Lo que dicen tus ojos (28 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Romántica

BOOK: Lo que dicen tus ojos
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Sadún se encaminó al baño, y Francesca escuchó el quejido del grifo y el agua que golpeaba el enlozado de la tina. Al aparecer nuevamente, se dirigió al ropero, de donde sacó el traje de amazona, que acomodó sobre el diván, y las botas, que lustró con una franela.

—Le traeré un sombrero, señorita. No es conveniente que cabalgue todo ese tiempo con la cabeza expuesta al sol. Regreso en un momento.

Francesca lo vio partir convencida de que Kamal lo había reprendido severamente, y se sintió culpable, aunque de inmediato reconoció que jamás lo había escuchado levantar la voz ni emplear malos modos con sus empleados, ni siquiera en aquella oportunidad en que una de las muchachas que servía la mesa volcó la jarra de
labán
sobre la alfombra persa del comedor. Sin embargo, lo que Kamal hubiese dicho o hecho a Sadún lo había cambiado por completo.

Capítulo Catorce

Marchaban a paso regular sobre las monturas bajo un sol agobiante que se recrudecía conforme se alejaban del mar y se internaban en la península. Kamal y Mauricio encabezaban la comitiva. Francesca los observaba conversar amena y confidencialmente. Se cuidó de acercárseles, convencida de que rompería la armonía.

Méchin cabalgaba rezagado detrás de los jóvenes, que no reparaban en que los años no pasaban en vano y que el parisino ya no estaba para esos zarándeos. Pero cabalgar hasta el campamento del jeque cada temporada era un rito que ni los achaques de Méchin impedirían. Por eso, el francés se enjugaba el sudor de la frente, se abanicaba con su sombrero safari y consultaba el horizonte con sus binoculares cada vez más frecuentemente, pero no se quejaba. Francesca colocaba a Nelly cerca del caballo de Jacques y procuraba animarlo; le alcanzaba la cantimplora y le preguntaba acerca de los abuelos de Kamal y de la tribu.

Los sirvientes cerraban la marcha, algunos a caballo, otros, en cambio, guiaban camellos abarrotados de equipaje y, aunque a Francesca le resultaban criaturas imponentes y atractivas, se mantenía a distancia, alertada por Sara, que le había dicho que se trataba de bestias imprevisibles, llenas de mañas, proclives a escupir y echar tarascones.

Malik cabalgaba junto al grupo de sirvientes. Francesca sentía su mirada en la nuca, como el aliento acezante de un animal peligroso. Se habían cruzado en escasas ocasiones en la finca de Kamal, gracias a que él estaba totalmente entregado a complacer los requerimientos del embajador; sin embargo, esas pocas veces le habían bastado para confirmar la índole de los sentimientos que el chófer albergaba hacia ella. Malik exteriorizaba su naturaleza con descaro cuando la miraba fijamente y una corriente de odio la sacudía. Se preguntó si sabría de su relación con Al-Saud. Miró hacia atrás y lo encontró conversando animadamente con Abenabó y Káder, y ya no le quedaron dudas de que, si no estaba al tanto, pronto lo estaría.

—¿Falta mucho? —preguntó, para quitarse a Malik de la cabeza.

—Una hora, más o menos —respondió Jacques—. Hace años que hago este recorrido, querida, pero es la primera vez que me canso tanto.

—Yo también estoy cansada y desearía llegar pronto —admitió Francesca—. Me contó el señor Al-Saud que su abuela es parisina.

—Exactamente. Los D'Albigny son de la crema y nata de París. Debió provocar un escándalo que Juliette desposase a Harum. Tengo entendido que estaba medio comprometida con un miembro de la alta sociedad parisina. Pero cuando a Juliette se le pone algo en la cabeza no hay quien la haga cambiar de parecer. Te agradará la abuela de Kamal, y tú a ella —acotó Méchin, y por primera vez en mucho tiempo Francesca notó que volvía a ser el mismo Jacques Méchin de antes.

