—¿Así?
Ella sonrió.
—Así. Como siempre. Desde hace algún tiempo me pareces menos mi hijo.
Él la soltó la mano.
—Es que algunas cosas no van bien, mamá. Tengo muchas preocupaciones.
—Se diría que ya no me quieres.
—¡No digas tonterías!
—No son tonterías, hijo. Una madre es una madre, pero un hombre necesita algo más. Si dejaras de pensar en mí para pensar en otra mujer, en una mujer buena con la que quieras casarte…
Hablaba suavemente y espiaba el rostro, los ojos distraídos de Cayetano.
—¡Pues bueno estoy yo ahora para casarme!
—Algún día tendrás que hacerlo; y a mí me gustaría que fuese pronto. Todas las madres desean conocer a sus nietos.
Cayetano se volvió hacia ella y la tomó de las manos.
—¿Qué pensarías si alguien te dijera que nuestro negocio está en peligro?
Doña Angustias rió y tomó la taza del café.
—Pues no lo creería. Pensaría que me estaban tomando el pelo.
—No es así, mamá. Podrían decírtelo y sería cierto. Por eso ando preocupado —miró a su madre y vio en sus ojos un temor, una incomprensión—. No es que suceda nada grave. Tengo enemigos y he de defenderme, ¿comprendes?
—Pero así ha sido siempre, hijo mío.
Ahora es distinto. No son los de aquí, sino gente de fuera, poderosa. Pero no te preocupes. He ganado otras veces y volveré a ganar.
Cogió la taza que su madre le ofrecía y bebió un poco.
—Cuestión de días, quizá de un mes. No tienes ni que pensar en esto.
Dejó la taza y se levantó.
—¿Ya te vas? Yo quería contarte…
Le miró implorante. Cayetano respiró fuerte y dejó caer los brazos.
—Está bien, mamá. Cuéntame.
Se sentó otra vez, se reclinó en el sofá y miró al techo.
—Te escucho.
—¿Sabes para qué quiero el automóvil esta tarde? Vamos a hacer una visita don Julián y unas señoras de la parroquia. Vamos a casa de…
Se interrumpió, porque Cayetano se había crispado, se había vuelto hacia ella y la miraba con sorpresa.
—¡No irás a decirme que vais a ver a esa señorita!
—Sí. A su casa vamos. Es una señorita encantadora. ¡Y cómo canta! Si hubieras ido a la Misa del Gallo, la habrías oído. ¡Qué voz! ¡Una verdadera maravilla! Y tan guapa, tan modesta. Quien haya visto a su tía y quien la vea a ella no comprenderá cómo de la misma sangre pueden salir mujeres tan distintas. ¡Con qué devoción oyó la misa! Pero hay que oírla cantar. Voz como la de ella no la escuché nunca. Una voz así es un verdadero milagro del Señor, y la mujer que canta como ella no puede ser mala.
Cayetano bajó la cabeza. Doña Angustias espiaba su rostro, el movimiento de su frente y de sus labios.
—¿Y eso te hace olvidar que su tía te ofendió durante treinta años? ¿Basta eso para que vayas a la casa de la mujer que te hizo desgraciada? —en la voz de Cayetano había un fondo de amargura.
—¿Qué culpa tiene su sobrina, la pobrecita? ¡Tan guapa, con esa voz! Nada más verla, se olvida una de las ofensas y se piensa que todo se puede perdonar.
Reclinó la cabeza en el hombro de Cayetano y le acarició la barbilla.
—¡Qué feliz me harías si te casaras con una mujer como ella!
—¡Cállate!
Cayetano se apartó bruscamente y se levantó.
—Perdóname, mamá. Aunque esperaba esto, porque lo esperaba, nunca pensé que llegase tan pronto y tan fácilmente. Perdóname.
Iba a marchar. Doña Angustias tendió la mano.
—¿No me das un beso?
