras palabras las aprendería en inglés.

—En mi casa sólo se habla español. Hablo indistintamente un idioma u otro.

—Veo que, no obstante, tiene nacionalidad americana.

—Sí.

—¿Qué hizo usted en Vietnam?

—Era
coolie
.

—¿Cómo dice?


Coolie
. Ya sabe, en China llaman «coolies» a los acarreadores, cargadores de muelle… gente que van con carga de arriba abajo. A los muchachos del Mando Aéreo de Transportes nos llamaban así.

—Ya comprendo.

—Y dígame. ¿Cuál va a ser mi trabajo aquí?

—Pues, naturalmente, pilotar nuestro Douglas.

—¿De modo que tienen ustedes un avión Douglas? ¿De qué modelo?

—Lo ignoro. Mis conocimientos aviatorios son muy escasos. Es un avión con alas y motores…

—¡Me lo esperaba! —rezongó Ángel con sorna—. Y, oiga, ¿para qué quieren ustedes un avión de transporte?

—Es una especie de laboratorio ambulante. Esto lo comprenderá usted cuando lo pongamos al corriente de nuestra ocupación.

—Hice algunas investigaciones por mi cuenta —apuntó Ángel—. ¿Es cierto que la
Astral Information Office
se ocupa de vigilar a las estrellas y todas esas tonterías?

—¿Tonterías dice usted? —saltó la secretaria—. Que no le oiga el profesor decir esas cosas. Desde luego, nos dedicamos a investigaciones un poco raras… Ya sabe usted que esta oficina fue creada para prevenir cualquier posible ataque desde otros planetas. En un principio nuestro trabajo se reducía a auscultar la prensa. Íbamos allá donde se presentara un caso que tuviera un tufillo a misterioso o extraterrestre. Los asuntos inexplicables eran nuestros favoritos, pero cuando empezaron a aparecer los platillos volantes…

—¡Ya caigo! —aseguró el español alzando una mano—. ¿A que ustedes se dedican a seguir la pista a esos platillos? ¡Pero hombre! ¿Todavía hay quien cree en esos cuentos de los platillos voladores?

—Nuestro deber es examinar el asunto y ver qué hay en él de fantástico y qué de cierto —recordó la muchacha. Y señalando los montones de recortes de prensa que tenía sobre la mesa y a su alrededor prosiguió—: Tenemos aquí varios centenares de relatos y reportajes sobre el asunto. Muchos de los que se titulan testigos oculares son a veces unos embusteros y tomaron por platillos volantes objetos completamente terrestres y naturales, pero aún dejando un diez por ciento para los que dicen la verdad, nos quedan testimonios de sobra para afirmar que los platillos volantes son algo tan real y tangible casi como usted y yo.

Ángel se encogió de hombros.

—Desde luego —dijo—, si ustedes se ocupan de ir interrogando a todos los que dicen haber visto platillos volantes, trabajo tienen.

—Mucho trabajo —aseguró ella—. Tuvimos que pedir un avión de las Fuerzas Aéreas para desplazarnos con rapidez de un punto a otro del mundo. Hace poco estuvimos en México, donde se dijo que unos indios habían encontrado uno de los platillos volantes en tierra con sus tripulantes. Nos fuimos a México, sólo para comprobar que todo era una fantasía y también para volver llenos de garrapatas. Nuestro piloto enfermó de fiebres y está en el hospital. Por eso le han mandado a usted aquí, para que le reemplace.

—Bueno —suspiró Ángel—. Nos resignaremos a las garrapatas y a las fiebres, al menos hasta que ese piloto salga del hospital. Y oiga, miss…

—Watt —sonrió la joven—. Bárbara Watt.

—Muy bien, señorita Watt. Espero que la dicha de trabajar junto a una mujer tan simpática me consuele de los demás sinsabores, pero desde luego, no me entusiasma ni pizca la perspectiva de ir volando de un lado a otro detrás de la sombra de esos absurdos platillos volantes. Yo soy un hombre bastante serio, ¿sabe?

Bárbara Watt le miró con asombro y abrió la boca para decir algo. En este momento se abrió la puerta impetuosamente y un hombrecillo menudo, delgado y vestido de negro se precipitó en el despacho como un alud. Ángel le miró atónito. El recién llegado esgrimía en una mano un paraguas y en la otra un periódico que arrojó sobre la mesa de miss Bárbara Watt gritando con excitación:

—¡Una cosa así era la que yo esperaba! ¡Los hombres grises de Venus… eso ya suena a algo convincente! ¡Los hombres grises de Venus!

Ángel examinó el estrambótico hombrecillo mientras hablaba y gesticulaba. De una sola ojeada captó la negligencia en el vestir y en el calzar del personaje. La ropa, aunque bien cortada, aparecía sucia y atrozmente arrugada. La camisa, en otros tiempos blanca, presentaba un color amarillento. La corbata negra pendía del sucio cuello como un pingajo y la raya de los pantalones había desaparecido para ser sustituida por sendas rodilleras. Llevaba los zapatos sin lustrar y con salpicaduras de barro ya seco. De los bolsillos de la chaqueta, deformados a fuerza de soportar pesos excesivos, salían el extremo de un pañuelo y varias hojas de papel. Lo más nuevo del hombre era su lustroso y esférico sombrero hongo.

