—Si el amor moviera montañas, mi padre habría traído hasta Irlanda el Kilimanjaro para ella.
—¡Qué hermoso! Leí su poema. —El cambió de postura, interrogándola con un repliegue de sus cejas—. Sí. Un poema que tu padre escribió para tu madre.
—Jamás me enteré de que tuviera esas aficiones. ¿Cómo sabes que es de mi padre?
—Está firmado. El 22 de diciembre de 1535.
El cuerpo de Dargo se tensó. Se puso de pie con celeridad y se alejó hasta una de las ventanas, siguiendo su costumbre. Destellos lunares penetraban por el estrecho resquicio sobre el muro, lo que permitió a Cristina entrever sus mandíbulas fuertemente contraídas. Lamentó haber sacado el tema a colación, porque Dargo volvía a refugiarse en su silencio, alejándose de ella, sin querer hacerla partícipe del azote que martirizaba su corazón.
Aquella fecha —pensó él—. ¡Aquella maldita fecha!
—Es curioso. Tres días antes de Navidad. —Pero nada dijo de la masacre que había presenciado aquel día, hacía casi quinientos años—. ¡Odio esas fechas!
—A mí tampoco me gustan. Me entristecen.
—¿Por qué?
—¡Oh! Es una tontería.
—Me encantan tus tonterías,
acushla
.
—Tenía un perro. Un perro pequeño y precioso. Su pelo era de color caramelo, y yo lo quería muchísimo. —Cristina se sinceró—. Yo tenía doce años. Mi abuela me lo había regalado dos años atrás, dos días antes de morir. Yo quería a ese perro más que a nada en el mundo porque ella me lo había legado.
—¿Querías mucho a tu abuela?
—La adoraba. Teníamos una relación muy especial. A pesar de la diferencia de edad, era mi amiga y mi confidente. Han pasado muchos años, y algunas noches todavía despierto recordándola confesó—. Enrique murió el día de Navidad. Lo atropello un indeseable que iba borracho al volante. —¿Por qué le estaba contando aquel episodio de su vida? Ni siquiera sus padres estaban al tanto de su animadversión por las fechas navideñas, y en cambio se estaba sincerando con un fantasma.
—¿Enrique?
—El perrito.
—¿Le pusiste a un perro el nombre de un rey de Inglaterra? —se alarmó él—. ¡Cristo crucificado! En mi época te habrían quemado en la hoguera.
—Yo deseaba ponerle William, pero mi padre se negó en redondo. Es su nombre.
Él se rió a gusto y luego, más relajado, recuperó el tema.
—De modo que el viejo escribía poemas…
—Eso es. Compara a tu madre con las estrellas. Dice que es su vida.
—Lo era, ciertamente. —Su voz rezumaba amargura.
—Dargo… ¿qué fue exactamente lo que pasó aquella noche?
A Cristina le pareció que, al oír la pregunta, él se materializaba más. El fantasma se tomó su tiempo antes de contestar.
—Había una mujer —dijo, recostando el hombro contra el muro—. Siempre hay una mujer en la vida de un hombre, ¿no es cierto? Se llamaba Gwendy de Barston y era hermosa, muy hermosa. —No se percató de la punzada de celos que sus palabras provocaron en Cris—. Me encapriché de ella de un modo absoluto y ella supo retenerme en su cama lo suficiente para que yo no regresara a tiempo a Killmarnock con mis hombres y para que James de Hibern, enemigo declarado de mi familia desde hacía décadas, atacara el castillo y diera muerte a todos cuantos habitaban en él. Mi hermano, mi hermana, mi padre, los criados… Los pasó a todos a cuchillo. —Hablaba cada vez más bajo—. Había tanta sangre que… —Entonces enmudeció.
Cristina se levantó, se acercó a él y posó la mano sobre el brazo de aquel guerrero de otra época. Los músculos de Dargo se evaporaron entre sus dedos y, una vez más, ella fue víctima de la frustración. Lo que más deseaba era poder ayudarlo en su agonía, pero consolarlo seguía siendo imposible.
