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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (3 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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A los ocho días tenía hambre. Un hambre atroz. Comprendía que trescientas bocas eran muchas y que el Seminario era pobre; pero tenía hambre. Y además, le dolían los ojos a causa de las bombillas. No había pantallas en ningún sitio. Las bombillas pendían del techo desnudas, amarillentas, temblando por dentro como viejos gusanos. ¡No mirarlas y sanseacabó! Pero una de ellas pendía precisamente frente a sus ojos, en la sala de estudio. Una bombilla horrible con hilillos internos que temblaban como fuego. Aquella bombilla le causaba intenso dolor en las sienes, y le parecía oír un zumbido. «Si pusieran una pantalla…»

La sola idea de que acaso no tuviera vocación le producía tal malestar, que se sentía capaz de soportarlo todo. ¡Vicario, vicario del pueblo! Y las asignaturas le interesaban. ¡Qué hermoso el latín, qué hermosa la Historia! El profesor de Historia era un hombre magnífico, que hablaba de los cartagineses como su padre, Matías Alvear, contaba aventuras de Madrid.
«Musa, musae
.» A su madre se le caería la baba oyéndole: «¡Hijo mío, estás hecho un predicador!»

Pero no todo el mundo se parecía al profesor de Historia. Los ayos, los ayos le tenían obsesionado, aunque en esto no estaba solo; a muchos otros seminaristas les ocurría lo mismo. Todos los ayos llevaban lentes con montura metálica y al leer libros santos durante las comidas arrancaban de sus pechos el más lúgubre tono de voz de que eran capaces. Ignacio pensaba: «Tal vez sea su voz». Pero le extrañaba que las voces de todos los ayos, sin excepción, fueran tan lúgubres. Su vecino le dijo: «Yo, durante el almuerzo, ni lo noto». Y era verdad. Durante el almuerzo llegaba luz de afuera, del patio, rayos de sol que brincaban en las cabezas redondas de los chicos, alegrándolas; pero a la hora de la cena era otro cantar. La tristeza de la noche había ganado los muros. El ayo se sentaba en el púlpito y una de las bombillas amarillentas, pegada a sus sienes, le iluminaba entre sombras chinescas. Y de este modo se ponía a leer.

Cuando sus padres fueron a verle, todo se le pasó. «¡Ya lo creo que me gusta!» Carmen Elgazu le llevó butifarra, queso, chocolate. Hubiera querido abrazarlos a todos una y otra vez, pero no daba tiempo. Diez minutos de conversación. César miró un momento al patio y dijo: «¡Qué bien debes de estar ahí!», y Pilar le tiraba de las orejas. Matías Alvear echó un vistazo a las paredes y luego al chico. Carmen Elgazu hablaba con el padre rector: «Muy bien, muy bien. Estudia mucho. Tal vez un poco criticón…» y se rió.

¡Criticón! Falta de obediencia, poco espíritu de sacrificio. Ignacio, en señal de penitencia, pensó en repartir entre sus condiscípulos la butifarra, el queso y el chocolate. Pero tenía hambre, un hambre atroz. Y en cuatro días se lo comió todo.

¡Qué bien le supo la visita de la familia! Le dieron a leer la última carta de la abuela: «Decidle a Ignacio que rezo por él todos los días».

Terminadas las provisiones, se plantó ante uno de los ventanales y vio su silueta. Entonces enrojeció. ¡Medias! Llevaba medias. Le pareció grotesco. Se pasó las manos por las piernas. «Aunque seminarista, soy hombre», se dijo. Luego vio la forma de su cráneo pelado. Se pasó la mano por él. Cien veces. Pensó en el mechón de pelo que caía sobre la frente de César. ¡Pensó incluso en las trenzas de Pilar! En el moño de su madre. Y en las plateadas sienes de su padre. Menos mal que sus trescientos condiscípulos iban de idéntica suerte. Menos mal que, aparte la familia, no se recibían visitas nunca.

