Marchó con los guardaespaldas que, a pesar de conservar una distancia prudente, parecían encontrarse sobre las ancas de Nelly. ¿Por qué Kamal habría dispuesto esa medida de seguridad? ¿Correría peligro su vida? ¿Quién lo protegía a él mientras sus hombres estaban con ella? Aunque durante los primeros tramos este pensamiento la alarmó, la belleza del paisaje y la inquietud de Nelly, que tascaba ansiosa el freno, le hicieron olvidar sus oscuras cavilaciones.
De vuelta en la casa horas más tarde, se desilusionó al enterarse por Méchin de que Kamal seguía fuera y que cenarían sin él. A paso lento, arrastrando la fusta, partió a su recámara para bañarse y cambiarse. Luego, sentada frente al tocador, mientras se cepillaba el cabello húmedo con desgana, volvió a repetir, esta vez en voz alta: «La mujer de Kamal Al-Saud», y se preguntó si ser su mujer significaría largas esperas, aburridas jornadas, guardaespaldas metiendo las narices en su intimidad, miradas aviesas, temores, secretos.
Aunque pensó excusarse y permanecer en su dormitorio, bajó a reunirse con Mauricio y Jacques. La cena discurrió sin contratiempos, y Francesca, insensible ya a la mala cara de su jefe y a los intentos fallidos de Méchin por animar la velada, continuó cavilando, envuelta en los mismos soliloquios que a lo largo del día le habían cambiado el estado de ánimo varias veces.
El ruido de un automóvil en la entrada y, un instante después, la voz de Kamal dando órdenes en la puerta principal acalló a Méchin, hizo levantar la cara a Dubois y llenó de brillo la mirada ausente de Francesca. Expectantes, lo aguardaron comparecer. Al-Saud se presentó en el comedor envuelto en una capa de seda blanca y con una
ghutra
muy elegante que Francesca no le conocía. Saludó con la venia oriental y pidió disculpas por haberse ausentado para la cena. No dio explicaciones y ninguno se atrevió a pedirlas.
—Espero que todo sea de vuestro agrado. Tomaremos el café en la sala más tarde —agregó, y se retiró a su dormitorio.
Francesca lo siguió con la mirada hasta que se perdió tras el quicio de la puerta; sólo cuando sus pasos se acallaron, reaccionó. Le pasó frío por la espalda y un peso en la boca del estómago le impidió seguir comiendo. Lo había sentido tan distante e inaccesible como las primeras veces en la embajada. Se disculpó con Méchin y Dubois y dejó el comedor. Se quitó los zapatos de taco alto, cruzó el pórtico a la carrera y subió las escaleras igualmente deprisa. Ya en su dormitorio, permaneció apoyada en la puerta con la vista fija taladrando la oscuridad, hasta que las risas provenientes de la planta baja la sacaron del ensimismamiento.
Se puso el camisón y se metió en la cama, con sus labios temblorosos y los ojos anegados de lágrimas. Necesitaba a su madre: tenía la impresión de que todo era un caos, y deseó que Antonina estuviese allí para ovillarse en su regazo y oírle decir:
«Va tutto bene, figliola mia»,
y que luego apareciera Fredo y la llenara de besos y la estrechara en un abrazo. De repente añoraba su ciudad: la Plaza España, el bulevar Chacabuco, el palacio de los Martínez Olazábal. Arroyo Seco también le faltaba, y don Cívico y doña Jacinta, y los paseos sobre Rex, y Sofía, y su vida en la Argentina. Nunca debió irse, escapar había sido un error. Se largó a llorar y hundió el rostro en la almohada para que no la escucharan.
En medio del llanto, le pareció que alguien avanzaba por el corredor y se detenía frente a su puerta. Un segundo después, Kamal entraba sigilosamente. Francesca le dio la espalda y fingió dormir esperando que no la despertase y que se marchara pronto. Al-Saud, en cambio, se quitó la bata y se deslizó bajo el cobertor. La tomó por la parte más fina de la cintura y le besó el hombro. Francesca sintió el pecho desnudo de él contra su espalda y la dureza de su virilidad sobre sus nalgas, y ahogó un gemido. Kamal la obligó a darse vuelta. Al rozarle la mejilla con los labios, detuvo las caricias.
