Los años olvidados (17 page)

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Authors: Antonio Duque Moros

BOOK: Los años olvidados
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Llevaba dos noches sin poder dormir. Aún no se había liberado de la terrible desazón en la que se hundió su mente después de lo acaecido el viernes por la tarde cuando todos los externos se habían ido a sus casas y faltaba una hora para la cena. No sólo no pudo probar bocado en el comedor sino que no cesó de vomitar y acabó en la enfermería en donde le diagnosticaron una gran excitación nerviosa de la que no pudieron saber las causas, pues Ángel había entrado en un mutismo absoluto que también achacaron a la misma crisis, seguramente trastornos propios de la edad, se dijeron. Le enviaron a la cama después de darle una pastilla para calmarlo. Pero el dormitorio se le llenó de fantasmas que le perseguían forzándole a llegar hasta el borde de una sima en donde se encontró con Mario también aterrorizado. Su padre y el de su amigo les gritaban desde el fondo de ese abismo, pero no entendían si sus voces les alertaban de un eminente peligro o trataban de atraerles, como sirenas de Ulises, para que dejaran caer sus cuerpos en el vacío hasta hundirse luego los cuatro, tragados por ese averno.

Por la mañana respiró aliviado cuando le hirió en los ojos la luz del amanecer y al comprobar que los fondos abismales a los que le había llevado su alucinación se habían convertido en la cama en donde estaba acostado. Sin embargo, la cabeza seguía pareciendo querer estallarle, la transpiración de su cuerpo humedecía las sábanas y todas las preocupaciones y angustias del día anterior volvían a aparecer. La pesadilla había sido solamente un sueño, pero el hecho que la provocó seguía siendo real.

Nada más desayunar, escribió el lacónico mensaje que luego pasaría a Mario durante la clase de Matemáticas. Quizá debería haber sido más explícito en su redacción pero no podía arriesgarse a que alguien lo leyera. Lo más apremiante era verle, hablar con él. Tenía que ser cuanto antes. Afortunadamente era sábado cuando le pasó el papel y no era necesario aguardar más días pues los domingos, después de aquella mañana en el río, la casa-almacén de sus padres era siempre su lugar de encuentro. Había conseguido el permiso del colegio para ir allí todos los días festivos con la excusa de que su familia se desplazaba desde el pueblo para estar con él. Algunas veces sus padres venían, pero muchas no. Cuando le tocaba estar solo, allí esperaba a su amigo con el anhelo de sentirle cerca e inmediatamente poder entregarse los dos a caricias sin fin que detenían el paso del tiempo.

Pero esa tarde, la espera tenía otras connotaciones muy diferentes que le habían puesto en ese estado de impaciencia y nerviosismo.

—Varios tranvías han pasado sin detenerse —dijo Mario excusándose al llegar—, por eso me he retrasado.

—No importa. Ya estás aquí —contestó Angel con un tono grave sin sonrisa de bienvenida, abriendo la puerta y entrando inmediatamente al interior de la casa seguido de su amigo, que le observaba preocupado.

En un rincón se apilaban un par de sacos de harina y otros de cereales junto a una garrafa de aceite. Colgadas de las vigas del techo, unas ristras de ajos, de pimientos secos y de guindillas rojas, además de unas frondosas ramas de laurel, desprendían un olor muy característico que perfumaba todo el recinto. Una gran mesa en el centro y pegada a la pared, junto a un fogón, una pila de mármol con un grifo que no cesaba de gotear, un cuarto con una cama y un pequeño jergón en el suelo. Al fondo, detrás de una puerta, un retrete. Eso era todo. Lo imprescindible para que el señor Marcelo, viéndose acosado, como tantos labradores, por los delegados de la Fiscalía de Abastos que aparecían de improviso por el pueblo para requisar los alimentos, pudiera ir almacenando allí parte de sus cosechas. No traía mucho de una vez, dado el peligro que suponía ser descubierto y porque tampoco era su intención especular con la mercancía. Le bastaba con un poco de dinero que las mujeres de la vecindad le pagaban agradecidas al poder disponer de un pequeño paquete de harina, de alubias o de un cuartillo de aceite.

