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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (167 page)

BOOK: Lo que el viento se llevó
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«No puedo volver a entrar ahora ahí dentro y hablar con todos ellos —pensó—. No puedo enfrentarme esta noche con Ashley y consolarlo. Esta noche, no. Mañana por la mañana vendré temprano y haré las cosas que tengo que hacer, diré las cosas alentadoras que tenga que decir. Pero esta noche no. No puedo. Me voy a casa.»

De allí a su casa sólo había cinco manzanas de edificios... No quería esperar a que el sollozante Peter enganchase el coche, no quería esperar al doctor Meade para que la llevase a casa. No podía soportar las lágrimas del uno ni la muda reprobación del otro. Bajó rápidamente los oscuros escalones y salió, sin abrigo ni sombrero, a la humedad de la noche. Dio vuelta a la esquina y echó a andar, colina arriba, hacia Peachtree Street, caminando por un mundo silencioso y oscuro. Hasta sus propios pasos eran tan silenciosos como en un sueño.

Mientras se acercaba a la colina con el pecho henchido de lágrimas que no querían brotar, percibió a su alrededor una sensación irreal, la sensación de que ya había estado en aquel lugar húmedo y oscuro y bajo el mismo cúmulo de circunstancias, y no una, sino varias veces antes de entonces. «¡Qué tontería!», pensó, intranquila, apretando el paso. Los nervios la estaban engañando. Pero la sensación persistía, invadiendo su imaginación. Miró a su alrededor, insegura, y la sensación aumentó, fantástica, pero familiar. Levantó la cabeza como un animal que presiente el peligro. «Es sencillamente que estoy destrozada por lo que ha ocurrido», se dijo, procurando tranquilizarse. ¡Y la noche tan misteriosa, tan llena de niebla! Nunca había visto antes una niebla tan espesa, excepto..., excepto...

Y entonces comprendió, y el miedo le oprimió el corazón. Ahora sabía. En cientos de pesadillas había volado a través de una niebla como ésta, a través de una región obsesionante, sin linderos, envuelta en una niebla densa y helada, poblada de espíritus horribles y de sombras. ¿Estaba otra vez soñando o era el sueño que se había hecho realidad?

Por un momento, la noción de las cosas la abandonó y se vio perdida. La antigua sensación de la pesadilla se apoderó de ella más fuerte que nunca y su corazón comenzó a galopar. Estaba de nuevo rodeada de muerte y de silencio, como había estado una vez en Tara. Todo lo que importaba en el mundo se había marchado de él, la vida estaba en ruinas y el pánico ululaba en su corazón como un huracán furioso. El horror que entrañaba la niebla y era a la vez la niebla, la dominó. Y echó a correr. Como había corrido un centenar de veces en sus sueños, lo mismo corría ahora. Huyendo ciegamente, sin saber adonde, impelida por un espanto sin nombre, buscando entre la niebla gris la salvación que estaba en algún sitio.

Corrió por la oscura calle arriba, con la cabeza baja, el corazón martilleándole en el pecho, el aire húmedo de la noche en los labios, los amenazadores árboles sobre su cabeza. En algún sitio, en algún sitio de esta tierra salvaje, llena de húmeda calma, había un refugio. Jadeaba colina arriba con las húmedas faldas golpeándole los tobillos, con los pulmones a punto de estallar, con los cordones del corsé hundiéndole las varillas en el corazón.

Entonces, ante sus ojos, brilló una luz, una hilera de luces, empañadas y vacilantes, pero completamente reales. En su pesadilla nunca había habido luces, ¡sólo niebla gris! Su mente se asió a estas luces. Las luces significaban salvación, gente, realidad. De pronto detuvo su carrera con las manos crispadas, luchando por salir de su terror, mirando con intensidad la hilera de faroles que habían indicado a su cerebro que aquello era Peachtree Street, en Atlanta, y no un mundo gris de espíritus y sueños.

Se dejó caer, jadeante, en un guardacantón, esforzándose en dominar sus nervios como si fuesen cuerdas que se escapasen rápidamente de sus manos.