Él se inclinó y la besó. «Pienso invitarla a comer, ¿sabes?» Cayetano no respondió. Salió de la habitación sin mirar a su madre. Doña Angustias sonreía.
Llevaron a don Gonzalo hasta el sofá de doña Mariana: se encontraba mejor desde que no llovía y no quiso acostarse. Pero quedó dormido sin terminar el café.
Germaine estaba muy atareada en deshacer unas sayas bajeras cuya preciosa seda violeta podía servirle. Carlos, en silencio, contemplaba las llamas de la chimenea.
—¿Sabes que han empezado las visitas? —dijo, de pronto, Germaine, sin mirar a Carlos—. Primero estuvo un cura a decirme si podría recibirlo esta tarde con unas señoras. Le dije que sí. ¿Hice bien?
Carlos levantó la cabeza lentamente y fijó la vista en el retrato de Germaine.
—¿Quiénes son?
—No lo sé. Las más importantes del pueblo, según el cura. Una, sobre todo.
—Doña Angustias, la madre de Cayetano Salgado.
—Ésa.
Carlos se volvió hacia ella.
—¿Sabes quién es? La mujer de un hombre que se pasó la vida amando a doña Mariana, madre de otro que la odió siempre. La vida de Pueblanueva, en los últimos treinta años, giró alrededor de ese amor y de ese odio. Pero ni el amor ni el odio son eternos. El demonio que Cayetano lleva dentro se apaciguó al morir tu tía, y llegó a confesarme su temor de que su madre, a la que adora, quiera zanjar el asunto como en las novelas, por medio de un matrimonio.
Germaine soltó las tijeras y se echó a reír.
—¿Conmigo?
—Doña Mariana no lo deseaba, pero lo temía. Hay algunas razones, al menos desde el punto de vista local, para pensar que si te quedas en Pueblanueva acabarás casándote con Cayetano Salgado.
—Pero yo no me quedaré en Pueblanueva.
—Ni Cayetano quiere casarse contigo. Claro está, que todavía no te conoce —añadió Carlos, sonriendo—. Acaso el día en que te vea y te hable cambie de opinión. Eres una muchacha codiciable y posees un sinfín de cosas tan codiciables como tú misma, al menos para Cayetano.
Se interrumpió y acercó un poco su butaca a la de Germaine.
—Siento que mis principios me impidan asistir a la entrevista de esta tarde, pero me interesaría observar a doña Angustias, seguir su mirada por encima de los muebles, de los espejos, de los candelabros; espiar su asombro cuando le enseñes el salón, cuando pise la alfombra, cuando vea temblar los cristales de la araña —por cierto, puedes decirle que es de cristal de La Granja y que vale una fortuna—; cuando se encuentre ante el retrato de su enemiga y descubra las esmeraldas alrededor de su garganta. Te recomiendo que se las enseñes. Que se las dejes tocar incluso. Las imaginará en seguida sobre el escote de una nieta suya, que es el único modo posible, en cierto modo, de que llegue a poseerlas.
—¿No fantaseas un poco? —Germaine había abandonado la labor; cruzada de brazos escuchaba a Carlos.
—No. Tu tía lo sabía, y un día me dijo que sus huesos temblarían en la tumba si sus bienes fueran a parar a los Salgado. Y si tú…
—¿Y si yo, qué?
Carlos cerró los ojos, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, se echó atrás en el asiento.
—La gente de Pueblanueva piensa que don Jaime Salgado fue amante de tu tía, lo que no es cierto. Cayetano sabe la verdad; la sabe hace poco tiempo y no le hizo gracia saberla. Pensar que su padre había poseído a la mujer más poderosa del pueblo le compensaba de los sufrimientos de su madre. Su orgullo, en cierto modo, quedaba satisfecho. Pero desde que conoce la verdad, entre Salgados y Churruchaos queda una cuenta pendiente. Y a Cayetano le gustaría saldarla contigo, aunque sin casarse.
—¿Por qué conmigo?
