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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (63 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—Mi nombre es Farah Sharif —dijo—. Soy catedrática de ingeniería informática y era íntima amiga de Frans Balder.

—Sí, sí…, claro —balbució Bublanski algo incómodo de repente—. Siéntese, por favor. Disculpe el desorden.

—He visto cosas peores.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? Oiga, ¿es usted judía, por casualidad?

Qué comentario tan idiota. Por supuesto que Farah Sharif no era judía, y qué diablos importaba que lo fuera o no. Pero se le había escapado sin querer. La situación resultaba enormemente embarazosa.

—¿Qué…? No…, soy iraní y musulmana, si es que aún soy algo. Llegué a este país en 1979.

—Ya… Perdone, no digo más que tonterías. ¿Y a qué debo el honor?

—Es que cuando hablé con su colega Sonja Modig fui demasiado ingenua.

—¿Por qué dices eso?… Perdona, ¿te importa si nos tuteamos?

—Claro que no. Pues verás, resulta que ahora dispongo de más datos. He mantenido una larga conversación con el profesor Steven Warburton.

—Sí, ha intentado contactar conmigo también. Pero es que ha sido todo tan caótico… No he tenido tiempo de devolverle la llamada.

—Steven es catedrático de cibernética en Stanford y un investigador líder en el campo de la singularidad tecnológica. En la actualidad desarrolla su labor en el Machine Intelligence Research Institute, una institución que trabaja para que la Inteligencia Artificial nos ayude, y no al revés.

—Pues eso suena muy bien —comentó Bublanski, que cada vez que salía ese tema se sentía muy incómodo.

—Steven vive un poco en su propio mundo. Hasta ayer no se enteró de lo que le había pasado a Frans, por eso no llamó antes. Pero me contó que habló con él el lunes pasado.

—¿Sobre qué?

—Sobre su labor investigadora. Ya sabes que desde que Frans se marchó a Estados Unidos había mantenido mucho secretismo a su alrededor. Ni siquiera yo, que era su amiga íntima, sabía en qué andaba metido, aunque fui lo suficientemente soberbia como para creer que tenía una ligera idea de lo que estaba haciendo. Y ahora resulta que me equivoqué.

—¿En qué sentido?

—Intentaré explicarlo sin ser demasiado técnica, pero parece ser que Frans no sólo había desarrollado su viejo programa de IA sino que también había creado nuevos algoritmos y un nuevo material topológico para ordenadores cuánticos.

—Me temo que eso ya resulta demasiado técnico para mí.

—Los ordenadores cuánticos son ordenadores que se basan en la mecánica cuántica. Todavía es algo bastante novedoso. Google y la NSA han invertido grandes sumas de dinero en una máquina que, ya en determinados campos, es más de treinta y cinco mil veces más rápida que cualquier otro ordenador normal. También Solifon, donde Frans trabajaba, ha puesto en marcha un proyecto similar, pero por irónico que parezca, en particular si resulta que estas informaciones son correctas, no ha llegado tan lejos.

—Vale —dijo Bublanski inseguro.

—La gran ventaja con respecto a los ordenadores cuánticos es que las unidades básicas, los cubits, pueden superposicionarse.

—¿Qué?

—Que no sólo adoptan las posiciones uno o cero como los ordenadores tradicionales, sino que también pueden ser tanto uno como cero al mismo tiempo. El problema es que se requieren unos métodos especiales de cálculo y unos conocimientos profundos de física —sobre todo en aquello que llamamos la decoherencia cuántica— para que máquinas así funcionen razonablemente bien, y ahí no hemos llegado muy lejos. Hasta el momento, los ordenadores cuánticos son demasiado especializados y poco manejables. Pero Frans, y a ver si consigo explicar esto bien, por lo visto había encontrado métodos que los harían más ágiles, más flexibles y autodidactas, y en esta labor, al parecer, estaba en contacto con una serie de experimentalistas, de personas que podían probar y verificar sus resultados. Lo que consiguió fue grande, o al menos tenía visos de llegar a serlo. Aun así, no sólo se sentía orgulloso de su trabajo, también sentía una profunda inquietud. Por eso había llamado a Steven Warburton.

