—Lo lamento, César, de veras —contestó—. Necesito un descanso. Irlanda es una maravilla en esta época.
—¡No me jodas! Debe de hacer un frío del carajo.
—¿Y en Viena no? —rió ella—. Échale una ojeada a lo que te he enviado y ya hablaremos a la vuelta.
—Contaba contigo, diablos —protestó de nuevo su jefe, pero estaba claro que se daba por vencido.
—Te veré en Madrid.
—Vale. Pásalo bien, embaucadora.
Cristina se quedó un largo minuto mirando el aparatito como una estúpida, preguntándose si hacía bien. Luego se encogió de hombros, guardó el móvil y se olvidó de una vez por todas de César, de la empresa y del resto del mundo. Por suerte, Óscar no había vuelto a molestarla luego de su última y alterada conversación. Ella tenía algo que hacer.
Un trabajo más importante que todas las subastas y todos los Rembrandt posibles.
Al entrar en la habitación, la irlandesa reparó en la gastada carpeta que descansaba sobre el escritorio. La acarició con cuidado, como si temiera que fuera a deshacérsele bajo las manos.
—¿Dónde la encontró, señorita?
—En el desván.
—¿Donde aparecieron las pinturas de Lian Killmar?
—Cristina asintió mientras tomaba asiento y hacía espacio para el servicio—. Hay algo que no he querido preguntarle hasta ahora, señorita Ríos.
Cristina le prestó toda su atención. En ese momento, el ordenador portátil emitió una musiquilla, y ella lo miró por un segundo. Había recibido un mensaje de correo electrónico. Suponiendo que era de su jefe, se disculpó.
—Será sólo un momento, señora Kells. —Sin siquiera sentarse pulsó una tecla. Para su sorpresa, no era de Freige sino de Óscar. Lo marcó para borrarlo sin abrir.
¡Oye, piensa antes de pulsar «supr»!
«No tengo nada que pensar, se lo dejé muy claro», pensó ella.
Ábrelo. Puede ser importante.
«Malditas las ganas que tengo —volvió a hablarse a sí misma—. Seguramente insistirá en la boda.»
¡Ábrelo, coño, y sal de dudas!
Enviando a su machacona conciencia al infierno picó dos veces sobre el mensaje.
El texto era escueto:
Lo he pensado. Creo que tienes razón. No hay reproches. He comunicado la noticia a mis padres. Y enviado un telegrama a los tuyos. Espero que quedemos como amigos. Besos.
ÓSCAR.
Cristina leyó el mensaje dos veces. Óscar había enviado un telegrama a sus padres, según decía. ¿Y qué demonios era lo que ella acababa de recibir, sino otro? Desde luego, era una ruptura de lo más insípida. «Lo he pensado. Stop. No hay reproches. Stop. Besos. Stop. Óscar.» ¡Por todos los infiernos, qué menos que una larga carta explicativa, un intento de reconciliación, una súplica…! No. Era mejor así. Óscar y ella ya no eran dos adolescentes, tenían muy claro lo que querían, y ella no deseaba aquel compromiso. Al parecer, él lo había aceptado con estoicismo. Mejor para todos. Cris hizo clic en «Opciones» y lo borró definitivamente. No pensaba contestar.
Se sentó, bajó la tapa del portátil y centró su atención en Miriam.
—Disculpe. Nada importante. ¿Me decía?
—Que tengo una pregunta que hacerle, señorita.
—¿Y es…?
La irlandesa, antes de hablar, dudó por unos instantes.
—Dígame, ¿por dónde sube al desván? —Antes de que la joven respondiera, continuó—: Sé que hay una puerta al final de la galería donde se encontraban, hace siglos, lo que eran las habitaciones de los niños, pero, por favor, no me diga que sube por esa escalera.
La joven dudó.
—Lleva cerrada años —prosiguió Miriam—. Una muchacha del servicio se cayó por ella mientras limpiaba al hundirse un escalón podrido, y mandaron clausurarla. Nadie ha vuelto a utilizarla salvo yo, muy de tarde en tarde, cuando subo a limpiar. Hace ya más de dos años que no lo hago. Mis huesos empiezan a protestar, y la escalera es peligrosa. Y usted tampoco ha podido hacerlo, lo he comprobado. A no ser que… haya utilizado una de sus horquillas para forzar la cerradura, como hizo en la cripta.
Cristina se sonrojó. Miriam llevaba mucho tiempo en aquel castillo, se las sabía todas. ¡Había visto a Dargo, por amor de Dios! Poco se le escapaba, así que a la joven le pareció estúpido ocultarlo. Ni lo intentó.
—Por un pasadizo desde la galería donde cuelga su cuadro.
Miriam asintió en silencio. Las distrajo momentáneamente una muchacha que pidió permiso y entró. Depositó una bandeja de pastelillos sobre la mesa y salió en el más absoluto de los silencios. Cristina sirvió una taza de té para Miriam y otra de café para sí. Los pastelillos de limón parecían deliciosos, pero ella tenía el estómago contraído y el apetito se le evaporó. No obstante, encendió un Camel.
