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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Los cipreses creen en Dios (6 page)

BOOK: Los cipreses creen en Dios
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Sólo una sombra se cernía sobre los resultados del viaje. Matías no quería hablar de ello con su mujer, porque veía que ésta no mencionaba nunca el tema: el Gobierno de la República había anunciado una serie de proyectos que implicaban el laicismo en la enseñanza, la secularización de los cementerios y la separación de la Iglesia y el Estado. Azaña había dicho: «España ha dejado de ser católica». Matías se preciaba de conocer a sus compatriotas y suponía que el porvenir de los seminaristas, aunque los llamaran «fámulos», no se presentaba demasiado brillante.

* * *

Los gobernantes de la República parecían decididos a complicarle la vida a César, pero a mejorarla, en cambio, a millones de españoles.

Por de pronto, orden draconiana para el cultivo de tierras improductivas: ello proporcionaría trabajo a setenta mil obreros en paro, especialmente en Andalucía. Luego reglamentación del Trabajo, que buena falta hacía. Seguro de vejez, reducción del cuadro de oficiales del ejército, que descendería de veinticinco mil a nueve mil, y la creación de siete mil escuelas en el territorio nacional.

—Blanca doble.

—¡Paso!

Un camarero se acercó a la mesa:

—¿No podrían ustedes hablar en catalán?

Matías se quedó perplejo. Aquel asunto se estaba convirtiendo en un verdadero problema, que a él y a muchos como él les impedía saborear a gusto las órdenes draconianas. Con la proclamación de la República catalana los ánimos se habían exaltado hasta tal punto que ser manchego, andaluz o castellano iba suponiendo en Gerona, incluso para jugar al dominó en el Neutral, un auténtico problema.

El hombre no comprendía aquella situación. Le parecía grotesco que la gente se arrodillara al oír tocar la Santa Espina. ¡Y lo más grave era que su propia mujer acababa de recibir de Bilbao una boina de tamaño cinco veces superior al diámetro de su cráneo! ¡Ella, que nunca había leído el periódico, ahora esperaba los del Norte con impaciencia y nunca llegaba al final de la página sin soltar un
«¡ené!»
, que le ponía a uno carne de gallina!

Y el problema no era sólo catalán y vasco. Navarra elaboraba también su estatuto. Galicia seguía el ejemplo, Aragón, Valencia, Extremadura, Baleares y Canarias. ¡Incluso Cádiz se disponía a pedir estatuó de ciudad libre!

—Dentro de un mes —dijo Matías—, un telegrama dirigido desde el centro de Madrid a la Moncloa o Chamberí pagará tarifa del «Extranjero».

Toda la peña se echó a reír. Julio García, el policía, también madrileño, se pasó la boquilla de un extremo a otro de los labios. El empleado de Hacienda, don Agustín Santillana, se quitó las gafas, las limpió y volvió a ponérselas. El tercer jugador era un desconocido, que hablaba con acento aragonés.

Julio García era amigo de la infancia de Matías Alvear, aunque un poco más joven. Era hombre con cara de pequeño crimen pasional, pero que con aquel gesto de la boquilla inspiraba súbitamente cierto respeto. Moreno, frente ligeramente abombada, daba la impresión de tener gran confianza en sí mismo. Había entrado en la policía al regresar del servicio militar y se decía que en la Dirección General de Seguridad había obtenido éxitos espectaculares. Habitualmente hablaba en tono un tanto irónico, y, en ocasiones, de repente se callaba, evidentemente dispuesto a no añadir una palabra más.

Carmen Elgazu le tenía por hipócrita, pero Matías se ponía siempre de su parte, alegando que la vida a veces obliga a defenderse.