—¿Por qué?

—Porque supongo que, a largo plazo, sospechaba que su creación llegaría a ser peligrosa para el mundo. Pero sobre todo porque sabía ciertas cosas de la NSA.

—¿Como qué?

—Hay aspectos que ignoro por completo, ya que pertenecen a la parte más sucia de su espionaje industrial. Pero otros los conozco a la perfección. Hoy en día se sabe que esa organización trabaja muy duro para intentar desarrollar ordenadores cuánticos, lo que para la NSA sería un auténtico paraíso. Con una máquina cuántica eficaz podrían romper, a largo plazo, todos los encriptados, todos los sistemas de seguridad digitales. Nadie, en una situación así, se vería capacitado para protegerse del ojo vigilante de la organización.

—Parece un escenario terriblemente inquietante —apostilló Bublanski con un énfasis que incluso le sorprendió a él mismo.

—Muy cierto. Aunque la verdad es que existe otro escenario aún peor: cuando una máquina así acaba en manos de una organización criminal —continuó Farah Sharif.

—Ya veo adónde quieres ir a parar.

—Por eso me pregunto qué es lo que les habéis confiscado a los detenidos.

—Me temo que nada de eso —contestó Bublanski—. Pero esos tipos no son precisamente unos lumbreras. Creo que no aprobarían ni las mates de primaria.

—O sea, que el verdadero genio informático ha conseguido escapar.

—Sí, por desgracia así es. Él y una mujer que está bajo sospecha han desaparecido sin dejar rastro. Es probable que tengan varias identidades.

—Preocupante —sentenció ella.

Bublanski asintió con la cabeza mientras contemplaba los ojos oscuros de Farah, que le devolvían una mirada suplicante; quizá fuera ésa la causa de que en vez de dejarse vencer por una nueva desesperación se le ocurriera una idea esperanzadora.

—No sé su significado, pero… —dijo.

—¿Qué?

—Nuestros informáticos accedieron al material de los ordenadores de Balder. No resultó fácil, como comprenderás, teniendo en cuenta su extraordinaria obsesión por la seguridad. Pero lo consiguieron; bien es cierto que con un poco de suerte… Lo que se pudo deducir enseguida fue que con toda probabilidad existía otro ordenador y que lo robaron.

—Lo sabía —se lamentó ella—. ¡Maldita sea!

—Tranquila, tranquila, todavía no he terminado. También detectamos que varias de sus máquinas habían estado conectadas, y que ésas, a su vez, se conectaron en alguna que otra ocasión con un superordenador de Tokio.

—Suena razonable.

—Sí, y eso nos permitió descubrir que un archivo grande, o al menos algo que era grande, acababa de ser borrado. No hemos podido reconstruirlo, aunque sí podemos concluir que se eliminó.

—¿Estás diciendo que Frans destruyó toda su labor investigadora?

—No quiero sacar conclusiones de ningún tipo. Pero es lo que me ha venido a la mente al escuchar lo que me has contado.

—¿Y no pudo ser el autor del crimen quien lo eliminara?

—¿Quieres decir que primero lo copió y luego lo borró?

—Sí.

—Me cuesta mucho pensarlo. El asesino pasó en la casa muy poco tiempo, y no creo que tuviera ocasión de hacer algo así. Y menos todavía que supiera cómo.

—Vale, bueno, eso suena prometedor, a pesar de todo —continuó Farah Sharif dubitativa—. Sólo que…

—¿Sí?

—Que no me cuadra con la personalidad de Frans. ¿Realmente una persona como él estaría dispuesta a destruir la obra más importante de su vida? Sería como si…, no sé…, como si se cortara un brazo, o aún peor, como si matase a un amigo, una vida en potencia.

