Lo más extraño (4 page)

Read Lo más extraño Online

Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
11.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

Ahora estaban entregados a un nuevo juego. Raúl bajó las jaulas de ratas blancas. Todos se pusieron en la recta de salida, expectantes, después de cerrar las puertas de la sala. Raúl levantó la reja y azuzó a los animales. A por ellos. Reían sudorosos, con ojos encendidos. Los bichos, perseguidos por escobas y zapatos de tacón, buscaban los lugares más recónditos. Una de las ratas se acurrucó a los pies de Dombodán, rígido y con la mirada ya muy lejana. Raúl se acercó sigilosamente. Todos detuvieron la carrera para atender a la caza. Tenía unas manos grandes, de dorso velludo. En el último tramo se abalanzó veloz sobre el animal. Su puta madre, me ha mordido. Los demás se reían. Joder, vaya coña. Me ha clavado los dientes, la muy puta. Dombodán miraba lejos. La rata permanecía a sus pies. Ahora va a ver la muy cabrona.

Raúl abrió una de las puertas y subió las escaleras del piso alto a zancadas. Volvió con un revólver. Coño, Raúl, tranquilo. Ni tranquilo ni hostias, ahora se va a joder la rata del abuelo. Apuntó lentamente, sujetando la culata con las dos manos. Disparó una vez, otra. Y otra más. El animal ni se movió, pegado a los zapatones de Dombodán. La sangre era más roja sobre la piel blanca. Se oía el mar y nada más. En el largo silencio, las otras ratas salieron de sus escondites y volvieron a las jaulas, con la cabeza gacha.

Vale, ya está, venga un trago. Coño, ésta es una noche de fiesta, dijo Raúl con voces que sonaban a órdenes. Y tú, calamidad, bebe algo también. Dombodán obedeció. Bebió un vaso de un solo trago y lo volvió a llenar. Hombre, parece que espabila. Se reanudaron las bromas. Volvió también la música. Raúl se acercó a Marga y la apretó por detrás. La besó en el cuello. Poco después salieron del salón.

Dombodán había regresado al fuego, con su vaso en la mano. Rita se sentó a su lado. ¿Sabes?, se la está tirando. Él se encogió de hombros. ¿No te importa que lo hagan ante tus narices? Él permaneció impasible. Ante sus narices sólo había fuego de maderos que rugían. A mí me joden estas historias, ¿sabes?, pero las cosas son así; si no te defiendes, si no eres duro, todos se te montan encima. A mí, Raúl me la sopla. En el fondo es un pijo, pero está tan seguro de lo que hace que todo le va bien. ¿Sabes que tiene novia? Pues, sí, tiene novia, pero nunca la trae a estas juergas. Se ríe de ella, dice que es estúpida, que no se quiere acostar con él hasta que se casen. La acompaña temprano a casa y luego se viene con la panda. Pero lleva dos años con ella y no creas que la deja. Se controla. Yo soy distinta. En la universidad estamos de juerga todas las noches. Raúl siempre ha sido un armadanzas, pero cuando llegan los exámenes se controla. Se encierra en el piso, no quiere ver ni a Dios, y luego aprueba. Yo soy distinta. Yo sigo de juerga hasta el día antes. Coño, si eres de una manera, tienes que serlo siempre y no controlarte así, en plan hipócrita. Yo, por ejemplo, he abortado. Sí, aborté una vez. El tipo que estaba conmigo me animó, era lo mejor para los dos, y sobre todo para ti, tía, eso decía. ¿Sabes lo que hizo? Cuando llegó la hora de la verdad se abrió, el muy cabrón. Es tu rollo, tía. Te lo has buscado, tía. Arréglate, tía. Como si no me conociera, el muy cabrón. Escucha. Debe de ser muy triste no poder hablar, ¿no?

Raúl volvió desperezándose. Le dio una palmada en la nuca a Dombodán, que permanecía sentado, bebiendo ante la lumbre. ¿Qué, más animado, grandullón? Marga abrió las contras. Estaba amaneciendo. Mirad, es precioso. Sí que era precioso. Allí estaba el viejo animal, incansable, mugiendo sobre la arena. A la playa, todos a la playa, gritó Raúl.

