Read Los años olvidados Online
Authors: Antonio Duque Moros
Carlos, bastante recuperado, estaba impaciente por salir a la calle y comenzar a trabajar. Mientras tanto iba extrayendo de los rincones de su memoria los nombres y antiguas direcciones de sus amigos y hermanos masones de quienes nada sabía desde que estalló la guerra pero que ahora hubieran podido serle de gran ayuda. Exiliados, encarcelados o muertos, pensaba. Por de pronto, Fermín, el fabricante de corbatas, su bondadoso instructor en su primer año de logia, con quien estuvo empleado antes de partir al frente, había desaparecido. Servando lo había averiguado. Seguro que alguno debe estar oculto en algún sitio, se repetía constantemente, en la esperanza de dar con él. No estaba equivocado. Unos años después, tomando infinitas precauciones aunque corriendo grandes riesgos, volverían a reunirse en la clandestinidad durante un tiempo antes de verse obligados de nuevo a desaparecer por completo sin poder resurgir hasta unas décadas más tarde con la llegada de la democracia.
En la casa, Fina tejía jerseys para venderlos cuando encontraba la ocasión. Rosa era un comodín útil en todo momento y una extraordinaria cocinera, arte aprendido de su suegra, capaz de preparar con cualquier cosa, un ajo, una hoja de laurel y unas patatas por ejemplo, el plato más sabroso. Mario se pasaba el día jugando con una caja de cartón de la que tiraba con una cuerda paseando en ella una muñeca de trapo cabezona, de pelo azabache acaracolado y grandes ojos redondos con larguísimas pestañas pintadas, mucho colorete en las mejillas y vestida con traje negro de artista de cabaré. Su tía Fina la tenía encima de su cama y decía que se llamaba Betty Bo. Así pasaban los días.
Por toda la ciudad se respiraba un olor a boniato y algarroba, alimentos base de la población, mezclado con el sabor amargo de las detenciones arbitrarias tras denuncias por simple sospecha o por venganza que terminaban en juicios sumarios llenando las cárceles y también las fosas comunes de los cementerios. Por las calles comenzaban a aparecer pobres mujeres humilladas con la cabeza rapada. Eran las republicanas o las colaboracionistas a quienes las autoridades obligaban a pasearse con la cabeza afeitada descubierta para que todo el mundo supiera quiénes eran y se mofasen de ellas o pudieran insultarlas. Los muchachos las encorrían cantándoles con sorna:
«Cuatro pelos que tenías
los vendiste de estraperlooo.
¡Pelonaaaa, sin pelooo!»
El día que Carlos comenzó a trabajar con Don Anselmo Herrera, que se ocupaba de negociar con los terrenos y edificios que se estaban reconstruyendo, lo celebraron con una botella de vino que Servando trajo del economato. Había llegado el momento para Carlos y Rosa de buscar un piso y dejar la casa de sus queridos amigos. Una nueva etapa de su vida iba a comenzar bajo un régimen contra el que tanto habían luchado y en el que se sentían marginados. Sin embargo, su pensamiento seguiría siendo el mismo y en todo momento mantendrían alerta el espíritu rebelde que les había llevado a enfrentarse a ese ejército vencedor al que ahora no les quedaba más remedio que someterse. Su apariencia externa tenía que cambiar para salvaguardar sus vidas, pero no renunciaban a seguir participando en la clandestinidad, si la ocasión se presentaba ni tampoco se resignaban a perder la esperanza de ver llegar un día el triunfo de la libertad. No les quedaba más remedio que mostrarse de una manera que en ningún momento dejara traslucir su verdadera forma de pensar. Tenían que convertirse en una familia que no desentonase en nada con la normalidad establecida, y representar su papel como consumados actores.
