Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros (32 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras

BOOK: Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros
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—Aquí termina el bosque —dijo Lanzarote—. He oído comentar que el bosque se detiene donde empieza el suelo de pizarra. Qué dorado se ve el sol sobre la hierba dorada. No lejos de aquí, sobre una ladera, se encuentra la figura de un gigante que blande una maza. Y sé que en otro lugar hay un monstruoso caballo blanco. Y nadie sabe quién o cuándo los hizo.

—Señor… —comenzó Sir Lyonel.

Y el caballero más grande de todo el mundo se volvió a él con una sonrisa.

—Diles que tenía sueño —dijo—. Diles que tenía más sueño del que nunca tuve en siete años. Y di a tus jóvenes amigos que buscaba un poco de sombra para ampararme del sol.

—A mi derecha, señor, veo un manzano.

—Así es. Vayamos hacia él, pues me pesan los párpados.

Y Lyonel supo de la dureza de la batalla y de la fatiga de la victoria, cuyo único trofeo fue el sueño.

Lanzarote se tendió en la hierba, debajo del manzano, usando su yelmo por almohada, y se sumió en la más tenebrosa de las cavernas del olvido. Sir Lyonel se sentó al lado de su tío y supo que había presenciado una grandeza que trascendía la razón, un coraje que volvía pusilánimes las palabras, y una paz que no se conquistaba sin padecimientos. Y Lyonel se sintió bajo y mezquino y traicionero como una mosca de muladar mientras Lanzarote dormía como una imagen de alabastro.

Al velar junto al caballero durmiente, Sir Lyonel pensó en la interminable cháchara de los jóvenes que se reunían para celebrar la muerte sin haber vivido, en las críticas a los combatientes hechas por quienes jamás habían empuñado una espada, en los perdedores que nada habían apostado. Recordó que, según decían, el caballero dormido era demasiado estúpido para saber que era ridículo, demasiado ingenuo para ver la vida que lo rodeaba, convencido de la perfectibilidad en medio de un cúmulo de maldades, romántico y sentimental en un mundo donde la realidad es dueña y señora, un anacronismo antes de la creación. Y en sus oídos retumbaron las burlonas palabras del fracaso, la flaqueza y la mezquindad engreídas, proclamando, con una cobardía disfrazada de prudencia, que la fortaleza y la generosidad son ilusorias.

Sir Lyonel supo que este caballero dormido acometería su derrota sin angustias ni vacilaciones, y que al final aceptaría la muerte con gracia y cortesía, como si se tratara de un galardón. Y de pronto supo Sir Lyonel por qué Lanzarote galoparía por los siglos con la lanza en ristre, entrelazando con ella, como a vibrantes anillos, los corazones de los hombres. Tomó partido por Lanzarote. Ahuyentó una mosca del rostro del caballero.

El cielo estaba diáfano y el sol del mediodía trajo un poco de sombra bajo el manzano solitario. El calor hizo caer una pequeña manzana y Lyonel la capturó en el aire, antes que tocara el rostro de Lanzarote. La mordió y era verde y agria, carcomida por el gusano, así que la tiró lejos y escupió la amarga pulpa en el suelo. La ondeante planicie se extendía hacia el sur, donde la limitaba una colina cubierta de césped y defendida por seis fosas monstruosas, un antiguo túmulo fortificado perteneciente a dioses extinguidos o a algún pueblo titánico y olvidado bastante cercano a los dioses. El calor empañaba la distancia, y la fortaleza y la planicie eran borrosas como un sueño. Las alas quejumbrosas de una abeja llamaron la atención de Lyonel, que apartó del caballero dormido al insecto cargado de miel. Y Lanzarote dormía tan profundamente que ni se notaba su respiración. La dulzura de la dignidad y la inocencia le aclaraba el rostro, y una pequeña sonrisa le curvaba la boca. Sir Lyonel pensó que parecía víctima del hechizo de mármol obrado por una bruja bondadosa, o una perfecta efigie que ha exhalado el alma tras una vida cumplida y una muerte plácida. El joven caballero amó a su tío y quiso protegerlo de ese caldero de mezquindades que es la desconcertada vileza de los hombres pequeños que disfrazan de cinismo su pobreza y desnudez. Se vio envuelto por los concéntricos anillos de una serena grandeza, y anheló que algo más que la sangre lo uniera a este hombre, acaso un acto valeroso, una hazaña de Lyonel dedicada a Sir Lanzarote.