—El le enseñó el pasadizo, ¿verdad? —inquirió Miriam después de tomar su taza y acomodarse.
Cristina suspiró antes de responder.
—Lo hizo, sí.
El ama de llaves se contrajo ligeramente. Durante un momento se quedó absorta, soplando el té, como si se hubiera agotado el tema. Pero no…
—Ha estado viéndolo con frecuencia, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Cómo de frecuentemente?
—Lo bastante para que me mostrara los tesoros del desván y para conversar unas veces y discutir otras sobre el mundo, el pasado y el actual, sus adelantos y sus geniales idioteces.
Miriam se sorprendió, sus ojos como platos.
—¡Habla con milord!
Cristina dio una larga calada al cigarrillo.
—De modo que milord.
—¿Acaso no lo es? —se defendió el ama de llaves—. La muerte no conlleva la pérdida del título.
—Usted lo aprecia.
—¡Qué tontería!
—Lo aprecia. Siente gran respeto por el fantasma de Dargo Alasdair.
—No el tipo de respeto a que creo que se refiere —aseveró Miriam—. Le juro que hago la señal de la cruz cada vez que pienso en él. Su presencia en el castillo burla todas las leyes de la naturaleza.
—Creo que eso lo dije yo cuando usted me habló de él. ¿Recuerdo mal o fue usted misma la que argumentó algo así como… «hay cosas, querida, que ni siquiera los científicos pueden explicar»?
Miriam pareció encogerse desde su cabello, del color de las zanahorias, pulcramente recogido en un rodete en la nuca, hasta las puntas de sus zapatos de grueso tacón, lustrosos bajo la luz de los halógenos.
—Amo Killmarnock —dijo—, y no quiero que se convierta en un castillo maldito. Está bien que tenga una leyenda, que la gente hable sobre la presencia en sus almenas de un fantasma… Eso contribuye a que las visitas sean numerosas y, gracias a ellas el conde no lo pone en venta. Odia este castillo desde que era un niño y solamente ha estado en él por exigencias del testamento de su padre, quien amaba cada piedra. Pero Killmarnock le da cierto prestigio, y eso es algo que al conde le encanta. A pesar de todo, es un hombre orgulloso de su linaje, al menos en lo que al poder se refiere. Mientras Killmarnock siga teniendo su leyenda, todos los que trabajamos aquí seguiremos recibiendo nuestra paga. —Hizo una pausa durante la que se sirvió un pastelillo y lo mordisqueó sin apetito—. Pero entiéndame bien, señorita. Si todo el mundo comienza a ver al Conde Errante, como usted y yo lo hemos visto, esto se llenará de científicos, de estudiosos de la parapsicología, de buscadores de fantasmas con sus máquinas y sus instrumentos. A nadie le interesa que este castillo se convierta en un circo. Es nuestro hogar. —Inspiró hondo y continuó con decisión—: Así que creo que lo mejor para todos sería que el sexto conde de Killmar desapareciera definitivamente.
Cristina apagó su pitillo malhumorada.
—Eso es, exactamente, de lo que se trata, señora Kells. De que Dargo desaparezca de Killmarnock. No porque el castillo pueda llegar a convertirse en una feria, sino porque creo que aquello que anhelan las almas es descansar por fin. Morir realmente y… —Se le quebró la voz y Miriam la observó por unos segundos con fijeza.
—Se ha enamorado de él —aseguró en un susurro.
Cristina boqueó, como si le faltara el aire, pero lo que salió de su garganta fue lo más parecido a un sollozo.
—Por Dios… —Se cubrió las mejillas con las manos.
La señora Kells estaba a su lado al segundo siguiente. Su brazo le rodeó los hombros, y Cris se abandonó a las lágrimas.
—¡Virgen de los Cielos! Debe marcharse de aquí, criatura. ¡Ponga tierra por medio!
—¡No!
—¿No lo entiende? —Le acarició el cabello como si fuera una niña—. Esto ha llegado demasiado lejos. Cuando me dijo que había visto a Dargo, casi me sentí feliz, por no ser la única persona que había estado cara a cara con él. Feliz, al saber que no estaba realmente loca. Pero esto… ¡Tiene que alejarse de Killmarnock!
Cristina se deshizo de su abrazo y puso distancia entre ambas.
—Me he propuesto encontrar esa jodida reliquia. —Miriam se persignó ante la blasfemia—. Encontrarla para que Dargo pueda descansar al fin en… en… ¡donde demonios descansen los espectros!
Miriam sintió lástima y negó con la cabeza.
—Creo que usted olvida que el fin de la maldición se basa en dos supuestos. «Cuando el firmamento alumbre la reliquia… y alguien ofrezca su vida por ti» —repitió las fúnebres palabras de Augustus Killmar—. Dígame, querida… ¿está dispuesta a dar su vida por un fantasma?
D
uncan McMarran era alto y fornido, un poco rubicundo, con cabello del color de la zanahoria, como su abuela, y cubierto de pecas hasta las orejas. Tenía la nariz un poco respingona, los labios abultados y un hoyuelo encantador en la barbilla. Un niño grande. No parecía tener más de veintidós o veintitrés años. El apretón con que acogió la mano tendida de Cristina fue caluroso y sincero. A ella le cayó bien de inmediato.
