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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Fantástico, Romántico

Lo que dure la eternidad (29 page)

BOOK: Lo que dure la eternidad
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Cuando su histérico ataque de risa remitió, Cris miró al fantasma. El sexto conde de Killmar la observaba a su vez, intrigado, sin comprender su hilaridad ni sus gritos. Ella se sentó sobre sus talones y alargó la mano para acariciar el pecho masculino, que se evaporó entre sus dedos.

Su euforia por haber dado al fin con la clave del misterio desapareció como por encantamiento. Se dio cuenta de que estaba a punto de poner fin a tantos años de expiación… ¡A punto de perderlo!

Las lágrimas acudieron de repente a sus ojos y ella se puso en pie de un salto, para ahuyentarlas.

—Tenemos que hacer una visita —apremió, ahogando un sollozo.

Dargo se irguió en toda su estatura. Acababa de comprenderlo todo. Sus ojos también se nublaron. Los de Cristina, llorosos, le decían que les quedaba poco tiempo. Sintió una mezcla de alivio y desesperación en el pecho. El misterio empezaba a aclararse, y eso significaba que él estaba a punto de viajar, definitivamente, al Otro Lado.

Capítulo
24

E
ran como dos barcos varados ante la tumba.

Quinientos años de sufrimiento y desesperanza estaban a punto de evaporarse. Sólo tenían que alargar la mano, y el misterio acabaría.

Sin embargo, los dos parecían remisos a violar el sepulcro. Los dos candelabros de la capilla que Cristina había bajado hasta la cripta les procuraban la suficiente luz para admirar la figura de inmaculada belleza de Fionna Killmar. Las sombras danzaban en torno a ellos, como sabuesos negros.

—Tenemos que abrirla.

—Me cuesta ser yo mismo quien profane la tumba de mi madre.

Los ojos de Dargo se habían tornado más oscuros y brillantes, y Cristina supo que su adorado fantasma estaba tan próximo a llorar como un humano. Se le encogió el corazón. Habría deseado hallar la solución al enigma ella sola, sin tener que hacerlo pasar por aquel trance, pero ya no había remedio. Además, él tenía todo el derecho del mundo a estar allí. Más derecho que nadie.

Ella intentó mover la lápida, pero su esfuerzo fue en vano, así que pidió ayuda a Dargo con un mohín en los labios.

—No voy a poder hacerlo yo sola.

—Eso me temo. Es una losa muy pesada.

—Y no podemos pedir ayuda a nadie. Pensarían que estoy como una cabra si le digo a alguien que baje aquí a abrir un sarcófago.

Dargo inspiró hondamente y cerró los puños con fuerza.

—Retorcido hasta el final —murmuró, refiriéndose a su padre.

Cristina estudió la sepultura con detenimiento. Era tan hermosa que le sabía mal tener que violarla.

Su mente, lúcida como siempre, comenzó a trabajar con rapidez, como los engranajes de un reloj.

—No puede ser.

—¿Qué no puede ser?

—La lápida debió de ser colocada por varios hombres. Al peso de la losa hay que añadir el de la estatua. Es imposible que tu padre pudiese moverla él solo.

—Pediría ayuda.

—No. —Comenzó a pasearse entre los sepulcros, con las manos cruzadas a la espalda—. No. —repitió al cabo de un momento—. Escondió la reliquia cuando estaban atacando Killmarnock, ahora estoy segura. Fue un acto desesperado, Dargo. Piensa. ¡Piensa, condenado seas! —le espetó—. Supongo que un fantasma puede pensar, ¿no?

