Lo más extraño (41 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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Y si nazco a destiempo será por un susto. Por un susto grande. Como los que hacen salir a los grillos de sus agujeros.

Mi hermana pinta sustos en la escuela. Cuando corten el cordón que me une a mi madre, esos sustos se harán realidad. Vendrán los que pisan el maíz.

Me gustaría llegar a viejo para explicarle a un nieto que tenga: Están los que plantan el maíz y los que pisan el maíz.

A mí lo que me gustaría de verdad es nacer y no nacer. Que nadie cortase el cordón hasta que se acabaran los grandes sustos. Cuando mi madre plantase el maíz, yo cantaría como un grillo al sol. Y cuando llegasen los de los sustos, con sus botas herradas pisando el maíz, volvería otra vez al vientre de madre, a 36,5 grados centígrados.

Pero ya he nacido y me han cortado el cordón y estoy en la escuela y pinto sustos porque han vuelto a callar de miedo los grillos.

El estigma

Por la noche, en mi ventana del Hogar de la Milagrosa, busco una estrella. La estrella de la que vengo. ¿Será aquella que pestañea como si me quisiera decir algo? ¡Hola, Estrella! Emitiendo para un sistema exterior, emitiendo para un sistema exterior. Aquí Desterrado.

Posición:

G
olf
A
lfa
L
ima
I
ndia
C
harlie
I
ndia
A
lfa

¡Bah, ni puto caso!

Hoy vi un documental en la tele que me ratificó en mi teoría. Explicaban que la vida llegó a la Tierra en un meteorito o algo así, como un ómnibus caído del cielo. De hecho, la Tierra se fue haciendo redonda y con la gravedad dentro a fuerza de hostias, como la saca que golpea y golpea un boxeador.

Dios: ¡El Gran Boxeador!

¡Joder! ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

No sé el resto, pero desde luego Moisés y yo somos extraterrestres. Dicen que aparecimos en la puerta del orfanato, criaturas de Dios, etcétera, etcétera. Pero ése es un cuento de Madán Titín que se cree todas las películas, empezando por esa de la Biblia. Tiene cruzados los cables de la realidad y el sueño. Es de esa clase de personas que cuando les van a poner una multa de tráfico piensan que el policía se dispone a darles un décimo de lotería. Libraría de la condena perpetua al peor criminal a cambio de un villancico bien cantado el día de Nochebuena. Le pone buena cara a todo y a todos. Sobre todo a nosotros, los que tenemos el Estigma.

Eso se lo oí una vez, escuchando detrás de la puerta. Que teníamos el Estigma y que nos lo tenían que quitar.

Madán Titín discutía con el inspector Cambas. Él venía poco por el Hogar, pero creo que era el verdadero jefe.

—A estos niños hay que liberarlos del Estigma —decía ella como si le fuera la vida en el asunto—. No pueden llevar el Estigma sólo porque sus padres murieron de lo que murieron.

—Desengáñese, señora. El Estigma lo llevarán siempre —afirmó él con aquella voz que metía frío en el cuerpo—. El Estigma no depende de usted ni de mí. Depende de la sociedad, del sistema. ¡Usted fue la primera que se atrevió a darles de comer sin ponerse guantes en las manos!

¿Lo ven? ¿Ven cómo somos de un planeta muy lejano? Tenemos algo que los demás no tienen: El Estigma. ¿Y qué me dicen de los guantes? ¡Joder! ¡Había que darnos de comer con guantes!

A Moisés no hay más que verlo para darse cuenta de que no llegó al portal en un cesto sino en algún vehículo extraño, a propulsión. Incluso cuando duerme, como ahora, es un ser raro. ¿Desde cuándo un chaval de catorce puede emitir esos ronquidos que atraviesan la noche y el espacio a miles de decibelios? ¿Se estará comunicando por su cuenta con el Exterior?

Cuando despierta, le digo: «¿Oyes, Moisés? Tienes dentro una orquesta de burros desafinados».

Y Moisés va a mirarse en el espejo con la boca abierta, a ver si tiene burros dentro. No es tonto. Es que no comprende bien el lenguaje terrícola, que es muy falso. Él toma todo, como quien dice, al pie de la letra.