—Si te resulta doloroso, no sigas.
Él acarició el rostro de la muchacha con sus ojos y luego los posó en su boca.
—Han pasado casi quinientos años, pero aún me hace daño,
acushla
.
—No debí preguntar.
—No. No es tu culpa. Tienes derecho a saber. —Inspiró profundamente y se perdió en sus recuerdos, como si los captara en la lejanía y vomitara los acontecimientos de aquella infausta noche—. Cuando llegamos, mi padre agonizaba. La herida en el estómago lo había estado torturando, pero aún tuvo fuerzas para hablar. Me culpó de la masacre por no haber estado aquí. Y me maldijo.
—Pero él te amaba.
—Me amaba, sí. Pero también amaba a mis hermanos y a su servidumbre. Era un hombre que amaba al mundo entero, a pesar de su apariencia hosca y casi siempre terrible. «Vagarás por entre estos muros hasta que el firmamento alumbre la reliquia y alguien ofrezca su vida por ti.» Y así ha sido hasta ahora, Cristina.
—Hasta que el firmamento alumbre la reliquia —repitió ella—. ¿Qué quiso decir?
—Hace cinco siglos que me lo pregunto. James de Hibern ansiaba la reliquia que custodiaba mi familia desde hacía cientos de años. La leyenda aseguraba que esa reliquia, la sandalia del hijo de Dios, otorgaba el poder y el amor a quien la custodiaba. Ese perro la quería. Tanto la codiciaba que mató a toda mi familia con tal de conseguirla. ¡Y Gwendy, esa zorra, lo ayudó!
—¡Tu amante! —musitó ella, con repulsa.
—Y la de De Hibern. Sí, no le importó compartirla conmigo con tal de lograr sus fines. Ambos estaban confabulados para que ella me atrajera a su cama y yo desatendiera las órdenes de mi padre aquella noche, dejándole el campo libre a fin de que pudiera cometer su felonía.
Era tal el desprecio con que escupía las palabras, que Cristina sintió que se lo trasmitía.
—¿Y qué fue de ella?
—La maté. Sin piedad.
—¿La asesinaste? —Se estremeció.
—No,
acushla
. La juzgué, la sentencié y llevé a cabo su ejecución. Y después, acabé con James de Hibern, poco a poco, con mis propias manos. Lo estrangulé.
—Pero tú no tenías derecho a…
—¡¡¡Todo el derecho del mundo!!! Yo era el señor de Killmarnock, de Killmarsun y de Killmarwood. Señor de todo este maldito condado. Señor de hombres y animales, de las tierras y hasta del mar que bañaba mis costas. ¡¡¡Yo era la Ley!!! —estalló.
Cristina solamente pudo asentir.
—Era otra época, princesa —continuó Dargo, algo más calmado—. En mi mundo, el señor impartía justicia y yo sólo hice lo que mi rango y mi sangre demandaban. Ejecuté a los causantes de aquella matanza. De todos modos, te juro que los habría matado igual aunque hubiese nacido labrador. Su codicia acabó con mi familia y muchos otros inocentes y obligó a mi padre a presenciarlo. Eso lo indispuso contra mí y lo llevó a lanzarme una maldición que nunca debió salir de sus labios moribundos. Me condenó a ser un fantasma por los siglos…
—Algo intuí al leer el poema que escribiste.
Dargo volvió a ponerse rígido.
—¿También encontraste ése?
—El poema es muy hermoso, aunque un poco…
—Destructivo. Fue el primero y único que escribí.
—Hubo un poeta español llamado Espronceda. Escribió: «Me agrada un cementerio, de muertos bien relleno…» —recitó—. Y él no llevaba, como tú, doscientos años buscando el camino hacia el descanso eterno.
