Cristina no supo el tiempo transcurrido desde que la ilusión de su cuerpo pegado al del fantasma se convirtiera en algo casi real, pero dicha ilusión se desvaneció como por ensalmo cuando él le dijo al oído:
—¿Quién diablos es ese individuo con el que desayunabas?
Ella recordó al recién llegado. Sonrió con disimulo. Al parecer, Dargo era un perro de presa cuando quería algo. Y… ¿no había en su pregunta un deje celoso?
—Creo que ha venido a estudiar.
—¿A estudiar? La primera noticia que tengo de que en mi casa hayan abierto una escuela. ¿No está demasiado crecido para eso?
—Tú eres el que parece estar interesado en él, ¿no? Averígualo.
Dargo se encogió de hombros y se olvidó del visitante.
—¿Preparada para la excursión,
acushla
?
Cristina se separó un poco de él, con las mejillas ligeramente arreboladas. Se pasó la mano por el cabello y asintió.
—Preparada.
Dargo se acercó a una de las antorchas sujetas al muro, a la izquierda del cuadro. Hacía tiempo que las antiguas antorchas de brea fueron sustituidas por otras de luz eléctrica, pero los soportes mantenían la ilusión de los de antaño. Lo movió hacia la derecha y Cristina oyó un ligero chasquido.
—¿Tan fácil? —preguntó, divertida, con el cosquilleo de la aventura en sus venas—. Parece mentira que no hayan dado con el truco después de quinientos años.
—¿Quién dice que no? —repuso Dargo, sonriente, dirigiéndose al otro soporte, situado a la derecha del óleo. Ahora lo hizo girar hacia la izquierda. Un nuevo chasquido, y en el muro los bloques de piedra comenzaron a ceder.
—¡Guau!
Como en una vieja película de misterio, la pequeña abertura, de apenas un metro cuadrado, la invitaba a entrar en un mundo de aventura y peligro. Cristina dejó que embargara sus sentidos la presencia de Dargo, quien, con un gesto, la invitó a introducirse en la pared.
—Tú primero —invitó ella, haciéndose a un lado.
El se le acercó y la abrazó otra vez, con suavidad, por la cintura. Cristina aguantó la respiración.
—Cobarde —bromeó él.
Acto seguido hizo pasar sus anchos hombros por el hueco y desapareció en el interior del agujero. Cristina dudó por un segundo. ¿Estaba en sus cabales? ¿Realmente estaba dispuesta a seguir a un fantasma por los pasadizos secretos de un castillo del siglo X? ¿No sería mejor regresar y…?
La mano de Dargo, que apareció con una rapidez sorprendente como si brotase de la pared, la asió de la muñeca y tiró de ella. Cris no sabía si sentía o imaginaba. Se dejó llevar y se vio arrastrada a la oscuridad. Cuando las pesadas piedras se cerraron a su espalda, sepultándola en vida —o eso pensó fugazmente—, se mordió los labios para no gritar de miedo.
No oía nada. No tocaba nada. Era como si estuviera sus pendida en el espacio, en tierra de nadie. La oscuridad era completa y densa. Olía a humedad, y esa humedad se filtraba por su ropa hasta calarle los huesos. ¿O tal vez era el pánico? Algo la sujetó con fuerza, y ella gritó.
—¡Silencio! —ordenó Dargo.
Más que seguirlo, fue remolcada a través del pasadizo, absolutamente a ciegas, dependiente por completo de un espectro para el que, sin duda, deambular por aquellos corredores secretos era el pan nuestro de cada día. Cristina tropezó con un escalón, imprecó en voz alta, trastabilló unos peldaños más arriba, sin saber dónde pisaba, sin saber hacia dónde se dirigían, aferrándose a una sombra.
Por fin, después de un suplicio que duró siglos, siempre ascendiendo a oscuras, Dargo empujó una especie de batiente y un ligero haz de luz le permitió a ella ver dónde ponía los pies.
