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Authors: Antonio Duque Moros
Con el telón de fondo de la España de los años cuarenta, el lector seguirá con interés los avatares de una familia republicana durante la guerra civil y la posguerra. Sobre todo la evolución de Mario, hijo único de Rosa y Carlos, el verdadero protagonista de la historia a través de cuyos ojos podemos entrar de lleno en esa época no tan lejana aunque casi olvidada.
Un joven muchacho descubre su sexualidad y el amor con la pureza de la inocencia, sin ningún sentimiento de culpa. «El jugoso sabor de la fruta o el deleite de una caricia en cualquier rincón de su cuerpo adolescente, no eran para Mario sino diferentes aspectos de algún tipo de vibración etérea, limpia, intensa, indescifrable y misteriosa que sus sentidos agradecidos siempre estaban dispuestos a acoger.» Sin embargo, las circunstancias le llevarán a convertirse en adulto antes de tiempo.
Una hermosa historia de amor entre dos adolescentes, obligados a ocultar sus relaciones, que se ven envueltos en una terrible situación, imprevisible y sorprendente para el lector que ya no podrá abandonar la lectura hasta conocer el desenlace final.
Antonio Duque Moros
Los años olvidados
ePUB v1.0
Polifemo705.12.11
Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura
©Antonio Duque Moros, 2006
©Editorial EGALES, S.L. 2006
Cervantes, 2. 08002 Barcelona. Tel.: 93 412 52 61
Hortaleza, 64. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99
ISBN: 84-88052-03-0
Depósito legal: M-2248-2006
©Fotografía de portada: Bert Hardy. Getty Images S.L.
Diseño y maquetación: Cristihan González
Diseño gráfico de cubierta: Nieves Guerra
Imprime: Infoprint, S.L. C/ Dos de Mayo, 5. 28004 Madrid.
A Miriam
La insistente presión ejercida más abajo de su espalda, aquella tarde, le puso en estado de alerta. Fue en su nalga izquierda, sí, estaba seguro, donde sintió de pronto ese pequeño impacto casi imperceptible pero seco y aparentemente incontrolado. Impulso irreprimible y cauteloso a la vez, que en el mismo instante del contacto daba marcha atrás. Tal como un resorte que salta al dispararse el mecanismo que lo retenía e inmediatamente vuelve a su punto de partida para iniciar una nueva acción. No giró la cabeza. Ni siquiera movió un músculo. Se acordó de Tom, el perro de caza de su abuelo que cuando vislumbraba una presa se quedaba estático, igual que una estatua, pata delantera levantada y orejas de punta, al acecho. Esperó con todos sus sentidos concentrados en el lugar donde había percibido varias veces el contacto. No transcurrió mucho tiempo. El golpe volvió a producirse. Le pareció que era más fuerte que antes, un poco más decidido, más osado y sobre todo insistente. Esta vez, imaginó un péndulo oscilando despacio al principio pero que luego cobraba velocidad y aumentaba su potencia.
En efecto, el ritmo se había acelerado repentinamente.
Con sus doce años, despierto e imaginativo, el agudo sentido de observación de Mario (regalo de alguna hada madrina, le había dicho un día su abuela Encarnación cuando le contaba uno de esos cuentos de niño, de niña y de miedo que le hacían entrar en el mundo nocturno de la fantasía) ayudaba a alimentar su mente creando en ella su propia interpretación de todo aquello que sus ojos curiosos o sus sentidos descubrían en su entorno. Así, cuando en las ferias subía a la noria gigante, alzaba los ojos hacia el cielo y sin apartarlos de las nubes se sumergía en mares de sinuosas playas doradas por un sol camino de su ocaso. Allí, se dejaba mecer por olas cálidas coronadas de blancas crestas de algodón que lo levantaban y lo bajaban haciendo que el vértigo de las alturas o la angustia del descenso, concentrados en su pelvis, provocaran una excitación en su sexo y una gran sonrisa de satisfacción en sus labios. Disfrutaba dejando que esa corriente agradable le inundase por completo despertando uno a uno todos los poros de su cuerpo. Otras veces, aquellas nubes se volvían áridos desiertos repletos de dunas de color amarillo y naranja que se perdían ondulantes tras un horizonte en el que, con la transparencia de un espejismo, se difuminaba un oasis de aguas cristalinas plantado de palmeras. La visión avivaba su sed y entonces extendía brazos y piernas para que la brisa producida por el movimiento de la noria pudiera introducirse sin recato por los huecos de sus mangas y perneras originando una corriente acariciadora que refrescaba el sudor de sus ingles y espalda. La sed se apaciguaba y, relajándose en esa posición de entrega absoluta, entornaba los ojos y se dejaba llevar vuelta tras vuelta flotando en una especie de mareo consentido.