«Estaba corriendo, corriendo como una persona trastornada», pensó, con el cuerpo tembloroso aún por el miedo que iba disminuyendo, con los locos latidos del corazón haciéndole daño. Pero ¿hacia dónde corría?

Su respiración se hizo más sosegada, mientras descansaba oprimiéndose el pecho con las manos. Y miró Peachtree Street arriba.

Allí, en la cima de la colina, estaba su casa. Le pareció como si todas las ventanas estuvieran iluminadas, iluminadas desafiando a la niebla a empañar su brillo. ¡Su hogar! ¡Era verdad! Miró la lejana mole de la casa con agradecimiento, deseándola, y una gran tranquilidad invadió su espíritu.

¡El hogar! Allí era adonde deseaba ir. Allí era donde corría. ¡Al hogar, con Rhett!

Al darse cuenta de esto fue como si alrededor de ella cayesen las cadenas que la habían tenido prisionera y, con las cadenas, el miedo que había poblado sus sueños desde la noche que en Tara había creído que el mundo se acababa. Al final de su camino a Tara había sentido que se acaba la seguridad, la fuerza, la prudencia, la ternura, la comprensión, todas aquellas cosas que, encarnadas en Ellen, habían sido la salvaguardia de su infancia. Y, aunque desde aquella noche había alcanzado la seguridad material, en sus sueños, era todavía la chiquilla asustada que buscaba la seguridad perdida de aquel perdido mundo.

Ahora sabía que el puerto que había buscado en sueños, el lugar de refugio que la niebla le había ocultado siempre, no era Ashley... ¡Oh, nunca Ashley! No había más calor en él que en un fuego fatuo, no más seguridad que en unas arenas movedizas. Era Rhett... Rhett, que tenía brazos fuertes para sostenerla, un ancho pecho para reclinar su cansada cabeza, risas burlonas que daban a los asuntos las proporciones debidas y comprensión absoluta, porque él, como ella, veía la verdad como verdad, sin oscurecerla con sublimes nociones de honor, sacrificio y grandes ilusiones puestas en la naturaleza humana. Él la quería. ¿Cómo no se había dado cuenta de que Rhett la quería a pesar de todos sus desprecios y su alardear de lo contrario? Melanie lo había visto y con su último suspiro le había dicho: «¡Sé buena para él!».

«¡Oh! —pensó—. Ashley no es la única persona estúpidamente ciega; yo también debía haber visto...»

Durante muchos años había apoyado su espalda contra el muro de piedra del amor de Rhett y lo había tomado como algo debido y natural, igual que había tomado el amor de Melanie, enorgulleciéndose con la idea de que la fuerza que estos amores le comunicaban era exclusivamente suya. Y lo mismo que había comprendido, hacía unas horas, que Melanie había estado a su lado en las amargas luchas contra la vida, comprendía ahora que Rhett había estado, silencioso, en el fondo, amándola, comprendiéndola y dispuesto a ayudarla. Rhett en la rifa, leyendo la impaciencia en sus ojos y llevándola a la realidad; Rhett ayudándola a salir del cautiverio de la aflicción; Rhett conduciéndola a través del fuego y de las explosiones la noche de la caída de Atlanta; Rhett prestándole el dinero para empezar su lucha por la vida; Rhett que la tranquilizaba cuando se despertaba por las noches, llorando por miedo a sus sueños... No, ningún hombre hace esas cosas por una mujer a la que no quiere hasta la locura.

Los árboles goteaban sobre ella, pero Scarlett ni siquiera se había dado cuenta. La llovizna formaba remolinos a su alrededor, pero no los sentía. Porque, cuando pensó en Rhett con su rostro bronceado, sus dientes brillantes, sus oscuros ojos vivos, un temblor se apoderó de lia.

«¡Yo lo amo!», pensó. Y, como siempre, aceptó la verdad sin asombro, como una niña acepta un regalo. «No sé cuánto tiempo hace que lo quiero, pero es verdad. Y, si no hubiera sido por Ashley, me hubiera dado cuenta hace mucho. Nunca he sido capaz de ver el mundo, porque Ashley se interponía.»

