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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

Los hermanos Majere (22 page)

BOOK: Los hermanos Majere
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—¿Caramon, estás herido? —preguntó de rodillas junto al guerrero.

—No, creo... creo que no.

Alzó los ojos hacia su gemelo y vio aquel rostro, siempre impenetrable, impasible, alterado en una expresión de ansiedad, de sincera preocupación. Una cálida sensación recorrió su cuerpo y alejó, aunque de forma momentánea, el mareo y el malestar. En lo más hondo de su ser, en el rincón más recóndito de su alma, Raistlin lo quería. Por saberlo, valía la pena enfrentarse a todos los asesinos del mundo.

—Gracias, Raist —musitó con un hilo de voz.

El mago examinó sus ropajes y arrancó los tres dardos clavados en el tejido. Dos de los proyectiles se habían alojado entre los pliegues, pero el tercero había chocado contra un disco metálico: el amuleto de buena suerte que le había regalado la mujer en El Gato Negro. Raistlin contempló el talismán con una expresión entre asombrada y jocosa.

Entretanto, Earwig, que deambulaba de un lado al otro de la habitación, encontró otro dardo que se le había caído al asesino. Sin decir una palabra de su hallazgo a los gemelos, el hombrecillo lo escondió en un bolsillo.

—¿Necesitas algo, Caramon?

—No, Raist, gracias. Sólo quiero descansar. —El hombretón se desplomó en la cama. Su hermano se sentó a su lado—. Dijiste que no nos atacarían más, puesto que eran muchos los que conocían nuestra presencia en la ciudad.

—No
nos
atacaron, Caramon —dijo Raistlin, pensativo, mientras examinaba los dardos—. El blanco eras
tú.

—¿Cómo? —El guerrero se incorporó y se apoyó sobre los codos.

—¿Por qué alguien querría matar a Caramon? —preguntó Earwig entre bostezos.

—Los dardos iban dirigidos hacia ti. No dispararon ninguno contra el kender ni contra mí. Sin olvidar esta extraña enfermedad que te ha aquejado de manera tan repentina. De no haber estado yo aquí, no habrías reaccionado a tiempo para eludir los proyectiles. Eras una presa fácil, hermano mío.

Raistlin alzó uno de los dardos hacia la luz de uno de los candiles. Olió la punta afilada, echó la cabeza hacia atrás y arrugó la nariz en un gesto de repugnancia.

—Curare... —Con los labios apretados, lo olió otra vez—. No cabe duda. Un veneno altamente mortífero. Fuiste muy afortunado, Caramon. Si ese sujeto hubiera acertado, ahora estarías muerto.

El hechicero acercó el dardo a la llama de la lamparilla; una sustancia viscosa brilló en la punta afilada. Luego se escupió los dedos, los frotó entre sí ligeramente y desprendió el veneno, ahora de un color gris ceniciento, del negro metal del proyectil. Hizo otro tanto con los dos dardos restantes y después los guardó con cuidado en uno de los saquillos.

Acto seguido, apagó la luz del candil y la del bastón, y se asomó a la ventana.

—¿Vislumbraste algo de ese hombre? —preguntó al guerrero, en tanto escudriñaba la calle en busca de posibles indicios que denunciaran la presencia de nuevos intrusos.

—Nada. Vestía ropas negras y era muy rápido.

—Y también era muy bueno con la cerbatana —agregó Earwig mientras separaba la parte superior de la jupak para dejar libre el agujero de salida de su propia arma.

Al abrigo de la oscuridad reinante en la habitación, el kender sacó el dardo envenenado y procuró insertarlo en la cerbatana, pero el proyectil era demasiado grande para el hueco practicado en la vara. Lo contempló con fastidio, si bien no tardó en darse cuenta de que si arrancaba algunas de las plumas encajaría sin demasiadas dificultades. Enseguida, puso en práctica la idea.

—Yo tampoco lo vi bien —dijo Raistlin.

