Lo que no te mata te hace más fuerte (62 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—¿Cómo vamos a… poder… agradecerte todo esto? —consiguió pronunciar a duras penas entre lágrimas.

—¿Agradecerme?

Lisbeth repitió la palabra como si fuese algo incomprensible, y cuando Hanna se acercó a ella con las manos extendidas para darle un abrazo se echó hacia atrás y le dijo con la mirada clavada en el suelo del vestíbulo:

—¡Esfuérzate! Espabila y deja esa mierda que te estás metiendo, todas esas pastillas o lo que sea. Me lo puedes agradecer de esa manera.

—Sí, claro…

—Y si a alguien se le ocurre meter a August en alguna residencia o institución, golpéalo dura e implacablemente. Céntrate en su punto más débil. Como una guerrera.

—¿Como una guerrera?

—Eso es. No permitas que nadie…

Lisbeth se interrumpió y pensó que a lo mejor no eran unas palabras de despedida muy brillantes, pero tendrían que valer, por lo que se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. No llegó muy lejos. August volvió a murmurar algo, aunque en esta ocasión sí pudo oír lo que decía:

—No ir, no ir…

Lisbeth tampoco tenía una buena respuesta para eso. Sólo dijo con brevedad:

—Todo irá bien, ya verás —y luego agregó como si estuviera hablando para sí misma—: gracias por el grito de esta mañana —y por un momento se instaló el silencio mientras Lisbeth reflexionaba sobre si debía añadir algo más. Pero no, decidió que no. Se dio la vuelta y salió a toda prisa por la puerta. A su espalda, Hanna le gritó:

—¡No sabría describir con palabras lo que esto significa para mí!

Lisbeth ya no oyó nada de lo que decía. Bajó la escalera corriendo y subió a su coche, aparcado en la misma Torsgatan. Cuando conducía por Västerbron, la llamó Mikael Blomkvist por la aplicación RedPhone y le contó que la NSA le estaba pisando los talones.

—Diles que yo también a ellos —contestó malhumorada.

Luego se acercó al domicilio de Roger Winter y le metió un miedo de muerte en el cuerpo. Después se marchó a casa y se puso a trabajar en el archivo encriptado de la NSA, pero no logró avanzar ni un solo paso en la búsqueda de una solución.

Ed y Mikael llevaban todo el día trabajando duro en la habitación del Grand Hôtel. Ed le estaba regalando una historia fantástica, por lo que Mikael iba a poder escribir ese
scoop
que él, Erika y
Millennium
necesitaban con tanta urgencia, así que estaba encantado. Aun así, el malestar que sentía persistía, y no sólo se debía a que Andrei seguía desaparecido, sino que había algo en Ed que no le cuadraba. Para empezar, ¿por qué había venido a Suecia? ¿Y por qué ponía tanto empeño en ayudar a una pequeña revista sueca, tan lejos de todos los centros de poder de Estados Unidos?

Era verdad que se podía ver como un intercambio de favores. Mikael había prometido no revelar el ciberataque sufrido por la NSA y también, al menos a medias, que intentaría convencer a Lisbeth de que hablara con Ed. Pero eso a Mikael no le bastaba como explicación, por lo que dedicó tanto tiempo a leer entre líneas como a escuchar a Ed.

Ed se comportaba como si asumiera un enorme riesgo. Las cortinas estaban echadas y los teléfonos colocados a mucha distancia. Flotaba un aire de paranoia en la habitación. Sobre la cama había documentos clasificados que Mikael podía leer pero no citar ni copiar, y de vez en cuando Ed interrumpía su presentación para entrar en detalles concretos respecto a la protección de las fuentes. Parecía poseer una maníaca obsesión por que nunca se supiera que la información provenía de él y, a veces, aguzaba el oído, nervioso, para escuchar mejor cuando alguien pasaba por el pasillo. En un par de ocasiones se asomó por el resquicio de las cortinas para comprobar que no había nadie fuera vigilándolos y, sin embargo…, Mikael no podía sacudirse del cuerpo la sospecha de que todo eso no era más que teatro.

Tenía la creciente sensación de que Ed, en realidad, poseía un control absoluto de la situación, de que sabía perfectamente lo que estaba haciendo y de que no era cierto que temiese que les estuvieran escuchando. Con toda probabilidad su actuación contaba con el beneplácito de alguien de la cúpula, se le ocurrió a Mikael; sí, incluso era posible que, en el reparto de papeles, a él mismo, sin saberlo, le hubieran asignado uno que aún no entendía.

Por eso lo interesante no residía sólo en lo que Ed había dicho, sino también en lo que no había dicho, y en lo que afirmaba creer conseguir con la publicación del reportaje. Había, no cabía duda, cierta dosis de rabia en él; «algunos malditos idiotas» del Departamento de Vigilancia de Tecnologías Estratégicas le habían impedido que cogiera al
hacker
que había entrado en su sistema sólo porque ellos mismos no querían ser pillados en bragas, lo cual le sacaba de sus casillas, dijo. Pero Mikael no tenía motivos para desconfiar de él respecto a esa cuestión, ni menos aún para dudar de su sinceridad cuando proclamaba que quería destruir a esos tipos, «destrozarlos, aplastarlos bajo mis botas».