La hierba y las azules y doradas flores estivales cantaban bajo un coro de abejas, y en la distancia surgieron tres figuras difuminadas por el calor, y luego una cuarta, todas ellas cambiantes e insustanciales, pero Lyonel no tardó en escuchar el retumbar de los cascos en el suelo y supo que no se trataba de las figuras de encantamiento que a veces deambulan por la tierra. Cuando emergieron del trémulo espejismo, vio que eran tres caballeros con cota de malla que espoleaban a sus caballos con la desesperación del miedo, y detrás de ellos venia un hombre alto y con armadura, a lomos de un esforzado corcel que ganaba ventaja sobre los fugitivos. Mientras Sir Lyonel observaba, el caballero alto alcanzó al más rezagado y lo arrancó de la silla, y sin interrumpirse cayó sobre los otros como un halcón y los derribó por tierra. Después el perseguidor detuvo a su montura, se apeó y sujetó a los caídos con sus propias riendas. Luego los alzó como a ovejas atadas y los arrojó de bruces sobre sus monturas.

Sir Lyonel dirigió una rápida mirada a Lanzarote y se maravilló de que el ruido no lo hubiese arrancado de su profundo sueño. Y Lyonel, ahora dueño de un sosegado coraje, pensó en la satisfacción y el orgullo que su tío sentiría al despertar si lo veía vencedor de tan grande caballero. Se alejó en silencio, dispuesto a dedicarle esta hazaña. Se apresuró a montar, salió al campo y retó al vencedor. El enorme caballero montó de un brinco, pero Sir Lyonel lo acometió con tal fiereza que hizo girar al caballo y al jinete, aunque sin derribarlo. Cuando volvió grupas, el hombre lo miraba tranquilamente sentado.

—Ese fue un buen lanzazo —le dijo—. Y ahora te veo y no salgo de mi asombro. Eres apenas mayor que un niño y sin embargo no recuerdo que ningún hombre me hiciera hamacar de esa manera. Hagamos las paces, señor. Eres hombre de mucho mérito como para estar sujeto como éstos, que son ganado.

Lyonel volvió la mirada hacia el manzano donde aún dormía su tío y dijo con orgullo:

—Haré las paces con satisfacción en cuanto te hayas rendido y hayas liberado a tus prisioneros y hayas solicitado mi clemencia. Pues te prometo clemencia.

El enorme caballero lo miró maravillado.

—Si no me hubieses lanceado de ese modo, pensaría que has perdido el juicio —dijo—. Caramba, si tienes la mitad de mi tamaño. Primero, un lanzazo de hombre, después palabras de hombre. Vamos, seamos amigos. Me pesaría en la conciencia lastimar a tan buen caballero.

—Ríndete —dijo Sir Lyonel—. Ríndete o pelea.

—Ninguna de las dos cosas —dijo el caballero.

Lyonel espoleó su caballo y arremetió con la lanza baja.

En mitad del campo el caballero tiró la lanza y el escudo y, mientras el asta de Sir Lyonel temblaba de incertidumbre, se agachó bajo la lanza y rodeó la cintura del joven con su brazo derecho, grueso como una amarra, y lo desmontó. Lyonel luchó en vano contra el abrazo que le apretaba el pecho y lo aplastaba, hasta que la sangre se agolpó detrás de sus ojos y se sintió caer en la espiral de un vahído.