—Estás llorando —se alarmó—. ¿Qué tienes? ¿Te duele algo?
—No.
—Aún no te repones de lo de anoche —supuso él.
—No se trata de eso —aseguró ella.
—¿Qué le pasa a mi princesa, entonces?
Francesca se aferró a su cuello y siguió llorando. Al-Saud se acomodó sobre el espaldar de la cama y la dejó soltar su pena: que extrañaba a su madre y a su tío Fredo, que quería volver a Córdoba, que necesitaba a sus amigos, a su caballo, sus cosas, sus lugares.
—¿Por qué te fuiste y me dejaste aquí todo el día? —le reprochó—. Me sentí sola y aburrida. Hoy te necesité más que nunca.
—Perdóname, ahora entiendo que ha sido una desconsideración de mi parte, pero no creí que te molestara. Tenía asuntos pendientes y no quería postergarlos un día más. ¿No te dijo Sadún que iría a Jeddah y que, quizá, regresaría después de la cena?
—Sadún no habla conmigo últimamente.
—Ya veo.
—Mauricio y Jacques tampoco.
—Lo sé, Francesca, pero no debes preocuparte, deja todo en mis manos. Si supieras cuánto te necesité hoy no me regañarías.
—¿De veras? —ironizó—. Tú nunca pareces necesitar demasiado a nadie.
—¡A ti sí! —se enfadó Kamal, y la obligó a mirarlo—. Eres lo único que cuenta, te lo dije anoche. Yo nunca hablo por hablar. Me hiciste tanta falta que por momentos habría mandado todo al demonio y vuelto a casa a buscarte. Jamás dudes de mí, Francesca. En medio de las reuniones te recordaba gimiendo y gozando mientras te hacías mujer entre mis brazos, y el pensamiento se me obnubilaba, soñaba despierto.
La fuerza de Kamal y la vehemencia de sus palabras borraron las dudas y los pensamientos tristes que la habían atribulado todo el día y, en tanto aumentaba la audacia de las caricias, la añoranza y la desilusión se convertían en felicidad y confianza plena.
Kamal la cubrió con su cuerpo y la contempló largamente con veneración. A Francesca la conmovía cuando la contemplaba de ese modo, la hacía sentir amada y hermosa. Le sostuvo la mirada con la respiración en vilo, sometida por esa atracción que manaba de la piel de su amante, que la volvía tan distinta y la obligaba a entregarse a esos deleites instintivos y lascivos que siempre le habían dicho que eran pecado. Al-Saud le bajó las tiras del camisón y le besó los pezones. Francesca le pasó los dedos por el cabello, mientras arqueaba la espalda en busca de la voracidad de sus labios.
Kamal experimentaba una rebelión en su interior a la que no estaba habituado; su maestría en la cama tenía que ver con el control y el absoluto dominio de la situación. Con Francesca sucedía lo contrario: la sangre le hervía en las venas y estallaba sin continencia una excitación despótica a la que él quedaba sometido sin remedio. Pero él quería mostrarle a Francesca que aquel juego de manos, jadeos, lenguas y palabras entrecortadas, aquel preámbulo en el cual descubrían los secretos y los encantos de sus cuerpos, era tan maravilloso como el acto mismo, y por eso buscaba controlarse y no volverse un animal en celo.
Cuando acabaron, siguieron besándose y susurrándose palabras de amor, aún presos de esa pasión inagotable. El aire fresco de la noche les secó los cuerpos sudorosos y terminó por apaciguarlos. Francesca, entre los brazos de Kamal, le marcaba el contorno de los músculos con el dedo. Él jugueteaba con sus rizos.
—¿Qué hiciste hoy para pasar el rato? —se interesó el saudí.
