Los hermanos Majere (26 page)

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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

BOOK: Los hermanos Majere
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—Existe un modo de descubrir si este hombre murió por causas mágicas —dijo en aquel momento el hechicero.

Sin más preámbulos, se apartó de la dama y se acercó al cuerpo, sobre el que trazó un arco con el bastón en tanto cerraba los ojos con el propósito de acometer la invocación de un conjuro.

La voz tensa de la Gran Consejera rompió su concentración.

—¡No, maestro! ¡No permitiremos que hagas eso! Tenemos ciertos... rituales sagrados que han de realizarse antes de sepultar el cuerpo.

—Tranquilizaos, señora. No haré nada que interfiera en vuestras creencias religiosas.

—Debo insistir. Te lo ruego, Raistlin. —Shavas se llevó la mano a la joya que adornaba su garganta. Luego, contuvo a duras penas el llanto—. Es una situación muy penosa para mí. Manion era... un gran amigo —añadió por fin.

Raistlin apartó el cayado del cuerpo.

—Lo siento, Gran Consejera. Al parecer, me he comportado de un modo irreflexivo y desconsiderado. Disculpadme.

La dignataria llamó con una seña a uno de los guardias y le dijo algo al oído. El soldado asintió en silencio y echó a correr.

—Las últimas horas han sido de una gran tensión, agotadoras para todos nosotros. Más vale que regresemos a nuestras casas —dijo después la dama a toda la concurrencia.

El guardia retornó al pescante de un carruaje, de acuerdo con las órdenes recibidas. A Caramon le resultó obvio que en esta ocasión no convencerían al sujeto para que los esperase afuera.

Raistlin se cubrió con la capucha y cogió a su hermano por el brazo.

—Vamos, Caramon, Earwig... Marchémonos ya —dijo en un susurro.

El gato negro clavó las uñas en el hombro del guerrero. Sobre la piel apareció una gotita de sangre.

—¡Ay! ¡Eh! —exclamó el hombretón, mientras trataba de quitarse de encima al animal. El felino, sin embargo, se negó en redondo y se aferró a él con tenaz insistencia.

Los compañeros subieron al carruaje. Una vez que Caramon se halló dentro y sentado, el gato saltó con suavidad desde su hombro y se enroscó sobre su regazo, sin apartar las pupilas del mago instalado frente a ellos. El vehículo, conducido por el guardián, recorrió con estruendo las calles vacías, silenciosas.

—Raistlin —llamó de nuevo Earwig, con un hilo de voz.

—¿Qué ocurre, kender? —preguntó el mago con desgana.

—Ese hombre. Era el que trató de matarme en la taberna.

Caramon levantó la cabeza con brusquedad y miró al hombrecillo. Por su parte, el hechicero no movió un solo músculo.

—¿Qué piensas de todo esto, Raist? —preguntó por último su gemelo, sin contener un escalofrío de terror.

—Pienso que nos queda un día, hermano. Sólo uno —respondió el mago.

15

No hablaron durante el resto del trayecto. Un silencio profundo se adueñó del interior del carruaje, alterado sólo por el ronroneo del gato, que parecía el retumbar de una tormenta en miniatura.

Earwig estaba acurrucado en un rincón y se frotaba la mano de manera constante. En la otra esquina, Raistlin, que se había echado la capucha sobre la cabeza de forma que el rostro le quedara oculto por completo, tanto podía estar dormido como inmerso en hondas cavilaciones.

En el asiento opuesto viajaba Caramon; la envergadura de las anchas espaldas ocupaba el respaldo en su mayor parte. El guerrero se hallaba sumido en un estado de ánimo depresivo. A su mente acudió el recuerdo de Solace. «¡Ojalá estuviera allí! Habría consultado a Tanis sobre todo este embrollo», deseó, agobiado por una añoranza avasalladora. Admiraba al semielfo, una de las personas más sabias que conocía; siempre sereno, seguro de sí mismo, Tanis jamás permitía que nada ni nadie lo alterara..., con la única salvedad de su relación con Kitiara, la hermanastra mayor de los gemelos.