La hora más alegre para él continuaba siendo la de la clase de Historia. Y luego, la de la pelota de trapo. Un día la tiró a propósito, por encima de la tapia, al patio de las chicas del colegio vecino. En todo el Seminario se hizo un silencio aterrador, y él mismo quedó sorprendido de su acto. Un ayo pasó por allí.

—¿Qué le ocurre, Alvear? ¿Juega al tenis?

Y todo el mundo se rió.

* * *

El combate duró tres años. Durante el curso conseguía aclimatarse, porque se nutría en el Sagrario todas las mañanas y porque había una docena de personas que rezaban por él; pero al llegar las vacaciones estaba perdido. El contacto con la ciudad traía el desconcierto a su espíritu.

En primer lugar, la familia. El piso era alegre, pues Carmen Elgazu les sacaba brillo a todos los metales, y Pilar lo barría de arriba abajo a diario. Luego, el perchero. El flamante perchero en el que Matías Alvear colocaba el sombrero, siempre en el mismo gancho, hasta el punto que él, César y Pilar tenían una apuesta hecha para el día en que se equivocara. Luego, la radio galena. Matías Alvear había comprado una radio galena. Por desgracia, sólo se oía la emisora local, y aun en forma vaga y lejanísima. Pero algo es algo y todo aquello era alegre.

Luego, las distintas iglesias. Podía variar de templo, no ocupaba siempre idéntico banco en la misma capilla. Hoy al Sagrado Corazón, mañana a San Félix, pasado mañana a la Catedral.

Y, sobre todo, la gente. Ver pasar gente distinta, varia, la humanidad. Claro está, le estaba prohibido salir de paseo en horas de bullicio y más aún levantar la vista en dirección a paredes y carteleras. Pero… en su casa había un balcón que daba a la Rambla. Espléndido palco al mediodía, a la hora en que toda la juventud de la población se daba cita bajo el sol, y antes de cenar, a la salida del trabajo.

El balcón de la Rambla turbaba el espíritu de Ignacio. Tanto, que consiguió que su madre accediera a ponerle pantalones largos, porque no quería ser visto con medias; por desgracia, en lo tocante al pelado al rape no había nada que hacer y mosén Alberto, sabio sacerdote que a través de las confesiones de la madre de Ignacio se había convertido en amigo de la familia, le había dicho al muchacho: «Mala señal, si verdaderamente deseas llevar el pelo largo».

Y con todo, en los primeros veranos no le había ocurrido nada de particular, salvo que en los paseos que daba con su hermano César, el seminarista parecía éste y no Ignacio, habida cuenta la manera de andar y los comentarios que los incidentes provocaban luego en uno y otro.

Éste era uno de los detalles que más habían llamado la atención de Matías Alvear. El contraste se iniciaba en el momento de elegir itinerario. Ignacio proponía siempre correrías alegres: al valle de San Daniel, donde cantaban aguas y pájaros; a un lejano recodo del Ter, donde podían bañarse… ¡con poca ropa! César, por el contrario, no se prestaba a tal complicidad, sino que decía: «No, no, yo prefiero las murallas, la Catedral, el Camino del Calvario».

Ignacio se veía obligado a acceder, y entonces el regocijo era el de César. Porque para el pequeño la Catedral, mole inmensa, con sus corredores, escalinatas —¿cómo llegar al campanario?—, altares jamás iluminados, y fosos, era una granítica caja de sorpresas que le encandilaba y en la que hubiera pasado las vacaciones enteras. Lo mismo que en los conventos, cuya sola fachada le enamoraba, por su seriedad. Lo mismo que el Camino del Calvario, con las catorce capillitas blancas que iban jalonando la colina, hasta llegar a la cima, donde una ermita presidía todos los alrededores de la ciudad. ¡Sí, sí, definitivamente César prefería esto al mar de allá abajo, al mar de Málaga! Sobre todo desde que Ignacio le dijo un día: «Un seminarista me ha asegurado que por ahí, por San Félix, deben de encontrarse las Catacumbas».