Cuando su padre se quedaba en el pueblo y su madre tampoco venía, esa casa se transformaba muchos domingos en el santuario privado de Ángel y Mario, su sanctasanctórum, en el que las imágenes sagradas, los iconos y los cielos azules por donde el mismo Dios se asomaba, eran sus cuerpos adolescentes buscándose con amor desenfrenado. Sin embargo, esa tarde cuando se abrazaron no se produjo la nube que les transportaba al paraíso creado por ellos con sus caricias, en donde la generosidad de su entrega sublimaba el placer del sexo, convirtiéndolo entonces en algo místico, espiritual, que trascendía la pura materia y se elevaba hasta el mismo linde de un sutil estado de alma desconocido. Porque si se traspasara esa frontera y llegara a conocerse esa excelsa condición, el alma, no preparada aún para tantísimo amor, no siendo capaz de resistir la intensidad de semejante descarga de dicha y felicidad, sucumbiría abrasada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mario inquieto—. En tu misiva decías «Urgente», pero veo que no era por estrecharme en tus brazos. Tu cuerpo está tenso. Estoy asustado.

—Algo muy grave para los dos —replicó Ángel, lanzando un hondo suspiro—. Pero no quiero contártelo aquí. Mi padre está al llegar. Vamos a la Quinta Julieta. Allí nadie nos molestará —continuó—. Y, por favor, no me digas que no quiero abrazarte. No hay una noche que no sueñe contigo y siempre estoy deseando estar a tu lado, sobre todo ahora —recalcó.

—Yo también. ¡A veces llego a pensar que formas parte de mí! —contestó Mario acercando su boca entreabierta a la de su amigo y uniéndose los dos en un beso prolongado en el que, además del inmenso cariño que reinaba en ellos, querían transmitirse fortaleza para resistir juntos cualquier evento que pudiera afectarles.

—¿No puedes adelantarme algo? —quiso indagar Mario, con una maraña en su cabeza de preguntas sin respuesta.

—Don Antonio, el padre de Pedro Blasco, vino el viernes al colegio para hablar conmigo —informó Ángel con un tono de preocupación jamás manifestado hasta entonces.

En el rostro de Mario, siempre risueño, apareció la perplejidad, luego se demudó y sus ojos se endurecieron. El repugnante acoso al que ese hombre le había sometido unos años antes en el sofá de su despacho, jamás revelado a nadie ni siquiera a su amigo, no se le había borrado de la memoria ni tampoco las veces que tuvo que escabullirse al salir del colegio para que ese hombre revulsivo dejase de abordarle intentando convencerle para que repitiera tan desagradable experiencia. ¡Si al menos hubiera sido satisfactoria! También tenía presente los comentarios inquietantes que sus padres hacían entre ellos sobre esa persona delatando su zozobra con voz susurrante, la del miedo a ser oídos, la que se masculla ante el peligro para que nadie la entienda pero que Mario, haciéndose el dormido, escuchaba alarmado desde la cama.

¿Por qué había ido a ver a Ángel? ¿Qué pretendía? ¿Qué buscaba? Por más que le daba vueltas no encontraba una explicación lógica, o al menos aceptable, que justificara un interés de ese hombre por su amigo.