A César nunca le hizo el menor caso; en cambio demostraba un gran interés por Ignacio. Se alegró enormemente de que el muchacho dejara la carrera sacerdotal. Julio había recibido una educación religiosa parecida a la de Matías Alvear, con la diferencia de que se casó con una mujer muy distinta de Carmen Elgazu. Vivían en un piso espléndido, cerca de la Plaza del Ayuntamiento. Don Agustín Santillana no comprendía cómo podía sostener aquel tren y Carmen Elgazu veía en ello algo misterioso; Matías estaba convencido de que Julio había heredado algún dinero, y que no tener hijos permite muchas cosas.

Lo cierto era que el policía resolvía siempre las situaciones con sutil precisión psicológica. El problema de la hostilidad catalana no le afectaba, por madrileño que fuera. Su actitud había sido radical: dárselas de más catalanista que los propios catalanes. En la Rambla bailaba sardanas hasta quedar exhausto y pronunciaba el nombre de Maciá en tono de visible emoción.

Fue con Julio García con quien consultó Matías Alvear el último problema que quedaba pendiente: el porvenir de Ignacio.

—Hay dos cosas —dijo Matías—. El muchacho quiere estudiar una carrera; por lo tanto, tiene que empezar el Bachillerato. Ahora bien —añadió—, yo necesito que trabaje. Hay que buscarle un empleo y que estudie en una academia nocturna.

Julio contestó:

—Casi toda la gente que ha llegado a ser algo lo ha hecho así.

Matías continuó:

—Yo conozco aquí poca gente. Tendrás que echarme una mano. Me refiero a lo del empleo.

Julio se ladeó el sombrero y se echó para atrás en la silla.

—Nada fácil.

—¿Por qué?

—Nada fácil no siendo catalán.

Matías replicó:

—Ignacio lo habla perfectamente.

Julio dijo:

—Lo habla, pero no perfectamente. Y, además, no lo escribe.

Matías hizo un signo meditativo con la cabeza.

—¿Por lo tanto…?

—Por lo tanto… no habrá otro remedio que emplearle en un Banco.

Matías le tendió el librillo de papel de fumar.

—¿Te parece… que hay probabilidad?

—Lo intentaré.

Un Banco. Un Banco no estaba mal. Matías entendía que era un centro de experiencia.

—Tiene un inconveniente —explicó Julio—. Se cobra poco. Sobre todo, al empezar. Pero… ya sabes que se cobra poco en todas partes.

Matías respondió:

—La cuestión es que nos ayude en algo.

Permanecieron un rato callados, fumando.

—Y… ¿por qué crees que hay una probabilidad?

—Pues… porque conozco a varios directores.

Julio añadió:

—Especialmente uno, el del Banco Arús.

—¿Banco Arús, Banco Arús…?

—Sí. Esa Banca de la calle Ciudadanos. Poco espectacular… pero sólida.

Matías asintió con la cabeza.

—Bien, bien. Lo dejo en tus manos.

Luego el policía le preguntó por el bachillerato.

—¿No crees que los cuatro cursos del Seminario podrían valerle?

Matías contestó:

—Pues claro. Mosén Alberto ha ido al Instituto. Le examinarán el día quince, de tres cursos a la vez.

Julio preguntó:

—¿Quién es mosén Alberto?

—El conservador del Museo. Del Museo Diocesano, se entiende. Un cura importante.

Julio sonrió.

La entrevista había sido positiva. Matías sólo tenía una duda: no sabía cómo sería acogido en casa lo del Banco. Carmen Elgazu más bien había pensado en un empleo particular, en el despacho de un notario, de un corredor de fincas…

Tuvo suerte. La noticia fue bien recibida. Su mujer exclamó: «¡Un Banco! Buena cosa. Segura, por lo menos». Luego añadió, sonriendo, y recordando varias quiebras célebres en Bilbao: «Si los directores no son unos granujas, naturalmente». Por su parte, Pilar palmoteo. «¡Ole, ole, un Banco!» Le pareció que Ignacio iba a ser rico, que pronto iban a ser ricos todos.

Matías decía:

—No os hagáis ilusiones. Julio ha dicho que lo intentará.