—A veces uno tiene que hacer un gran sacrificio —comentó Bublanski pensativo—. Destruir aquello que se ha querido y con lo que se ha convivido.

—A no ser que exista una copia en algún sitio.

—A no ser que exista una copia en algún sitio —repitió él y, de pronto, hizo un gesto tan peculiar como el de extender la mano.

Farah Sharif no pareció entenderlo. Se limitó a observar la mano como si esperara que él le diese algo. Pero Bublanski decidió no dejarse desanimar.

—¿Sabes lo que dice mi rabino?

—No —respondió ella.

—Que lo que caracteriza a una persona son sus contradicciones. Anhelamos marcharnos lejos y quedarnos en casa al mismo tiempo. Yo no conocía a Frans Balder, y tal vez él hubiera pensado que no soy más que un viejo chiflado. Pero una cosa sí sé: que podemos amar nuestro trabajo tanto como temerlo, al igual que Frans Balder no sólo parecía haber amado a su hijo sino también haber huido de él. Estar vivo, profesora Sharif, es no ser del todo coherente, es apuntar en muchas direcciones; y me pregunto si tu amigo no se encontraría en una encrucijada. Quizá destruyese realmente la obra de su vida. Quizá, hacia el final de sus días, se mostrara con todas sus contradicciones y se convirtiera en una persona auténtica en el mejor sentido de la palabra.

—¿En serio crees eso?

—No lo sé. Pero había cambiado, ¿no? Los tribunales le habían desposeído del derecho a cuidar de su hijo. Aun así, eso fue justo lo que hizo, e incluso logró que se despertara algo en el niño y empezase a dibujar.

—Es verdad, comisario.

—Llámame Jan.

—De acuerdo.

—¿Sabes que algunas personas me llaman a veces «Burbuja»?

—¿Es porque haces burbujas muy bien?

—Ja ja, no; no lo creo. Pero hay algo de lo que estoy seguro.

—¿Y qué es?

—Que tú eres…

No dijo nada más, aunque tampoco hizo falta. Farah Sharif le mostró una sonrisa que, con toda su simplicidad, provocó que Bublanski recuperara la fe en la vida y en Dios.

Lisbeth Salander se levantó a las 08.00 de la enorme cama que tenía en Fiskargatan. Esa noche tampoco había podido dormir demasiadas horas; y no sólo porque hubiera estado luchando, sin ningún resultado, con el archivo encriptado de la NSA. También había permanecido atenta, con la oreja puesta, por si oía pasos en la escalera; de vez en cuando, además, había controlado la alarma y las cámaras de vigilancia que tenía instaladas allí. Al igual que todos los demás, desconocía el paradero de su hermana.

Después de la humillación sufrida en Ingarö, no resultaba del todo imposible que Camilla estuviera preparando un nuevo ataque, con mayor fuerza, o incluso, ya puestos, que los de la NSA derribasen la puerta y entonces irrumpieran en su casa para arrestarla; Lisbeth no se fiaba ni un pelo de ellos. Por tanto apartó esas ideas de su cabeza y, con determinación, entró en el baño y se desnudó de cintura para arriba con el fin de mirar sus heridas de bala.

Le pareció que mejoraban, lo que evidentemente era una verdad relativa. Con todo, en una loca ocurrencia, decidió ir al club de boxeo de Hornsgatan para entrenarse.

El mal con el mal se purga.

Al acabar se quedó sentada en el vestuario reventada por completo y sin apenas fuerzas para pensar. Le vibró el móvil. Lo ignoró. Entró en la ducha y dejó que el agua caliente resbalara sobre su cuerpo, al tiempo que, poco a poco, sus pensamientos se iban aclarando; y entonces el dibujo de August volvió a acudir a su mente. Sin embargo, en esta ocasión no fue el retrato del asesino lo que la atrajo, sino algo que se encontraba apuntado a pie de página.