Estaban allí, envueltos en mantas, y sentados en círculo. Tenían ojeras y el viento les empujaba el pelo sobre el rostro. Parecemos una tribu, dijo Pachi. Tengo un juego reservado para vosotros, dijo Raúl. Más juegos no, Raúl, rogó Marga. Sí, sí, el último. Un juego de verdad.

Raúl sacó el revólver. Mirad, dentro hay sólo una bala. ¿A que habéis oído hablar de la ruleta rusa? Mi padre lo hizo muchas veces en África. Un teniente de la Legión murió así, con dos pares de cojones. Sólo hay una bala, la vamos pasando y al que le toque, adiós. Ya está hecho el sorteo, Dombodán, el último. Todos entendieron el guiño de complicidad. Tranquilos, no pasa nada, decía con los ojos Raúl, nos vamos a reír de este gigante estúpido.

El revólver fue pasando de uno en uno. Apuntaban a la sien y el gatillo hacía un sonido seco. Luego, suspiraban teatralmente. Le llegó el turno a Dombodán. Él los miró fijamente, uno a uno. Le tocaba a él. Apretó los labios. Alzó el revólver y apretó el gatillo. Otro golpe seco. Dombodán los miraba ahora como nunca había mirado, con odio. Abrió el cargador. No había bala. Mierda, escupió en la arena. ¿Oíste?

—Mierda —dijo el mudo—. Sois una mierda.

Marchó hacia la línea de espuma. En el horizonte, sus espaldas parecían más anchas que nunca. Varadas en el cielo, cómicas y trágicas, las aves del mar.

El Sir

En aquel rincón de pescadores, su mundo era la escopeta. Vivía sólo con su madre en una casa sin hórreo y sin redes, junto a las marismas y la laguna de Mindoao. Cazaba conejos y raposos en los montes blancos y sobre todo, a su tiempo, patos reales, fochas, gallinas de río, cercetas e incluso alguna garza —para disecar y vender— en aquel mar dulce donde el viento dormía amansado por el cañaveral. Se había criado allí, entre juncos, y nadie en Porto Bremón se atrevería a disputarle aquel su reino.

De mozo era muy bebedor, bravucón, un poco atolondrado, y lo trataban entonces por el apodo de Ruibén. La noche de la despedida, juró ante los amigos que volvería rico de Inglaterra.

—Vendré como un señor, y vosotros seguiréis siendo unos pelagatos —dijo sin que nadie replicase, aunque sólo fuera porque no es buena costumbre llevarle la contraria a un borracho a quien probablemente no se va a ver nunca más.

Pero Ruibén volvió, pasados ya unos años. Había cambiado mucho en su modo de comportarse, como si se hubiera serenado. Parecía manejar cuartos, pero no hacía ostentación de ellos, e incluso dijo con humildad que allí se ganaba más que aquí, pero no tanto como decían. Aseguró, eso sí, que había aprendido a jugar al golf y que le gustaban las carreras de caballos.

Iba a almorzar al café Porto y pedía huevos fritos con jamón y un café, para sorpresa de los pescadores, que recibían entonces el nuevo día con coñac o aguardiente del país. Vestía elegante, pero no a la antigua: llevaba corbata sobre la camisa de color, y también los zapatos tenían una puntera llamativa, distinta del resto. Pero no era entonces, ni mucho menos, una persona que marcara las distancias. Le decían los viejos camaradas que aquello del golf era una mariconada, y se erguía, pedía a Leonor, la patrona del café Porto, una escoba, la cogía por el mango y, después de calculados movimientos, largaba un corcho por la ventana entreabierta. Poco después, buena parte de la clientela había hecho su intento con toda clase de objetos, levantando nubes de serrín y haciendo chocar contra los vidrios las chapas de los refrescos. Ruibén, a quien llamaban ya por nuevo apodo el Sir, aseguraba entre bromas que llegaría un día en que Porto Bremón tendría un campo de golf, con grandes praderas verdes, lisas como la cabeza de un recluta y con agujeros perfectamente señalados con banderitas.