Se iba cristalizando así un mundo interior en el que bullía una sensualidad precoz, mas tan inherente a su propia naturaleza, que nada le impedía responder a sus demandas con la misma naturalidad de quien tiene hambre y saborea una manzana. El jugoso sabor de la fruta o el deleite de una caricia en cualquier rincón de su cuerpo adolescente no eran para Mario sino diferentes aspectos agradables de algún tipo de vibración etérea, limpia, intensa, indescifrable y misteriosa que sus sentidos, agradecidos, siempre estaban dispuestos a acoger. Era como las notas dadas por un violín o una trompeta que al hacerse música embelesan los oídos y alegran el corazón. Poco se diferenciaba de su característica sonrisa, nacida espontáneamente ante cualquier estímulo que viniera a provocarla.
Ahora, su cerebro, concentrado, intentaba traducir la percepción que venía de su espalda.
Comenzó a tener la sensación de que lo que producía esa presión intermitente en su nalga izquierda poseía vida propia. Se diría pequeños latidos, no siempre acompasados, que Mario trataba de integrar como si fueran propios. Pero venían del exterior. Contuvo la respiración para mejor definirlos y no confundirlos con los de su corazón, cuyas palpitaciones habían incrementado su intensidad sin saber exactamente por qué.
No eran continuos, no seguían un compás. De pronto, eran más fuertes sí, casi violentos, cada vez más seguros. La presión entonces perdía todo dominio que pudiera contenerla y la fuerza de su empuje parecía querer aplastar, sin conseguirlo, la firmeza de su nalga. Inesperadamente aquellos latidos volvían a tornarse suaves, temerosos, distantes y de no haber sido por su absoluta concentración, ni siquiera los habría notado. No apreció este cambio de ritmo. Se estaba acostumbrando a esos golpes en su nalga izquierda y no podía decir que le disgustasen. Al contrario. Su vello se había erizado con los últimos contactos y esa sensación que se transmitía a todo su cuerpo, le agradaba.
Todo comenzó al subir al tranvía.
En perfecta formación, cabeza levantada, mirada al frente y brazo derecho extendido, todos los alumnos del Colegio de la Inmaculada entonaban el
Cara al Sol
en sus aulas, inundando con sus voces todo el recinto. Desde el primer piso hasta el último, recorriendo pasillos, salón de actos, capilla, comedores, mecha encendida trepidante, hasta el estallido final, por encima de azoteas y tejados, que hacía retumbar el edificio entero. (Y si algún prodigioso ser con orejas gigantes hubiera estado a la escucha se habría percatado de que esas notas del himno de los vencedores de la Guerra Civil no cesaban de vibrar día tras día en todos los rincones del país.)
Era ése el momento que más gustaba a Mario pues era la señal inequívoca de que la jornada de clases había terminado. Ya desde los primeros acordes, todos se miraban, cómplices sonrientes, cantándolo cada vez más deprisa, pasándose unos a otros mensajes divertidos en el alfabeto mudo de las manos mientras mantenían sus brazos levantados, acechando no ser vistos. Aunque más de una vez alguno de ellos, cogido
in fraganti,
había recibido un fuerte golpe en la cabeza atizado con el llavero que el Padre Salmerón siempre llevaba preparado o había sido obligado a quedarse sin recreo, de rodillas con los brazos en cruz.