Dejaron atrás las calles llenas de polvo y de perros perdidos husmeando entre las basuras malolientes que la gente dejaba a sus puertas y cruzaron la carretera todavía más polvorienta para subir luego por un ribazo desde donde se divisaba la Quinta Julieta delante de unos montes que se alzaban al fondo con aspecto de telón pintado. Era una finca solitaria que respiraba misterio, rodeada de una tapia rematada con cristales rotos pegados al cemento de su parte superior. Una forma de hacer desistir a cualquier intruso que tuviera el pensamiento de querer saltarla, so pena de incrustarse esos vidrios puntiagudos en sus carnes. La entrada principal se hacía a través de una gran puerta de hierro forjado de dos cuerpos con unas letras del mismo metal formando un arco sobre ella en las que podía leerse «Quinta Julieta». Una cerradura con los cerrojos echados, prácticamente encolados ya en las muescas, además de una cadena oxidada sujeta con un candado, también con orín, hacían notar que esa puerta no se había abierto en muchos años. Daba acceso a un vasto jardín arbolado con pinos, eucaliptos, castaños y los esqueletos alargados de unos plátanos desecados, aún erectos. La espesa alfombra de hojarasca mustia que cubría el suelo, los matorrales, cardos de flores alcachoferas, ortigas y otras hierbas que habían crecido de forma salvaje por doquier, borraban la alameda central y los caminos circundados de macizos que conducían a una glorieta con una fuente, ahora seca. Unas ranas de bronce y corona en su cabeza que hacían de surtidores, alrededor de la pila de esa fuente alzaban su mirada hacia el centro en donde, sobre una roca, una ninfa de cabellera ondulada, una princesa esperando a su príncipe encantado, sostenía una ánfora por la que también debía salir el agua. Más allá, detrás de las esculturas y de toda esa maleza desordenada, se levantaba un caserón de dos pisos cerrado a cal y canto, cuyas paredes desconchadas, sucias y frías como la carne muerta cuando se extingue el calor del alma, amén de sus ventanas rotas, manchadas del barro salpicado por las lluvias, con hongos nacidos en su alféizar, mostraban, mejor que si se hubiera descrito en un libro, que llevaba años abandonado.

Se decía que en esa casa vivieron un hombre de una gran fortuna y su joven esposa. Una bellísima mujer de nombre Julieta a quien un día su marido, corroído por los celos, unos dicen infundados, otros no, mató de un tiro dándose él también muerte al poco tiempo, pues no pudo soportar el desgraciado tan amarga soledad y aún menos la carcoma del remordimiento que le estaba consumiendo. Desde entonces, nadie había vuelto a habitar ese lugar salvo los espíritus de esos dos amantes que vagaban día y noche, convertidos en fantasmas, causando terror a quienes afirmaban haberlos visto. Otros contaban que una oscura familia de prestamistas usureros se la había arrebatado a los antiguos propietarios en pago de deudas acumuladas, pero que después de salir huyendo para salvar su dinero y sus vidas de las bombas de la guerra, esos advenedizos habrían sucumbido en el naufragio del barco que les llevaba a un puerto seguro. También hubo un tiempo en el que los faroles del jardín y las lámparas de los salones se iluminaban y todo el recinto se llenaba de perfumes femeninos y caballeros galantes que acudían a las fiestas dadas por los moradores de la casa. Se comentaba con horror que en una de esas veladas, cuando los anfitriones se disponían a abrir el baile, cayeron muertos al suelo tras haber bebido el vino envenenado de las copas servidas en bandeja de plata por una de las doncellas. Una sirvienta humillada que quiso vengarse así del despotismo de la señora y sobre todo del derecho de pernada que el señor se había otorgado, asediándola en su lecho cada vez que en sus calzones sentía la urgencia. Nueva tragedia a añadir a las sucedidas en esa mansión, aunque también se hablaba de maleficio sobre aquellos que la habitaban. Un rumor que todo el mundo había llegado a creer y ya nadie quería vivía en ella.

Historias, leyendas, fantasías que la gente se inventaba, y que con el paso del tiempo se exageraban aún más adornándolas con detalles fabulosos añadidos, perpetuando así el halo misterioso que siempre había envuelto a ese lugar.

Ángel y Mario descubrieron una tarde, por mera casualidad, en la parte trasera de la tapia, un agujero tapado con una piedra que podía desplazarse como si fuera la misma puerta de la cueva de Alí Baba. Alguien lo había hecho intencionadamente para poder salir y entrar en la finca sin ser visto. Probablemente lo horadó un criado ladronzuelo que sacaba sus rapiñas por ahí, o quizá fuera verdad que Julieta engañaba a su esposo y tenía un amante que se deslizaba como sombra de la noche por esa abertura para encontrar a su amada en el jardín.