Él profirió una risotada que la perturbó. Una risa malévola que brotaba de sus ojos traslúcidos, para nada mortales, que venían del otro lado de la muerte.
—Seguramente ese hombre estaría tan harto del mundo como lo estaba yo, porque, a fin de cuentas, ¿tiene algo de hermoso?
Se quedó pasmada por el desprecio que destilaban sus palabras.
—¿Hermoso? ¡Por descontado que el mundo es hermoso!
Dargo la tomó por los hombros, cara a cara, con las comisuras de los labios ligeramente estiradas por la mordacidad.
—¿De veras? Dame un ejemplo y yo te lo rebatiré con otro.
Cristina pensó por un momento.
—Se ha erradicado la viruela. En tus tiempos, la gente moría de esa enfermedad. ¡Y de la peste!
—Y ahora hay cáncer. Y sida.
—El hombre ha llegado a la Luna.
—Y desconoce lo que hay en los fondos marinos.
—Se han construido hermosas ciudades.
—Y se está acabando con los bosques.
—Europa se ha unido y se combate la miseria…
—¡Ya! Y millones de seres humanos mueren de hambre cada año mientras unos pocos tienen como principal problema el sobrepeso —atacó Dargo, sin piedad.
Cristina se separó bruscamente de él. No encontraba argumentos suficientes para seguir en aquella guerra dialéctica, así que recurrió al reproche más fácil.
—¡Dios! ¡No puedo creer que esté discutiendo todo esto con un fantasma!
Dargo echó la cabeza hacia atrás y se rió de su genio, de su malhumor. Se le acercó hasta casi tocarla y ella notó su aliento en el cuello cuando él susurró:
—Eres hermosa cuando te encabritas,
acushla
. Y yo… ¡Cristo, lo que yo daría por tenerte! Te necesito… Necesito olvidar aquellos días, la muerte, la sangre y la maldición. Te necesito muy cerca, aunque sea con el pensamiento. Además… —jugó con su vena más libertina—, me encanta el lunar que tienes bajo el pecho derecho.
Cristina, a su pesar, dejó que la fuerza de él, su mente, que siempre la dominaba, la arrastrara hasta el suelo… Sería fabuloso si alguna vez Dargo y ella se encontraran en una cama, como cualquier pareja normal, unidos sus cuerpos sudorosos en la batalla amorosa, sintiéndose en carne y hueso y no sólo en la imaginación. Pero daba la casualidad de que no eran una pareja normal y Dargo no era sino un aparecido. Cristina se mordió los labios para reprimir un sollozo.
Noviembre dio paso a diciembre, y la Navidad ya estaba en puertas.
Alba había llamado para preguntar si se verían durante las fiestas y para luego contarle que se había dado un golpe con el coche, nada de importancia. Y una vez más le insistió en que regresara a tiempo porque tenían preparada una fiesta estupenda para Noche Vieja. Cristina desestimó la oferta y envió besos por el móvil a su decepcionada amiga.
En Killmarnock se organizaban ya las celebraciones, y Miriam estaba inmersa en los preparativos para que todo resultara perfecto, a pesar de las noticias sobre el estado del conde, que seguían manteniendo a todos preocupados. La llamada de Lian Watford, aquella misma tarde, les hizo saber que el enfermo parecía estar debilitándose y continuaba sin despertar. El último parte médico no variaba en nada respecto a los anteriores, salvo porque el paciente había sufrido un ligero paro cardíaco del que consiguieron salvarlo. Lian había comenzado a realizar gestiones para localizar a los pocos parientes que el lord tenía en Australia y que sin duda acogerían con agrado la herencia de su abultada fortuna.
Estaban adornando todas las dependencias de la servidumbre. Montañas de espumillón verde y rojo sacados del sótano empezaban a colgar de los altos techos y se enroscaban en las columnas. Miriam había encargado a dos de los muchachos que adquiriesen para el castillo un abeto no muy grande, que se colocó en el comedor pequeño con más espumillón y lazos de terciopelo rojo.