Al mismo tiempo, había ciertos detalles en su historia que incomodaban a Mikael y que no se le antojaban muy claros. A veces le daba la sensación de que Ed se enfrentaba con algún tipo de autocensura, y de vez en cuando Mikael interrumpía la sesión para bajar a la recepción sólo con el objetivo de estar solo y pensar o de llamar a Erika o a Lisbeth. Erika siempre descolgaba al primer tono y, aunque el reportaje les entusiasmaba a los dos, sus conversaciones desprendían un aire pesado y sombrío. Andrei continuaba desaparecido.

Lisbeth no contestaba. La localizó, por fin, a las 17.20 horas. Sonaba concentrada y distante, y le comunicó brevemente que el chico se hallaba sano y salvo y con su madre.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Mikael.

—OK.

—¿Sana y salva?

—Más o menos.

Mikael inspiró hondo.

—¿Te has metido en la intranet de la NSA, Lisbeth?

—¿Has hablado con Ed the Ned?

—Eso no te lo puedo decir.

Ni siquiera a Lisbeth podía revelárselo; la protección de fuentes era algo sagrado para él.

—Así que al final resulta que Ed no es tan tonto —sentenció ella como si Mikael hubiera contestado otra cosa.

—O sea, que lo has hecho.

—Es posible.

Mikael sintió unas ganas terribles de echarle una buena bronca y de preguntarle qué coño pensaba que estaba haciendo. Pero se limitó a comentar, reuniendo la máxima calma de la que fue capaz:

—Están dispuestos a dejarte escapar con la condición de que les cuentes cómo lo hiciste.

—Diles que yo también estoy tras sus pasos.

—¿Y eso qué significa?

—Que tengo más de lo que se creen.

—De acuerdo —soltó Mikael pensativo—. Pero podrías plantearte reunirte con…

—¿Ed? «¡Joder!», pensó Mikael, pero bueno, al fin y al cabo el propio Ed quería revelarse ante ella.

—Ed —admitió.

—Un tipo muy chulo.

—Bastante, sí. Pero ¿considerarías la posibilidad de verle si nosotros les pedimos que nos den garantías de que no te van a detener?

—No existen esas garantías.

—¿Te parecería bien que contactara con Annika, mi hermana, para que te represente?

—Tengo mejores cosas que hacer —contestó como si ya no quisiera hablar más del tema. Y entonces Mikael no pudo resistirse a decir:

—Esta historia con la que estamos…

—¿Qué le pasa?

—No sé si la comprendo del todo.

—¿Cuál es el problema?

—Para empezar, no entiendo por qué Camilla aparece de repente después de tantos años.

—Supongo que ha estado aguardando el momento más oportuno.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que siempre ha sabido que un día volvería para vengarse de lo que les hice a ella y a Zala. Pero quería esperar a estar fuerte en todos los niveles. Para Camilla, nada es más importante que estar fuerte, y supongo que ahora ha visto una posibilidad, una oportunidad de matar dos pájaros de un tiro, al menos es como yo lo veo. Tendrás que preguntárselo la próxima vez que te tomes una copa con ella.

—¿Has hablado con Holger?

—He estado ocupada.

—Pero Camilla no lo ha conseguido. Te has salvado, gracias a Dios.

—Me he salvado.

—¿Y no te preocupa que vuelva en el momento más inesperado?

—Sí, se me ha pasado por la cabeza.

—Vale, bien. ¿Y sabes que Camilla y yo no hicimos más que pasear un trecho por Hornsgatan?

Lisbeth no contestó a la pregunta.

—Te conozco, Mikael —fue lo único que dijo—. Y ahora que has conocido a Ed, supongo que también tendré que preocuparme por él.

Mikael sonrió para sus adentros.

—Sí —respondió—. Y lo más probable es que tengas razón. No debemos confiar en él así como así. Yo incluso tengo miedo de convertirme en su idiota útil.

—No te pega mucho, Mikael.

—No, y por eso me gustaría saber qué es lo que encontraste cuando entraste en la NSA.

—Un montón de mierda muy embarazosa.

—¿Sobre la relación de Eckerwald y los Spiders con la NSA?

—Entre otras cosas.

—Que pensabas contarme.

—Si te hubieras portado bien, supongo que lo habría hecho —dijo con una voz socarrona, con lo que Mikael no pudo dejar de alegrarse un poco.

Acto seguido soltó una pequeña risa, porque en ese instante le quedó claro qué era lo que Ed Needham estaba haciendo exactamente.

Le quedó tan claro que le costó mantener la compostura al regresar a la habitación del hotel para continuar trabajando con el estadounidense hasta las 22.00 horas.

