Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (36 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—Bueno, lo que pasa es que al poco tiempo causa sueño. Creo que las reinas se dormirán.

Lanzarote suspiró, derrotado.

—Discutir con una muchacha cuando se empeña en algo es tan vano como pretender que una bellota se convierta en árbol. Muy bien, querida, hablemos con toda la pachorra que te caracteriza. ¿Cuál es el nombre de tu padre?

—Señor, él es Sir Bagdemagus, y sufrió una dura derrota en el último torneo.

—Conozco bien a tu padre —dijo Lanzarote—, un buen y noble caballero, y a fe mía que tanto a él como a ti les prestaré mis servicios.

—Gracias, señor. Ahora debes saber que a diez millas al oeste hay una abadía de carmelitanas. Y allí y espérame, y yo llevaré a mi padre.

—Lo prometo por mi honor de caballero —dijo Lanzarote—. Ahora vámonos de aquí. Dime, ¿es de día o de noche?

—De noche, señor. Ahora debemos tantear el camino por los corredores y las escaleras. Dame la mano, porque si nos extraviamos en esta colmena estamos perdidos.

Abrió doce cerrojos y doce puertas, doce quejumbrosas puertas, y en la sala de guardia lo ayudó a armarse, como correspondía a la hija de un caballero. Le trajo el caballo, y acarició al animal mientras él lo ensillaba. Luego Lanzarote montó y le dijo:

—Doncella, por la Gracia de Dios que no he de fallarte.

Cruzó las puertas del castillo y los cascos retumbaron sobre el puente levadizo. Se volvió para despedirse, pero no había ningún castillo… sólo el cielo constelado de estrellas y el viento del este que mecía las hierbas de la amurallada colina y el chillido estremecedor de un búho de largas orejas que cazaba topos en el pastizal. Entonces Lanzarote buscó la entrada a la meseta fortificada, y sus ojos, habituados a la oscuridad de la celda, vieron con claridad a la luz de las estrellas. Atravesó las fosas y descendió a la planicie. Como no encontró ninguna ruta o sendero, se dirigió rumbo a lo que él creyó era el oeste.

Cabalgó muchas horas, hasta que empezó a cabecear a causa de la fatiga producida por la tensión y el mortal peligro que acababa de sortear, y al fin vio un pabellón alzado bajo un árbol y hacia allí enfiló su montura. Saludó en voz alta para prevenir cortésmente a su dueño, y como no recibió respuesta, se apeó y miró adentro. Vio un catre mullido y perfumado, sin ningún ocupante.

—Dormiré aquí —resolvió—. Nadie va a negarme un poco de reposo. —Sujetó a su caballo para que pastara en las cercanías. Luego se quitó la armadura y dejó la espada a mano. Se tendió en el catre y se durmió casi instantáneamente. Y por un tiempo siguió un camino que se internaba en penumbrosas e inexploradas cavernas, pero luego emergió de ellas para atravesar los bosques y prados de sus memorias y sus deseos. Y entonces le pareció que una hermosa mujer yacía con él, besándolo y abrazándolo con ansia y voluptuosidad, y el caballero siguió dichosamente el curso de su sueño, devolviendo cada beso con un beso y cada abrazo con exploratorias caricias hasta que la ansiedad lo trasladó a la superficie del sueño y sintió una hirsuta mejilla contra la oreja y un musculoso brazo alrededor de la cintura. Entonces brincó del lecho con un grito de guerra, buscando la espada, y su compañero saltó detrás de él, y los dos se trabaron en lucha, con forcejeos y mordiscos, rodando, pateándose, bailando como gatos. El ardor de la pelea los llevó a los tumbos fuera de la tienda, mientras el alba despuntaba hacia el este. En eso Lanzarote apresó la garganta de su rival con la ferocidad de un bull-dog y apretó con todas sus fuerzas para arrancarle la vida, hasta que los ojos hinchados, la gruesa lengua que sobresalía y las manos que tanteaban desesperadamente el aire proclamaron la rendición.