El guerrero exhaló un suspiro borrascoso. No vería al semielfo en mucho tiempo, quizá nunca, a juzgar por el modo en que el mundo amenazaba con precipitarse de cabeza en las tinieblas. Se suponía que se reencontrarían dentro de cinco..., no, ahora ya, de cuatro años. El plazo se le antojó una eternidad. Suspiró otra vez. El gato le lamió la mano con su lengua áspera.

—La hostería El Granero, caballeros —anunció el guardia y al mismo tiempo cochero accidental.

El carruaje se detuvo y los compañeros descendieron seguidos por la atenta mirada vigilante del soldado quien, al parecer, no se marcharía hasta que entraran sanos y salvos en la hostería. Además, a juzgar por su actitud, incluso cabía la posibilidad de que pasara allí toda la noche, advirtió Caramon.

El guerrero, con el gato entre los brazos, intentó abrir la puerta del establecimiento; ésta se encontraba cerrada a cal y canto. Aporreó con fuerza la hoja de madera y al cabo de unos minutos uno de los cuarterones se deslizó a un lado y, por el hueco, asomó el rostro soñoliento del dueño. El hombre, al reconocer a los huéspedes, cerró la mirilla deprisa y tras otra corta espera en la que oyeron chasquidos, descorrer de cerrojos y tintineo de cadenas, por fin se entreabrió la puerta, aunque sólo una estrecha rendija apenas suficiente para que pasara el voluminoso corpachón del guerrero.

El dueño cerró de nuevo en cuanto entraron los compañeros. Temblaba de manera tan violenta que casi no podía tenerse en pie.

—Os ruego me disculpéis, caballeros. ¡Pero ha ocurrido un horrible accidente! Lord Manion...

—Lo sabemos. No se trata de un accidente —cortó Raistlin con brusquedad, en tanto cruzaba frente al posadero.

Caramon reparó en que su hermano apenas utilizaba el bastón para caminar. Sus pasos eran firmes, a pesar de las muchas horas que llevaba sin descansar. Él aspecto del mago le recordaba tanto al joven que fuera antes de someterse a la Prueba, que unas lágrimas ardientes acudieron a sus ojos. Parpadeó para contener el llanto y rogó a los dioses —fueran los que fuesen los que escucharan su súplica—, que esta mejoría resultara permanente.

De improviso el gato se retorció entre sus brazos, se escabulló de un salto al suelo y, desde allí, lo miró durante un momento para después, con la cola erguida, encaminarse hacia la cocina.

El propietario de la hostería corrió los pestillos y echó las cadenas que aseguraban la puerta.

Raistlin remontaba los peldaños que llevaban al primer piso y su gemelo se apresuró a seguirlo, no sin antes arrastrar tras él al kender, que observaba con interés profesional los numerosos pestillos y cerraduras.

Cuando alcanzaron la puerta de la habitación, el mago levantó la mano en un ademán de advertencia. Caramon sujetó a Earwig, que seguía adelante con su característica despreocupación irreflexiva.

—Espera —lo amonestó el guerrero.

—¿Por qué? —El kender miró a Raistlin.


¡Shirak!

El mago acercó la luminosa bola de cristal al suelo; se inclinó y escudriñó con cuidado el estrecho resquicio entre el piso y la hoja de madera.

—¿Qué hace? ¿Comprobar si hay polvo? —preguntó Earwig a Caramon.

—Sí, más o menos.

—Todo en orden —anunció Raistlin, a la vez que se incorporaba. En la mano tenía el pétalo de una rosa—. Continuaba en el mismo sitio donde lo dejé. No ha entrado nadie.

—De todas formas, yo pasaré primero, por si acaso. —Caramon desenvainó la espada.

