Lo que no te mata te hace más fuerte (33 page)

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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—No vas a ir a ningún sitio —le espetó ella.

—¿Quién eres? —preguntó él.

—Nadie en especial.

—¿Nos hemos visto antes?

—No exactamente.

—¿Cómo que «no exactamente»?

—Sólo nos hemos visto en tus pesadillas, Arvid.

—¿Estás de coña?

—No mucho.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Dímelo tú.

—¿Y yo cómo voy a saberlo?

Arvid no podía entender por qué sentía tanto miedo.

—Frans Balder fue asesinado anoche —dijo ella con un imperturbable tono de voz.

—Sí… Eh, bueno, sí…, lo he visto en la prensa.

Las palabras le salían atropelladas.

—Qué horrible, ¿no?

—Sí, desde luego.

—Sobre todo para ti, ¿a que sí?

—¿Por qué iba a ser horrible para mí?

—Porque tú le traicionaste, Arvid. Porque tú le diste el beso de Judas.

Arvid se quedó helado.

—¡Y una mierda! —le soltó.

—No, de mierda nada. Entré en tu ordenador, rompí tu cifrado y lo vi de forma muy clara. ¿Y quieres que te diga algo? —prosiguió ella.

Arvid empezaba a tener dificultades para respirar.

—Estoy convencida de que te has despertado esta mañana y te has preguntado si su muerte es culpa tuya. Pues te voy a ayudar con la respuesta: sí, lo es. Si no hubieses estado tan amargado ni hubieras sido tan mezquino y miserable como para venderle su tecnología a Solifon, Frans Balder estaría hoy vivo, y debo advertirte, Arvid, que eso me pone furiosa. Te voy a hacer mucho daño. En primer lugar, vas a recibir el mismo trato que les diste a esas mujeres a las que encuentras en la red.

—Pero ¿tú estás mal de la cabeza?

—Probablemente un poco, sí —respondió ella—. Falta de empatía. Tendencia a recurrir a una violencia desmesurada. Algo así.

Lisbeth le agarró la mano con una fuerza que lo paralizó de puro miedo.

—O sea que, para serte sincera, Arvid, esto no tiene muy buena pinta. ¿Y sabes qué es lo que estoy haciendo ahora mismo? ¿Sabes por qué parezco tan distraída? —continuó ella.

—No.

—Porque estoy dándole vueltas a qué hacer contigo. Estoy pensando más bien en un castigo de tipo bíblico. Por eso doy la impresión de tener la mente en otro sitio.

—¿Qué es lo que quieres?

—Venganza. ¿No te ha quedado claro?

—Gilipolleces.

—No, en absoluto; y creo que tú lo sabes. Aunque la verdad es que hay una salida.

—¿Qué quieres que haga?

Arvid no entendía por qué lo había dicho: ese «¿Qué quieres que haga?» significaba, prácticamente, la admisión de su culpa, una capitulación. Pensó en retractarse de inmediato y presionarla para ver si en realidad tenía alguna prueba o si todo aquello no era más que un farol. Pero no fue capaz. Sería después cuando comprendería que no se había debido a las amenazas que ella le había soltado, ni tampoco a la espeluznante fuerza de sus manos. Ni mucho menos.

Se había debido a la partida de ajedrez, y al sacrificio de la dama. Todavía se hallaba en estado de
shock
por eso, y algo en su subconsciente le decía que una chica que jugaba de esa manera no actuaría sin tener pruebas de sus secretos.

—¿Qué quieres que haga? —acabó repitiendo.

—Vas a acompañarme afuera y me lo vas a contar todo, Arvid. Vas a contarme con pelos y señales cómo traicionaste a Frans Balder.

—¡Es un milagro! —exclamó Jan Bublanski en medio de la cocina de la casa de Hanna Balder mientras contemplaba el arrugado dibujo que Mikael Blomkvist había rescatado de la basura.

—No te pases —intervino Sonja Modig, que estaba a su lado y que tenía razón en lo que decía.

Pues, a pesar de todo, no se trataba más que de unos cuadros de tablero de ajedrez en una hoja y, tal y como Mikael había señalado por teléfono, había algo extrañamente matemático en la obra, como si al chico le interesara más la geometría de los cuadros y su multiplicación en los espejos que la amenazadora sombra que había encima. No obstante, Bublanski seguía entusiasmado. Le habían comentado, una y otra vez, que el niño presentaba un grave retraso mental y que podría ayudar muy poco en el caso. Y ahora August había hecho un dibujo que a Bublanski se le antojó más esperanzador que cualquier otro asunto que hubiera aparecido hasta el momento en la investigación, lo cual le emocionó y reforzó su vieja convicción de que nunca había que subestimar a nadie ni atrincherarse en los prejuicios.

Bien era cierto que ni siquiera sabían si era el preciso instante del crimen lo que August Balder había estado a punto de plasmar. La sombra podría, al menos en teoría, haberla dibujado en otra ocasión, y tampoco había garantías de que el chico hubiera visto el rostro del asesino o de que estuviese capacitado para dibujarlo, pero aun así… En lo más profundo de su corazón, Jan Bublanski creía en ello, y no sólo porque el dibujo, tal y como estaba, fuera virtuoso.