Lanzarote se apartó y se sentó, jadeante.

—¿Qué clase de monstruo eres —preguntó—, que acaricias lascivamente a un caballero dormido? Habla… ¿qué estás haciendo aquí?

—No puedo —dijo el otro, masajeándose con las manos la garganta dolorida. Y luego graznó—: Estoy aquí porque el pabellón es mío. Pensé que mi amada estaba esperándome. ¿Qué hacías en mi lecho?

—Lo encontré vacío y me eché a descansar.

—¿Entonces por qué, si no esperabas a una mujer, respondiste a mis abrazos?

—Tuve un sueño —dijo Lanzarote.

—Eso lo comprendo —dijo el que había sido su oponente—, ¿pero entonces por qué me atacaste al despertar del sueño?

—No es lo habitual que el vencedor de una pelea le dé explicaciones al perdedor —dijo Lanzarote—. No obstante, lamento haberte lastimado. Pero debes saber que últimamente he sido víctima de extraños y terribles encantamientos. Y hechos semejantes incitan a la mente a desconfiar de todo. Cuando desperté para encontrarme con un barbado reptil que me besaba, pensé que se trataba de muevas y viles hechicerías y luché para librarme de ellas. ¿Cómo está ahora tu garganta?

—Como el cogote de un ganso cuando lo retuercen para Navidad.

—¿Crees lo que digo?

—¿Sobre los encantamientos? No me queda alternativa. Nada puedo decir hasta que esté otra vez en condiciones de luchar.

—Vamos —dijo Lanzarote—, déjame empapar un palio en agua fría y envolverte la garganta. Mi madre lo hacia cuando yo tenía el cuello duro, y servia para aplacar el dolor.

Y mientras Lanzarote envolvía con la cataplasma fría la garganta de su reciente adversario, se abrió la puerta de la tienda y entró una dama hermosa y encantadora, quien al verlos exclamó:

—¿Qué es esto? ¿Qué le has hecho a mi señor Sir Bellias? Lanzarote no supo qué decir, pero Sir Bellias declaró:

—Supongo que tú deberás contárselo. Yo no puedo.

Entonces Lanzarote, no sin tartamudeos e interrupciones, refirió cuanto había pasado.

—Sería vergonzoso —dijo la dama— si no fuera tan cómico.

—No lo culpes, mi amor —graznó Bellias—. Como ves, ha tratado de hacer las paces con una cataplasma fría.

La dama no había dejado de observar al caballero, y de pronto dijo:

—¿Tú no eres Sir Lanzarote?

—Así es, mi señora.

—Me pareció conocerte, señor, pues muchas veces te he visto en la corte del rey Arturo. Es un honor, señor.

—Ojalá las circunstancias hubiesen sido distintas, señora.

Ella se tocó los dientes con aire pensativo.

—Sólo una cosa me preocupa, señor, y se relaciona con tu honra.

—¿En qué se ve afectada mi honra?

—De hecho, en nada, pero debemos tener sumo cuidado de que esta historia no se difunda, pues de lo contrario las risas repicarían como campanadas por todo el mundo y las caballerescas hazañas de Lanzarote se derrumbarían frente al infortunado episodio que Lanzarote vivió en el lecho. Ante todo hay que proteger a la reina.

Lanzarote palideció.

—Puedo confiar en vosotros, y nadie más lo vio.

—Si, es verdad —dijo ella, y luego, al cabo de un rato—: Cambiemos de tema y olvidemos lo pasado. ¿Estarás en la corte, señor, durante la próxima fiesta?

—Si Dios quiere, señora.

—También nosotros, señor. Debo decirte que Sir Bellias largamente ha deseado ser caballero de la Tabla Redonda. Tú tienes peso en la corte. ¿Crees que podrás interceder ante el rey para favorecer a mi señor?