Los gemelos se situaron a ambos lados de la puerta; el mago giró el picaporte y el guerrero empujó la hoja de madera con el extremo del arma. Durante la maniobra, tanto el uno como el otro se mantuvieron bien apartados del vano. No ocurrió nada. Con todos los sentidos alerta, Caramon franqueó el umbral y entró sigiloso a la habitación. Raistlin lo siguió de inmediato, con el bastón enarbolado para iluminar el sombrío cuarto. Earwig pasó el último, sin perder la esperanza de que el pétalo de rosa hubiera fallado y en realidad apareciera algo interesante en el interior. Sufrió una desilusión; la estancia estaba vacía y no les aguardaba ninguna sorpresa.

Raistlin se desplomó en la cama, aquejado por un súbito golpe de tos. Tanteó el ceñidor en busca del saquillo de hierbas.

—¡No lo tengo!

—¿A qué te refieres?

—¡Las hierbas medicinales! ¡El saquillo ha debido de caérseme en el parque!

—Regresaré allí y... —comenzó Caramon.

—¡No, no me dejes, hermano! —Raistlin se llevó las manos al pecho—. Además, no saldrías de la hostería con todos esos cerrojos y candados...

—¡Iré yo! ¡Yo sí sabré cómo salir! —chilló entusiasmado Earwig mientras daba brincos de contento.

—Sí, que vaya el kender —aceptó el hechicero con voz desfallecida, en tanto se reclinaba en el lecho y cerraba los párpados.

—¡Apresúrate! ¡No se te ocurra entretenerte con cualquier cosa! —advirtió Caramon con severidad.

—¡Descuida!

El hombrecillo abrió la puerta y salió disparado al pasillo. Los hermanos oyeron el rumor tenue de sus pasos a lo largo del corredor y escaleras abajo. Después, silencio.

El mago suspiró y se incorporó como impulsado por un resorte.

Saltó de la cama y se acercó presto a la ventana. Caramon lo observaba desconcertado.

—Raist... ¿Qué...?

—Chitón, hermano. —El hechicero apartó la cortina, cuidando de quedar oculto tras ella, y oteó la calle—. Sí, allí va. Ahora podremos hablar con plena libertad.

—¿Acaso crees que Earwig es un espía? —Caramon no sabía si reír o llorar.

—No sé qué creer —respondió su hermano con gravedad—. Lo cierto es que lleva un anillo mágico que no sabe cómo y dónde consiguió. Al menos, eso afirma. Por otro lado, tú mismo has advertido su extraño comportamiento de los últimos días.

Caramon se derrumbó sobre una silla, apoyó los codos en la mesa y enterró el rostro en las manos.

—No me gusta. ¡Nada de esta condenada situación me gusta! Un hombre asesinado, su cuerpo desgarrado en pedazos, ni rastro de sangre, sino una especie de polvo marrón, el kender con un anillo mágico...

—Y aún será peor, hermano, antes de que mejore la situación.

Raistlin buscó entre los pliegues de la túnica y sacó la bolsita de hierbas. La miró con gesto pensativo. Se encontraba cada vez más fuerte, de eso no cabía duda. ¿Pero era un efecto de la medicina, o...?

—¿Serías capaz de romper un árbol, Caramon? ¿Uno de los árboles del parque? —instó de improviso.

—¿Cómo? ¿Por qué quieres saberlo?

—Cerca del cuerpo del hombre asesinado, uno de los árboles tenía el tronco astillado, como si alguien lo hubiera golpeado.

Caramon consideró el asunto durante unos momentos.

—Supongo que podría, siempre y cuando dispusiera de un guantelete que me protegiera el puño y... —Enmudeció de repente. Un escalofrío le recorrió la espalda al captar la conclusión implícita en semejante hipótesis—. ¡Dioses! ¡El que ha cometido ese horrendo crimen es extraordinariamente fuerte! ¿Crees... crees que fue un... un felino grande? Había un montón de huellas de garras...