¡Las Catacumbas! César soñó noches enteras con esta palabra.

Luego, Matías Alvear oía los comentarios que hacían uno y otro. Al parecer, los dos hermanos discutían siempre durante el trayecto, si no de palabra, pues César era muy tímido y muy callado e Ignacio le quería mucho y además procuraba refrenar sus propios impulsos, por lo menos de obra. Matías Alvear contaba siempre lo que les ocurría al subir al castillo de Montjuich, montaña árida e impresionante, donde todavía asomaban huesos de cuando la guerra con los franceses.

Al parecer, Ignacio quería saltar entre las piedras y los huesos, respirar hondo, y golpearse el pecho de felicidad; César, no. Se detenía, y en cada piedra, brizna de hierba o reflejo mineral, veía lo de siempre: el milagro. «¡Bien, darlo por sabido y adelante, echar a correr!» No, al parecer César quería darle vueltas a ese milagro, y meditarlo. Con lo cual la tarde corría de prisa y había que regresar a casa sin que Ignacio hubiera podido ver la mitad ni la cuarta parte de las cosas que se había propuesto.

—¿Te parece lógico todo esto? —le decía Matías Alvear a Carmen Elgazu. Ésta contestaba:

—¿Qué mal hay en ello? Ignacio está encerrado todo el año. Necesita expansionarse.

Carmen Elgazu no dudaba en absoluto respecto de Ignacio. Sabía que al llegar septiembre el muchacho le diría: «Madre, hay que preparar las camisas, los calzoncillos, los calcetines. Y que las iniciales sean visibles…» Por ello, cuando los veía regresar, les daba a uno y otro la merienda que se merecían y luego les decía, con la mayor naturalidad: «Sentaos, chicos, que hay carta de la abuela». Y en la manera de sentarse uno y otro para escuchar, Carmen Elgazu se convencía de que estaba en lo cierto. «Nada, nada —pensaba—. César parece más respetuoso porque es más tímido. Pero Ignacio oye todo sin pestañear.»

Y, no obstante, el tercer verano fue decisivo. Ignacio se contuvo más que nunca, disimuló, se mordía los labios y el alma, pero el balcón de la Rambla le atraía de una manera fatal. Y así como en las vacaciones anteriores contemplaba el ir y venir en abstracto, el de la vida discurriendo tranquila, los chicos que compraban mantecados, la gente que bailaba sardanas, al verano siguiente los ojos se le iban tras las parejas. Muchachos y muchachas mayores que él… unos y otras con brillante cabellera. Riéndose, cuchicheándose cosas al oído, de repente cogiéndose de la mano o del brazo.

¡Cogerse de la mano! Ignacio no sabía lo que era. Sólo había llevado de la mano a Pilar, algunas veces en que ésta le acompañaba a misa, cuando Carmen Elgazu le decía a la muchacha: «¡A ver si eres más devota, Pilar, que parece que en la iglesia te pinchan!», y otra vez le tomó de la mano César, en ocasión de aparecer en el cielo el arco iris. Pero su hermana era su hermana, y lo de César le resultó desagradable; en cambio, ir de la mano con una chica de quince, de catorce, de dieciséis…

Aquel pensamiento se le clavó en la mente como los auriculares de la galena se clavaban en las orejas de su padre. Y por más que hizo no consiguió arrancarlo. A veces se contemplaba su palma derecha, impecable, casta, que no había rozado nada que no fuera sagrado. Y notaba en ella un ligerísimo temblor, en las diminutas estrías de la piel, en la raya del corazón, en la de la cabeza y, sobre todo, en la de la vida. Sufría mucho por ello y se daba cuenta de que, aun sin mirarlas, había visto las carteleras de los cines. ¡Santos Dios! «Madre, hay que preparar las camisas, los calzoncillos, los calcetines.» «Vicario de pueblo, para ayudar a las niñas bizcas y a la gente que viaja en tercera.» A veces se despertaba sobresaltado. Le parecía tener ante sí el Padre Superior señalándole con el índice: «¡Alvear! ¿Por qué has tira de otra vez la pelota de trapo al otro lado de la tapia?»