—No mucho. Traté de leer, pero tus libros no me interesan. Sentí deseos de bañarme en la piscina del harén pero no me animé a pedirle permiso a Sadún.
—¿Pedir permiso? —interrumpió Kamal—. Tú eres la señora de la casa, puedes hacer lo que quieras cuando quieras. ¿He sido claro? No quiero volver a escuchar que te privas de algo por miedo a Sadún o a cualquier otra persona. Sadún y los demás son tus sirvientes, y les pago para que te atiendan como a una reina.
—Khalid fue muy amable —prosiguió la joven—. Ensilló a Nelly apenas se lo pedí y lo hizo de muy buen modo, aunque no fue lo mismo cabalgar sin ti.
—¿Abenabó y Káder fueron contigo? —Francesca asintió—. De ahora en más, ellos serán tus guardaespaldas. Adonde vayas, irán contigo.
—¿Por qué, Kamal? No me gusta que dos hombres me sigan a todas partes; no me siento libre.
—No discutas en este tema, Francesca. Ahora eres mi mujer y cualquiera podría hacerte daño para hacérmelo a mí.
Francesca meditó esas palabras y terminó por pensar que la imposición de los nubios era una prueba del amor de Al-Saud, y no volvió a cuestionar su decisión.
—Mañana partimos hacia el oasis donde acampa la tribu de mi abuelo —retomó Kamal—. Te gustará conocer a mi abuela, es una mujer extraordinaria.
—¿Cómo se llama?
—Juliette.
—¿Juliette?
—Sí, es francesa. Mi abuelo la llama Scheherezade.
—¿Scheherezade, como la heroína de
Las mil y una noches?
—Exactamente. Dice que mi abuela lo engatusó igual que Scheherezade hizo con el sultán Schahriar cuando le contó todos esos relatos fantásticos a lo largo de mil y una noches para evitar que la asesinara. —Kamal lanzó una corta carcajada—. Sí, te gustará conocerlos; a veces parecen niños cuando discuten, pero se quieren profundamente.
—Cuéntame cómo una francesa terminó casándose con un beduino del desierto —se impacientó Francesca.
Al-Saud le refirió la misma historia que su abuela le había contado a él años atrás. Juliette D'Albigny era la hija de un hombre adinerado de París, amante de los caballos, en especial de los árabes, y amigo íntimo del por entonces jeque Al-Kassib. Le había comprado algunos ejemplares y así había comenzado la amistad. Un verano decidió visitar a su amigo el beduino y llevar consigo a su joven hija, después de que ésta le hubiese insistido durante años que le mostrase el desierto. Juliette pisó suelo árabe ese verano y nunca volvió a dejarlo. Harum, el hijo y orgullo del jeque, se enamoró perdidamente de ella, y ella, al poco, cayó cautiva de los encantos y extravagancias de él. En un principio, ninguna de las dos familias aceptó la relación: D'Albigny, porque no quería a su única hija casada con un árabe que vagabundearía por el desierto la vida entera, y el jeque Al-Kassib, porque no quería a una infiel como miembro de su tribu. Además, Juliette resultaba demasiado extrovertida en opinión del viejo árabe, acostumbrado a mujeres sumisas y respetuosas. Juliette manifestó que jamás regresaría a París y Harum amenazó al jeque con abandonar la tribu. Ambos padres terminaron por comprender que el amor que los unía era demasiado grande para luchar contra él y decidieron aceptarlo. Los jóvenes contrajeron matrimonio según el rito islámico un mes más tarde.
—Desearía estar en el oasis ahora mismo —dijo Francesca.
Flotaban en un sopor mórbido y cálido. A veces cerraban los ojos y dormitaban; los abrían repentinamente y se aseguraban de la presencia del otro. Kamal se puso de lado y recorrió el cuerpo desnudo de Francesca con la mano, desde el hombro, pasó por el antebrazo, siguió por la curva de la cintura y la cadera, por la suave pierna hasta la rodilla, y desde allí se remontó hasta el cuello, y le tocó la oreja, el pelo, los hombros, los senos. Cada centímetro de esa mujer le pertenecía, la conocía toda, la había conquistado por completo. Se pegó a su espalda y la abrazó posesivamente.