Cuando llegaron a su nuevo hogar en la calle del Futuro, curioso nombre que les encantó por lo que veían en él de premonitorio, ya no tenían nada que ver, exteriormente, con las personas que habían sido hasta entonces. Vendieron las monedas de oro heredadas, amueblaron la casa, Carlos se vistió con traje gris, Rosa adoptó un aspecto de esposa anodina perfecta ama de casa, y comenzaron a buscar el centro escolar adecuado a su nuevo estilo de vida al que llevar a Mario en cuanto cumpliera diez años. La categoría y prestigio del colegio elegido les exigió encontrar también recomendaciones de personas influyentes sin las cuales habría sido imposible que Mario hubiera sido admitido. Servando, una vez más, no les falló.
El día del comienzo de las clases, el jardín de la entrada del Colegio de la Inmaculada se llenó de niños correteando bulliciosos antes de atravesar la puerta donde comenzaba la disciplina. Los alumnos nuevos, más retraídos, no se movían de donde estaban. Permanecían silenciosos con sus batas recién estrenadas observándose entre sí con curiosidad, sin atreverse a soltarse de las manos de sus padres, aguardando como los demás que sonara la campana para entrar en el recinto. Rosa, esa mañana, había despertado muy temprano a Carlos y a Mario. Necesitaban tiempo para arreglarse como si fuera un domingo y no llegar tarde a la ceremonia de inauguración del curso escolar.
Durante los discursos de bienvenida, Mario, aburrido, se dedicó a pasear la vista por los enormes cuadros colgados de las paredes del Salón de Actos desde donde los ojos escrutadores de los padres fundadores y otros, papas o santos, parecían mirarle con reprobación. No comprendía esa severidad y, disgustado, desvió su mirada encontrando la cara de un alumno nuevo que le sonreía con sus ojos entornados. Era Ángel Robles. Mario tuvo al principio un sobresalto, como si alguien hubiera descubierto que no prestaba atención al acto, pero enseguida comprendió la complicidad de esos ojos y recibió otro tipo de emoción. Adivinó que ese chico pronto sería su amigo y le devolvió la sonrisa. Inmediatamente, su mano fue sola a su entrepierna en un acto reflejo del que en absoluto se percató.
En el vestíbulo, cuando estaban a punto de salir por la puerta, un matrimonio se acercó a Rosa y Carlos. Los dos eran altos, igual de pálidos y muy aparatosos en sus andares, forma de vestir y ademanes. Su presencia no pasaba desapercibida. Probablemente era lo que ellos deseaban.
—¡Acabo de reconocerles! ¡Ya sé quiénes son ustedes! —exclamó el hombre al llegar.
Los pies de Rosa y Carlos quedaron clavados en el suelo al oírle sin poder dar un paso. Sus rostros empalidecieron pero, sin perder la calma, miraron interrogantes a esas personas esperándose lo peor.
—Permítanme que me presente —continuó el señor levantándose el sombrero, con una extraña sonrisa que más que dar alegría a su expresión, mostraba gesto de asco. Había algo en sus labios que producía ese efecto—. Soy Antonio Blasco Molinero y aquí, mi esposa Delfina.
—Mucho gusto —consiguió responder Carlos.
—Llevo toda la mañana preguntándome dónde les había visto antes —siguió—, hasta que he caído en la cuenta de que vivimos en la misma calle. Nosotros nos mudamos a ese nuevo piso hace un mes. Me congratula tenerles por vecinos y que nuestros hijos sean compañeros de clase. Este colegio es una garantía de la honorabilidad de las familias de los alumnos. A nosotros nos gusta seleccionar nuestras amistades. Ya saben. En estos tiempos es fácil encontrarse con gente indeseable camuflada. Yo lo sé muy bien, pues colaboro a menudo con la policía para terminar de limpiar nuestro país de traidores a la patria —terminó diciendo con orgullo.
—Tienen un hijo precioso —comentó la señora—. Ya lo conocíamos. Mi marido le vio jugando en la calle y me dijo: «¡Mira qué muchacho tan guapo!». Miré y tenía razón. Es guapísimo. El nuestro también lo es, aunque ahora está un poco gordito.
—Muchas gracias. Ha sido un placer conocerles —respondió esta vez Rosa con la mayor naturalidad que le fue posible.