—En la operación… —Carlos movió las manos suavemente y las volvió a los bolsillos— tú no serías tú, sino sólo un símbolo, una representación de la sangre enemiga. Y acaso él tampoco fuese él, sino instrumento de una oscura venganza agazapada desde hace siglos en las almas de los siervos, de cuyos hijos se sirvieron sin el menor escrúpulo los hombres de tu familia y los de la mía. Cayetano tiene malísima reputación, porque ha seducido y abandonado infinitas mujeres del pueblo, solteras y casadas. Es una reputación injusta. Cayetano es cualquier cosa menos un Tenorio. Sería largo explicarte sus motivos, pero es el caso que, desde que murió tu tía, no se le conoció ni una sola aventura.
Germaine se había quedado seria, le había salido en la frente un pliegue largo, sutil. Su mano derecha se agarró con energía al brazo de la butaca.
—¿Por qué me has obligado a venir aquí, Carlos? No tengo nada que ver con tales historias, ni deseo verme mezclada en ellas. Deberías haberlo comprendido.
Lo dijo con dureza, con sequedad. Carlos sonrió levemente.
—¿Y el Destino? ¿No cuentas con el Destino? Hace poco más de un año tampoco yo deseaba verme metido en nada, sino marcharme, y aquí estoy. El Destino, para mí, fue un recuerdo; para ti, un testamento. Aparentemente estás aquí por mi voluntad, o por la de tu tía; pero tu tía y yo somos instrumentos del Destino.
—Eso es una bobada —Germaine se levantó con furia—. Ni mi tía ni tú teníais derecho a meterme en esta situación estúpida.
—Es el precio que pagas por un dinero que tampoco tiene nada que ver contigo. Y el dinero es algo más que lo que sirve para pagarse el mejor profesor de canto de París. El dinero es sangre, odio, historia. El que tú quieres llevarte trae consigo todo esto, inevitablemente.
Germaine se acercó a la ventana, de espaldas a Carlos, silenciosa. Don Gonzalo roncaba apaciblemente y en el hogar las llamas se habían apagado. Carlos hurgó en las brasas y añadió un leño.
—No me explico por qué sois tan crueles. Tiene que ser la vida que lleváis en este agujero del mundo, tu vida y la de mi tía, ociosos, sin ninguna obligación que os ate, sin una ambición ni una esperanza.
Carlos se levantó y se acercó también a la ventana. Germaine continuaba de espaldas. El viento del Norte rizaba las aguas de la mar y el cielo, al reflejarse en ellas, se hacía verdoso.
—Estás equivocada. Tu tía no deseó verte metida en esta historia, pero no podía ignorar que entrarías en ella contra tu voluntad y la suya.
—¿Y para evitarlo fue para lo que pretendió sujetarme cinco años a Pueblanueva y a ti?
—Esperaba que en ese tiempo aprendieses a amar lo que ella amaba. En cuanto a mí, te dije lo que te dije sólo para prevenirte. Doña Angustias te hará esta tarde toda clase de zalemas. Verá en ti la nuera soñada. ¡La dueña de la fortuna de doña Mariana! ¡Y con tu hermosa voz! ¿Imaginas con qué placer te escucharía cantar la nana a sus nietecitos? Es una infeliz esta doña Angustias, una auténtica buena persona. Muy cristiana, muy religiosa y muy apenada por la mala vida de su hijo. No le permitiría que te hiciese objeto de una ofensa.
—¿Y yo? ¿Piensas que lo permitiría yo?
—Estoy seguro de que no. No te creo mujer capaz de dejarse seducir por Cayetano, ni siquiera de enamorarte de él. Por ese lado, estoy absolutamente tranquilo. Existe…, ¿cómo te diría?, una imposibilidad metafísica. No pertenecéis a la misma especie. Sería como si una mujer se entregase a un orangután.
Germaine se volvió hacia Carlos y le miró de frente, con fría dureza. Le brillaba la ira en los ojos, los labios se adelgazaban contraídos.