A pesar de la tensión y del lugar, ella seguía maquinando. Aquella mujercita era única, estaba hecha de una pasta distinta de la del resto de los mortales. La gran mayoría de la gente habría optado por marcharse del castillo a las primeras de cambio. Ella, no. Cris no sólo se había quedado en Killmarnock, sino que había aceptado convivir con un espectro y lanzarse a desenmarañar el cenagoso misterio que lo mantenía merodeando entre sus muros. Ahora estaba allí, en compañía de un aparecido, rodeada de las sepulturas de sus antepasados, tratando de atinar con la solución que él había tenido a su alcance durante tantos años sin siquiera sospecharlo. Allí, tan cerca. Sólo había que pensar. Dargo deseó no haber nacido en el siglo XVI sino en la época actual. Cristina estaba hecha para él. ¡Dios la había creado para ser su compañera! Por desgracia, el Creador se había adelantado quinientos años.

Cristina se colocó otra vez más frente a la escultura de Fionna.

—«Eres mi firmamento…» —recitó, repasando los rasgos de su cara.

Dargo sintió un vahído y continuó:

—«Cuando el firmamento alumbre la reliquia…»

—¡Eso es! Esa cavidad dibujada en los bocetos. ¡Tiene que ser eso!

Antes de que ella acabara de hablar, Dargo ya estaba levantando la mano hacia el broche de piedra que descansaba entre los senos de la estatua. Sus dedos se fundieron con la piedra, traspasándola. El fantasma, conmovido, suspiró.

—Al fin, la clave.

Cristina no se lo pensó dos veces. Se encaramó sobre la lápida y de pie, con cuidado, pisó las líneas cinceladas de las flores de piedra. Estiró el brazo y tocó también el broche, y en el acto la invadió la sensación de que la mano de él se acoplaba a la suya con un sello invisible. Los dos estaban juntos en aquella aventura de locos. Unidos sus dedos, ella apreció el señorial perfil de Dargo, cuyos ojos perforaban las cuencas vacías de los de su madre, con los dientes apretados, el cuerpo tenso como la cuerda de un arco, más visible que nunca. Ella apretó el broche de piedra con fuerza y esperó, pero no pasó nada. Y entonces, le habló a Fionna:

—Ayúdanos. —Fue como un rezo—. Ayúdalo, por favor.

A Cristina la sacudió un estremecimiento cuando la luz de uno de los candelabros titiló y las sombras de la cripta danzaron, produciendo el efecto de que la estatua de Fionna les sonreía. Hizo girar el broche y oyeron un ruido sordo, de piedra moviéndose sobre piedra. Saltó al suelo y se apartó un par de pasos, absorta y expectante, con un nudo en la boca del estómago. ¡La estatua se estaba abriendo lentamente! ¡Los pliegues del vestido que caían desde el escote hasta cubrir los pies de la figura se estaban desplazando hacia un lado!

—Dios… —gimió Cris, temiendo no poder soportar la tensión.

Los brazos de Dargo la rodearon, consiguiendo que su calor prevaleciese sobre el frío intenso que se había apoderado de ella. La humedad de la cripta desapareció, el miedo pasó a ser solamente un mal recuerdo. Cristina abrió los ojos como platos cuando la piedra acabó de desplazarse y, en el vientre de la estatua, apareció una caja.

Como una autómata, se aproximó a la sepultura y la extrajo. Lanzó una exclamación admirativa ante la hermosura del cofre. Madera de sándalo con tiras de oro e incrustaciones de piedras preciosas. Sin duda, una caja para la custodia de una reliquia sagrada. Antes de abrirla se la ofreció a Dargo. El la contemplaba a su vez fijamente, pero no mostraba signos de alegría. Parecía no importarle haber encontrado al fin lo que había estado buscando durante casi quinientos años. Su rostro era una máscara de dolor, y ella supo lo que estaba pensando. Era el final de una larga lucha, pero también era el final para ellos.

Mordiéndose los labios para ahogar un sollozo, centró su atención en el cofre y lo abrió con cuidado. Parpadeó ante la rica tela que contenía y sacó el paquete. Sus manos se echaron a temblar. No era creyente y el tema de las reliquias le había parecido siempre una superchería, un asidero de la fe, una respuesta a la incógnita sobre lo que había más allá de la muerte. Ella siempre había tenido los pies en la tierra, pero ahora, abrazando entre sus manos la que pudo haber sido ciertamente una de las sandalias de Jesús, temblaba como una hoja. Millones de creyentes de todo el mundo peregrinarían en un arrobamiento místico que la propia Iglesia de Roma bendeciría.