—Eres mía —susurró.
—Tú bien lo sabes —aseguró ella.
No volvieron a hablar por un buen rato. De pronto, Francesca quiso saber si Kamal dormía.
—¿Kamal?
—Dime.
—¿Qué pasará cuando regresemos a Riad?
—¿Qué pasará con qué?
—Con nosotros.
—Yo no regresaré a Riad —anunció él—. Cuando volvamos del oasis, viajaré a Washington. Estaré fuera unas semanas, no serán muchas, y te prometo que cuando vuelva nos casaremos.
—¿Casarnos? —repitió ella.
Tanteó el interruptor del velador y lo encendió. Kamal se apoyó sobre el respaldo de la cama y colocó un brazo a modo de almohada detrás de la cabeza.
—¿Por qué me miras así? ¿He dicho una locura?
—No, claro que no.
—¿Acaso no quieres casarte conmigo?
—Sí, claro que sí. Me tomas por sorpresa, eso es todo. No imaginé que sería tan pronto.
—Te dije que te quería para mí —expresó Al-Saud, como recordándole una vieja promesa—. No quiero esperar más tiempo. Serás mi esposa, con la voluntad de Alá.
Francesca había caído en una especie de estupor. Fijaba sus enormes ojos negros en los verdes de él, mientras se daba un tiempo para ordenar sus pensamientos. Amaba a ese hombre y confiaba en él, guiada por el instinto, ciertamente, pues poco sabía de su pasado y de su presente; pero le bastaba que él la mirara para acabar con sus dudas; que la tocara para que se le electrizara el cuerpo; que le dirigiera una sonrisa para que ella la conservara como un tesoro; lo sentía dentro de sí y no dudaba de que la haría dichosa; ella se entregaba y el orgasmo llegaba, saciándole el deseo abrasador que él mismo había despertado al mirarla, al tocarla, al sonreírle.
—¿Por qué te sorprende? —preguntó Kamal—. Serás mi esposa y mi amante también, la madre de mis hijos, la que comparta mis sueños, mis frustraciones, mis cansancios, mis alegrías. Serás mi refugio y yo seré el tuyo. Alá bendecirá nuestra unión y los frutos de nuestro amor serán sagrados. Si quieres —concedió un momento después— nos casaremos también por el rito cristiano, pero eso será un secreto, nadie de mi familia deberá saberlo.
—No me importa casarme por uno u otro rito —aseguró ella, y de inmediato pensó en Antonina y en el sermón que le espetaría—. Aunque lo haré por mi madre, para que no me reproche. Es muy católica.
—Sí, mi amor, lo que quieras.
—Ya tengo ganas de estar en el oasis —repitió Francesca, acurrucada en el pecho de su amante.
—Mañana conocerás el verdadero corazón de mi reino, la estirpe que dio vida a esto que hoy llamamos Arabia Saudí.
A la mañana siguiente la despertaron los golpes que alguien propinaba a su puerta. Encontró el camisón a los pies de la cama, enredado en el cobertor, y se lo puso deprisa; se echó la bata encima e invitó a pasar. Sadún entró con el desayuno en una bandeja, y la vivacidad de su rostro moreno la desconcertó.
—Buenos días, señorita. Espero que haya pasado una excelente noche —le deseó en un mal francés, y acomodó la bandeja sobre la cama—. ¿Prefiere café o chocolate? Le recomiendo esta tarta de dátiles, es mi especialidad. Desayune tranquila mientras yo preparo su baño; más tarde, la ayudaré con la maleta. El amo Kamal me pidió que la despertara y que le dijera que se reunirá con usted en un momento. Se levantó a las cinco y, después del
fair,
comenzó con los preparativos para el viaje a Ramsis. Ahora está alistando los caballos.