—Tengan mi tarjeta —dijo el hombre—. Si alguna vez necesitan algo, no duden en pedírmelo. Yo puedo conseguirlo todo —luego hizo un guiño—. ¿Comprenden…? De todo —subrayó.
Se despidieron.
Mientras atravesaban la puerta, Carlos miró la tarjeta.
—¡Comerciante…! —leyó en voz alta con marcado tono de sorna.
—Este hombre es muy peligroso —dijo Rosa, expresando seriamente su pensamiento.
—Tienes razón. No podemos bajar la guardia —contestó Carlos igual de serio.
—No. Ni un segundo —terminó diciendo Rosa, asiéndose al brazo de su marido.
Cuando llegaron al Paseo, se mezclaron con la gente como una pareja más y desaparecieron en el anonimato de la multitud.
Mario vio pasar como una exhalación un tranvía más con el trole a punto de salirse de su guía y las ruedas, de las que salían chispas, chirriando en los rieles y emitiendo el lamento de los hierros torturados con un sonido estridente que repercutía en los dientes de quien llegaba a escucharlo. Abarrotado, igual que los dos que habían pasado sin detenerse unos minutos antes, se desbordaba por los estribos en donde una piña de hombres sujetándose unos a otros y a cualquier saliente al que poder agarrarse para no salir despedidos, viajaban colgados demostrando su ridicula inconsciencia ante el peligro.
Los que estaban esperando en la parada volvieron a vociferar maldiciendo con insultos a cual más imaginativo al conductor, que por supuesto no les oía, concentrado en mantener la manivela de velocidad a tope, en echar arena a las vías y en hacer sonar la campanilla para avisar de su paso, dando golpes repetidos al pedal. Angustiados, miraban de nuevo sus relojes y se agitaban dando pequeños paseos, sólo de un paso o dos y media vuelta, o girando sobre ellos mismos, encendiéndoseles las caras presos de irritación y de impaciencia pues ya faltaba muy poco para que el silbato del árbitro en el campo de fútbol diese la señal del comienzo del partido de esa tarde de domingo.
A Mario, viendo pasar esos tranvías ruidosos tan repletos, no le cabía la menor duda de que en su interior alguien estaría aprovechándose de la confusión de todos esos cuerpos comprimidos para satisfacer su deseo oculto sin poner en evidencia su intención, que seguro pasaba desapercibida a toda esa gente apretujada como obleas de un hojaldre. Y también pudiérase que ese alguien, escondido en su propio anonimato, encontrase una respuesta a su llamada como le ocurrió a él mismo cuatro años antes.
En Mario no se apreciaba la exasperación de los demás aunque también estaba impaciente, por no decir anhelante. Había quedado en encontrarse con Ángel Robles, ahora solamente Ángel, en la casa-almacén que los padres de su amigo poseían cerca de la Quinta Julieta.
El día anterior, durante la clase de Matemáticas, Ángel le había puesto discretamente en la mano un papel plegado en mil dobleces al pasar junto a él cuando volvía del encerado. «Mañana. Donde siempre. Urgente. Ven.» Pequeños trozos de papel arrancados de un cuaderno o de una simple cuartilla precipitadamente, como si la urgencia de comunicarse fuera tan apremiante que nada importaba si el papel estaba roto en sus bordes o rasgado. No era la forma ni las imperfecciones del recorte del papel lo que contaba, sino el sentimiento expresado en él. Pequeñas misivas resumidas con la sabiduría de quien ha aprendido a sintetizar su pensamiento, sorprendente en muchachos de su edad. Verdaderas cartas concentradas en dos frases o en una sola palabra, entregadas con disimulo, con miedo, emoción, palpitándoles el pecho sin poder evitar que el corazón se les hinchara lo mismo que un globo a punto de estallar.