Lo amaba tal como era: despreocupado, bribón, sin escrúpulos, sin honor, al menos el honor tal como lo admitía Ashley. «¡Condenado honor de Ashley! —pensó—. El honor de Ashley me ha dejado a mí siempre malparada. Sí, ya desde el principio, cuando empezó a acompañarme aunque sabía que su familia tenía proyectado su matrimonio con Melanie; Rhett nunca me ha dejado malparada, ni siquiera aquella espantosa noche de la recepción de Melanie, cuando debía haberme retorcido el pescuezo. Aun cuando me dejó en mitad del camino la noche de la caída de Atlanta, sabía que estaba segura, sabía que saldría de aquello de algún modo. Estaba, sencillamente, probándome. ¡Me ha amado siempre, y yo he sido tan ruin con él! Una y otra vez le he herido, y él era demasiado orgulloso para dejarlo ver. Y cuando Bonnie murió... ¡Oh! ¿Cómo he podido?»

Se puso en pie y miró la casa de la colina. Había pensado hacía media hora que lo había perdido todo en el mundo, excepto el dinero, todo lo que hacía la vida digna de ser vivida: Ellen, Gerald, Bonnie, Mamita, Melanie y Ashley. Tenía que perderlos a todos para darse cuenta de que amaba a Rhett. Lo amaba porque era fuerte y no tenía escrúpulos; y apasionado y humano como ella misma.

«Voy a decírselo todo —pensó—. Comprenderá. Siempre comprende. Le diré cuánto lo quiero y lo loca que he sido, y yo le compensaré de todo.»

De repente se sintió fuerte y feliz. Ya no sentía miedo a la oscuridad ni a la niebla y sentía, con el corazón lleno de alegría, que nunca más le volverían a infundir miedo. Poco importaba que las nieblas la ciñesen en el futuro. Ya conocía su refugio. Echó a andar alegremente calle arriba hacia el hogar, y el camino le pareció muy largo. Muy lejano. Se recogió las faldas hasta las rodillas y echó a correr. Pero esta vez no le hacía correr el miedo. Corría porque los brazos de Rhett estaban al final de la calle.

63

La puerta principal estaba ligeramente entreabierta, y Scarlett entró sin aliento y se detuvo un instante bajo los irisados colgantes de la lámpara. A pesar de tanta iluminación, la casa estaba muy tranquila, no con la serena tranquilidad del sueño, sino con un silencio cansado y vigilante, que tenía algo de presagio. Scarlett vio, con una mirada, que Rhett no estaba en el salón ni en la biblioteca y su corazón se estremeció. ¿Y si no estuviera en casa? ¿Si estuviera con Bella? ¿O en cualquiera de los otros sitios en que pasaba las noches cuando no volvía a cenar? No había contado con eso.

Empezaba a subir las escaleras para ir en su busca, cuando vio que la puerta del comedor se hallaba cerrada. Su corazón se contrajo de vergüenza, a la vista de la puerta cerrada, recordando cuántas noches, en aquel último verano, él había estado allí solo, sentado, bebiendo, hasta emborracharse de tal modo, que tenía que venir Pork para llevarlo a la cama. Había sido suya la culpa, pero ahora cambiaría. ¡Todo iba a ser distinto de ahora en adelante!... «¡Pero, Dios mío, no dejes que esté demasiado embriagado esta noche! Si está demasiado embriagado, no me creerá y se reirá de mí, y eso me destrozará el corazón».

Quedamente abrió una rendija en la puerta del comedor y atisbo por ella. Rhett estaba sentado delante de la mesa, hundido en su silla, con una botella llena delante, de él, con el tapón puesto, los vasos limpios. ¡Gracias a Dios, no había bebido! Scarlett empujó la puerta, conteniéndose para no correr hacia él. Pero, cuando Rhett levantó la vista y la miró, algo en su mirada la paralizó en el umbral, y detuvo las palabras que iban a salir de sus labios.