—Los patos que andan de paso por la laguna de Mindoao se posarán allí y podréis cazar desde la terraza mientras tomáis el vermú.

Pero sus proyectos no paraban ahí. En sucesivas estancias de veraneo se empeñó en instruir a los vecinos sobre las ventajas de la ciencia, incluidas las nuevas técnicas de jardinería. Todas las casas de Inglaterra, decía, tienen hierbas y plantas de flor en la parte delantera, no como aquí, que corren las aguas sucias y todo es un cenagal en invierno y un criadero de moscas en verano. Y se esmeraba en el relato de hombres atareados en la poda las mañanas de domingo y mujeres hacendosas que ponían visillos de encajes en las ventanas mientras en el horno se doraba el pastel del día festivo.

—Eso no será así donde haya marineros —apostaba un contertulio.

—En todas partes —aseguraba Ruibén.

Aquella primera objeción animaba al resto de los parroquianos.

—Y entonces, ¿por qué siguen en Gibraltar? —preguntaba el más político.

—Oí decir en la tele que en las escuelas apalean a los chiquillos hasta hacerles sangre —señalaba otro.

—¿No es verdad que conducen al revés? —decía irónicamente un tercero.

El Sir se pasaba la lengua por los labios, medía las distancias y daba con la escoba un golpe exacto.

Cuando decidió regresar definitivamente, Ruibén era ya una especie de cónsul honorario y quien atendía a los visitantes que, raramente, aparecían por aquellos parajes. Dejó de improvisar discursos de formación cívica y todos sus pasos parecían orientarse ahora en un orden práctico. Quería ser rico, el más rico de Porto Bremón, y acabó siéndolo. Hasta entonces los pescadores vendían el pescado y el marisco a un intermediario que se desplazaba desde la capital y fijaba el precio. Las dificultades de transporte y la falta de competencia lo hacían imprescindible. El Sir se hizo con un camión frigorífico, ofreció precios más ventajosos y, cuando quedó él solo como comprador, marcó sus propias condiciones. Al mismo tiempo, descubrió lo que ya todos sabían: lo que realmente le gustaba a la gente de Porto Bremón no era el pescado sino las chuletas. Así que abrió la primera carnicería.

Había muchas más cosas que descubrir en los nuevos tiempos. Por ejemplo, que lo que más atrae en la noche son las luces. En la oscuridad de un pueblo marinero, las luces de neón son irresistibles. El rótulo del café Porto quedó como una triste luminaria cuando el Sir inauguró el Trafalgar, radiante con sus intermitencias, las máquinas de juegos y la sinfonola. Ni siquiera los más viejos resistían a la fascinación de aquel local lleno de atractivos luminosos, apliques brillantes y marquetería fina, y se apoyaban en la barra metalizada como mariposas.

Al Trafalgar siguió, con el mismo nombre, una discoteca a la que acudían mozos y mozas de toda la comarca, sin necesidad de desplazarse a pueblos más lejanos. Las novedades del local, como aquellos grifos con células fotoeléctricas que soltaban el chorro de agua con sólo acercar las manos, dieron que hablar durante meses. Porto Bremón consiguió cierto renombre como lugar de veraneo, cosa que él fomentó y de la que se aprovechó, abriendo un restaurante con hospedaje y, más adelante, construyendo un edificio con apartamentos. Todo el mundo lo trataba ya de Sir, y lo que empezó siendo una broma adquirió carta de naturaleza, hasta el punto de que muy pocos recordaban ya su procedencia. Habían muerto sus padres, no se le conocía familia, y algunas costumbres suyas, como la de bañarse en el mar en invierno o pasear todas las tardes con un perro sin rabo, lo fueron rodeando de una extraña leyenda, según la cual era un náufrago que, escupido por el temporal, se había asentado para siempre en aquella costa brava.