Tontamente, se preguntó si era digna de tocar siquiera aquella sandalia. Sobrecogida, le afluyeron las lágrimas a los ojos, imparables. Se refugió en la presencia de Dargo, con un nudo en la garganta por el esfuerzo de reprimir el llanto.

—Hazlo conmigo —pidió.

Dargo se inclinó a su lado, y entre ambos, con los dedos de ella pasando a través de los del fantasma, retiraron la rica tela. Era lo que ella esperaba. Una sandalia vieja, amarillenta pardusca, desgastada, de cáñamo burdamente cosido y deshilachada. Cristina contempló aquel objeto de hacía dos mil años y sintió el repentino impulso de arrodillarse ante él y pedir perdón, no sabía por qué.

—¡Vaya, vaya, vaya! —Como un latigazo, desde la entrada de la cripta, aquella aparición rompió el hechizo.

Tyron estaba en mitad de la escalera, con el hombro izquierdo contra la pared, en una pose indolente. Les apuntaba con una pistola que empuñaba con la mano derecha.

—¡Parnell!

—De modo que, al final, la listilla de la señorita Ríos halló la reliquia. Ha tenido usted una colaboradora estupenda, lord Killmar.

Cristina no acababa de comprender la actitud del americano. El repentino temor al verlo allí, apuntándole con un arma, se disipó. ¿Lord Killmar? Torció la cabeza para mirar a Dargo. El fantasma estaba tras ella, con la mano derecha sobre su hombro, y parecía tan real como Parnell, con sus ojos brillantes y verdes como las esmeraldas fijos en Tyron, mostrando una indiferencia de hielo. «¡Parnell lo está viendo!», pensó Cristina, asombrada y regocijada al mismo tiempo. La cólera hacía tan visible a Dargo que Parnell lo confundía con el conde. Cris tomó aire, prestó su atención al americano y preguntó:

—¿Qué buscas aquí?

La risotada del rubio resonó amplificada entre las sepulturas.

—¿Acaso no está claro, encanto? —El aire cordial que solía adoptar se esfumó, dando paso a una mueca de odio—. ¡Quiero esa maldita reliquia! ¡Y la quiero ahora!

—No te pertenece.

—¡Por supuesto que sí! Envuelve la sandalia en el lienzo, métela en el cofre y déjala sobre la tumba. Luego, apartaos.

Cristina hizo lo que él le ordenaba. Sus pensamientos giraban como una peonza buscando una salida. No se había vuelto medio loca desentrañando el misterio para permitir que ahora aquel cabrón se llevara la sandalia del Mesías. ¡Cómo la había engañado, el muy hijo de puta!

—Realmente no importaría,
acushla
—dijo Dargo, a su lado—. Yo debía encontrar la reliquia, pero la maldición nada decía de conservarla. —Ella lo miró desconcertada y vio en sus labios una sonrisa diabólica—. De todos modos, no voy a permitir que se la lleve. Pertenece a Killmarnock. Siempre ha pertenecido a mi familia. Y aquí se quedará. Tampoco yo he dedicado casi quinientos años a buscarla para dejarla marchar ahora.

Parnell se mostraba muy seguro.

—¡Ésa es otra! Debo reconocer que tienes una mente privilegiada para la fantasía, señorita Ríos. Y, por lo que veo, lord Killmar te secunda. Cuando descubrí tu diario creí que estabas loca. ¡Un fantasma! —Otra risotada y bajó dos peldaños. Hizo un gesto con la mano armada y esperó a que retrocedieran para acercarse al cofre. Lo tomó bajo el brazo—. ¿Estás escribiendo el borrador de una novela de misterio?