Se dibujó una línea negra en el horizonte, y Francesca creyó que se trataba de otro espejismo. No obstante, a medida que avanzaban, la línea cobraba realismo y cuerpo. Finalmente, se convirtió en una algarada que se aproximaba a todo galope. Los jinetes blandían sus armas sobre sus cabezas y vocalizaban sonidos monocordes y agudos. A Francesca se le heló la sangre. Sus compañeros, en cambio, sonrieron.

—No temas —dijo Jacques—. Es la comitiva de recepción que nos envía el jeque.

Kamal y Mauricio apuraron a sus caballos, y Méchin y Francesca los imitaron. Minutos después, se produjo el encuentro. Kamal saltó de Pegasus, y dos beduinos, a los que sólo se les veían los ojos, lo recibieron en un abrazo. Con habilidad, se despojaron del tocado y exhibieron sus rostros curtidos por la arena y el hálito candente del desierto.

—Son los tíos de Kamal —explicó Méchin a Francesca—. El de la derecha se llama Aarut; el otro, Zelim.

—¿Y el jeque Al-Kassib?

—El jeque nunca forma parte de la comitiva de recepción. Él nos espera en su tienda, en el oasis, como indica el protocolo beduino.

Jacques le ofreció ayuda para descender, y juntos se acercaron a saludar. Kamal lanzó un rápido vistazo a Mauricio, que presentó a Francesca como su asistente, lo que la desanimó ostensiblemente; por más que buscó con la mirada a Kamal, no logró atraer su atención, tan enfrascado estaba con sus tíos. Montaron nuevamente y se pusieron en marcha. Hasta Méchin se unió al grupo de Kamal, Mauricio y los beduinos, y quedó sola en medio del resto de la comitiva. Se sentía incómoda y marginada, acechada por varios pares de ojos que la estudiaban con la minuciosidad de un médico.

Las primeras copas de palmeras emergieron del mar de dunas y se adentraron en el oasis, donde una actividad frenética de hombres y mujeres se sumaba al verdor y a la frescura del aire para convertir ese refugio en un espacio encantado. La única tienda completamente blanca descollaba también por la imponencia de su tamaño. A la entrada se apostaban dos hombres corpulentos con cimitarras sujetas al cinto y los brazos cruzados a la altura del pecho. Saludaron reverentemente cuando el príncipe Al-Saud entró en la tienda del jeque.

Francesca quedó sorprendida: jamás imaginó que una burda y rústica tienda encerrase lujo discreto y armonía de tonalidades. La envolvió el aroma de las esencias que se quemaban en hornillos de cobre, al tiempo que sus ojos se recreaban con el brillo de los narguiles de oro, el raso de los almohadones, los rojos, azules y dorados de las alfombras y las piezas de arte dispuestas sobre una mesa taraceada con marfil.

Kamal le rozó la mano con disimulo al avanzar para saludar a su abuelo. El joven y el viejo se estrecharon en un abrazo. Se hablaron con efusividad en árabe, sin reparar en una anciana que contemplaba la escena tras unos cortinados.

—¿Es que acaso has olvidado a esta pobre vieja, Kamal? —preguntó, en perfecto francés.

—Abuela —murmuró Al-Saud, y caminó hacia ella—. Estás hermosa, como siempre.

Los saludos continuaron y nuevamente Mauricio presentó a Francesca como su asistente personal. Dos muchachas acomodaron sobre una mesa que ocupaba el centro de la tienda bebidas frutales y
labán.
Momentos después, la tranquilidad y mansedumbre de aquella gente volvían a reinar y, mientras bebían, conversaban acerca de caballos.

—Hombres malvados —dijo Juliette, mirando en torno—. Han sometido a esta pobre jovencita al tórrido desierto gran parte del día y aún la mantienen aquí, escuchando necedades. Ven, querida —indicó a Francesca, y se puso de pie—. Te acompañaré a la tienda que preparé para ti.