El día grande para el Sir llegó cuando, finalmente, inauguró el campo de golf dentro del complejo turístico de Porto Bremón. Era una mañana radiante de domingo. Las fuerzas vivas lo rodeaban y se disputaban su atención. Habían venido autoridades de la capital. Todos sonrieron cuando la banda de música interpretó en su honor una marcha de la familia real británica. En el recorrido, el gobernador elogió aquel césped que se extendía como un manto de terciopelo en contraste con el imponente paisaje lunar de arena y piedra de los alrededores.

—No va a ser fácil mantener esto así, tan verde —comentó el gobernador.

—No hay problema. Siempre será verde —dijo él. Lo sabía mejor que nadie. Estaban caminando sobre un mar dulce soñado por las aves viajeras en las tierras frías. Enterradas bajo sus pies, las marismas y la laguna de Mindoao.

Los ojos de la cabra no tienen lágrimas

El cisne blanco se acercó pidiendo comida con su voz de cerdo. No le acertó, y los restos del cigarro se apagaron en aquellas aguas obscenamente limpias del lago de Ginebra que tanto alababa ante la familia cuando regresaba a la aldea por las fiestas del Patrón y por Navidad. Al jefe de personal del hotel Château Blanc no le había parecido bien la noticia de que se iba definitivamente. Había sido un empleado ejemplar. Lo sabía el jefe y lo sabía él. Su primer trabajo, cuando era casi un crío, había sido fregar los platos de los que fregaban los platos. Ahora, en la recepción, era capaz de mantener una conversación con una cantante de ópera y de que ésta, encantada, dejase generosa propina y una flor a su nombre.

Hacía dos semanas que había recibido una carta de su hermana Mercedes. En realidad, era la única que escribía. Los otros eran unas malas bestias, ni una postal en quince años. En las fiestas sí que eran cariñosos, borrachos como cubas, todo se les iba en preguntar, entonces cuánto ganas, Luisiño, ahora que llevas el ascensor, y, entonces, muy rico estarás, Luisiño, ahora que haces el rendibú. Mercedes hacía lo que podía,
te mando estas letras para decirte que muy bien por aquí, saberás que se casó la hija del Lorenzo, la que trabaja en la Residencia, supongo que tú bien por ahí, aunque ya vimos en la tele que hace mucho frío.
Los muy animales no podían imaginar la alegría que le suponía la letra torcida de Mercedes, aquellas letritas enhebradas como el cosido de un andrajo.

Pero aquella carta de hacía dos semanas le había roto el corazón. El hotel estaba caliente como el caldo mientras nevaba fuera. Abrió un ventanal y tendió las manos. No era capaz de llorar. Sentía la nieve derretirse entre los dedos hasta que formó un puñado y se lo llevó a la cara. La abuela le había contado que había dos clases de ojos que nunca lloran: los del diablo y los de la cabra.
Saberás que acordamos vender las tierras y la casa de Penaverde ya que apareció un comprador muy bueno de La Coruña y que a mamá le parece bien, y que se irá a vivir a Orense con Benito, y que hace falta tu firma para lo que sería conveniente que vinieses en Semana Santa que así vamos todos juntos al notario.
Esta vez Mercedes,
Mercediñas,
ni siquiera le mandaba un abrazo. Debió de parecerle ocioso, pues todos habían estado hacía bien poco juntos, en la Nochebuena, en Penaverde. Ay, Mercedes,
Mercediñas,
tú también como los otros, callaste como una puta, porque ese comprador de Coruña tenía que andar rondando, que no apareció de la noche a la mañana. Y mamá, pobre mujer, muerta en vida, qué carajo iba a decir mamá.

Other books

The Crowfield Curse by Pat Walsh
The Neo-Spartans: Altered World by Raly Radouloff, Terence Winkless
The Crescent Spy by Michael Wallace
Excalibur by Bernard Cornwell
Switcheroo by Robert Lewis Clark
Catalyst (Book 1) by Marc Johnson
Fat by Sara Wylde