Un segundo después se encontraba en una habitación amplísima, de techos abuhardillados, y Dargo cerraba la pequeña trampilla.
Cristina se paseó absorta por la pieza. La luz se colaba en un espacioso desván a través de una veintena de saeteras. El polvo lo cubría todo, y una miríada de telas de araña colgaba en los rincones. Cris echó una ojeada al exterior y la altura le produjo vértigo. Desde allí divisó los patios de abajo, una parte de los jardines, la muralla y, más allá, el bosque, verde, exuberante, frondoso e intimidatorio.
—¿Dónde estamos?
—En lo que fue el cuarto de juegos de mis hermanos y mío. Y el lugar más apropiado para repeler un ataque. Ocupa toda la parte alta de la torre sur.
—¿Y nadie sube aquí?
—No. Nadie sube desde hace tiempo. También se llega aquí por una estrecha escalera que arranca del fondo de la galería donde estaban nuestras habitaciones de niños.
Cristina se quedó pasmada.
—Entonces ¿por qué hemos subido por ese pasadizo secreto?
—Resulta mucho más interesante, ¿no? —respondió él, sonriendo como un demonio. Sacudió el polvo de años que cubría un pequeño canapé forrado de raso verde—. Tomad asiento, milady.
Cristina lo observó: medio inclinado, con su mano derecha sobre el pecho en una reverencia estudiada y el brazo izquierdo extendido en actitud suplicante. Se tuvo que reír sin remedio.
—¡He pasado un miedo horroroso!
—Valiente Mata-Hari estás hecha.
—¿Qué sabes tú de Mata-Hari? —Hizo caso omiso del asiento ofrecido y empezó a buscar entre tantos objetos antiguos que despertaron su interés, retirando las telas de araña con el brazo y sin prestar atención a los diminutos habitantes del desván que correteaban tras los muebles—. Me pareció entender que no habías oído hablar de esa mujer.
—No. No sabía nada de ella. Pero anoche, cuando me echaste de tu habitación, me acerqué a la biblioteca. Una dama interesante. Vendía sus favores a cambio de secretos de Estado. ¿Una prostituta? ¿Una espía?
—La mejor espía de todos los tiempos. —Se agachó y puso en movimiento un viejo caballo de balancín—. Pensaba que este tipo de juguetes era posterior al siglo XVI.
—Era de mi hermana Shannon. —Él también se acercó y acarició el juguete con cariño.
Ella observó su gesto de dolor. Sin duda el recuerdo de su familia lo hacía sufrir. Por un instante, deseó abrazarlo y reconfortarlo, decirle que no estaba solo, que ella se encontraba allí para… Se levantó ahuyentando aquellas estúpidas ideas.
—Vas a tener que contarme muchas cosas. Un caballo no era juguete para una niña, y menos en aquella época.
—Ella era distinta. Un verdadero diablillo que nos hacía rabiar a Lian y a mí. Le tomó el gusto a montar gracias a este juguete, y te aseguro que a pesar de sus pocos años, cabalgaba como un centauro.
Cristina lanzó una exclamación y se colocó en cuclillas para desempolvar con las manos una hermosa arca. A pesar del tiempo, la madera permanecía casi intacta.
—Nogal —afirmó, descubriendo un trabajado diseño de frentes decorados con motivos florales y volutas espigadas—. Yo diría que es del XIX.
—Lo es.
—¿Qué hace aquí arriba, olvidada? —Se puso en pie y se acercó a otro objeto cubierto por un paño oscuro. Al quitar la tela, el polvo que levantó la hizo toser. Un espejo circular, en madera tallada y posteriormente dorada, con fauces de demonios cornudos y venera en el copete—. ¿Y esto? —se dirigió hacia Dargo, que la observaba fijamente—. ¿Es que nadie ha pensado en sacar todo esto a la luz? Se podría organizar una bonita subasta.