También había estudiado los otros dibujos, incluso los había fotocopiado y llevado hasta allí, y en ellos no sólo se veía un paso de peatones y un semáforo, sino también un hombre avejentado y de labios finos que, desde un punto de vista estrictamente policial, había sido pillado in fraganti: era obvio que el hombre cruzaba la calle cuando el semáforo estaba en rojo. August había captado su rostro con maestría y la policía también lo había reconocido; Amanda Flod, de su equipo, lo había identificado al instante como el del viejo actor —ahora en paro— Roger Winter, condenado tanto por conducir en estado de embriaguez como por malos tratos.

La nitidez fotográfica de la mirada de August Balder sería el sueño de cualquier investigador de homicidios, pero, como era natural, Bublanski también se dio cuenta de que sería poco profesional crearse demasiadas expectativas. Quizá el asesino llevara un disfraz a la hora de cometer el crimen o tal vez su cara ya se hubiera difuminado en la memoria del niño. Había toda una serie de posibilidades menos afortunadas, por lo que Bublanski dirigió una mirada envuelta en una cierta melancolía a Sonja Modig cuando le contestó:

—¿Quieres decir que estoy creándome expectativas poco realistas?

—Para ser un hombre que ha empezado a dudar de la existencia de Dios, me parece que la facilidad con la que ves milagros resulta, cuando menos, llamativa.

—Sí, bueno, puede ser.

—Pero, definitivamente, merece la pena seguir hasta el final. En eso estoy de acuerdo —añadió Sonja Modig.

—Muy bien. Pues venga, vamos a ver al chico.

Bublanski salió de la cocina y con un movimiento de cabeza se despidió de Hanna Balder, que estaba sentada —hundida más bien— en el sofá del salón, jugueteando con un frasco de pastillas.

Lisbeth y Arvid Wrange entraron en el parque de Vasa cogidos del brazo, como un par de viejos e íntimos amigos. Pero las apariencias engañaban: Arvid estaba aterrado mientras Lisbeth Salander lo conducía hacia un banco. No hacía, precisamente, un tiempo como para sentarse tranquilos al aire libre y dar de comer a las palomas. El viento arreciaba de nuevo y las temperaturas habían bajado. Arvid Wrange tenía frío. Pero a Lisbeth le pareció que el banco podría valer, de modo que agarró con fuerza el brazo de Arvid e hizo que se sentara.

—Bueno —dijo Lisbeth—, no prolonguemos esto más.

—¿Mantendrás mi nombre al margen?

—No te prometo nada, Arvid, pero tus posibilidades de volver a tu miserable vida de siempre se incrementarán considerablemente si me lo cuentas todo.

—Vale —dijo—. ¿Sabes lo que es Darknet?

—Sí —contestó lacónica.

Fue el
understatement
del día, una respuesta de lo más modesta, por decir algo. Nadie conocía Darknet como Lisbeth Salander. Darknet era el submundo sin ley de Internet. A Darknet no se tiene acceso sin un
software
cifrado especial. En Darknet el anonimato del usuario está garantizado. Nadie puede encontrarlo a uno en Google o rastrear sus actividades. Por eso, en Darknet abundan los traficantes de droga, los terroristas, los timadores, los gánsteres, los traficantes de armas, los fabricantes de bombas, los chulos y los
black hats
. En ningún otro sitio del mundo digital hay tantos trapicheos y asuntos sucios como en Darknet. Si existe un infierno virtual, ése es Darknet.

Ahora bien, Darknet, en sí mismo, no tiene nada de malo. Si alguien lo sabía, ésa era Lisbeth. Hoy en día, cuando las organizaciones de espionaje y las grandes empresas de
software
siguen cada paso que damos en la red, hay también muchas personas honradas que necesitan un espacio donde nadie las pueda ver; por eso Darknet también se ha convertido en un lugar para disidentes, alertadores y fuentes secretas de información. En Darknet los opositores al régimen pueden hablar y protestar sin que su gobierno pueda llegar hasta ellos, y en Darknet Lisbeth Salander había realizado sus investigaciones y ataques más clandestinos.

De modo que sí, Lisbeth Salander conocía Darknet. Conocía sus páginas web y sus buscadores, conocía todo ese organismo un poco anticuado y lento, alejado de la red oficial, la visible.

—¿Pusiste a la venta en Darknet la tecnología de Balder? —preguntó ella.

—No, no, sólo estuve navegando y buscando un poco. Es que tenía un cabreo de campeonato, ¿sabes? Frans apenas me saludaba. Me trataba como si no existiera y, sinceramente, no le importaba lo más mínimo su tecnología. Sólo la quería para investigar con ella, no para darle otro uso. Todos comprendimos que esa tecnología valía una fortuna, que nos podíamos forrar. Pero a Frans Balder eso le daba igual, sólo deseaba jugar con ella y hacer experimentos, como un crío; y una noche en la que yo había bebido un poco lancé una pregunta en una página muy friki: «¿Quién estaría dispuesto a pagar bien por una revolucionaria tecnología de IA?».

