Los hermanos Majere (14 page)

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Authors: Kevin T. Stein

Tags: #Fantástico

BOOK: Los hermanos Majere
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Caramon se abrió paso entre los escombros. Examinó la estancia y avistó un sofá sobre el que tumbó con gran delicadeza a su hermano. La caja de pergaminos que Raistlin había guardado se deslizó por la bocamanga de la túnica y rebotó contra el suelo. El hombretón no le prestó atención, preocupado sólo por su gemelo. Tenía el rostro contraído, la piel presentaba un tinte ceniciento y los labios estaban azulados. Raistlin no respiraba.

—¡Llamaré a la guardia! —El posadero bajaba la escalera a todo correr en tanto blandía el puño en un gesto de amenaza—. Pagaréis...

El guerrero volvió la cabeza.

—¡Agua caliente! ¡Pronto! —ordenó.

Al posadero lo embargó la cólera, pero en aquel momento sus ojos se posaron en la caja de pergaminos. Se puso lívido.

—Vamos, vamos, ¿qué haces ahí parado, necio? —gritó a un sirviente soñoliento que se había acercado—. ¿No has oído al caballero? ¡Ve a buscar agua caliente! ¡Date prisa!

El criado salió corriendo y regresó al poco tiempo con una tetera llena de agua hirviendo.

Caramon echó el líquido humeante en una taza y añadió la mezcla de hierbas que había sacado del saquillo del mago. Las hojas y cortezas desmenuzadas burbujearon y chasquearon al entrar en contacto con el agua caliente. El guerrero rodeó con el brazo el cuerpo inerte de su hermano y lo incorporó. Luego acercó la infusión a sus labios; Raistlin no la bebió, pero el vapor le penetró por la nariz y a los pocos segundos su pecho se agitaba con una leve palpitación. No obstante, el mago no recobró el conocimiento.

El hombretón suspiró hondamente, se pasó la mano por la frente perlada de sudor y alzó en los brazos el cuerpo frágil de su gemelo.

—Tenéis preparadas vuestras habitaciones, señor —dijo el dueño de la hostería, en medio de reverencias y zalemas—. Tened la bondad de seguirme, yo mismo os conduciré a ellas.

—Siento lo de la puerta —rezongó Caramon.

—Oh, no penséis más en ello, señor. No tiene importancia —respondió el posadero con aire despreocupado, como si reemplazar la pesada puerta de madera fuera una de sus tareas cotidianas—. ¿Necesitáis alguna otra cosa? ¿Comida? ¿Algo de beber?

El cortejo ascendió la escalera. Earwig, en quien nadie había reparado por la conmoción de los últimos minutos, se dispuso a seguirlos pero se detuvo al recordar algo de repente.

—¡El bastón de Raistlin! Lo dejó caer en la calle. ¡Seguro que me agradecerá que se lo recoja!

El kender se dio la vuelta y salió disparado hacia el exterior. Allí estaba el bastón, caído en mitad de la calzada. Earwig se acercó a la carrera; al llegar junto al cayado lo contempló con temor reverencial. La bola de cristal, sujeta con firmeza por la garra de dragón, estaba oscura, tan inanimada como su dueño.

—Si lo intento, quizá logre encenderla —se dijo el kender, mientras alargaba una mano temblorosa hacia el cayado.

De todas las cosas excitantes que le habían ocurrido a lo largo de su vida, ésta era la más importante, sin lugar a dudas. ¡Portar el bastón de un hechicero...!

—¡Eh! ¿Qué demonios...? —chilló Earwig, furioso.

El hombrecillo alzó la mirada al aire y luego la bajó a sus pies. Giró sobre sí mismo y oteó en todas direcciones.

El bastón había desaparecido.

—Oh, oh... —musitó con desaliento Earwig Fuerzacerrojos.