La piel tan diáfana de Juliette, lo delicado de sus facciones y el andar garboso de su cuerpo menudo, que una túnica de gasa celeste ayudaba a realzar, la asemejaban más a un hada de cuento que a una mujer de carne y hueso, y obligaban a Francesca a volver la vista hacia ella una y otra vez. «Salvo por la elegancia», se dijo, «no hay nada de esta mujer en la señora Fadila», y pensó también que, de joven, debió de haber sido una beldad.

—Por aquí, Francesca —la invitó la anciana, al tiempo que descorría las telas de la entrada a una tienda—. Ya han dejado tu equipaje en la alcoba. —Y señaló otro cortinado que dividía la carpa en dos—. He hecho preparar la tina con agua caliente para que tomes un baño. Seguramente, querrás hacerlo antes de la cena.

—Es usted muy amable, señora. No debería haberse tomado tantas molestias.

Francesca sonrió, y Juliette se quedó mirándola. Por un segundo vio su propio reflejo cincuenta años atrás, cuando, joven y hermosa, llena de pasión por la vida y segura de sí, lo había arriesgado todo por amor.

Zobeida, la beduina que atendería a Francesca durante su estancia, se deslizó sigilosamente en la tienda, cargada de toallas, frascos de perfumes, afeites, esencias y óleos.

—Querida —habló Juliette—, te dejo con Zobeida. Ella te dará lo que desees. Nos veremos en la cena. —Y se marchó.

Francesca permaneció inmutable en el centro de la tienda contemplando los detalles que la rodeaban, percibiendo también los ruidos del exterior —los sonidos de la lengua árabe, el relincho de los caballos, los balidos de las ovejas-y se sintió una intrusa. «¿Qué hago yo en este oasis del desierto, conviviendo con una tribu beduina? ¿Cómo llegué hasta aquí?». Resbaló por un túnel de recuerdos y, pese a que las imágenes se agolpaban desordenadamente, veía con claridad los rostros. «Nada es casualidad», le había dicho su tío Fredo en una ocasión. «Cada uno de nosotros es parte minúscula de un plan enorme e infinito, donde nuestras líneas se cruzan o no según la voluntad del Arquitecto que lo ha trazado». Había tenido que recorrer tanto para encontrar el verdadero amor, había sufrido tanto también. En medio de un lugar tan apartado y ajeno a todo cuanto le resultaba familiar, se preguntó si realmente ése era su destino. Susurró el nombre de Aldo, y la embargó la nostalgia de ese amor de verano tranquilo y previsible, nostalgia de aquel hombre de su mundo, que manejaba los mismos códigos y principios. A ella, en ocasiones, la asustaba la hombría estrepitosa y contundente del árabe que la había escamoteado del lugar al que pertenecía y que la había convertido en su mujer sin siquiera preguntárselo.

Zobeida la tomó por el antebrazo y, como no hablaba una palabra de francés, se deshizo en gestos para indicarle que pasase a la habitación contigua donde la esperaba una tina de cobre rebosante de agua caliente, cuyo vapor inundaba la estancia con el perfume de las sales y de los aceites. A un lado, se destacaba un catre con un colchón alto cubierto de pétalos de rosas y de jazmines. El detalle la tomó por sorpresa.

—Muchas gracias —dijo a la sirvienta, que le devolvió una sonrisa.

Zobeida apoyó sobre un pequeño mueble lo que aún sostenía en brazos y se acercó a Francesca para quitarle la casaca. La obligó a sentarse sobre el catre e hizo otro tanto con las botas de montar, las medias y los pantalones. Le masajeó los pies con una destreza y habilidad que la adormilaron. Zobeida terminó de desnudarla y la condujo a la tina, donde Francesca se sumergió por completo, enervada por la calidez del agua.