—En este salón era costumbre reunir al personal para cenar, brindar por la dicha de seguir vivos y cantar algún que otro villancico —explicó.
—Como una gran familia.
—Exacto. Lord Killmar no ha pasado aquí ninguna Navidad —dijo la irlandesa, colocando el último lazo rojo en una de las ramas del abeto, subida a una escalera que Cristina sujetaba—, pero en vida del difunto conde estas fechas eran entrañables, señorita. —Alargó la mano para tomar la estrella que Cris le tendía—. Mañana llega mi nieto. Ya le hablé de él, ¿recuerda usted?
—Claro, y estoy deseando conocerle.
Miriam colgó con cuidado la estrella, la miró por unos segundos y luego, suspirando, bajó de la escalera. Cristina la ayudó a hacerlo. La señora Kells no quiso ni oír hablar de que la joven la reemplazara en esa tarea. Ella había adornado el abeto navideño desde que llegara a Killmarnock y seguiría haciéndolo hasta que sus cansadas piernas no se lo permitieran. Retrocedió un poco y contempló su obra con detenimiento.
—¿No le parece que tiene demasiados lazos, señorita?
—Ha quedado precioso —alabó Cristina—. ¿Me acompaña a tomar una taza de café?
—Mejor un té para mí.
Pasaron por las cocinas, Miriam preparó el servicio para las dos y luego se dirigieron hacia el gabinete donde Cristina solía trabajar, aunque en los últimos días casi había abandonado sus obligaciones. Había retrasado el trabajo más de la cuenta. En circunstancias normales, ya debería haber finalizado hacía días y enviado un informe por correo electrónico a su jefe, de modo que pudiera presentar la minuta. La empresa facturaba en función de la tasación, o del valor de venta en caso de subastas, y ella se llevaba un cinco por ciento. No podía quejarse. Además, tenía lo suficiente ahorrado como para tomarse un largo descanso. Y eso era lo que pensaba hacer.
Reconocía haberse demorado adrede, pero después de aquella misma mañana, luego de la segunda llamada de César Freige, un poco nervioso por el retraso, no pudo ni quiso dilatar más su estancia allí y le aseguró que había terminado. Envió el correo electrónico con una lista detallada y comunicó, al mismo tiempo, que se tomaba unas vacaciones indefinidas. Eso dio lugar a la tercera llamada de Freige en aquella semana.
—Entiendo que quieras un descanso, Cris —había dicho César al otro lado de la línea—, pero esperaba tu concurso en una subasta dentro de unos días, en nuestra sucursal de Viena. Regresaremos antes de las fiestas. Hay un pájaro con dos Rembrandt. ¿Te imaginas?
—¿Qué?
—¡Dos Rembrandt de la primera etapa! —se extasió él—. Van a pujar una fortuna por cada cuadro. Ni siquiera se conocía su existencia. ¡Son auténticos! El tipo los ha encontrado en un desván.
Cristina sintió que el corazón le daba un vuelco. En un desván… Últimamente parecían perseguirla los hallazgos en desvanes y áticos, pensó.
—Te oigo mal.
—¡Estoy esquiando en Chamonix! ¿Me escuchas?
—A medias.
—¡Chamonix! —gritó César—. Hemos tenido una tormenta de mil diablos que ha inutilizado una antena y hay poca cobertura. ¿Me oyes, Cris?
—Te oigo, César, te oigo.
—Bien. ¿Qué me dices de lo de Viena, entonces?
Cristina dudó solamente por un segundo. Viena era una ciudad que la embrujaba, y habría dado un pico por volver a ella, por pasar las fiestas de Navidad allí. Sus padres se encontraban en ese momento al otro lado del mundo, en un crucero, gozando del sol y las playas del Caribe, como siempre en esas fechas durante los últimos cinco años.