—Ya lo ves. Mis descendientes almacenaron trastos en el desván y luego se olvidaron de ellos. Mira. Ahí tienes una arqueta del XVIII. —Señaló un rincón.
Cristina se pasó la lengua por los labios al retirar la sábana que la cubría: una arqueta cilíndrica, de base plana y tapa piramidal, de clara influencia islámica, diseñada originalmente para contener perfumes y que más tarde se utilizó en actos religiosos. Según ella recordaba, allí se conservaba la Sagrada Forma durante el Jueves y Viernes Santo.
—Dios mío, las incrustaciones de marfil son una maravilla. —Se limpió el polvo de las manos en las perneras pantalón y sonrió a Dargo—. Me parece que voy a pasa en este desván mucho tiempo.
—Eres mi invitada por todo el tiempo que quieras.
—Tú me hablaste de pinturas.
El conde fantasma retribuyó su interés dirigiéndose al fondo del desván, seguido de cerca por Cristina. Bajo su atenta inspección, levantó la tapa de un arcón que debía de medir tres metros de largo, dos de ancho y metro y medio de altura, calculó ella. La tapa golpeó el muro y millones de partículas de polvo se elevaron en el aire. Cris tosió otra vez. Con los ojos llorosos pudo advertir que el interior estaba repleto de paños aceitados. Agitada, muerta de curiosidad, vio a Dargo encaramarse en una pequeña escalera de mano y sacar una de aquellas piezas con cuidado. Tras apoyarla contra el frente del arcón, retiró el lienzo que la cubría poco a poco.
Conteniendo la respiración, ella se colocó en cuclillas: era una escena de colores oscuros, fuertes, en su mayor parte negros, marrones y verdes, de trazos suaves. Representaba a un perro jadeando junto a un jabalí muerto con un fondo de bosque nocturno. Escuela holandesa, se dijo.
Antes de darle tiempo para apreciar el óleo sin enmarcar en todo su conjunto, Dargo ya estaba desenvolviendo el siguiente, que, de inmediato, acaparó toda la atención de Cristina. De trazos igualmente delicados, éste plasmaba un acantilado, con olas de tamaño medio rompiendo contra rocas negras y escarpadas en un mar nocturno y temible. El contraste de los negros y el blanco inmaculado de la espuma era magistral.
Cristina se dejó caer al suelo, donde se quedó sentada sobre sus piernas cruzadas, con la boca abierta. Deseaba alargar la mano y tocar el óleo, pero no se atrevía.
—Jesús…, daría cualquier cosa por poseerlo —dijo en tono reverente.
—Es tuyo, si lo quieres.
Ella miró a Dargo y supo que hablaba en serio. Completamente en serio.
—No te pertenece. No puedes dármelo.
—¿Que no me pertenece? Este cuadro es…
—Este cuadro, y todos los cuadros, y todo lo que hay en este castillo pertenece al actual conde de Killmar. A Kevin Killmar.
—Te equivocas. Ese cabrón ni siquiera sabe lo que tiene aquí. Y el óleo lo pintó mi hermano Lian.
—¿Tu hermano pintó estos cuadros? —se asombró ella—. ¿Es una broma?
—En absoluto. —Sacó otra pintura más, la desenvolvió y se la mostró con orgullo. Representaba un grupo de gente atravesando un campo en medio de una intensa nevada. Cristina contenía la respiración—. Lian era un devoto de las letras, del arte y, en especial, de la pintura. Se pasaba horas y horas en este desván jugando con sus óleos y sus colores mientras yo me ejercitaba con las armas y mi padre, desesperado, lo reprendía continuamente por tan estúpidos entretenimientos y le exigía que se dedicara a actividades más provechosas. Mi madre, sin embargo —sonrió, nostálgico—, lo animaba a continuar. No sé nada de pintura, sólo sé que a mí estos cuadros me encantaron siempre. Por eso, cuando él… cuando murió —hablando de ello los músculos del rostro se le endurecieron y sus ojos se volvieron iridiscentes—, los mandé embalar protegidos por lienzos engrasados, de modo que se conservaran por mucho tiempo. Parece que lo he conseguido. Tú eres la experta, ¿no? Dime. ¿Qué opinas? ¿Son buenos?