Ignacio volvió al Seminario arrastrando los pies. Una docena de personas rezaba por su vocación, entre ellas César. Y, sin embargo, en cuanto la puerta se cerró tras él, se dijo: «No hay nada que hacer». Ya no se trataba del hambre, del horario absurdo, de los corredores sombríos. Ponía objeciones tremebundas, desarrolladas con la edad. ¿Por qué los profesores no le hablaban nunca de la pobreza, de la miseria que sufría el mundo, de la que había en Gerona, por el barrio de Pedret y la calle de la Barca? ¿Por qué aquella religión puramente defensiva? Tenía catorce años. Iba para quince. ¿Cómo entendérselas luego, cuando saliera sacerdote, con las personas que pecaban en el mundo, con los amigos de su padre que bromeaban al ver pasar la procesión, con los chicos que escamoteaban el dinero en sus casas para comprarse helados, con las parejas cuyas manos temblaban al enlazarse…? A Ignacio le parecía que las trescientas cabezas que se educaban allí acabarían siendo trescientas cabezas trágicas. Trágicas… ¡Era preciso salir de allí! De lo contrario, entre las trescientas cabezas se contaría la suya.

Combatió hasta que las imágenes entrevistas en el verano se acumularon de tal suerte en su cerebro que le mancharon. No supo cómo ocurrió, no acertó a explicárselo. Navidad se acercaba; la cúpula de Correos resplandecía al sol invernal. Todo el día estudió y jugó como un jabato para agotarse. De pronto, al toque de silencio, después de rezar las oraciones en la capilla, todos los seminaristas subieron en fila a los dormitorios, haciendo resbalar las manos a contrapelo en la barandilla de la escalera.

En silencio entró cada cual en su pequeña morada, corrió las blancas cortinas, se desnudó. Al cabo de diez minutos todas las camas habían crujido, incluyendo la suya. Oyéronse los pasos del ayo, la luz se apagó.

Entonces Ignacio, sin saber cómo, descubrió su cuerpo. Quedó inmóvil y aterrorizado. Le pareció que acababa de verter su última probabilidad. Lloró quedamente y hubiera jurado que oía el llanto de Carmen Elgazu. Y no obstante, una extraña dulzura invadía su cuerpo… ¡Qué misterio, Señor! Escuchó el silencio del dormitorio. Y al no oír una sola respiración fatigosa, una sola convulsión, entendió que todos los demás seminaristas dormían un sueño santo y se sintió culpable único.

Le aterró la pérdida de la gracia, la pérdida de la blancura de su mano. Bajo las sábanas, él y Dios. Le aterrorizaba la confesión del día siguiente, la noche sería interminable.

Al toque de la campana fue a los lavabos. Un seminarista le tiró, bromeando, agua en la cara. Él frotaba, frotaba sin cesar.

Luego, en la capilla, se arrodilló en el confesionario. El confesor era el padre Anselmo, hombre sin tacha.

—Padre, he pecado.

El confesor le escuchó. Luego le hizo preguntas. «No sé, padre, no sé…» El padre Anselmo le habló de la pérdida de la vocación, le preguntó si los muros del Seminario se le antojaban tristes. «Pues… un poco sí, padre…»

¡Natural! El pecado entristece los ojos del alma. Le habló de las pasiones, citó las palabras «estercolero» e «infierno». Le dijo: «Si no te dominas, estás perdido».

Ignacio asentía con la cabeza, presa de un sufrimiento inexplicable. Porque en lo íntimo de su ser pensaba que lo que él necesitaba eran armas para defenderse, y, sobre todo, consuelo. Sufría ya que, por esfuerzos que hiciera, no conseguía justificar la palabra estercolero, ni la palabra infierno le causó el horror esperado.

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