9

Caramon pasó la noche en vela, a la cabecera de la cama de su hermano, sin moverse de su lado ni un momento, sin apartar los ojos vigilantes del ritmo regular y sostenido de la respiración. El guerrero sólo había visto a Raistlin en un estado tan crítico en otra ocasión, cuando los acólitos del clérigo de Larnish los persiguieron por el bosque. El mago había agotado casi toda su energía en frenar las lanzas y las flechas y en conjurar un escudo mágico fulgurante, impenetrable a cualquier proyectil, que los protegió hasta que por fin encontraron refugio en una cueva.

El hombretón había salido de la gruta con el propósito de borrar las huellas y, cuando regresó, encontró a su hermano desplomado, apoyado contra el muro de piedra, con la cabeza caída, el cuello torcido en un ángulo raro, los ojos en blanco. Sin embargo, Raistlin se recuperó a los pocos segundos y se comportó como si nada hubiese sucedido, aunque Caramon sabía que había forzado su resistencia hasta el agotamiento, más allá incluso de los límites de su voluntad inquebrantable.

No obstante, esta vez Raistlin no se recobraba a pesar de que el guerrero tenía la certeza de haber actuado a tiempo al forzarlo a inhalar los vapores del brebaje.

—Aquí ocurre algo que no comprendo —musitó con desasosiego.

Su mirada recorrió el cuerpo que yacía inmóvil en la cama. Apartó con delicadeza los largos mechones de cabello blanco que caían sobre la faz del mago; su gesto dejó al descubierto ese semblante impasible que conocía tan bien, esa máscara metálica que no traslucía los pensamientos o emociones latentes tras ella. Todavía llevaba puesta la túnica roja, una mortaja carmesí que cubría la fragilidad de su cuerpo.

El guerrero, que había permanecido durante horas sentado en el sillón tapizado próximo a la cama, se desperezó al notar que tenía el corpachón agarrotado y se permitió la licencia de cerrar los párpados un momento. Estaba cansado, pero no quería dormir mientras su gemelo no superara la crisis y saliera de la postración en que lo había sumido aquella extraña enfermedad.

En las cuatro esquinas del cuarto ardían candiles que colgaban de unos cables plateados clavados al techo y que alumbraban hasta el último rincón con un resplandor dorado y constante. Caramon se levantó y apagó de un soplido una lámpara tras otra; la habitación quedó a oscuras.

Cuando apagó la última y se dio media vuelta, el guerrero quedó paralizado, sin respirar. El cuerpo de Raistlin estaba envuelto en un tenue resplandor azulado, un halo que bullía, fluctuaba y se entremezclaba con el dorado de la piel del mago. Semejantes a relámpagos minúsculos, unos arcos de energía crepitaban alrededor de los dedos y saltaban de uno a otro.

—¡Raist! —susurró el guerrero, con la garganta constreñida por el pavor—. ¿Qué te ocurre? ¡Por favor, háblame! ¡Nunca he visto algo parecido! ¡Estoy asustado! ¡Raist! ¡Por favor!

Pero su hermano no le respondía.

—No es real. Mis ojos me engañan por la falta de sueño. —Caramon se frotó los párpados, pero el resplandor no desapareció.

Corrió hacia el lecho y el guerrero advirtió que la intensidad del halo se incrementaba a medida que se acercaba. Alargó una mano temblorosa y rozó el brazo de Raistlin. Las líneas relampagueantes que rodeaban las manos del mago se extendieron hacia la suya, como si tantearan a ciegas en busca de la nueva presencia.

El guerrero apartó los dedos con presteza; le repelía la idea de entrar en contacto con el extraño poder que envolvía el cuerpo de su hermano.

* * *

—Sólo tengo dos alternativas —se dijo Earwig, plantado en mitad de la calle—. O informo a Raistlin que he perdido su bastón, o...