Capítulo 29

Mañana del 25 de noviembre

No se toparon con nada desagradable en el apartamento de Orlov de Mårten Trotzigs Gränd. La casa estaba impoluta y recogida, y la cama hecha, con sábanas limpias. La cesta de la ropa sucia, en el cuarto de baño, no contenía nada. No obstante, existían indicios más que sospechosos: los vecinos informaron de que esa misma mañana unos operarios de una empresa de mudanzas habían acudido al lugar, y en una investigación forense más detenida se apreciaron manchas de sangre en el suelo y en la pared, por encima del cabecero de la cama. Y, en efecto, al cotejarlas con una muestra de saliva obtenida en el domicilio de Andrei resultaron pertenecer al joven periodista.

Los detenidos —los dos que aún podían comunicarse— fingieron, no obstante, desconocer por completo el origen de las manchas o cualquier otro detalle relacionado con Zander, por lo que Bublanski y su grupo se concentraron en intentar buscar más información sobre esa mujer a la que se había visto en compañía de Andrei. A esas alturas, la prensa no sólo había escrito abundantemente sobre el suceso de Ingarö sino también sobre la desaparición de Andrei Zander. Dos tabloides, el
Svenska Morgonposten
y
Metro
, publicaron grandes fotografías del joven. Ninguno de los reporteros que había cubierto el suceso había entendido del todo el contexto. Pero ya se especulaba acerca de si el chico podría haber sido asesinado, un crimen que, en circunstancias normales, debería haber activado la memoria de la gente, o, al menos, haberle hecho recordar todo aquello que hubiera parecido sospechoso. Ahora casi pasaba lo contrario.

Los testimonios que obtuvieron y que se consideraban creíbles eran extrañamente vagos, y todos los que prestaron declaración —aparte de Mikael Blomkvist y el panadero de Skansen— vieron motivos para señalar, ya desde el principio, que no creían que la mujer en cuestión fuera culpable de ningún crimen. A todos los que se cruzaron en su camino les había causado una impresión abrumadoramente positiva. Un camarero —un hombre mayor llamado Sören Karlsten— que había atendido a la pareja en el bar restaurante Papagallo de Götgatan incluso se jactó, explayándose largo y tendido, de su conocimiento de la naturaleza humana y llegó a afirmar, sin ningún tipo de duda, que esa mujer «no quería hacer daño a nadie».

«Era todo un portento de elegancia».

La mujer era portentosa en todos los sentidos, si es que había que fiarse del juicio de los testigos y, por lo que Bublanski entendía, iba a ser muy complicado conseguir un retrato robot, pues todos los que la habían visto la describían de modo diferente, como si en vez de describirla proyectaran su ideal femenino en ella. Todo se le antojaba más bien ridículo; para más inri, tampoco disponía de imágenes de ninguna cámara de vigilancia, al menos de momento. Mikael Blomkvist decía que la mujer era, con toda seguridad, Camilla Salander, la hermana de Lisbeth. Tras realizar las pertinentes comprobaciones, resultó ser cierto que esa persona existía, aunque desde hacía muchos años no figuraba en ningún registro, como si se la hubiera tragado la tierra. Si Camilla Salander aún vivía lo hacía bajo otra identidad, y eso a Bublanski no le gustaba nada, sobre todo después de enterarse de que en su familia de acogida se habían producido dos muertes cuyas causas seguían sin esclarecerse y de que las investigaciones policiales que se realizaron entonces fueron muy defectuosas y presentaban una gran cantidad de cabos sueltos y de interrogantes que nunca se habían investigado.

Bublanski había estudiado los casos, avergonzado por la incompetencia de sus colegas, que, por alguna especie de malentendido respeto por la tragedia familiar, ni siquiera vieron oportuno llegar al fondo del llamativo detalle de que tanto el padre como la hija hubieran vaciado sus cuentas bancarias poco tiempo antes de morir, o de que el padre, en la misma semana en que fue hallado ahorcado, hubiera empezado una carta con las palabras:

Camilla: ¿por qué es tan importante para ti destruir mi vida?

Una preocupante oscuridad se cernía sobre esa persona por la que todos los testigos parecían haber sido hechizados.

Eran las 08.00 horas y Bublanski se encontraba en la comisaría, sentado en su despacho, inmerso de nuevo en viejas investigaciones de las que esperaba que arrojaran un poco de luz sobre los acontecimientos. Sabía demasiado bien que había otros cien asuntos con los que aún no había podido ponerse, por lo que se sobresaltó con una mezcla de irritación y sentimiento de culpa cuando le anunciaron que tenía visita.

Se trataba de una mujer a la que Sonja Modig le había tomado declaración y que ahora insistía en verlo. Algún tiempo después, Bublanski se preguntaría si en ese momento no se habría mostrado especialmente receptivo; quizá se hubiera debido a que no esperaba más que problemas y dificultades. La mujer que entró por la puerta no era alta pero poseía un porte de reina y unos intensos ojos oscuros que le contemplaban con ligera melancolía. Tendría unos diez años menos que él y llevaba un abrigo gris sobre un vestido rojo similar a un sari.

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