Si tú le dices que tiene burros dentro, pues le parece raro, claro, pero él cree en lo que le dices. No conoce el Doble Sentido, que es el sentido más importante de los humanos. Cree en lo que dices. Confía en ti. Y entonces va a mirar si es verdad que tiene burros dentro. Y le sorprende mucho no encontrarlos.

—¡No ha, ho! —me dice señalando la boca muy abierta.

—Era una broma, Moisés. ¡Una broma!

Y entonces sonríe, algo mosca, pero sonríe: «Paz bromista».

Pero ¿por qué carajo me tuvieron que poner Paz de nombre? Le pregunté a Madán Titín que quién había sido el culpable y no quiso confesarlo. Es uno de los secretos mejor guardados de la Tierra. A ver, ¿quién fue el cabrón que le puso al chaval el nombre de Paz? ¿Cree alguien que se puede circular por la vida con semejante nombre? ¿Nombre? Paz. ¿Cómo? Paz. El tipo tiene que sujetarse la barriga para que no se le salgan las tripas de la risa. Madán Titín explica que seguro que fue con la mejor intención. No me lo creo. Si fuera así, ¿por qué no me llamaron, por ejemplo, Triunfo?

—¿Cómo dice que se llama?

—Paz Estigma.

—¡Las desgracias nunca vienen solas, chaval!

Moisés, como estaba explicando, es un tipo muy sensible. Hay que tener cuidado con lo que le dices. Un día salió al patio muy contento con el balón de fútbol que le regaló Madán Titín y me hizo gestos para que bajase. Pero yo estaba anclado a la ventana y no tenía ganas de moverme. A veces, muchas veces, me pasa eso. Que no quiero salir de al lado de la ventana. Pongo el walkman y me paso el día aquí, clavado, mirando hacia afuera como si todo fuese una película. ¡Sucede cada cosa! El otro día, en la calle que hay tras el muro del Hogar, casi se matan dos tipos que discutían por el sitio donde aparcar el coche. Uno de ellos cogió una porra, tipo policía, y entonces fue el otro y abrió el maletero y sacó un bate de béisbol. ¡Qué espíritu deportivo! ¡Qué bien pertrechada anda la gente! De no ser por el señor Francisco, que les apuntó con la manguera de regar, aquello hubiera terminado en choque de civilizaciones, en baño de sangre, con los melones abiertos y los sesos por el suelo. Lo más curioso es que los dos coches eran una mierda. Ni me acuerdo de las marcas.

Volviendo a Moisés, el caso es que me hizo gestos para que bajase a jugar con él, pero yo me quedé parado, sin responder. Lo que pasa es que él es muy persistente, qué terco es. Y seguía allí, con el balón en brazos, como si fuese una estatua de Mano de Vaca, un portero de fútbol de quien siempre habla el señor Francisco, y que era bizco y paraba todos los penaltis.

Por fin, le grité, sin malicia ni nada, sólo por decirle algo: «Mira, Moisés, ¡tírate al mar!». Y fue el muy animal y saltó el muro y allá corrió a todo correr hacia el mar del Orzán. De no ser por el señor Francisco, que hace de jardinero y vigilante, y que fue detrás, se hubiera lanzado con balón y todo, como un delfín, en las frías aguas del océano.

¿Será el Estigma lo que hace roncar a Moisés como si naciese una borrasca en su pecho? Yo no ronco, pero, al parecer, soy algo sonámbulo y dicen que me paso la noche pegado a la ventana, como hoy, o que ando por el jardín muy ligero, como si tuviese alas, con los pies descalzos y a un palmo de la tierra.

—¡Eso sí que no! —dijo Madán Titín—. Creo todo menos que un hombre pueda volar. Y queda muy mal en los cuentos.

—Pues vaya creyéndolo —le contestó el señor Francisco—. El chaval vuela. Va muy bajo, pero vuela.

El señor Francisco contó que me encontraron una noche de luna sentado en el tejado. Y yo le pregunté si tenía pinta de hombre lobo y si aullaba.

—No —me dijo muy serio—. Sólo hacías globos con la goma de mascar.