Earwig guardó el dardo desplumado en un pequeño bolsillo oculto de su manga y encajó las dos piezas de la jupak. Acto seguido, desenrolló el petate en medio de bostezos incontenibles, se tumbó y se durmió profundamente.

—Cuando recorriste la mansión esta noche, ¿no te llamó la atención algo insólito? —preguntó el mago de repente.

—¿Insólito? —Caramon se sentía mareado y aturdido y sólo quería dormir.

—Sí, algo raro, sorprendente, anormal. ¿Viste u oíste alguna cosa que te resultara incomprensible?

A la mente del guerrero acudió la imagen del dormitorio de Shavas, el tacto de la seda entre sus dedos, la sensación del frío satén que cobraba calor a medida que lo acariciaba. Una oleada de pasión le hizo bullir su sangre. Caramon reflexionó sobre el hecho de haber oído la voz de Earwig y, sin embargo, el kender juraba y perjuraba que no se encontraba en la habitación. También pensó que había deambulado por la casa durante horas que le habían parecido minutos.

—No. Nada fuera de lo normal —fue su escueta respuesta—. Deja en paz a esa dama, Raistlin, no la inmiscuyas en este asunto. No tiene nada que ver con lo ocurrido. Bebí en exceso, eso es todo. Fue culpa mía.

—Quizá —susurró el mago—. Tengo que entrar en esa casa otra vez... a solas.

—¿Qué? —inquirió Caramon con voz soñolienta.

—Nada, hermano.

Raistlin fue hacia su cama. Sólo cuando escuchó los ronquidos del guerrero y su respiración profunda y regular, se permitió entregarse al sueño.

* * *

Earwig, ¿qué haces?

—Duermo. ¿O es que no lo parece? —replicó el kender con sorna.

Unas garras negras, inmensas, las garras de un felino gigante, le lanzaron un zarpazo. Earwig las esquivó por muy poco.

¿Qué hacen tus amigos?

—También duermen.

¿Los dos? ¿A salvo? ¿Ilesos?

—¡Sí! Y ahora, déjame en paz. ¡Tengo que escapar de este monstruo!

El kender saltó sobre algo parecido a una caja de metal con dientes.

Volveré, Earwig... Volveré... Volveré...

* * *

Al día siguiente, después del reparador descanso de la noche, Caramon se encontraba tan fuerte como siempre. De la extraña enfermedad no quedaba ni rastro. Earwig, sin embargo, se mostraba malhumorado y taciturno.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó el guerrero mientras desayunaban.

—Nada. No he dormido bien, ¿vale?

—Claro, Earwig. No era más que una simple pregunta. —El guerrero estaba atónito—. ¿Qué haremos hoy, Raist?

«Faltan dos días para el Festival del Ojo. No queda mucho tiempo para... ¿Para qué? ¿Ojalá lo supiera», pensó el mago.

—Deberíamos explorar el resto de la ciudad —dijo en voz alta.

—¿Qué? ¿Por qué motivo? ¿Qué buscas? —inquirió Earwig.

—Nada en particular —respondió el mago a la vez que lo miraba con detenimiento.

—Bien, os acompañaré —anunció el kender—. ¿Adónde iremos?

—En carruaje, a las otras dos puertas de acceso a la ciudad; desde allí, nos dirigiremos a pie hasta el centro.

—El posadero dice que esos carruajes negros son «transportes públicos» —explicó Caramon en tanto repetía con cuidado las palabras desconocidas, escuchadas por primera vez hacía unos minutos—. Al parecer, hay que pagar para que te lleven.

—No, hermano. Será la Gran Consejera Shavas quien pague nuestra excursión —corrigió el hechicero—. Ve en busca de uno de esos vehículos.

* * *

El carruaje llevó a los compañeros a la Puerta del Este por una calzada exterior, paralela a la muralla. Existían tres vías principales en Mereklar que conducían desde las puertas de las murallas al centro de la población. Varias calles, como la que surcaban los amigos, cruzaban las tres avenidas y proporcionaban un acceso rápido y eficiente a otros barrios vecinos, sin necesidad de llegar al centro de la ciudad. El recorrido hasta la Puerta del Este les llevó poco más de una hora.