El kender se quedó en suspenso mientras calibraba las consecuencias de la decisión a tomar. Al mago, la noticia no le iba a gustar nada. No cabía duda de que cualquier cosa que el mago le hiciera sería fascinante, pero no estaba muy seguro de querer pasar el resto de su vida convertido en una babosa, un sapo, o algo semejante. Earwig se planteó la segunda alternativa.

—... o, por el contrario, voy en busca del bastón y se lo traigo sano y salvo, con lo que quedará agradecido para siempre.

Sí, esta opción sonaba mucho mejor. Tomada la decisión, Earwig volvió sobre sus pasos con el propósito de recoger las bolsas y la jupak que había dejado en la hostería cuando salió a la calle para buscar el cayado.

Se topó con un problema imprevisto. El dueño había apostado un sirviente junto a la puerta destrozada a fin de impedir el paso a los posibles intrusos. Como era de esperar, detuvo de inmediato al kender.

—¡Pero si vengo con Caramon y Raistlin Majere! ¡Soy Earwig Fuerzacerrojos! —informó, dándose importancia.

Por fortuna, el posadero bajaba presuroso la escalera en aquel mismo momento y confirmó sus palabras.

—Sí, es uno de ellos. Lady Shavas ordenó que se les diera a todos una buena acogida y se los acomodara en alojamientos adecuados. Sin embargo, amiguito, permanecerás en tu habitación —advirtió mientras agitaba el índice frente a la nariz del kender—. Nada de vagabundear por la ciudad. ¡Vamos, te acompañaré a tu cuarto!

Antes de que el desconcertado Earwig saliera de su estupor, el posadero lo empujó escaleras arriba, lo hizo entrar en una habitación y cerró la puerta con llave.

El kender se sentó en una silla y consideró el nuevo giro de los acontecimientos.

—Agradezco el interés que demuestran para que descanse, pero ignoran que tengo encomendada una tarea muy importante. Claro que no quisiera herir sus sentimientos o que me tilden de desagradecido, después de que se han tomado tantas molestias por mí... En fin, será mejor que espere hasta que se hayan dormido y entonces saldré sin hacer ruido para no molestarlos.

Las pisadas del dueño de la hostería se perdieron en la distancia. Al rato reinaba un profundo silencio en toda la posada. Earwig se acercó a la puerta y apoyó la jupak en el marco de madera. De uno de los bolsillos sacó un pequeño estuche de cuero en el que guardaba un surtido completo de herramientas con mangos de madera, todas ellas provistas de puntas metálicas dobladas en ángulos extraños o recortadas en formas insólitas. El kender repasó una tras otra con extremo cuidado, como si las acariciase. Por último eligió un instrumento con la punta bifurcada en forma de uve y lo introdujo en la cerradura. Tras unos minutos de manipulación paciente y una pericia digna de elogio, se escuchó un chasquido en el interior del mecanismo y el paso quedó franco.

—Esta cerradura es de muy mala calidad. Deberían cambiarla. Se lo diré por la mañana.

Salió con gran sigilo al corredor y echó una ojeada a un lado y a otro para asegurarse de que no había despertado a nadie. No, todos dormían.

Metió la herramienta en el estuche y lo guardó en una de las bolsas. Se disponía a descender por la escalera cuando recordó de repente al antipático criado que guardaba la puerta principal.

—Seguro que estará dormido. No quiero molestarlo —se dijo el solícito kender, orgulloso de mostrarse tan considerado con los demás, en tanto daba media vuelta y se marchaba en dirección opuesta.

Llegó a una ventana que estaba cerrada aunque, con gran desencanto por su parte, no necesitó las herramientas para abrirla. Se encaramó al alféizar, bajó gateando por la espaldera a la que se aferraban unas plantas trepadoras, y llegó a la calle que pasaba por la parte trasera de la posada.

