Lo más extraño (44 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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Pero ¿es cierto o no que mató al padre?

¡Yo qué sé! Yo no lo vi.

¿Ves? Quizás ocurrió justo al revés y el que murió fue él. Quizás ése es el padre.

No está mal pensado, dijo el joven. ¿Sabes una cosa, lo más curioso de todo? Es la única persona en la que de verdad confían los vecinos. Desde que comenzaron los robos de los santos para venderlos a los ricos Europa adelante, él es el custodio de las imágenes. Ahí está la Milagrosa, la que camina sobre las nubes. Y ahí está la Virgen de la Serpiente, la que le enseña al niño a pisar la culebra del mal.

No sabía que existía esa Virgen.

Pues aquí está. Las dos son bien lindas.

¡Me gustaría verlas!

¡Acabas de llegar y quieres ver todo!

Todo.

Cuentos de un invierno
La llegada de Ingrid

Despertaba, a veces, con un rugido que venía de Dumbría y atravesaba la noche. A veces, el rugido pasaba de largo, con ese escándalo que hacen los monstruos cuando van de vacío. A veces, se detenía. Yo sabía que se iba a parar porque reconocía su resuello al tomar el desvío y subir con el alegrón la loma hasta nuestra casa. Cuando era así, cuando el monstruo entraba jadeante en la explanada, y quedaba un rato resoplando, enojado por el asedio de
Puskas,
yo sentía venir una corriente de aire que subía por las escaleras, seguía a grandes zancadas por el pasillo y hacía tambalearse todas las cosas de la casa. Tenía miedo de que tirase abajo la puerta de mi cuarto y me arrastrara en remolino como un huracán con garras hasta una gigantesca cámara frigorífica. O algo así. Pero era un temor pasajero, que desaparecía sin más cuando escuchaba la voz alegre, cantarina y amistosa de Ramón acallando a
Puskas,
después de mandar a dormir a su camión Pegaso. Las cosas volvían a su sitio. La corriente de aire, ahora suave y táctil como la brisa que mueve las sábanas del tendal en la explanada, me acariciaba la cabeza, trepaba por las láminas de la persiana y columpiaba mis sueños.

Ramón era muy amigo de mi padre. Como hermanos, decían ellos. Ya lo eran de chicos, cuando jugaban juntos al fútbol en el Sporting Rivés. Y juntos, después de los partidos, iban a los salones de baile. Tanto en el campo de juego como en el baile eran conocidos por el mote de Dúo Dinámico, por esa casualidad de llamarse Manolo y Ramón, igual que la famosa pareja de músicos, y por esa amistad tan fuerte que tenían. Era un sobrenombre que les divertía y que recordaban siempre con un brindis cuando se celebraba algo. Los estoy viendo. Más bajo y moreno mi padre. Rubio y alto Ramón. Remangados. La camisa desabotonada por el pecho, dejando ver sendas cadenas doradas y con un crucifijo arfando en las olas del vello. Sonríen, alzan los vasos, se miran a los ojos: «¡Viva el Dúo Dinámico!».

Chelo, mi madre, se suma al brindis: «¡Sí, sí, viva el Dúo Dinámico!». Me parece que todavía se ríe más que ellos. Y es que es muy sonriente. Incluso cuando está triste, con esa nube que a veces la persigue, como si llevase un lote de niebla sobre la cabeza, e incluso cuando llora, su cara no obedece y dibuja una sonrisa.

Mis padres, al casarse, se fueron a vivir con mi abuela, la madre de Chelo. Mientras la abuela se ocupaba del establo y de la huerta, mi abuelo había sido cristalero, y la mitad de la planta baja de la casa, apartada del pueblo, pero muy amplia y cerca de la carretera —«bien situada», ésa era la expresión—, estuvo ocupada como almacén y taller de cristalería. Y cuando yo era pequeña todavía se guardaban allí grandes cristales apoyados en caballetes, que le daban la forma algo inquietante de un oculto campamento de cabañas transparentes. En realidad, la cristalería no se había cerrado del todo. Mi madre sabía el oficio. Lo había aprendido de mi abuelo sin él quererlo. Sólo con mirar, un día tras otro. Así que, de vez en cuando, ella todavía atendía algún encargo. Yo la acompañé al pueblo a reponer la luneta rota de un comercio.