La primera vez que los dos amigos penetraron por ese hueco en la Quinta Julieta, el miedo apenas les dejaba avanzar entre la hierba por la que iban gateando sin atreverse a ponerse en pie. Sin embargo su curiosidad y la excitación de la aventura eran más fuertes que cualquier pensamiento tenebroso y, aunque con el corazón acelerado, nada impidió que llegaran hasta las espaldas de la casa donde estaban las cocinas. El batiente medio desprendido de la puerta de servicio agitado por el viento producía un ruido de herrajes oxidados, parecido a un lamento, que se interrumpía con un golpe seco al portearse. Luego volvía a empezar de nuevo e insistía una y otra vez, resonando en los oídos de Ángel y Mario allí parados, más bien paralizados, como si fueran llamadas invitándoles a entrar. Con sigilo, sin rechistar, creyendo que el sonido de sus voces o incluso el de sus pasos podría sacar del letargo a alguno de esos fantasmas de los que tanto se hablaba, se adentraron en su interior y, siguiendo un corto pasillo con puertas cerradas a ambos lados que, por supuesto, no se atrevieron a abrir, se encontraron delante de una escalera central que llevaba al piso superior y de otra, a un lado, que descendía hacia el sótano. Pasaron de largo, no querían tentar el peligro ni encontrarse con sorpresas no deseadas, y continuaron precavidos hacia donde apreciaban una tenue claridad que venía desde el fondo. Una gran sala en penumbra, que aun teniendo los ventanales con las cortinas casi corridas del todo, recogía haces de luz a través de unos visillos descoloridos, recibió a los visitantes. Sin pasar del quicio de la puerta, sus ojos la recorrieron con cautela antes de entrar. Hojas secas e incluso ramas enteras arrastradas por las corrientes de aire se amontonaban por toda la habitación y una espesa capa de polvo daba a sus muebles un monótono color grisáceo sin contrastes. Les sorprendió descubrir que en el centro había una magnífica mesa de billar, que se conservaba intacta, y en una pared un estante con los tacos ordenadamente metidos en sus agujeros, esperando ser usados. Junto a una de las ventanas, en un ángulo del cuarto, dos esbeltos jarrones chinos de porcelana, uno resquebrajado a punto de estallar en mil pedazos y el otro con el cuello por el suelo hecho añicos, hacían compañía a una
cheslón
manchada de antiguas humedades sobre la cual, como si fuera un dosel, una araña había tejido su tela. Un espejo alargado al que le faltaba la mitad del cristal reflejaba a medias unos sillones hundidos en sus muelles aplastados, custodiando lo que seguramente fue una coqueta mesita de caoba, ahora con las patas quebradas. En la otra pared, agrietada, un aparador enmohecido adornado de un gran florero vacío y, en una concavidad del muro, allí donde la oscuridad se acentuaba más, percibieron atónitos la silueta de alguien que les hizo gritar de espanto y salir corriendo despavoridos. Al poco rato volvieron lentamente sobre sus pasos con el susto todavía puesto pero intrigados por comprobar si lo que habían visto era fruto de su imaginación o verdadero. En ese recodo oculto, protegido de las corrientes, la figura de un negro en pie, vestido con esmoquin rojo, camisa blanca, lazo de pajarita amarillo y pelo ensortijado tan reluciente como su piel, todo ello esculpido en piedra, sostenía en sus manos una bandeja que formaba parte integrante de esa estatua de tamaño natural. Estaba allí para que los jugadores pudieran posar sus vasos en la bandeja de ese criado perpetuo, impertérrito, que mostraba sus blancos dientes tras sus labios abultados en una eterna sonrisa servicial. Ángel y Mario sonrieron también maravillados, contemplando ese inesperado personaje que les había asustado unos minutos antes. Lo examinaron desde todos los ángulos y aunque de momento no se aventuraban a tocarle, no fuera a ponerse en movimiento, convinieron en que tenía una expresión bondadosa y un aire protector que tranquilizaba. Les fascinó tanto ese lugar, en particular esa sala, pues ya no quisieron ver ninguna otra habitación del caserón, en parte porque la idea de que hubiera espíritus encerrados no la habían descartado, que no dudaron en hacer de él su guarida, su cámara secreta. Tuvieron que sacrificar varios días festivos hasta sacar toda la hojarasca y limpiarlo de la porquería acumulada, pero les mereció la pena. Muchos domingos, cuando la presencia del padre de Ángel les impedía verse en la casa, volvían allí gastándose bromas en el camino apostando si el criado negro continuaría en su rincón o si lo encontrarían jugando al billar. Al poco tiempo, esa sala de la Quinta Julieta se convirtió en el refugio para estar a solas los dos, seguros de que nadie vendría a interrumpirles.

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