La hostería El Granero estaba situada justo en la mitad de una manzana de viviendas y comercios en la calle de la Puerta del Sur, una de las tres vías principales de la ciudad que se extendían a lo largo de varios kilómetros desde las puertas de la muralla hasta el centro de Mereklar. La posada era un edificio de gran tamaño; los pisos y paredes del interior estaban forrados con madera clara, aunque los techos se habían dejado sin cubrir y quedaba a la vista la piedra blanca utilizada en la construcción de todas las casas de la población.

El peculiar sistema de alumbrado de Mereklar bañaba de claridad la calle y, fuera cual fuese el combustible mágico del que se alimentaba, parecía inagotable. Earwig levantó la vista y contempló absorto una de las burbujas luminosas mágicas que se cernía muy por encima de su corta estatura, fuera de su alcance. Se le ocurrió utilizar la cuerda que llevaba enrollada a la cintura para cazar a lazo uno de aquellos soles en miniatura, pero decidió que sería mejor dejarlo para más tarde. Ahora tenía que llevar a cabo una misión importantísima: encontrar el bastón de Raistlin.

El kender giró a la derecha, pero se detuvo de repente y oteó por encima del hombro. Cambió de parecer y dio media vuelta a la izquierda; sin embargo, miró a su espalda una vez más.

—¿Qué camino tomo? Déjame que lo piense. Si yo fuera el bastón de un mago, ¿dónde me gustaría estar?

El kender se esforzó por imaginar que era un cayado, pero poco después se convenció de que, en definitiva, aquello no le servía para nada. Alargó el brazo tras la espalda y sacó de la mochila un saquillo de terciopelo; al moverlo, se escuchó un repiqueteo sordo. Desanudó los cordones y dejó al descubierto una multitud de piezas de juegos: dados de cristal, figuras de ajedrez de marfil, palillos pintados de colores... cualquier objeto utilizado en juegos de azar o destreza tenía su representación en la colección heterogénea que se amontonaba en el fondo del saquillo. El kender metió la mano y rebuscó durante un rato sin reparar en que esparcía por el suelo dados, canicas, peones. Por fin sacó un pequeño tablero cuadrado cuyos lados tenían aproximadamente un dedo de largo y que llevaba inserta en su centro una flecha metálica. Olvidado por completo de las piezas desparramadas en el suelo, Earwig se sentó en el bordillo y apoyó la peculiar ruleta sobre el pavimento blanco, frente a sus pies.

—Muy bien. Ahora sabremos en qué dirección se marchó el bastón —afirmó al tiempo que acercaba el índice de la mano derecha a la flecha.

Respiró hondo y dio un impulso a la pieza metálica que la hizo rotar a gran velocidad. Cuando por fin la flecha se detuvo, la punta señalaba directamente a El Granero.

—Te has equivocado. ¡No puede estar en la posada!

Hizo girar la flecha una vez más y, de nuevo, la punta metálica señaló a la hostería. El kender arqueó las cejas y levantó la ruleta del suelo con un gesto de perplejidad.

—¿Te has estropeado?

Asió la varilla y la retorció; luego colocó el tablero en el pavimento y repitió la tirada. En esta ocasión, la flecha apuntó directamente al centro de la ciudad.

—¡Qué casualidad! ¡Justo adonde a mí me apetecía ir!

Tras manifestar su alegría por la coincidencia de pareceres entre el artilugio y él, Earwig guardó la ruleta en uno de los bolsillos del desaliñado chaleco y, jupak en mano, se encaminó hacia el norte por la calle de la Puerta del Sur.

* * *

Entretanto, en la oscura habitación de El Granero ocupada por los gemelos, los acontecimientos tomaban un cariz alarmante. El cuerpo de Raistlin, inmóvil hasta aquel momento, sufrió unas convulsiones violentas. La espalda del mago se arqueó, el rostro se le contrajo en una mueca espantosa que recordaba las máscaras grotescas del teatro, con la boca desencajada en un grito agónico que no llegó a proferir; el dolor lacerante que amenazaba con desgarrarlo en pedazos había vaciado de aire sus pulmones.

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