—¿Sabes qué es lo que corta el cristal?

No. Todavía no lo sabía.

Ella me enseñó aquella punta casi invisible, como si fuese el mecanismo secreto de la vara mágica de un hada.

—Es un diamante.

—¿Un diamante?

Cuando cortaba el cristal, su mirada concienzuda trazaba la línea adelantándose milímetros a la punta del diamante y yo sentía la corriente por dentro, un escalofrío que me abría en dos. Ella apretaba los labios y, con el canto de la mano, de un golpe exacto pero contenido, partía la parte sobrante. Para mí, el verdadero rostro de mi madre es el que estoy viendo desde el otro lado del escaparate, mientras ella limpia de la nueva luneta las huellas impresas en masilla de sus dedos.

Mi padre trabajaba en la construcción como escayolista. Pasó de la blancura de los cielos a las tripas de la tierra. No es ninguna metáfora que se me ocurra ahora. Lo decía él riendo, como si fuera el estribillo de una copla popular. Se marchó a Alemania, tentado por una oferta de trabajo en la minería, cerca de Colonia. Según el reclamo laboral, no había nada que dudar. No podía perder esa oportunidad. Se ganaba en un año lo que aquí en diez. La idea era estar una temporada, cinco o seis años, y ahorrar. ¡Ahorrar! Y después irse para la ciudad y comprar como socios un garaje y alquilar las plazas. Echaron esas cuentas optimistas una noche en el comedor. Y hubo un brindis. Y a continuación jugaron una partida de baraja. Porque marcharon los dos amigos. Manolo y Ramón. El Dúo Dinámico.

Aquella noche recuerdo estar al principio muy triste. Después, acabé riendo. Acabé riendo por la forma tan graciosa que tenían de jugar a las cartas. Petaban en la mesa al echar cada naipe y decían juramentos y pecados como si estuvieran peleando de verdad. Sin embargo, era todo una comedia. Y mezclaban dichos muy chistosos y sin sentido.

—¡Te voy a hartar de almejas! —gritaba Ramón.

—¡Con Dios tiembla Toledo! —respondía mi padre.

Se fueron. Era verdad que se iban. Poco después, la abuela cayó enferma de eso que llamaban y todavía llaman «una grave y larga dolencia», y mi madre se dedicó a cuidarla, además de atender el ganado. Porque vender las vacas sería interpretado por mi abuela como una señal del fin, ella que todavía rezaba por un milagro. Vendió, eso sí, los cristales que quedaban en el almacén, y aquel día que vinieron a buscarlos me pareció que marchaban con docenas de retratos de mi madre sonriente.

Al cabo de ocho meses, Ramón tuvo un accidente en la mina y volvió de reposo. No había sido muy grave, por suerte. Había llevado un golpe en la cabeza y roto unas costillas. A medida que curaba, el susto creció dentro de él y, finalmente, decidió no regresar a Alemania. Había tenido un sueño. De la brecha de la herida, decía en broma, salía una golondrina, y él se levantó y la siguió hasta llegar a la boca. Y allí le dijo: «¿Sabes el camino de tu casa? Lo sé». Pues tararí que te vi. Con los ahorros, se hizo con una camioneta de segunda mano y comenzó a recorrer la comarca como transportista. Fue una buena idea. Un año y pico después ya se atrevió a comprar a crédito un camión nuevo. El Pegaso de Ramón.