Mientras se inclinaba para señalar a Bárbara Watt un artículo del periódico, con un índice de uña enlutada y manchado de nicotina, Ángel escrutó la cara del recién llegado. Tenía éste unas facciones pequeñas, angulosas y afiladas. Sus ojillos claros centelleaban tras los gruesos cristales de unas gafas con montura de concha. Tenía la frente despejada, la nariz aguileña y la barbilla saliente y puntiaguda. Iba completamente afeitado y debía de tener unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Al arrojar su sombrero hongo sobre la mesa dejó ver su cráneo pelado y reluciente. En cambio, por detrás, la cabellera entrecana le rozaba el cuello de la camisa.

—¡Eh! ¿Qué me dice usted? —interrogó el hombrecillo clavando sus ojos en la muchacha—. ¡Vamos… coja su sombrero y corramos a ver a ese hombre!

—¡Pero si todavía no he podido leer el artículo!

—¡No importa, se lo referiré en dos palabras mientras vamos hacia allá! —Alzó la vista hacia Ángel, y como si le viera entonces preguntó—: ¡Eh! ¿Quién es usted?

—Mi nombre es Miguel Ángel Aznar de Soto —dijo Ángel.

—Es nuestro nuevo piloto —apuntó Bárbara plegando el periódico y poniéndose en pie.

—¿Otro piloto? ¿Pues no tenemos ya a Bob?

—Bob esta en el hospital con fiebres, profesor —le recordó la muchacha con el acento maternal que las mujeres emplean para con los niños. Y volviéndose hacia Ángel concluyó su presentación—: Aquí el profesor Louis Frederick Stefansson, nuestro jefe.

El profesor estrechó un momento la mano de Ángel.

—Muy bien, muchacho —le dijo—. Venga con nosotros.

—¿Adónde vamos? —preguntó Bárbara poniéndose en pie.

—A la India, claro está.

—¡A la India! —exclamó Ángel atónito—. ¿Ahora mismo?

—¡Pues claro está que ahora mismo! —gruñó el profesor. Y volviéndose hacia su secretaria le dijo—: Llame al aeródromo para que tengan preparado el avión y recoja lo que tenga que recoger mientras yo hago lo mismo con mis cosas.

Desapareció por una pequeña puerta acristalada. Ángel miró a la muchacha y la vio de pie, erguida su esbelta y encantadora silueta, recogiendo con toda tranquilidad un mazo de papeles.

—Oiga, señorita —le dijo—. ¿Pero qué significa todo esto?

Ella le señaló el periódico sin decir palabra. El español lo tomó y pudo leer los grandes titulares que rezaban así:

DESPUÉS DE SER BUSCADO DURANTE OCHO MESES INÚTILMENTE, EL MILLONARIO MITCHEL ES ENCONTRADO POR UNOS INDÍGENAS EN LOS ALREDEDORES DE DHARUR, PROVINCIA DE BAIDARABAD.

Debajo, en negrillas más pequeñas, decía.- «Andaba errante por la jungla alimentándose de raíces, tiene el cabello, las cejas y la barba completamente blancos. Parece haber perdido completamente la razón y sólo murmura unas palabras extrañas: "¡Los Hombres Grises de Venus!"».

Capítulo 2.
A la India

E
l nombre de Arthur Winfield acudió inmediatamente a la memoria de Ángel Aznar. ¿Qué habría sido del valiente Arthur?

Arthur Winfield había sido uno de los más hábiles y arrojados pilotos que Ángel conociera en Vietnam. Durante algunas semanas habían combatido juntos, trabaron gran amistad y luego, el huracán de la guerra los volvió a distanciar sin que sus caminos se cruzaran nunca más. Fue aquello hacia el año 68. Arthur Winfield era por entonces novio de Carol Mitchel. Aunque Ángel jamás tuvo oportunidad de conocer personalmente a esta muchacha, tuvo ocasión repetida de leer las inflamadas cartas que le dirigía a Arthur y de ver algunas de sus fotografías junto a la cabecera del camastro de su amigo.

Ángel recordaba perfectamente el nombre. Ocho meses atrás se enteró por los periódicos de la misteriosa desaparición de Carol Mitchel, del padre de ésta, del piloto y del avión Cessna que nunca llegó a Teherán. La popularidad del millonario, así como la circunstancia de que no se hallara ni rastro del avión en que viajaban, hicieron que la prensa norteamericana concediera gran importancia al asunto. Durante varias semanas se buscaron los restos del aparato, y cuando el interés publico empezaba a decaer se reavivó la hoguera de la curiosidad con el ofrecimiento de una recompensa de 300.000 dólares, hecha por el hijo del millonario, a quien encontrara «vivos o muertos», al señor John Mitchel y a la hija de éste: la señorita Carol Mitchel.