—¡Jesús! —exclamó el joven—. Abuela, creo que acabo de enamorarme.
Cristina le dedicó una sonrisa que Duncan le devolvió.
—Me temo que tendrá que ponerse a la cola, caballero —se oyó decir a Tyron tras el recién llegado—. El primero que se ha enamorado de la señorita Ríos he sido yo. Tyron Parnell. —Alargó la mano para estrechar la que le ofrecía el irlandés.
—El señor Parnell es americano y está realizando un estudio sobre los druidas —le informó Miriam—. Y me temo que ninguno de los dos tiene posibilidades. Por lo que sé, la señorita ya está comprometida.
—¡Oh, vaya! —se lamentó Duncan con una mueca compungida.
—Yo me he propuesto que enviude antes de la boda —bromeó Parnell—. Podríamos ser dos los que asesinemos y luego… ¡que gane el mejor!
La carcajada de Duncan fue sonora, en consonancia con su corpachón.
—¡Trato hecho! Y le advierto, señor americano, que soy muy persuasivo cuando quiero algo —continuó la broma el pelirrojo, guiñando un ojo a Cris—. Deben perdonarme —se agachó y levantó el maletón del suelo como si no pesara—, pero necesito una ducha y una cama, por ese riguroso orden.
—¿No vas a comer nada?
—Excuso eso,
seanmhair
. —Le besó el cabello—. Estoy agotado. Llevo cuarenta y ocho horas sin dormir. Un trabajo de última hora antes de venir. Les veré en la cena. ¿Me acompañas, abuela?
Miriam se disculpó y se fue tras su nieto. A Cristina la enterneció verlos juntos. La señora Kells apenas le llegaba hasta la mitad del pecho a aquel hombretón agradable y dicharachero, y se veía a la legua que él la adoraba.
—¿Hace un paseo antes de la comida? —la invitó Tyron.
Cristina apenas le prestó atención. Volvió a decirse que era guapísimo, aunque había algo en él que la intranquilizaba un poco.
Se preguntó, nuevamente, qué era lo que Parnell buscaba en la cripta.
—Uno corto —aceptó—. He de terminar un informe urgente —mintió.
Tyron la tomó del brazo.
—Milady —dijo con su socarronería habitual—, prometo no robarle más de media hora.
«He vuelto a revisar el desván, pero mi búsqueda ha sido infructuosa. No he podido encontrar nada que nos ayude a descifrar el enigma. A veces creo que nunca lo conseguiremos, que Dargo habrá de permanecer maldito por los siglos venideros.»
Cerró el diario de golpe y lo lanzó sobre la cama, donde tenía desparramados documentos y bocetos. Les echó un vistazo de reojo: los mismos trazos, anotaciones, alguna que otra indicación sobre la forma de la sepultura y los dibujos que debían adornar la parte baja de los sarcófagos. Letra de rasgos firmes, seguros, toscos.
Sintió un vahído repentino. Alargó la mano y tomó uno de los bocetos, fijándose obsesivamente en las notas. Luego rebuscó hasta dar con el poema de Augustus Killmar. No estaba muy segura, pero habría jurado que era la misma letra. ¿Augustus Killmar había realizado aquellos bocetos? ¿Por qué? ¿Es que no había artistas en el siglo XVI que se dedicaran a ese trabajo?
Llevando consigo ambos pergaminos, salió a toda prisa vestida como estaba, con bata y zapatillas, y bajó las escaleras de dos en dos, jugándose el físico, porque las zapatillas se le escapaban de los pies. Atravesó el patio de las columnas y enfiló el pasillo al que daban las dependencias de la servidumbre. Cuando llegó a las cocinas, algún reloj dio las once. Una muchacha estaba trabajando todavía, pasando un paño por un estante.
—¿Dónde está la señora Kells?
—Se retiró a descansar, señorita.
—¿Puede indicarme su cuarto? Es importante.
La chica vio que Cristina apretaba unos pergaminos contra su pecho y parecía nerviosa. El ama de llaves era muy estricta en lo que se refería a su descanso, por lo que la muchacha se mostró reacia a facilitar la información.
—¡Por favor! —rogó Cristina.
La otra cedió, encogiéndose de hombros.
—Por el pasillo de la derecha. Es la última puerta. Pero no le diga que yo se lo indiqué.
Cris dio las gracias y se alejó a escape. Al pararse frente a la puerta, el corazón le golpeteaba en el pecho dolorosamente. Durante un momento, dudó en llamar. Posiblemente no significaba nada que la letra del poema y de los bocetos fuera la misma. Y si lo era, ¿adónde la llevaba eso? ¿A que Augus Killmar tenía aficiones artísticas, aunque un poco macabras? No. Ella intuía que había una conexión.
Miriam acabó de atar la redecilla con la que se protegía el cabello para dormir antes de atender la puerta. Cuando abrió, sus ojos se dilataron por la sorpresa.