—¿Y recibiste respuesta?

—Pasó mucho tiempo. Tanto que hasta se me olvidó que lo había preguntado. Pero al final, alguien que decía llamarse Bogey me respondió y me empezó a interrogar con preguntas de auténtico entendido. Le contesté sin pensármelo mucho, con una imprudencia algo idiota por mi parte, la verdad, como si estuviera participando en un juego. Hasta que un día comprendí que me habían liado pero bien, y de pronto me entró un miedo de muerte, miedo de que Bogey pudiera robar la tecnología.

—Robarla sin que tú te quedaras con nada, querrás decir.

—Es que no me di cuenta de hasta qué punto me había metido en un juego arriesgado. El típico timo, supongo. Para venderla tenía que contar de qué iba, pero si revelaba demasiado ya podía darla por perdida, y Bogey me daba coba de una forma infernal. Al final logró saber dónde estábamos exactamente y con qué
software
trabajábamos.

—Pensaba
hackear
vuestros ordenadores.

—Es probable. Y además averiguó mi nombre por la puerta trasera, lo que ya me hundió por completo. Me volví paranoico y le dije que quería echarme atrás. Pero ya era demasiado tarde. Y no porque Bogey me amenazara, al menos de manera directa, sino porque no paraba de decirme que él y yo haríamos grandes cosas juntos y que ganaríamos mucha pasta. Al final accedí a verle y quedamos en un restaurante chino que hay en un barco, junto a Söder Mälarstrand. Recuerdo que ese día hacía frío y soplaba un viento muy fuerte, y que me presenté puntual; y allí me quedé, esperando. Porque él no apareció, al menos durante media hora. Después me pregunté si no me habría estado vigilando.

—Pero ¿acabó yendo?

—Sí, y al principio me quedé perplejo. No podía creer que fuera él. Parecía un yonqui, o un mendigo; y si no hubiera descubierto ese reloj Patek Philippe en su muñeca le habría dado un billete de veinte para ayudarle. Tenía unas cicatrices raras en los brazos y unos tatuajes caseros, y al andar agitaba los brazos como si fueran alas. Además, llevaba una gabardina mugrienta, como de vivir en la calle. Pero lo más curioso de todo es que parecía estar orgulloso de ello. La verdad es que eran sólo el reloj y los zapatos hechos a mano los que hacían pensar que había conseguido salir de la miseria. Por lo demás, daba la impresión de querer ser fiel a sus raíces. Así que después, cuando ya se lo había entregado todo y estábamos celebrando nuestro acuerdo con un par de botellas de vino, le pregunté por su pasado.

—Pues espero, por tu propio bien, que te diera algunos detalles.

—Si piensas seguirle la pista debo advertirte que…

—Ahórrate tus consejos, Arvid. Quiero datos concretos.

—De acuerdo. El tío fue muy prudente, claro —continuó—. Pero algo me contó. Quizá no pudiera resistirlo. Se había criado en una gran ciudad de Rusia. No me dijo cuál. Me explicó que lo había tenido todo en contra. Todo. Su madre era puta y heroinómana, y su padre podría haber sido cualquiera; de pequeño lo internaron en un orfanato que por lo visto era infernal. Me confesó que allí vivía un loco que solía tumbarle sobre un banco de carnicero que había en la cocina y azotarle con un palo roto. Cuando tenía once años se escapó y empezó a vivir en la calle. Robaba y se metía en sótanos y portales para buscar un poco de calor, y se emborrachaba con vodka barato y esnifaba pegamento. Llegaron a pegarle y a abusar de él. Pero también descubrió una cosa.

—¿Qué?

—Que tenía talento. Lo que otros tardaban horas en conseguir, él lo hacía en unos segundos. Era un maestro reventando cerraduras, y ése fue su primer gran motivo de orgullo, su primera identidad. Antes de eso no era más que un mocoso de mierda que vivía en la calle y al que todo el mundo despreciaba y escupía. Ahora se había transformado en el chico que podía entrar en cualquier parte, y pronto se obsesionó con aquello; se pasaba el día soñando con ser el nuevo Houdini, aunque al revés: él no quería escapar de ningún sitio, sino meterse dentro. Por eso se entrenaba para ser aún mejor —en algunas ocasiones diez, doce, catorce horas diarias—, hasta que al final se convirtió en una leyenda de la calle, o al menos eso fue lo que me dijo. Empezó a realizar operaciones cada vez más ambiciosas y a usar ordenadores hechos con piezas de otros que había robado. Se introdujo en toda clase de equipos informáticos y comenzó a ganar un pastón como
hacker
. Pero todo se lo gastaba en droga y mierdas de ésas, y a menudo le robaban y abusaban de él. Podía tener la mente totalmente lúcida cuando daba sus golpes, pero después se metía en la niebla de la droga y entonces siempre había alguien que aprovechaba para pisotearlo. Era un genio y un completo idiota al mismo tiempo, según me explicó. Hasta que un día todo cambió. Fue salvado, sacado de su infierno.

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