Ángel fue uno de los tantos aviadores que ante aquel fabuloso premio pensaron en dedicarse a la búsqueda de los desaparecidos pero desistió de la empresa al saber que, por lo menos, medio centenar de aviones equipados con radar y llegados de todos los puntos de la Tierra al cebo de los 300.000 dólares, exploraban ya en todos sentidos la India, Beluchistán, Afganistán, Irán, el golfo Pérsico y el mar Arábigo. Se supuso que los restos del avión Cessna serían hallados de un momento a otro, mas no fue así. Los pilotos que fueron a la India abandonaron la gigantesca empresa de hallar al millonario y a su hija. Posiblemente, al cabo de ocho meses de infructuosas investigaciones, sólo quedaban en la India una docena de aviadores esperanzados en cobrar tan magnífica recompensa. Pero he aquí que súbitamente aparecía el millonario y eran unos miserables indios quienes le encontraban, vagando por la selva, sin juicio y repitiendo extrañas palabras.

¿De dónde venía John Mitchel? ¿Dónde estuvo durante ocho meses? ¿Qué se hizo de su hija y del piloto? ¿Por qué seguían sin hallarse los restos de su avión? ¿Qué significaba aquello de los hombres grises de Venus?

Ángel leyó rápidamente el reportaje. No aportaba ningún rayo de luz al impenetrable misterio que rodeaba al «asunto Mitchel». Relataba cómo había sido encontrado el hombre y cómo a duras penas pudo ser reconocido con sus ropas rotas y sucias, su larga barba y su aspecto totalmente distinto al que tenía el día de su desaparición.

Apenas acababa de dar lectura al reportaje cuando salió el profesor de su despacho. Ángel se vio empujado, casi violentamente, hacia el ascensor. Diríase que el señor Stefansson temía se le escapara algo de suma importancia pues las órdenes que dio al conductor del taxi fueron:

—¡Al aeródromo municipal todo lo aprisa que pueda! —. Y al advertirle Ángel que su equipaje lo tenía en un modesto hotel de Brooklyn le dijo—: No podemos perder un minuto. Ya adquirirá lo que le haga falta en Calcuta.

Según Ángel había de saber más tarde, el escaso personal de la
Astral Information Office
, que trabajaba a las órdenes del profesor estaba ya acostumbrado a estos prolongados y repentinos viajes. Miss Bárbara Watt, por ejemplo, tenía todo un completo vestuario a bordo del avión de la
Astral Information Office
, guardarropa que comprendía desde ligeros trajes de dril, sombreros de corcho y mosquiteras para las zonas tórridas, hasta abrigos de pieles y guantes con manoplas propios de los parajes árticos.

El avión que las Fuerzas Aéreas habían puesto a disposición de la
Astral Information Office
, era un Douglas DC-8 plateado, en cuya proa podía leerse el nombre con que le bautizó su escuadrilla: «Cóndor». Cuando el taxi se detuvo junto a la pista de rodaje y mientras el profesor Stefansson pagaba el importe de su carrera al conductor, la sinuosa y seductora miss Bárbara Watt llevó a Ángel hasta el lugar donde esperaban tres hombres jóvenes vestidos con monos de vuelo.

Esta era la cuadrilla del Cóndor, formada por el copiloto George Paiton, el radiotelegrafista y operador de radar Richard Balmer y el navegador Walter Chase, todos ellos con el grado de sargentos y, a la sazón, mirando con curiosidad al nuevo comandante del Cóndor que les presentaba la secretaria.

Apenas si Ángel tuvo tiempo de estrecharles la mano. El profesor les empujó a todos hacia la escalerilla de acceso del aparato y les apremió para que despegaran inmediatamente. Mientras el copiloto ponía en marcha y calentaba los motores, el navegador acompañó a su nuevo comandante a lo largo de la cabina del Douglas en busca de un mono que el anterior piloto debió dejar allí.

Ángel pudo advertir entonces el confort con que había sido equipado el Cóndor. La espaciosa cabina, herméticamente cerrada, estaba provista de calefacción y dividida por tabiques que formaban una sala comedor, provista de mesa extensible y aparato de radio; una pequeña cocina, con aparato refrigerador, hornillos eléctricos para cocinar, batería de cocina y despensa atiborrada de latas de conservas; dormitorio con cuatro literas para la tripulación, pequeño compartimiento aislado para la señorita Bárbara Watt, un armario repleto de trajes para las más diversas temperaturas, un pequeño arsenal en el que había desde fusiles Bren a pistolas ametralladoras M-4 y un laboratorio para el profesor.

A popa quedaba el lavatorio y el compartimiento con el equipo adicional del avión, que comprendía las piezas de repuesto y las herramientas necesarias para efectuar una completa reparación en cualquier lugar y circunstancia.

Habiéndolo observado todo con ojo crítico, Ángel volvió a la cabina de los pilotos, comprobó la perfecta marcha de los motores consultando el cuadro de indicadores y tomó asiento ante los mandos.

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