Está ahí, en la explanada. Tiene una avería. Anda, pero hace un ruido extraño.
Puskas
olfatea al monstruo. Mea en sus llantas. Después, se desentiende y se tumba al sol. Ese gesto del perro tiene cierta importancia para mí. Detiene el tiempo. Sus patas, delante y atrás, forman un paréntesis. Ramón le pide a mi madre unos paños y los extiende sobre el suelo. Son paños blancos. Ramón desmonta una rueda. Y luego otra pieza. Después me dice: «¡Vas a ver lo que hay!». Y me enseña el cilindro con el juego de bolas de acero: «Hay una que está mal. Una picada. Sólo una». Abre la boca, hace un gesto de payaso y señala con el índice hacia dentro: «¡El camión tiene una muela picada! Y cuando pasa eso, le pasa lo que a las personas. Hace mucho ruido. Es lo más importante que pasa en el mundo. Todo gira alrededor de esa nada».

Lava las bolas en gasolina. Las limpia y las seca con uno de los paños blancos. Una a una. Con delicadeza. Pone la última a contraluz. Brilla. Lanza destellos. Ramón desvía la mirada hacia la ventana de la cocina. Detrás del cristal, mi madre sonríe.

Para venir en Navidad, este año, como el anterior, y el otro, mi padre coge un tren que tardará dos días y dos noches en llegar a la estación de San Cristóbal en A Coruña. Ramón irá a buscarlo y yo iré con él. Ramón ya está abajo, tomando un café en la cocina, me dice mamá cuando viene a despertarme. Claro, pensé, Ramón ya está en casa desde hace tiempo. Llovía mucho. Diluviaba. Pero yo había oído muy bien la carraspera del Pegaso, su ronco murmurar, y los ladridos empapados de
Puskas
. Era así. Cuando llovía, ladraba con hastío. En noches como ésta, era la luz de los faros del Pegaso, que entraba por las rendijas de las láminas de la persiana y hacía una escalera de sombras en la pared, era esa luz la que ayudaba a oír, como si por ella gatearan los sonidos, también el cuchicheo de bienvenida de mamá en la puerta, un saludo que más se oía cuanto más bajo era dicho. A mí me pasaba igual cuando jugaba al escondite, que no quería que me oyesen, pero la garganta me traicionaba y gritaba mucho: «¡Quien quiera salir que se esconda!».

Ahí está mi padre, en la ventana. El tren viene muy despacio, pero parece que no se va a parar nunca. Todo ese tiempo es para pensar. Lo que se piensa, pesa. Pienso que mi padre está más viejo de lo que era. Quiero decir, que pasó más de un año desde hace un año. Por ejemplo, ha perdido mucho más pelo en este año que en los otros años juntos. Se nota todavía más porque el pelo que conserva, muy peinado y húmedo de brillantina, trata de tapar la calva. Su piel se ha blanqueado hacia la palidez, como si se apoderara de ella el reflejo en el aguamanil. ¿O son las ojeras lo que causa esa impresión? Creo que sonríe con menos ganas que otras veces, pero puede que sea una idea falsa ya que, por el contrario, su abrazo es mucho más fuerte. Es un abrazo que me alza del suelo y que me hace girar como en un carrusel.

Manuel y Ramón se dan primero la mano y después un abrazo. Un abrazo rápido, con palmadas en las espaldas, como las que se dan los hombres. Ramón intenta llevar la maleta más grande. Manuel no la suelta. Ramón insiste en llevarla. Manuel lo aparta, sin brusquedad, pero con firmeza.

Me gusta ir en la cabina del Pegaso. Ahora voy en el regazo de mi padre, mientras Ramón conduce. No llueve como por la noche. Lo que hay es una niebla muy densa. El Pegaso se abre paso con sus rugidos. Me gusta ir dentro de este ruido. El día se va despejando, van emergiendo las cosas y las personas en los bordes de la carretera. No hay casi tráfico. Parece que es nuestro camión, el Pegaso de Ramón, el que va dejando por el camino fardos de luz para reponer el paisaje y que todo va quedando atrás más claro que antes de nuestro paso. Miramos hacia delante, no hablamos, estamos concentrados, ponemos todo nuestro tesón, toda nuestra energía en el trabajo que estamos haciendo: el de abrir el día.