Al terminar la última estrofa, todas las gargantas exclamaron al unísono los vítores obligatorios de «¡Viva Franco!» y «¡Arriba España!», seguidos del tan esperado grito de «¡Rompan filas!» confundido con una algarabía de voces y carreras hacia la salida del colegio. Persecuciones, zancadillas, empujones por ver quién llegaba antes a la puerta. Afuera, las familias esperaban a los más jóvenes.
Los alumnos de los cursos superiores se marchaban en pequeños grupos discutiendo acaloradamente. Sus bigotes incipientes les hacían verse como hombres hechos y derechos dispuestos a imponer su opinión. Tentativa vana. Búsqueda infructuosa. Carentes de ideas propias, estampados en un mismo molde de rígidas normas y sagrados preceptos impuestos por el Dictador, alzan sus voces buscando darse importancia. O quizá sean gritos de socorro salidos del subconsciente. Clamor de una juventud perdida. Algún rezagado que lanzaba un silbido para que esperasen, les hacía volver la cabeza.
Mario miró a su alrededor. Nadie había venido a recogerle. Decidió irse andando Paseo arriba, o quizás podría colgarse de la trasera del tranvía. Se cansaría menos, llegaría antes y sobre todo tendría la emoción del peligro y de la infracción. Introdujo los brazos por el hueco de las correas que había a los lados de su cartera cuadrada de cuero, y cuando la sintió fija en su espalda, abrochó las hebillas en su punto de sujeción. Se dispuso a partir.
A su compañero de curso y vecino de calle Pedro Blasco le estaba esperando su padre, Don Antonio.
—¡Adiós, hasta mañana! —dijo Mario yendo hacia la salida.
—¡Adiós! ¡Bing! ¡Bang! —gritó Pedro haciendo de su mano una pistola.
—¡Me has dado, forastero! —contestó Mario cayendo al suelo.
Pedro se abalanzó sobre él:
—¡Muere, traidor!
La gravilla del terreno se incrustó en el muslo de Mario.
—¡Me has herido, cobarde! ¡Mira! —incriminó a Pedro Blasco subiéndose el pantalón corto para mostrar los rasguños.
—¡Ya está bien! —intervino Don Antonio—. ¡Dejad de jugar! Os vais a hacer daño. ¡Vámonos! Tú también Mario. Ven con nosotros, te dejaremos en casa.
Se dirigieron a la parada del tranvía. Mario iba frotándose el muslo con la mano. Le escocía.
—¿Te duele? —preguntó Don Antonio—. ¡Veamos!
Mario extendió la pierna sujetándose la pernera para exhibir las heridas del héroe caído en combate.
Don Antonio le acarició suavemente la parte dolorida.
—¡Bah! No es nada. Cuando llegues a casa que te ponga tu madre un paño de agua fría. Se pasará enseguida.
El tranvía iba tan repleto que Mario tuvo que sacarse la cartera de la espalda para conseguir hacerse sitio. La colocó apoyada contra su vientre. Frente a él quedó su amigo bloqueado contra la cartera que los separaba a la altura de la cintura. Se miraban muertos de risa. El escozor de la pierna ya había desaparecido. Subieron las manos y aporrearon la cartera convertida de pronto en tambor.
—¡Es el tambor de guerra! —exclamó Pedro Blasco.
—¡No es un tambor de guerra! —replicó Mario—. Es un tam-tam de hacer señales. Con él podremos comunicarnos con el conductor y avisarle si hay peligro.
Detrás de Mario se encontraba Don Antonio. Tan pegado lo tenía a su espalda que podía sentir todo su enorme cuerpo hasta la altura del pecho que es donde le llegaba la cabeza.