—Has dicho algo verdadero, Carlos. No pertenezco a vuestra especie. Vuestro mundo me es tan ajeno como el de la Luna. Estoy aquí como en un planeta desconocido. No os entiendo ni entiendo lo que pasa a mi alrededor. Hablo con vosotros con las palabras de todos, no con las mías, porque las mías no las entenderíais jamás. Esta mañana…
Se detuvo, dejó de mirar de frente.
Esta mañana tuve otra visita. Esa muchacha que se sentó a mi lado en la iglesia. Me has dicho de ella el otro día no sé qué cosas, y la había imaginado como una heroína de novela. No es más que una desgraciada que lleva el sexo y la envidia escritos en la cara. No es una mujer decente. Tenías que habérmelo advertido, y yo no hubiera cometido el error de recibirla.
Carlos, bruscamente, la cogió, de las muñecas y le miró las palmas de las manos.
—¿Te ha manchado?
Germaine retiró las manos de un tirón y las escondió en la espalda.
—A esto no tienes derecho, Carlos.
Y tú tampoco a juzgar a una persona a la que desconoces.
—Me basta con lo que he visto y con su reputación.
—¿No quieres meterte en la vida de Pueblanueva, pero haces caso a sus chismes?
—Es suficiente con lo que veo. Clara Aldán se hartó de envidiarme esta mañana. Veía en sus ojos el deseo de aniquilarme para quedarse con mi collar.
—¿Se lo enseñaste?
—Sí, pero ya lo conocía.
—¿Y no te dijo también que un día se lo ofrecí y que lo rechazó?
—¿Te has atrevido?
Carlos abandonó la ventana y caminó hasta el fondo de la habitación. Germaine no dejaba de mirarle, furiosa, con los puños cerrados y apretados contra los muslos. Carlos se volvió repentinamente.
—¿Por qué no? Podía hacerlo. Pude haberle ofrecido del mismo modo cualquier cosa de esta casa, porque tengo el derecho de elegir para mí una de ellas, la que se me antoje, la más valiosa, la que más te guste. El collar, o la lámpara, o esas tijeras con que tu tía se cortaba las uñas. Cualquiera. Un día le enseñé el collar a Clara y se lo puse al cuello, y le pregunté si lo quería, aunque a sabiendas de que iba a rechazarlo.
—¿Querías pagarle algo?
—No. Quería hacer feliz, aunque sólo fuese por un momento, a una persona que desconoce la felicidad y que la merece.
Germaine adelantó unos pasos.
—Tu la rendrais bien heureuse si tu couchais avec elle!
—dijo, y se llevó la mano a los labios.
Carlos abrió la boca para responder, pero la cerró bruscamente y sonrió.
—Si eso es lo que llamas hablar con tus palabras, es cierto que no te entiendo —dijo.
La miró, miró a don Gonzalo y salió de la habitación. Germaine dio unos pasos. Sonó el ruido de una puerta cerrada de golpe. Don Gonzalo abrió los ojos.
—¿Ha sucedido algo?
—Nada. Carlos, que se marchó.
En el casino se jugaba una partida sombría, dramática, atravesada dé errores, de súbitos denuestos, de hoscos silencios. No había mirones y las voces estallaban en el salón vacío. Carlos se acercó a los jugadores. Dijo: «Buenas tardes», y le respondieron con gruñidos. Se apartó, buscó un rincón, se sentó en una mecedora. En la gramola, abierta, yacía un disco abandonado. El chico del bar dormitaba. Carlos le despertó con unas palmadas y pidió coñac.
En una pausa del juego se levantó Cubeiro y se acercó a Carlos.
—¿Sabe usted que hoy ha marchado don Baldomero? Tuvo malas noticias de su mujer. Parece que está en las últimas.
Se sentó cerca, en una silla.
—Los hay con suerte. Se desentiende de ella cuando la cosa se pone grave y acude al final a certificar la defunción. Dentro de un año tendremos boda.