Cuando ya se intuyen las montañas con corona de roca que miran hacia el mar, y con la niebla huyendo en yeguada dispersa tierra adentro, mi padre me dice: «Esta vez te he traído un regalo muy lindo».

—¿Y qué es? —le pregunté, sabiendo que no iba a responder.

—Es una cosa muy linda. Casi tan linda como tú.

Puskas
nos recibió saltando con furia delante del morro del camión, tratando de detenerlo con rabiosos ladridos. A mi padre le hizo mucha gracia. Ahora sí que reía como antes, y me pareció que esa alegría le devolvía juventud y hacía renacer matas de pelo. Mamá salió a la puerta. Ahora éramos nosotros, Manuel, Ramón y yo, los que estábamos dentro de una ventana. Ramón paró el camión y
Puskas
dejó de ladrar. Brincaba y jadeaba excitado, deseando vernos salir de una vez del interior del monstruo. El primero en bajar fue mi padre y el perro daba vueltas a su alrededor, le lamía las manos y agitaba el rabo en un recibimiento que conmovía. Y entonces saltó Ramón de la cabina.
Puskas
giró en redondo y corrió hacia él. Le lamía la cara.

El regalo de mi padre era una preciosa muñeca de ojos azul cielo y pelo rubio y largo, recogido en una coleta. No era gorda ni trenca como las de aquí. Era esbelta, delgada y alta, y vestía un jersey de lana jaspeada con cuello cisne y pantalones muy ceñidos. Lo más sorprendente de todo es que era una muñeca que hablaba. Yo había oído decir en la escuela a las otras niñas de padres emigrantes que había muñecas de ese tipo, que podían hablar. Pero una cosa es oír hablar de ellas y otra muy distinta oírlas hablar. Metías la mano por debajo del jersey, por la espalda, tirabas de una anilla, la soltabas, y era entonces cuando oías hablar a Ingrid.

La primera vez que habló Ingrid todo lo demás quedó en silencio. La tenía mi padre en sus manos y la colocó mirando hacia nosotros. Estábamos en la explanada, delante de casa, como para una foto: Ramón, mi madre,
Puskas
y yo. El Pegaso, detrás.

—¿Qué ha dicho? —preguntó mi madre.


Ich liebe dich, Liebst du mich?

—Sí, ya. ¿Y eso qué significa?

—Dijo «Te quiero» en alemán. Te quiero. Eso dijo.

—¡Qué complicados son los alemanes! ¿Hay que hablar tanto para decir «Te quiero»?

—Bueno. Primero dice «Te quiero» y luego pregunta si me quieres: «¿Me quieres?». Yo te quiero, ¿tú me quieres? Eso es lo que dice. Las dos cosas.

Mi padre repitió, mirando hacia ninguna parte, como si hablase solo:
«Ich liebe dich, Liebst du mich?».

Después de la comida, Manuel y Ramón jugaron a la baraja. Mi madre puso encima de la mesa una botella de coñac sin empezar. Una botella envuelta en una red dorada. Aunque me repugna el coñac, me gustaría beber de esa botella. Los hombres se echaron dos copas y comenzó la partida.

Yo esperaba que mi padre dijera aquello de que con Dios tiembla Toledo y que Ramón soltase riendo lo de que iba a hartarlo de almejas. Pero esta vez no decían nada. Petaban, eso sí. Golpeaban fuerte en la mesa cuando tiraban las cartas, una encima de otra. ¡Pan! ¡Pan!

Ingrid repetía su frase como el estribillo de una canción. Pero, siendo tan guapa como era, su voz sonaba como una plegaria.

Yo le decía, para tranquilizarla, que sí, claro que te quiero, mujer.


Ich liebe dich, Liebst du mich?

—Sí, sí. Te quiero, te quiero.

Otro trago. Otra partida. Llovía de nuevo. Una llovizna muy gris que la noche había enviado de avanzadilla.

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