—¿Hurgaste entre mis cosas, mal nacido?

—Veo que no te has enterado de nada. Registré el condenado castillo desde las almenas hasta los sótanos, cielo. Tus papeles estaban muy a la vista, muñeca. Debo admitir que por un momento me quedé perplejo, cuando leí sobre la aparición. Bonita historia para niños —sonrió—. Puede que hasta tenga éxito cuando la publiquen. Francamente, hasta creí que lo de su accidente era cierto, lord Killmar, y que estaba moribundo de verdad en una clínica.

Dargo acogió irónicamente el halago.

—Esto no es una fantasía, Parnell —replicó Cristina, con una confianza ciega que recorría cada fibra de su cuerpo—. Dargo es un fantasma. En realidad, es el fantasma del sexto conde Killmar. Y el actual conde, en efecto, está en coma, lo creas o no.

—Claro, claro. Por eso yo puedo verlo. Por eso voy a meterle una bala en el cuerpo. Puedo asegurarte que será realmente un fantasma antes de que yo salga de esta cripta.

—Dudo que tenga la oportunidad —sonrió Dargo—. Déjeme decirle que es usted el que no entiende un carajo. He estado al tanto de todas sus idas y venidas, de sus pesquisas, si quiere llamarlas así. Es usted un simple ladrón, pero reconozco que en algo me ha sorprendido: ha tenido agallas para bajar aquí.

—El diario de Cristina es muy explícito. Sabía que estaba a punto de descubrir lo que yo perseguía, de modo que solamente he tenido que estar pendiente de sus pasos. ¿Agallas para bajar aquí, dice? ¿Por qué no habría de tenerlas? No temo a los muertos.

Dargo hizo chascar la lengua.

—Pues debería, Parnell —siseó el conde, con aquella entonación que paralizaba—. Debería.

Tyron, impresionado a su pesar, quiso disimular la repentina inquietud que le causaron aquellas palabras. Sin poder evitarlo echó una rápida ojeada por entre las sepulturas.

Dargo aguardó en silencio, alerta a las reacciones de su enemigo. No perdía de vista el arma. Sabía que Parnell se estaba poniendo nervioso, podía oler su miedo a aquella distancia, por más que él se esforzara por enmascararlo. No podía matarlo a él, pero el temor a que disparase contra Cristina lo mantenía pegado al suelo y le impedía moverse. Un parpadeo y el americano podía apretar el gatillo. Habría debido ocuparse de él mucho antes, pero había estado demasiado absorto buscando la solución al enigma y ahora había puesto a la muchacha en una situación real de peligro. No quería correr riesgos. ¡No podía correrlos! Prefería un millón de veces que aquel descerebrado se llevase la reliquia a que la mujer que amaba fuese víctima de un desenlace fatal.

—No solamente puedo matarle —oyó decir a Tyron, que había recuperado la confianza—, sino que lo haré.

—No podrás salir de Killmarnock si disparas —le advirtió Cristina con un hilo de voz.

—Esta cripta está bastante aislada, lejos de las galerías y de las habitaciones de la servidumbre. Nadie oirá el ruido de un disparo. Por si no te has dado cuenta, preciosa, la nevada ha cesado y cae una tormenta de mil diablos ahí afuera. El estruendo de los truenos ahogará cualquier ruido que se produzca aquí dentro.

Cristina dio un paso hacia él. Notó algo, como si la mano de Dargo intentase asirla del brazo para retenerla, pero avanzó otro paso más, clavando su mirada en la de Tyron.

—¿Vas a matarnos a los dos? —preguntó—. ¿Cómo explicarás después el hallazgo de los dos cadáveres?

—No es tan complicado. Creí que con tu mente privilegiada para las fantasías ya lo habrías adivinado. Tú robaste las dos dagas. Buscabas la reliquia, pero el conde la descubrió primero. Dispararás contra él y luego, aterrada por lo que has hecho, te pegarás un tiro.

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