Cristina no respondió al momento y volvió a fijar la vista en el acantilado. Notó que la sangre le circulaba con más rapidez ante aquella visión espléndida.
—¿Buenos? No. ¡Son extraordinarios! Podrían alcanzar cifras exageradas en subasta, aunque sin duda habrá que restaurar alguno.
—No pretenderás que vayan a parar a manos de cualquiera. De hecho, los he estado protegiendo durante siglos.
—¿Protegiendo?
Dargo desvió la mirada de sus ojos profundos, casi avergonzado. Se pasó la mano por el pecho medio descubierto, gesto que la hizo boquear y desear ser ella quien acariciara aquella piel tostada, y… Acabó por encogerse de hombros, desechando tales pensamientos.
—Algunos de mis descendientes ya quisieron ponerlos en venta. No eres la primera persona experta en pintura que pisa este desván. Otros lo hicieron con anterioridad. Pero nadie consiguió sacar de aquí ni un solo cuadro de Lian.
Ella seguía mirándolo con suma atención, y un escalofrío le recorrió la espalda.
—Mejor no me digas qué hiciste para impedirlo.
Dargo se rió a gusto. Se colocó de hinojos ante ella y alargó la mano. Retrocedió antes de tomarla de la barbilla. Aunque no hubo contacto, fue como una descarga para ambos y él se quedó muy serio. Permaneció mirándola a los ojos, con tanta intensidad que Cristina sintió que enrojecía.
Si te sigue mirando así, vas a saltarle al cuello.
—Sólo te diré que sucedieron algunas cosas extrañas —susurró Dargo.
—¿Extrañas?
—Objetos que se mueven solos… Lienzos que vuelan… Cosas por el estilo.
—Y así nació la leyenda de que el castillo de Killmarnock estaba encantado.
—No. Eso viene de mucho antes. Desde que alguien me viera por primera vez. Creo que fue por el 1600, más o menos.
—Muy divertido. Sin embargo, quieres regalarme a mí uno de los cuadros de Lian. ¿Por qué?
Dargo se quedó muy callado. Sus ojos, enormes, verdes como el mar, profundos y atrayentes, se posaron en la boca de Cristina y ella dejó de respirar. Durante un larguísimo instante, la mirada del espectro le acarició los labios, apasionada, plena de deseo, tanto que ella casi sintió el contacto del fantasma en su boca y rememoró su sueño. Se quedó muy quieta, como una estatua de piedra, mientras la sangre le corría alocada en las venas y el imperioso deseo que él despertaba en ella la abrasaba. Dargo recorrió con sus ojos el sendero que conducía de su boca a su largo cuello y de allí al promontorio redondeado de los pechos femeninos. Se sentía duro como una roca. Podría quebrarse en ese momento si no la alejaba de su cabeza. Pero anhelaba tanto alargar la mano y tocar aquellas cúpulas perfectas…
Ten tú un poco de iniciativa, hija
, alentó a Cristina su propio yo.
Cerró los ojos. Dargo alargó el brazo. Casi con miedo, ella estiró la mano hasta que los dedos de él, largos y fuertes, le acariciaron la nuca, enredándose en los largos mechones de cabello dorado rojizo. Sin abrir los párpados, Cristina se sintió cautiva de una dulzura intensa. Los dedos masculinos juguetearon con su pelo, ora cubriendo su oreja izquierda, ora descubriéndola, estirándolo sobre los hombros, colocándolo de modo que le cayera sobre el pecho. Persiguiendo una guedeja suelta, rozaron levemente el pezón de Cristina por encima de la tela de la blusa, y a ella el pulso se le aceleró.