—O era un gran felino, o es lo que se pretende que creamos —apuntó su hermano con aire ausente, preocupado con otras ideas. Arrastró una silla hasta la mesa y tomó asiento frente a Caramon—. ¿Qué opinas de Shavas?

La pregunta cogió desprevenido al hombretón.

—Me parece muy... atractiva.

—¡La encuentras irresistible!

—¿Qué quieres decir? —preguntó a la defensiva.

—Que te inspira ciertos sentimientos.

—¿Y cómo sabes lo que siento y lo que no? —demandó Caramon con un matiz de cólera en la voz.

Se levantó y recorrió el cuarto de un extremo a otro. Su hermano y él jamás habían comentado asuntos relacionados con mujeres. Aquélla era una faceta en la vida del guerrero en la que Raistlin nunca se había inmiscuido ni había demostrado interés. Claro que, hasta ese momento, no se había dado el caso de que el joven mago, débil y enfermizo, se sintiera atraído por una mujer.

La certeza innegable de tal circunstancia despertó en Caramon un cierto remordimiento. Al fin y al cabo, él había tenido y tendría las mujeres que deseara. Tal vez sería beneficioso para Raistlin que... en fin, que conociese a esta dama con una mayor intimidad. Quizás era aquello la causa de la portentosa mejoría de su gemelo. «El amor obra milagros», rezaba el dicho. Regresó a la silla.

—Mira, Raist, si la quieres para ti, me apartaré...

—¡Quererla para mí! —Las pupilas del mago llamearon. Dirigió una mirada tan preñada de desprecio a Caramon que éste retrocedió—. Yo no la «quiero». No en el sentido obsceno que has dado a entender.

A pesar de su airada protesta, el mago articuló la palabra con lentitud, como si la saboreara, y sus dedos rozaron la madera de la mesa como si acariciasen una piel suave.

—Entonces, ¿por qué la has sacado a colación?

—Te he observado, hermano. Desde la primera noche en que la conocimos, te has comportado como un mozalbete enamorado; le has dedicado miradas tiernas y sonrisas bobaliconas.

—A la dama parece gustarle —replicó el guerrero con sorna.

—Sí, así es. —Raistlin habló con voz queda.

—¿Adónde quieres llegar? —Caramon le lanzó una mirada inquieta.

—Guarda en su casa libros de magia muy antiguos, muy poderosos. Tengo que examinarlos... a solas. Invítala a cenar.

—Esto no me gusta, Raist.

—Oh, pero te gustará, hermano mío. No me cabe la menor duda.

—¿Y si ella no acepta salir conmigo?

—He visto cómo te mira. No se negará.

A Caramon no le pasó inadvertida la amargura implícita en la voz de su hermano.

—También he visto cómo te mira a ti, Raist —dijo en un susurro.

—Eh, sí, bien... —El mago descartó el tema con un ademán.

Caramon habría jurado que bajo el tinte dorado de la piel se advertía un ligero sonrojo. Para su sorpresa, de repente su gemelo apretó los puños. Las áureas pupilas centellearon.

—¡Los libros! ¡La magia! Eso es lo que importa. Todo lo demás es fugaz. ¡Debilidades de la carne! —Una gota de sudor se deslizó por la frente del mago—. ¿Lo harás? —preguntó después con voz ronca, sin mirar a su hermano.

—Claro, Raist. —Era la eterna respuesta a los requerimientos de su gemelo.

—Gracias, hermano. Estarás cansado. Acuéstate. —El tono del mago era frío.

—¿Y tú?

—Tengo que trabajar.

Raistlin sacó de debajo de la túnica el sextante y el libro repleto de columnas de números que días atrás había consultado. Abrió el texto y lo colocó sobre la mesa, junto a una pluma y un tintero. Luego se asomó a la ventana y observó la bóveda celeste a través del instrumento de navegación. De tanto en tanto, tomaba notas, trazaba líneas extrañas y curvas raras, paralelos de tinta y palabras sobre el pergamino.

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