Cuando mi amigo se despierta, le digo: «¿Oyes, Moisés? Ya sé por qué roncas. Creo que de pequeños nos pusieron algo en el cuerpo, un aparato miniatura bajo la piel, un chip o algo así».

—¿Un chip? —repitió extrañado.

—Sí, un cacharrito, un emisor, algo así. También se lo ponen a los perros en Europa para tenerlos localizados. Eso es lo que hace que tú ronques y yo sea sonámbulo. Nos provoca alteraciones. Tenemos que descubrir dónde lo llevamos. Lo llaman el Estigma.

Tal como yo esperaba, Moisés se fue por la mañana a toda velocidad a la búsqueda de Madán Titín. La quiere mucho. Y le preguntó: «¿Dónde tenemos el chip?».

—¿Qué dices de chip?

—El del Estigma, ¿dónde lo tenemos?

—¡Déjate de estigmas! ¿Quién te ha contado esa tontería? ¿Fue el alocado de Paz, a que sí? Hala, ¡a ducharse!

Lo pasábamos muy bien en la ducha. Nos enjabonábamos el uno al otro hasta formar nubes de espuma. Moisés sentía cosquillas en todas partes. Me hacía gracia verlo reír como una criatura, grandullón como era. Ahora que lo pienso, pegado en la noche a esta ventana que me hace viajar por los años como si todo sucediera hoy, fue una época bastante feliz aquella del Hogar, cuando andábamos buscando el Estigma como quien busca un pequeño aguijón bajo la piel.

El leikista

—¡Un poco de tristeza, señores! —rogó el fotógrafo.

Como si saliese de la madriguera mal cerrada de la muerte, aquella boca entreabierta y con faltas dentarias, un grillo desandaba los montes del cuerpo yacente que cubría una sábana blanca. En lo alto de la pared donde apoyaba el cabezal de la cama, un flash de mayo entró por el foco mal encuadrado de un ventanuco. El músico se detuvo en el valle del bajo vientre, abrió las alas, y tocó con mucho brío un allegro. Quien tenía que llorar, reía.

Aquel velatorio parecía una fiesta y el fotógrafo se vio obligado a pedir compostura. Consiguió que los niños dejasen de corretear alrededor del difunto y que la familia posase como Dios manda. Pero mantenían la sonrisa a la vera del muerto a la manera de una partida de cazadores delante de un lobo cobrado.

Fue entonces cuando él pidió tristeza.

—¡Un poco de tristeza, señores! ¡Un poco de tristeza!

Años después, el muerto llamó al timbre del fotógrafo en la ciudad. Tuvo cuidado de apartarse de la mirilla de la puerta. El fotógrafo estaba sentado en el salón, al lado de la galería acristalada que daba a la ensenada del Orzán. Anochecía en sepia sobre todas las cosas. Pero el fotógrafo no reparaba en la posta de la puesta del sol que redoraba las aguas y barnizaba también los materiales innobles que encontraba a su paso en la brutal fachada urbana. Tenía la mirada clavada en el vaso, en aquella sima donde emergían las imágenes perdidas.

—¡Otra vez borracho! —le diría su mujer al volver, como un eco mil veces escuchado.

—Es líquido para revelar —respondería él, con otro eco manido.

Le pareció raro, no era la hora habitual y tenía llave, pero pensó que era ella la que llamaba a la puerta. ¿Quién, si no? Era la casa particular, se habían mudado hacía poco tiempo, ignoraba como invisibles a los vecinos, y no podía esperar la visita imprevista de un amigo por la simple razón de que había borrado de su mente el concepto mismo de la amistad.

Se levantó, espió por la mirilla y no vio a nadie. Pensó en las antiguas fotos perdidas, hechas sin filme, y que ahora no se le iban de la cabeza. Decidió, por fin, abrir la puerta. No, el muerto ya no estaba. Se había ido, otra vez, sin reclamar su copia.