Lisbeth sólo había visto la obra terminada durante unos breves instantes en la casa de Ingarö, aunque en aquel momento sólo se había concentrado en escanearla y enviársela a Bublanski y a Modig, y si se fijó en algo más, aparte de en la identidad del asesino, fue como mucho en la fascinante precisión de sus detalles. Pero ahora que la traía a la memoria con su mirada fotográfica le interesó mucho más la ecuación que figuraba debajo del dibujo. Salió de la ducha profundamente abstraída, aunque por el ruido que había apenas fue capaz de oír sus propios pensamientos; Obinze estaba montando un pollo de tres pares de narices delante del vestuario.

—¡Cállate! —le gritó—. ¡Estoy intentando pensar!

Pero no sirvió de mucho. Obinze se hallaba fuera de sí; con toda seguridad, otra persona que no se tratara de Lisbeth lo habría entendido. Obinze se había sorprendido de la languidez y la falta de energía con la que ella golpeaba el saco de arena, y había empezado a preocuparse en serio cuando a Lisbeth le costó mantener la cabeza erguida mientras su cara se torcía en muecas de dolor. Al final, en una maniobra sorpresa, se había acercado para subirle la manga de la camiseta. Así había descubierto las heridas de bala, lo que le acabó de sacar de quicio. Al parecer, aún no se le había pasado.

—¡Eres una idiota! Estás loca, ¿sabes? ¡Loca de atar! —le chilló.

Ella no tuvo fuerzas para contestar; se le habían ido por completo del cuerpo, y el recuerdo de lo que había visto en el dibujo se difuminó en su cabeza. Absolutamente exhausta, acabó por sentarse en un banco del vestuario. A su lado estaba Jamila Achebe, una tía dura de pelar con la que no sólo acostumbraba a boxear sino también a acostarse, por lo general en ese orden, porque a menudo la fiereza con la que se pegaban en el cuadrilátero no dejaba de ser un salvaje juego previo. En algunas ocasiones se habían comportado, incluso, de una forma no del todo decente en las duchas. Ninguna de las dos era muy amiga de las normas de etiqueta y protocolo.

—La verdad es que estoy de acuerdo con ese bocazas. No andas bien de la cabeza, tía —dijo Jamila.

—Puede —respondió Lisbeth.

—Esas heridas tienen mala pinta.

—Ya se curarán.

—Pero querías boxear.

—Claro.

—¿Vamos a mi casa?

Lisbeth no contestó. Su teléfono volvió a vibrar, y entonces lo sacó de la bolsa para ver quién era. Había tres sms de un número oculto con el mismo contenido. Al leerlos, cerró los puños al tiempo que su rostro adquiría una expresión atroz, de miedo, y entonces Jamila pensó que quizá fuera mejor acostarse con Lisbeth otro día.

A las 06.00 horas, Mikael ya se había despertado con un par de frases brillantes en la cabeza, de modo que de camino a la revista el artículo se fue gestando por sí solo en su mente. En la redacción trabajó con una profunda concentración, sin apenas reparar en lo que sucedía a su alrededor, aunque, a decir verdad, a veces se le iban las ideas y pensaba en Andrei.

Aún conservaba las esperanzas, si bien sospechaba que Andrei había sacrificado su vida por ese reportaje, así que, de algún modo, intentó rendirle un homenaje a su compañero con cada frase que formulaba. El planteamiento general era que, por una parte, se presentara la dimensión criminal, la historia de un asesinato, con Frans y August Balder como personajes principales, una narración sobre un niño autista de ocho años que es testigo de cómo su padre es asesinado a tiros y que, a pesar de su discapacidad, encuentra la forma de devolver el golpe. Pero, por otra parte, Mikael deseaba que el texto ofreciera asimismo una dimensión educativa, que hablase de un nuevo universo de vigilancia y espionaje donde los límites entre lo legal y lo ilegal se habían borrado. Era cierto que le resultaba fácil escribirlo; con frecuencia las palabras le salían a raudales sin el menor esfuerzo. Sin embargo, la labor no estaba exenta de problemas.

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