Había gatos por todas partes, tumbados al cálido sol de la mañana sobre las aceras o sobre el regazo de la gente. Otros, más atrevidos, entraban en los comercios y acompañaban a los escasos clientes que recorrían las calles, o trepaban a los tejados para contemplar el mundo de allá abajo.

Earwig reparó en que varios felinos seguían al carruaje, si bien a unos metros de distancia. Cuando el vehículo aminoraba la marcha para esquivar a otro que cruzaba la calle o rodear a los transeúntes que caminaban por la calzada, los gatos hacían otro tanto.

—¡Mirad! —señaló el kender, entusiasmado por el comportamiento de los animales.

Raistlin volvió la cabeza para investigar, y los felinos huyeron en todas direcciones. Todos, excepto uno.

—Es el gato negro. El que vimos en la taberna cercana a la mansión de la Gran Consejera.

—No comprendo cómo eres tan tajante, Raist. Yo no soy capaz de distinguir un gato negro de otro —comentó Caramon.

—No es difícil cuando sólo hay uno así en toda la ciudad. —El carruaje reanudó la marcha—. Mira, nos sigue.

El guerrero se adelantó en el asiento para acercarse a su hermano. Su rostro denotaba una seriedad poco habitual.

—Raist, esto no me gusta. No me gusta nada. Ni la manera en que nos observan los gatos, que parecen vigilarnos; ni que traten de matarnos en emboscadas; ni la forma en que actúa el kender...

—¡Yo no actúo de ninguna manera! —protestó Earwig.

Caramon hizo caso omiso de la airada interrupción del hombrecillo.

—Esto no lo pagan las diez mil monedas de acero. No vale la pena, Raist. Marchémonos... Busquemos una buena guerra, segura, tranquila, normal.

El hechicero no respondió de inmediato, sino que volvió la mirada hacia la parte trasera del carruaje y la clavó en el gato que los seguía. Luego asintió en silencio.

—Tienes razón, hermano. Diez mil monedas no lo pagan.

No añadió una palabra más. Caramon suspiró hondo y se recostó de nuevo en el respaldo del asiento.

Por fin alcanzaron la puerta de la muralla. Al igual que ocurría con el rastrillo de la Puerta del Sur, éste también estaba adornado con placas en las que aparecían grabadas cabezas de gato.

—¿Cómo se llama esta avenida? —preguntó el mago al cochero.

—¿Ésta, señor? Se llama la calle de la Puerta del Este, señor.

—La Gran Consejera Shavas te abonará la tarifa —informó Raistlin, al tiempo que descendía del carruaje—. Márchate, no es preciso que nos esperes.

—Sí, señor. Gracias, señor.

El cochero azuzó a los caballos con premura, ansioso por alejarse cuanto antes. Arrancó de manera tan precipitada que estuvo a un tris de atropellar a Caramon y a Earwig.

—Ahora que estamos aquí, ¿qué haremos? —se interesó el guerrero.

—Tomaremos una copa —dijo Raistlin mientras se encaminaba hacia la taberna de hyava más próxima.

—¿Qué? ¿A esta hora de la mañana? ¿Desde cuándo...?

—Calla, hermano. Estoy sediento.

De momento, el desconcierto inmovilizó al hombretón, que siguió con la mirada a su gemelo y se preguntó a qué se debía su extraño comportamiento. Por último, se encogió de hombros, agarró al kender por el brazo y siguió al mago.

La taberna de hyava era similar a todas las que habían visitado con anterioridad; servían pequeñas cantidades del peculiar licor en tacitas igual de pequeñas, y disponía de mesas y sillas desplegadas a la puerta del establecimiento, para que los clientes que así lo desearan se instalasen en el exterior. Tanto Earwig como Caramon pidieron una copa de hyava y un pastelillo. Por su parte, el mago ordenó una copa de vino. Los tres se arrellanaron tranquilos en sus asientos y disfrutaron de la cálida caricia del sol.