Lanzarote la miró y se rindió grácilmente.

—Nada puedo prometerte, pero si Sir Bellias demuestra su valía en el torneo, con todo gusto abogaré por su causa.

—Esa es una promesa digna y caballeresca —dijo la dama.

—Cada vez que hablo con una dama —dijo Lanzarote—, me encuentro con una promesa entre manos. ¿Conocéis alguna abadía en los alrededores?

—Por cierto, señor. Hay que dirigirse al este, rumbo al sol. ¿Por qué lo preguntas?

—Otra promesa —dijo desconsoladamente Lanzarote. Se armó con lentitud, y cuando estuvo a punto de partir le dijo a la dama—: Te suplico no olvides tu promesa.

—¿La mía? ¿Qué promesa?

—Acerca…, acerca del…

—¡Oh! Por supuesto —exclamó—. No lo olvidaré. Quiero decir, no lo recordaré. Y Sir Bellias jurará por su honra como caballero de la Tabla Redonda. Nadie viola ese juramento.

Lanzarote no tuvo mayor dificultad en hallar el camino, una excelente carretera con pavimento de piedra, más alta al medio que a los costados. Y a ambos lados había zanjas para desagotar el agua de lluvia. El camino se internaba como una lanza por un terreno desigual, sin desviarse por nada, y el paisaje cambiaba con la marcha. Los campos eran prolijos y cultivados, circundados por setos podados con pulcritud. Era la época de recolectar el heno. Filas de hombres en harapos avanzaban por el campo con sus guadañas, seguidos por un capataz que iba de un extremo a otro de la línea, manteniéndola derecha y azuzando a los rezagados con una vara larga y delgada que silbaba como las alas de una paloma silvestre. Y pronto encontró conejeras, palomares, corrales de ovejas, y luego pequeñas casas sobre ruedas rodeadas de gallinas que picoteaban y vacas que pacían. Vio a la distancia los muros de la abadía, recién blanqueada y reluciente bajo el sol de la mañana, y cerca de ella estanques donde pululaban carpas y toda clase de peces, y cisnes semiocultos por una maraña de juncos. Cerca de los muros de la abadía había árboles frutales perfectamente alineados, y filas de colmenas de bálago de donde salía el sofocado zumbido de las laboriosas legiones. Un ligero riacho bañaba los muros y en un embalse cercano se erguía un molino cuya rueda giraba lenta y majestuosa con la corriente y a cuyas puertas se apiñaban los sacos de grano. Y por todas partes abejas, conejos, palomas, peces, árboles, diques y hombres empeñados en una permanente faena para producir comida y más comida para los enormes graneros de la abadía, cuyas enormes puertas estaban custodiadas por símbolos sagrados que pendían sobre ellas como trampas destinadas a impedir el robo. Era una agitada y próspera factoría cuyos depósitos rebosaban de abundancia.

Cuando se acercó al muro, el caballero vio una voluminosa puerta doble que a su vez tenía un pequeño portón con una minúscula abertura. Todas estaban cerradas, pero encima había colgada una campana con una cuerda. Saltó de la montura e hizo sonar la campana. El ventanuco se abrió y despidió una pequeña rodaja de pan que le golpeó el escudo y cayó al suelo. Lanzarote miró el pan gris y polvoriento, y acaso porque no había comido ni descansado, su cólera estalló. Invirtió la lanza y golpeó la puerta con el cabo hasta que el eco de los golpes reverberó en toda la abadía.

Volvieron a abrir el ventanuco y luego abrieron la puerta y se asomó una monjita con cara de tortuga.

—Perdón, mi señor —exclamó—. No sabía. Pensé que era uno de esos peregrinos que saquean los gallineros y conejares, de modo que nos obligan a cuidarnos de los hombres, Dios nos salve, Dios los salve a todos. Enseguida te abro la puerta, noble señor.