El protector

La vio llegar. Traía una bufanda azul celeste y una chaqueta de lana verde y roja, como un campo de amapolas. Pese a las ojeras, tenía esta mañana una mirada luminosa y serena. La miel de los ojos había sustraído el brillo sacudido por sorpresa de la helada. En el invierno de Uz, hay que decirlo, el sol era un forastero. La mayor parte de los días, en la humedad sombría, la vaharada del aliento quedaba estática en el aire, pegada a la boca, como los
bocadillos
con que hablaban los personajes del cómic que hasta entonces había estado leyendo el guardia.

Si se dio cuenta de la miel de los ojos fue porque las otras veces sólo había visto en ellos otra cosa: El terror.

Era atractiva. No espectacular, es decir, muy atractiva, pues lo era con descuido. Los cuadros que pintaba le parecían al guardia, él, que se apresuró a decir que no entendía nada de arte, de una belleza cegadora. Preferiría no haberlos visto. Porque desde ese momento, sin él tener ningún propósito, supo que, de tenerlo, sería inalcanzable. No por complejo de inferioridad cultural o algo así, sino por otro tipo de distancia, una cosa que tenía que ver con la ley de la gravedad, lo centrípeto y lo centrífugo, y otros oscuros conceptos que se le mezclaban entre los recuerdos de la escuela y la balística. Ella se desplazaba en bicicleta. También él preferiría que no fuese así. Tardaba más en desaparecer. Al pasar, dejaba una estela en la retina. Se prendía al paisaje.

Siempre pensó lo mismo. Lo que pensaba ahora: ¿Por qué no te vas? ¿Por qué no te largas de una puta vez?

No podía entender cómo alguien pudiese dejar Madrid para venir a vivir aquí. Y más, siendo artista. ¡En Uz, en una casa solitaria!

—¿Otra vez?

—Otra vez.

—¿Toda la noche?

—Toda la noche.

—¿Los mismos ruidos?

—Los mismos. Piedras en el tejado. Como un reloj. Primero pequeñas, ruedan como canicas. Luego, más grandes. Sólo pararon una hora, de tres a cuatro, más o menos.

—A esa hora pasamos nosotros por allí.

—Ya lo sé. Vi las luces del jeep. Pero luego volvieron los ruidos. ¡Es para enloquecer!

—Hice unas averiguaciones. Los vecinos dicen que ellos no oyen nada.

—¡Por favor! Yo ya sólo confío en usted. ¡No estoy loca! Sé que lo murmuran por lo bajo, pero no es verdad. ¡No estoy loca!

—Tenga paciencia. Quizás es algún chico joven, algún bromista. La gente bebe y luego hace cosas raras.

—¿Todos los días, uno tras otro? No, no es un bromista. Tiene que ser un degenerado. ¡Un psicópata!

—Tranquilícese. Todo se arreglará. Esta noche volveré por allí. Haré unas rondas. Quienquiera que sea, acabaré atrapándolo.

Y volvió por allí. Claro que volvió. Toda la noche. Primero, piedras pequeñas, como canicas. Luego, cantos rodados. Como un reloj de péndulo que golpea la noche con sus pesas. ¿Por qué no te vas? ¿Por qué no te marchas de este maldito infierno?

La gasolinera

Cerrar cerramos a las doce. Si pudiese, me fumaría esta media hora que se hace una eternidad. ¿Quién va a pasar por aquí ahora, una noche como ésta, con este viento que arroja puñaladas de frío, que hace temblar a los brezos? El atracador. El famoso atracador de las gasolineras. El Atracador Fluorescente. Dicen que monta una Golden Star y que cuando pasa es como si pasara un rayo a ras de la carretera. Dicen que lleva un foco en el casco, como el de los mineros, que enciende al descabalgar y que te ciega. Es curioso que no haya venido nunca por aquí. Atracar atracó todos los alrededores. De Carballo a Santa Comba, de Santa Comba a Cee. Pero por aquí no pasó nunca. Quizás desprecia las bajas recaudaciones. Ésta es una carretera secundaria, que ya es mucho decir. Cuando llega este tiempo, yo creo que se borra del mapa. Más que una gasolinera solitaria parece una plataforma marítima. ¡Mirad el oleaje de los eucaliptos esta noche! ¿Escucháis la furia del temporal en el tren de lavado? ¿A que la pradera tiene algo de mar arbolada?

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