—¿Por qué has pedido vino? Dijiste que querías hyava —inquirió el guerrero.

Raistlin se llevó la copa a los labios y dio un pequeño sorbo, sin responder a la pregunta de su hermano. Caramon, cada vez más desconcertado, se quedó absorto, rumiando para sus adentros la extraña actitud del hechicero. Entretanto, Earwig, que había engullido de un solo bocado su pastelillo, al ver que su corpulento amigo no se comía el suyo, lo cogió del plato y se lo llevó a la boca.

—¡Eh! ¿Qué demonios haces? —gritó Caramon al tiempo que le daba un cachete en la mano.

—¡Cuidado! —chilló a su vez el kender, mientras procuraba sostener el pastel. Apretó tanto los dedos que la crujiente masa se partió en dos y los trozos cayeron al suelo—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Has estropeado mi dulce!

—¿Qué? ¿Cómo que
tu
dulce? —reiteró incrédulo Caramon, más que sorprendido por la desfachatez del hombrecillo.

—Como no te lo comías, di por hecho que tenías intención de regalármelo.

—¿Qué te hizo pensar que no me lo comería? Yo... ¡Oh, qué más da! Al menos no se desperdiciará.

Algunos gatos se habían acercado a la mesa y, convencidos de que ni el kender ni el guerrero querían el pastelillo, daban buena cuenta de él y ponían un contundente punto final a la discusión. El guerrero sonrió divertido por la descarada confianza de los animales y se agachó para acariciar a uno de ellos. En aquel momento, atisbó por el rabillo del ojo el movimiento fugaz de una figura vestida de negro agazapada en las sombras.

—¡Earwig! —llamó en un susurro—. ¿Ves a alguien escondido en el callejón? ¡No, no mires directamente!

—¿Alguien? ¿Dónde? —preguntó a voz en grito el kender en tanto oteaba a un lado y a otro.

Caramon apretó los dientes. Había ocasiones, como la presente, en las que llegaba a la firme conclusión de que la compañía de un kender ofrecía más inconvenientes que ventajas.

—¡Te dije que no miraras!

—¿Y cómo voy a ver si hay alguien si no miro?

—Olvídalo. Ya no tiene remedio. ¿Hay o no una persona en el callejón de enfrente?

—No, ahora no.

El guerrero se incorporó, giró la cabeza y escudriñó con atención el oscuro pasaje. No vio a nadie. De hecho, al fijarse con detenimiento en los detalles, comprendió que sus sospechas eran infundadas. Lo que había tomado por una figura vestida de negro no era más que un barril de agua.

—¿Y bien? —demandó el hechicero.

—Nada, me equivoqué. Imagino que aún no me he recobrado por completo de la indisposición de anoche —respondió en un murmullo. Cuando volvió la cabeza, lo desconcertó el dorado semblante de su hermano humedecido por las lágrimas—. ¡Raist! ¿Qué te ocurr...?

—Nada, Caramon —lo interrumpió su gemelo—. No me ocurre nada malo. Por el contrario, empiezo a comprender algunas cosas acerca de esta ciudad.

La mano del hechicero se cerró con fuerza en torno a la madera del bastón en un intento por controlar la creciente excitación que lo dominaba.

Había dos líneas de poder, reflexionó para sus adentros. Ambas fluían por el centro de las dos avenidas principales. ¡La que ahora vislumbraba también debía de llegar hasta la mansión de la Gran Consejera! «Apostaría mi bastón a que una tercera línea recorre de igual modo la calle de la Puerta del Oeste», concluyó. Tres surcos de poder que, a buen seguro, surcaban el mundo de parte a parte, que crecían de intensidad por momentos, ¡y que confluían allí, en aquella ciudad! «La arcana ciudad, aún más pretérita que las propias deidades primigenias.»

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