Ignacio lo daba por hecho, y también se alegraba de ello. Lo daba por hecho porque tenía en Julio tanta confianza como Carmen Algazu en mosén Alberto; y se alegraba porque… podría ayudar a sus padres. ¡Pues no era poco regresar a fin de mes con un sobre y decir: «Tomad. Esto lo gané yo»! O simplemente: «Tomad». Por lo menos podría pagarse los estudios, los libros y la academia nocturna. Por lo demás, un Banco le parecía una especie de laboratorio secreto de la Economía, donde se provocaba por medios científicos la felicidad o la bancarrota de muchas familias.

La confianza que Ignacio le tenía a Julio provenía de un hecho simple: del respeto que le inspiraba la profesión de policía. Suponía que los policías con sus ficheros y olfato debían de estar enterados de terribles secretos individuales; para no hablar de los misterios de la ciudad y aun de la nación. Estaba seguro de que el director del Banco Arús no podría negarle nada a Julio, so pena de verse apabullado por un sinnúmero de acusaciones oficiales, que le llevarían a la cárcel.

Por otra parte, Julio, personalmente, le causaba enorme impresión. Ignacio correspondía al afecto que el policía le profesaba. Especial mente desde que colgó los hábitos charlaba mucho con él, cuando Julio subía al piso a hacerles una visita y le decía a Carmen Algazu: «Doña Carmen, ¿un cafetito de aquellos que usted sabe…?» Incluso un par de veces fue el chico a casa de Julio invitado, a oír discos y a ver la biblioteca. Julio le ofreció, recorriendo los lomos como si fueran las teclas de un piano: «Lo que te interese de aquí, ya lo sabes».

Ignacio veía en el policía alguien muy a propósito para satisfacer su curiosidad. Julio era muy culto, mucho más desde luego que su padre. Con una experiencia de la vida más… compleja y mundana. Siempre empleaba la palabra «Europa» y hablaba sobre muchas cosas con la misma autoridad con que en el Seminario el catedrático de Historia hablaba de los cartagineses. Muchas veces le decía: «Eso de que la parte moderna de Gerona no te gusta… cuidado, ¿sabes? Naturalmente hay arquitectos malos, y por otra parte aquí copiamos de Alemania y demás. Pero no olvides esto: "arquitectura funcional". Es curioso que un hombre que haya aprendido a declinar, tiritando, en un edificio "de los antiguos" se horrorice porque vea grandes ventanales, aceras limpias y calefacción. Al fin y al cabo, te marchaste del Seminario asqueado, ¿no es eso? —Le ponía un disco de flamenco—. Ya verás, ya verás que la República te irá enseñando muchas cosas».

Eso era lo que Ignacio había pensado: «que la República traería calefacción». Claro que él no lo había enlazado con el resto. Lo evidente era eso: que Julio sabía muchas cosas. Por ejemplo, de política sabía más que su padre, a pesar de que Matías Alvear se leyera de cabo a rabo
La Vanguardia
, artículos de fondo y sesiones del Parlamento, sonriera como un bendito al leer: «Risas en la sala» y se moviera inquieto en la silla al leer: «Tumulto en los escaños». Julio sabía no sólo lo que ocurría sino por qué. Por algo era policía, y además hombre culto. El día que Ignacio quisiera saber con exactitud qué diferencias existían entre radicales, socialistas, radicales socialistas, etc., no tendría más que acudir a Julio. Claro que de eso su padre también debía de saber lo suyo.

En todo caso, no le sorprendió en absoluto que, apenas transcurridas cuarenta y ocho horas de la conversación en el Neutral, Julio subiera y, después de pedir el cafetito a Carmen Elgazu, les comunicara que el director del Banco Anís estaría encantado de conocer al muchacho.

—¿De veras? —preguntó Matías.

—En realidad, podrá empezar el primero de octubre. Cualquier día le hacéis la visita de cortesía. En fin, que vea la cara que tiene.