Y cuando recobró la conciencia, estaba atado y tendido de bruces, marchando a los tumbos sobre su caballo en compañía de los otros prisioneros. Al poco tiempo llegaron a una casa baja, con foso y murallas, y Lyonel vio muchos escudos clavados sobre la puerta de roble. Muchos de los emblemas le eran conocidos y había algunos pertenecientes a miembros de la Tabla Redonda, entre ellos el de su hermano mayor, Sir Ector de Marys.

Lyonel fue arrojado al piso de piedra de un recinto en penumbras, y su captor, de pie junto a él, le dijo:

—Los otros han ido a la mazmorra, pero contigo he sido más benigno en razón de tu bravura y porque estuviste a punto de derribarme. Vamos, ríndete y dame tu promesa de lealtad y te dejaré libre.

Sir Lyonel se volvió dolorosamente y alzó los ojos.

—¿Quién eres y por qué has capturado a los caballeros cuyos escudos pendían a la puerta?

—Me llamo Sir Tarquino.

—En ese nombre hay un eco tiránico, señor.

—No tardarás en ver que es muy apropiado. Siento un profundo odio por la mayor parte de los hombres, a tal punto que a veces me agobia. Odio a un caballero que mató a mi hermano. En homenaje a mi odio, he matado a cien caballeros y capturado a más, todo para prepararme a enfrentar a mi enemigo. Pero a ti te amo y haré las paces contigo si te rindes.

—¿A quién odias?

—A Lanzarote. Él mató a mi hermano, Sir Carados.

—¿Fue en justa lid?

—¿Qué importa? Mató a mi hermano y lo mataré. ¿Estás dispuesto a rendirte?

—No —dijo Lyonel.

Entonces la ira ensombreció a Tarquino, quien despojó al joven caballero de sus armas y su ropa interior y azotó el cuerpo desnudo con espinas hasta sacarle sangre.

—¡Ríndete! —vociferó.

—No —dijo Lyonel, y las espinas le laceraron nuevamente las carnes, hasta que la pérdida de sangre lo dejó pálido y sin conocimiento. Sir Tarquino, babeante de furia, lo precipitó por las oscuras escaleras que bajaban a la mazmorra. Entre los otros prisioneros se hallaban su hermano Sir Ector y otros que lo reconocieron. Y cuando le limpiaron las heridas y lo ayudaron a recobrarse, les contó con voz lánguida que había dejado a Lanzarote durmiendo.

—Sólo él puede vencer a Sir Tarquino —clamaron los otros prisioneros—. Hiciste mal en no despertarlo. Si Lanzarote no nos encuentra, estamos perdidos. —Y gimotearon en las tinieblas de la mazmorra y dieron cauce a sus lágrimas de desconsuelo.

Pero Lyonel recordó el rostro calmo del caballero dormido y serenamente se dijo:

—Debo ser paciente. Vendrá. Lanzarote vendrá.

Now leve we thes knyghtes presoners, and speke we of sir Lancelot de Lake thai lyeth undir ihe appilrre slepynge.

Ahora dejemos a estos caballeros en prisión y volvamos a Lanzarote del Lago, quien yace dormido bajo el manzano.

El calor espesaba la tarde y la humedad empañaba el cielo con un tono lechoso Las altas crestas blancas de las cabezas de tormenta se asomaban sobre las colinas del nordeste y murmuraban a la distancia. El aire quieto, tórrido y húmedo atraía las moscas, tardas y pegajosas. Una bandada de cornejas volaba en lo alto. Con aleteos y graznidos se invitaban a nuevas proezas aéreas y cuando vieron el caballo sujeto al manzano descendieron para inspeccionar al caballero dormido, pero un grajo trató de acercarse y huyeron con aversión. El grajo solitario bajó y cautelosamente examinó al caballo y al durmiente; luego, con pasos más seguros, avanzó a los tumbos, como un luchador de hombros pesados. La enorme espada que yacía junto al caballero atrajo su atención. Trató de arrancar la joya roja del pomo, pero súbitamente, una imprevista y alada nube negra ahuyentó al ladrón. Un enorme y antiguo cuervo contempló la escena, saltó de costado con las alas a medio desplegar, y luego, al comprobar que no había peligro, se acercó al durmiente con saltitos de rayuela, graznando quedamente para si mismo. Las alas negras y purpúreas estaban resecas por la edad. Acercándose a los saltos, volvió hacia el costado la noble cabeza, inspeccionó el rostro con un ojo y luego con el otro. Las plumas de su garganta se erizaron y vibraron.