Alzó las trancas y abrió las puertas, y Lanzarote entró sin golpearla o sin siquiera arrojarle una maldición al pasar. Y no transcurrió mucho tiempo sin que estuviera sentado en un grato aposento con la abadesa, una mujer enorme con las mejillas surcadas por ínfimas venas, la boca como una fresa partida y ojos serenos y vigilantes. Ahuyentó a una bandada de monjas, que se alejaron aleteando como gallinas.

—La doncella no ha llegado, señor —le dijo—. Ni su padre. Pero serán bienvenidos, y puedes esperarlos aquí. Te haré preparar un cuarto.

Su segundo sentido le advirtió a Lanzarote que, pese a las sonrisas, la abadesa no le tenía simpatía.

—Debo mis servicios a esa doncella y su padre —dijo—. Ella me liberó de cuatro maléficas hechiceras.

—Muy bien —dijo ella—. Claro que hubiera sido más apropiado, señor, que apelaras a la Iglesia.

—Aún estaría allí, señora. La Iglesia no estaba a mano.

—No obstante, habría sido lo apropiado. La Iglesia está organizada para hacer estas cosas, para hacer muchas cosas. Pero últimamente hemos visto hacer e intentar muchas cosas que más valdría dejar en nuestras manos más expertas. No tengo costumbre de ser oscura, señor. Me refiero a los caballeros andantes que actualmente pululan por el campo en nombre del rey. Esto no traerá nada bueno. Espero que hagas llegar esta opinión a su majestad. —Se acarició las manos enormes, con sus dedos que parecían armas, guarnecidos de anillos erizados de piedras.

—Ya estoy enterado de ello —dijo Lanzarote—. Cumple varios propósitos. Mantiene a los jóvenes caballeros capacitados para la guerra, les enseña justicia, dominio de si y, en cuanto al gobierno, detiene las revueltas menores, ¿y qué crimen más importante que las pequeñas rebeliones? Y en último término, y quizá lo más importante, no sólo refuerza la autoridad del rey en lugares distantes, sino que lo mantiene informado de la salud de su reino.

—Es posible, señor —dijo ella—. Pero también interfiere en los actos de quienes durante largo tiempo se han encargado de estos asuntos. No hace falta que nos enseñen a colgar a nuestra propia gente. Pero cuando se altera la recaudación de rentas, gravámenes y tributos en nombre de la justicia, no sólo se altera el equilibrio, sino que se inspira inquietud y aun abierta rebelión. El gobierno del rey no debería estimular cambios indeseables para aquellos en quienes recaen. Habrá problemas, te lo aseguro. Y puedes mencionarle mi opinión al rey.

—¿Pero si los males siguen sin enmendar, señora?

—Comprende —estalló la abadesa—, yo no digo que la intención sea mala…, sólo mal orientada. Los caballeros se las ven con fuerzas que ellos no entienden. En este mundo, los mejores propósitos pueden tener un fin diabólico. Podría suministrar ejemplos.

—Pero debo insistir, señora, si los abusos no son corregidos por las autoridades en cuyas manos…

—Un segundo, caballero —dijo ella, entrecerrando los ojos fríos—. No creo que ni el más irresponsable de los caballeros andantes se atreva a negar que el mundo fue creado por Dios Padre.

—Por cierto que no, señora. Al contrario, si…

—¿Y todas las cosas que hay en él, señor?

—Por supuesto.

—¿Entonces no puede ocurrir que erradicar lo que se ha creado sea desagradable para Dios? Ustedes lo ven desde un punto de vista erróneo. Los así llamados males del mundo bien pueden existir para penitencia y castigo.

—Señora abadesa —protestó el caballero—, no debes pensar que me atrevería a discutir contigo sobre asuntos sagrados. Eso es impensable.

—Bien —dijo ella—, al fin un poco de humildad. —Respiró pesadamente, y sus mejillas, que se habían vuelto ferozmente rojas, parecieron desinflarse y achatarse como una tortilla en la sartén.

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