Fue desde luego una gran alegría para todos y Carmen Elgazu se preguntó una vez más: «¿Cómo se las arregla ese hombre para tener tanta influencia?» A decir verdad, Julio le daba un poco de miedo. No comprendía por qué se le había despertado aquel interés por Ignacio, dada la diferencia de edad. «En cuanto Ignacio se traiga algún libro suyo —se dijo—, llamo a mosén Alberto. Estoy segura de que será materia prohibida.»

Ignacio, por el contrario, se entregó sin reservas. La seguridad del empleo, la seguridad de poderse pagar las matrículas del bachillerato, la bruma en que iba quedando envuelto el Seminario y la paz de su familia hicieron de él un hombre virtualmente feliz. ¡Los tres cursos de bachillerato los aprobaría en mayo, sin dificultad! Tenía todo el invierno por delante.

Los días que faltaban para llegar al primero de octubre los empleó en eso, en ser feliz. En ser feliz, en hacer rabiar a Pilar porque mojaba las plumillas con la lengua antes de estrenarlas, en ir a la calle de la Barca y en leer. Todavía no había osado pedirle libros a Julio, pero la Biblioteca Municipal, situada en la misma Rambla, estaba abierta y llena de estudiantes con un sentido del humor que, pensando en los ayos del Seminario, le oxigenaban el pecho. También seguía allí con el dedo los títulos de los libros imitando el ademán del policía. Era incapaz de leer nada completo. Husmeaba aquí y allá. Los rusos, el Quijote, Dante. También consultaba en el Diccionario Espasa palabras que le inquietaban; aunque muchas veces los tomos necesarios habían sido requisados antes de su llegada y veía cuatro cabezas de estudiantes concentradas sobre una página.

De repente, en medio de un párrafo cualquiera, encontraba una frase que le penetraba como una bala. Así le ocurrió con un libro de Unamuno. Refiriéndose a las personas sin ímpetu ni curiosidad leyó: «caracoles humanos». ¡Caracoles humanos! Era cierto. El Seminario estaba lleno de caracoles humanos. Debía de estar lleno de ellos el mundo. Los Julio García y los Matías Alvear no abundaban como sería menester. ¿Cuántos caracoles humanos habría en Gerona? ¿Cuántos en el Banco Arús…?

En la cima de Montilivi, sintiendo el azote del viento, se decía luego que por el hecho de ser caracoles los hombres no eran despreciables ni mucho menos. Tal vez tuvieran que ser doblemente amados por eso. Recordaba unas palabras de Carmen Elgazu: «No digas tonterías, hijo. Todos somos hijos de Dios».

De todos modos, su felicidad era tan grande que no podía compartirla con nadie, excepción hecha de su padre. Cuando se cansaba de estar solo, le buscaba donde fuera: en el balcón, en el Neutral y aun en Telégrafos. Varias veces se había presentado en Telégrafos, con cualquier pretexto, y al ver a Matías Alvear con bata gris, el paquete de la merienda sobre la mesa, captando misteriosos mensajes, sentado ante una máquina incomprensible, experimentaba una auténtica emoción. Porque pensaba que con aquel aparato su padre ganaba el sustento de todos, los había educado a él, a César y a Pilar. «Ta-ta-ta», «ta-ta-ta.» Había algo muy noble en el acto de intercambiar esfuerzo y sustento. Por lo demás, Matías Alvear no perdía su ironía mientras vigilaba el aparato, por lo menos estando él allá, y se veía que los demás funcionarios le querían mucho. «Ya lo ves, hijo. Comunicando horarios de llegada, y si la cigüeña ha traído chico o chica.» Ignacio le preguntaba: «¿No podrías comunicar con el tío de Burgos y decirle que estoy aquí?» Matías se reía. «Hay que pasar por Barcelona, ¿comprendes? Y además… hoy no es Navidad.» Con gusto hubiera leído Ignacio todo el montón de telegramas de la mesa. «Léelos, léelos. De vez en cuando se aprende algo.» Ignacio los leía. «Es verdad —decía—. ¡Cuántas cosas pasan, cuántos problemas hay!»

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