Ya no se sentaban juntos. Hacía tiempo que lo habían decidido pues estar cerca o sentir el mínimo roce de sus cuerpos provocaba en ellos tal alteración en su sangre y excitación en sus cuerpos que todo el mundo lo habría advertido. Ahora, siempre que estaban en público, solamente se veían en la distancia, incluso en el tiempo de recreo, para evitar delatarse. Aunque más valiera que nadie se fijara en las miradas con las que se buscaban para sonreírse o para decirse adiós por la noche, ya que Ángel seguía interno, pues seguro que habrían traicionado su secreto. Su fingida indiferencia hacía preguntarse a algún que otro profesor por qué esos muchachos tan inseparables antes, parecían alejarse. Lo achacaban a esa edad caprichosa y cambiante de la juventud inquieta, sin darle mayor importancia.
Y todo ello, desde aquellos días inolvidables de un verano caluroso que bronceó sus cuerpos y cambió el color de una relación iniciada con una entrañable amistad entre colegiales, hasta que las carnes de sus piernas entrelazadas durante años de pupitre habían despertado en ellos una atracción y un deseo que nunca se habían atrevido a manifestar. La cara de Mario era un libro abierto sin censura, delatando su emoción y su alegría sin importarle quién pudiera observarles en ese momento, cuando Ángel, con una cálida mirada de complicidad en sus ojos entornados, siempre persuasivos, le propuso sonriente pasar unos días en su pueblo durante las vacaciones de ese verano. Tanto tiempo había soñado con que llegara el momento en el que poder estar juntos fuera del colegio, ellos solos, aunque solamente fuera un día, que ver realizado su sueño con creces le hizo entrar en un estado de dicha tal que pensaba que nada podía existir en la vida que pudiera superar esa alegría que ahogaba su pecho y que pedía exteriorizarse con brincos y gritos anunciando su felicidad a todo el mundo.
Rosa le preparó la maleta, le dio mil recomendaciones en el camino a la estación, le compró el billete, le acompañó hasta su asiento, habló con el revisor y después de abrazarle bajó del vagón y se quedó en el andén hasta que el tren desapareció. Mario, desde la ventanilla, excitado por ser la primera vez que viajaba él solo, y emocionado, con el ritmo de su pulso acelerado al pensar que pronto estaría con Ángel, dijo adiós a su madre agitando primero la mano y luego un pañuelo, lo mismo que los protagonistas de las películas cuando, henchidos de una felicidad que hacía llorar al espectador, se despedían desde un tren o desde un barco. No dejó de hacerlo hasta que la silueta de Rosa comenzó a perderse en la lejanía. Allí se quedó mirando pasar árboles y postes y viendo desfilar también las imágenes de su relación con Ángel desde aquel día en que, al entrar por primera vez en clase, fue inmediatamente a sentarse a su lado obedeciendo un instinto que aún no había descubierto entonces. Cuando más adelante el deseo de abrazarle y de acariciarle se despertó en él, lo entendió como una muestra de que su amistad crecía. Viendo que Ángel, consentidor de su acercamiento, no dejaba de sonreírle con esa mirada turbadora con la que había nacido, Mario se juntaba aún más a él hasta poder sentir la fragancia de su piel que olía a laurel y a tierra. La respiraba, la saboreaba, se impregnaba de ella y la hacía también suya para llevársela pegada, no sabía si a su cuerpo o a su alma. Bañado en ese mar de sensaciones maravillosas sonreía divertido cuando, alguna vez, contemplando ensimismado a su amigo, llegó incluso a desear comérselo todo entero como un sabroso manjar. Ángel, de haberlo sabido, le habría mirado con su gesto burlón sin aclarar si se estaba riendo de semejante ocurrencia o si estaba aceptando ser comido. Amigos para siempre, amigos inseparables, amigos del alma. Eso somos, se decían sin usar palabras. Días radiantes, iluminados por una luz pura sin claroscuros, sin sombras, en los que Mario se sentía pletórico y feliz con la amistad de su amigo. Ángel, más reservado, se expresaba corriendo detrás de Mario, persiguiéndole en el recreo y abalanzándose sobre él para luego caer al suelo los dos y pelear retozando como unos lobeznos. Cuando al final Ángel, sentado encima de Mario, le sujetaba los brazos declarándose vencedor, sus cuerpos estaban electrificados por la sangre alborotada y las sensaciones que no habrían sido capaces de describir. En noche oscura se hubiera visto su luz.