La beduina le frotó el cuerpo con jabón de madreselva, practicando un masaje enérgico que le estimuló la circulación y le enrojeció la piel; comenzó por las manos, los dedos, luego el antebrazo, el brazo y el hombro. A pesar de ser intenso, el masaje le resultaba placentero y la aletargaba. Prosiguió con los pies, las piernas, el vientre y los pechos, para liberar luego sus dedos en la cabeza de Francesca. El aroma del aceite con que le frotó las puntas del pelo ganó al de la lavanda y la madreselva. Lo hacía todo en silencio, sólo se escuchaba su respiración serena, que le rozaba la piel húmeda, y los sonidos externos que se confundían con la calma. Salió de la tina soñolienta, y Zobeida la guió hasta el catre, donde se quedó dormida envuelta en una toalla.

Al despertarse una hora más tarde, Zobeida ya había extendido a los pies de la cama un vestido con una nota de la señora D'Albigny que decía: «Es para ti. Me gustaría que lo llevaras esta noche». El festín de esencias y aromas continuaba impregnando el ambiente, fresco pese al agobiante sol. Se levantó animada y Zobeida se dedicó a acicalarla para la cena. Le frotó las manos con una mezcla de glicerina y jugo de limón, que las volvió suaves y de una blancura impoluta; la perfumó con agua de jazmín y la maquilló apenas, cuidando de destacar sus lanceolados ojos negros. De un brasero, tomó madera de sándalo chamuscada, que colocó sobre un plato, e indicó a Francesca que levantara los brazos para pasar el fragante y espeso humo cerca de sus axilas. El vestido, de seda blanca con encaje de Bruselas en torno al escote, le sentaba maravillosamente; caía acampanado hasta la mitad de las pantorrillas, dejando sus hombros y brazos al descubierto. Decidió llevar los zapatos de cabritilla que Kamal le había comprado en Jeddah. Zobeida le recogió el cabello y, con una tijera caliente, marcó pequeños bucles que le enmarcaban el rostro y acentuaban la tonalidad alabastrina de su piel.

Jacques Méchin pasó a buscarla y juntos llegaron a lo del jeque Harum Al-Kassib. Se produjo un silencio entre los convidados que la perturbó. La contemplaban detenidamente, en tanto ella buscaba con desesperación a Kamal, enfrascado en una conversación en el otro extremo de la tienda.

—¡Bendito sea Alá, clemente y todopoderoso, que ha guiado hasta mi tienda a la mujer más hermosa del desierto! —se extasió el jeque Harum, y de inmediato aclaró a su esposa—: A excepción de ti, Scheherezade, por supuesto.

Kamal interrumpió su charla y contempló extasiado a Francesca, poseído una vez más por el hechizo de su belleza. El jeque presentó a la joven al resto de los invitados, jefes subalternos de su tribu, y a continuación manifestó con histrionismo que moría de hambre. Ofreció el brazo a Francesca y la invitó a sentarse a su diestra en una mesa baja y atochada de manjares. El resto se acomodó libremente, y Kamal ocupó el lugar a la izquierda de su abuelo, frente a Francesca. La notó incómoda y nerviosa.

Juliette ordenó que se sirviera, y, luego de una circunspección inicial, los comensales no mostraron templanza y saborearon sin remilgos los distintos platos y bebidas. Se conocían de años, conversaban afablemente y recontaban viejas anécdotas, que los hacían reír a carcajadas. Mauricio ostentaba una sonrisa continua, como si por fin hubiese encontrado aquello que lo hacía feliz, y Méchin se mostraba más dicharachero que de costumbre, alentado por el jeque, que hacía rato había perdido las formas y buenas costumbres, y vociferaba, entre bocado y bocado, sus ideas y opiniones. Kamal sonreía con las ocurrencias de su abuelo, comía y hablaba poco.

La algarabía y amistad de esas personas acentuaba la soledad y nostalgia de Francesca. Se sentía una extraña, ni siquiera entendía la lengua en la que hablaban. Deseaba que la cena terminase y regresar a la tienda.

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