—¡Aagh! —graznó suavemente—. ¡Muerto! ¡Caray! ¡Perro! ¡Rata!

La gran ave brincó a un lado y sus poderosas alas la elevaron en el aire, y aleteó con vigor hacia un cortejo, tibio e iridiscente a la distancia, donde cabalgaban cuatro reinas con pompa morosa e irreal, cuatro reinas ataviadas con mantos de terciopelo y corona, y cuatro caballeros armados que sostenían un dosel de seda verde con la punta de sus lanzas para proteger a las reinas del sol. Primero venia la reina de las Islas, el cabello tan dorado como la corona, los ojos azules como la pizarra al reflejar los cambios del mar, encendidas mejillas de cálida sangre, un manto azul marino con franjas de gris marino, un palafrén moteado como un peñasco salpicado por la espuma. Seguía la reina de Gales del Norte, pelo rojo, ojos verdes, manto verde, la cara de púrpura apagado, el pelo de su caballo ruano tan rojizo como su cabello. Luego venía la reina del Este, con un pelo color ceniza cálido como las cenizas de las rosas, ojos castaños, el manto de un lavanda pálido, a lomos de un caballo blanco como la leche.

En último término, venía Morgan le Fay, reina de la tierra de Gore y hermana del rey Arturo. Negros eran el pelo, los ojos, la túnica y el caballo, lustroso y atezado como el corazón de Satanás. Tenía las mejillas blancas, con el blanco inflamado de las rosas blancas, y su nocturno manto parecía más negro con sus bordes de armiño.

Delante y detrás del dosel de las reinas, cabalgaban hombres armados, rígidos y con la visera baja. El séquito avanzaba en silencio, sin ruido de cascos ni clamores metálicos. Destacándose contra las cabezas de tormenta, marchaban hacia un monte con fosos y murallas llamado el Castillo de la Doncella, que tenía fama de ser guarida de fantasmas y refugio de brujas, un sitio temible donde por la noche podía alzarse un castillo con torres y disiparse por la mañana. Sólo acudían allí los que frecuentaban las artes mágicas.

El enorme cuervo descendió del cielo y aterrizó en los negros jaeces del negro corcel de Morgan. Le graznó con suavidad a su ama, y mientras ella lo interrogaba mecía la cabeza.

—Croc —dijo—. ¡Perro! ¡Cerdo! ¡Muerte! Lindo…, lindo… ¡Ama!

Morgan lanzó una ronca carcajada.

—Un bocado, hermanas —exclamó—. Un pastel con miel.

Lanzó al cuervo a los aires y el pájaro las condujo hacia el manzano donde dormía Lanzarote.

El viento de la tarde hollaba con pie invisible la hierba y las flores de la planicie que las cuatro enigmáticas reinas atravesaron cautelosamente, después de apearse, en dirección al manzano. El corcel de Lanzarote resopló y coceó, irguió las orejas y mostró el blanco de los ojos, pues los caballos son particularmente sensibles a las quiebras y hendiduras de la normalidad. Y el caballero seguía dormido, aun cuando su rostro se contorsionaba y su mano derecha se abría y cerraba con lentitud.

—No puede ser un sueño natural —dijo quedamente Morgan—. Me pregunto si alguien lo estará dominando. —Se inclinó junto a él y lo examinó—. No —dijo—. Ningún encantamiento…, sólo cansancio, el cansancio de un mes, el cansancio de un año. —Alzó los ojos negros y vio que sus encantadoras hermanas se relamían los labios como lobos en medio de una matanza—. ¿Entonces lo conocen?

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