La miraba imperturbable, con los ojos negros fatigados y sin brillo alguno. Aunque Scarlett traía el cabello deshecho y colgando sobre los hombros, y su pecho se levantaba agitadamente, y las faldas tenían salpicaduras de barro hasta las rodiEas, el rostro de Rhett no reflejó el menor asombro ni interrogación, ni sus labios hicieron la menor mueca de burla. Estaba hundido en la silla, con el traje arrugado y desaliñado. Todos sus rasgos proclamaban la ruina de una gran figura y el abotagamiento de un hermoso rostro. La bebida y la disipación habían hecho su obra en aquel perfil de medalla, y ahora no era ya la cabeza de un joven príncipe pagano en oro recién acuñado, sino la de un César de cobre, cansado, y decadente y gastado por el prolongado uso. Él la miró, tal como estaba allí, con la mano en el corazón; la miró tranquila, casi amistosamente, y esto la asustó.

—Ven y siéntate —dijo—. ¿Ha muerto?

Scarlett asintió con la cabeza y avanzó hacia él, vacilante, llena de inseguridad ante esta nueva expresión de su rostro. Sin levantarse, Rhett empujó una silla con el pie y Scarlett se dejó caer en ella. Hubiera querido que no hablase tan pronto de Melanie. No quería hablar de ella ahora, revivir la agonía de la última hora. Tenían todo el resto de la vida para hablar de Melanie. Y, en cambio, a ella le pareció, poseída ahora del deseo de gritarle: «¡Te quiero!», que no había más que aquella noche, aquella hora, para decirle a Rhett lo que bullía en su mente. Pero vio algo en el rostro de Rhett que la contuvo, y de repente sintió vergüenza de hablar de amor cuando el cuerpo de Melanie aún no había acabado de enfriarse.

—¡Dios le dé su eterno descanso! —dijo él, sombrío—. Era la única persona verdaderamente buena que he conocido.

—¡Oh, Rhett! —exclamó Scarlett llorando, pues sus palabras le hacían recordar con demasiada viveza todas las cosas buenas que Melanie había hecho por ella—. ¿Por qué no fuiste conmigo? Fue terrible... ¡y te he necesitado tanto!

—No hubiera podido soportarlo —dijo Rhett sencillamente, casi en un susurro.

Y permaneció un momento en silencio. Luego habló haciendo un esfuerzo, y dijo lentamente:

—Una verdadera gran señora.

Su sombría mirada miró más allá de ella. En sus ojos había la misma expresión que viera Scarlett la noche de la caída de Atlanta, cuando él le anunció que se marchaba con las tropas. La sorpresa de un hombre que ya no espera de sí mismo nada bueno y de repente se descubre lealtades y emociones insospechadas y se siente en ridículo ante el descubrimiento.

Su mirada melancólica se fijó por encima del hombro de Scarlett, como si pudiese ver a Melanie atravesar silenciosamente la habitación dirigiéndose hacia la puerta. En la mirada de despedida de sus ojos no había pena ni dolor; sólo sorpresa de sí mismo, sólo un conmovedor revivir de emociones muertas desde la infancia. Y dijo de nuevo:

—¡Una verdadera gran señora!

Scarlett se estremeció y la esperanza abandonó su corazón. Y también el suave calor, la luz que la había traído a casa como con alas en los pies. Comprendía a medias lo que pasaba en la mente de Rhett al decir adiós a la única persona del mundo a quien respetaba, y se desoló de nuevo, con una espantosa sensación de vacío que no era tan sólo personal. No podía comprender ni analizar por completo lo que él experimentaba, pero le parecía como si ella también hubiese oído el susurro de unas faldas sedosas que la rozaban en una última caricia. A través de los ojos de Rhett veía pasar no una mujer, sino un símbolo, la mujer suave, borrosa, pero firme como el acero, con quien el Sur había construido su hogar durante la guerra y a cuyos orgullosos y amantes brazos había vuelto en la derrota.

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