Limpieza de sangre (12 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: Limpieza de sangre
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—No conozco a ninguna familia de la Cruz —respondí por fin, con cuanta convicción fui capaz—. Luego mal puedo conocer su limpieza de sangre.

El escribano inclinó la cabeza como si esperase aquella respuesta, rasgueó la pluma e hizo su puerco oficio. El fraile viejo y flaco no me quitaba ojo.

—¿Sabes —preguntó el joven— que sobre Elvira de la Cruz pesa la acusación de incitar a prácticas hebraicas a sus compañeras monjas y novicias?

Tragué saliva. O más bien lo intenté, cuerpo de Dios, porque tenía la boca como un guijarro. La trampa se cerraba, y era una trampa endiabladamente siniestra. Negué de nuevo, cada vez más asustado de columbrar adónde me llevaba todo aquello.

—¿Sabes que su padre y hermanos y otros cómplices, judaizantes como ella, intentaron liberarla después que fue descubierta y recluida por el capellán y la prioresa de su convento?

La cosa olía ya sin rebozo a chamusquina, y yo era carne de aquel asado. Volví a negar, pero esta vez la voz no quiso salir de mi garganta. No le plugo, dicho en culto, y hube de limitarme a negar con la cabeza. Pero mi fiscal, o lo que fuera, prosiguió implacable.

—¿Y niegas que tú y tus cómplices formáis parte de esa conspiración judaica?

Ahí, a pesar del miedo —que no era por cierto ligero—, me amostacé un poco.

—Yo soy vascongado y cristiano viejo —protesté—. Tan bueno como mi padre, que fue soldado y murió en las guerras del Rey.

El inquisidor hizo un gesto despectivo con la mano, como si en las guerras del Rey muriese todo cristo y eso no significara gran cosa. Inclinóse entonces el inquisidor flaco y silencioso hacia el joven, deslizando unas palabras en su oído, y éste asintió respetuosamente. Luego el otro volvióse a mí, y habló por vez primera. Su tono era tan amenazador y cavernoso que, de pronto, el fraile joven se me antojó el non plus ultra de la comprensión y la simpatía.

—Repite tu nombre —ordenó el viejo flaco.

—Íñigo.

La mirada severa del dominico, los ojos febriles alojados en profundas cuencas, me habían hecho tartamudear la respuesta. Prosiguió, implacable.

—Íñigo y qué más.

—Íñigo Balboa.

—¿Y el apellido de tu madre?

—Se llama Amaya Aguirre, reverendo padre.

Todo eso lo había dicho ya, y estaba en los papeles; de modo que el negocio daba muy mala espina. El fraile me dirigía una mirada feroz, extrañamente satisfecha.

—Balboa —dijo— es apellido portugués.

La tierra pareció faltar bajo mis pies, pues no se me escapaba el alcance de aquel tiro envenenado. Era cierto que el apellido procedía de la raya con Portugal, de donde mi abuelo había salido para alistarse en las banderas del Rey. De pronto —ya dije a vuestras mercedes que siempre fui mozo de buen despejo— todas las implicaciones del asunto se me iluminaron con tan meridiana claridad, que si hubiera tenido cerca una puerta abierta habría salido por ella a todo correr. Miré de soslayo el potro, aquel instrumento de tortura que aguardaba a un lado, y que la Inquisición nunca usaba como castigo, sino como instrumento para esclarecer la verdad; lo que no era más tranquilizador en absoluto. Mi única esperanza era que, según las reglas del Santo Oficio, no podía darse tormento a gentes de buena fama, consejeros reales o mujeres embarazadas, ni a siervos para que declarasen contra su amo, ni a menores de catorce años, O sea, a mí. Pero ya estaba a punto de cumplir esos fatídicos catorce; y si aquellos individuos eran capaces de buscarme antepasados judíos, también lo eran de hacerme crecer a su antojo los meses necesarios para una sesión de cuerda. Que, aunque solía hacerle cantar a uno, no era precisamente cuerda de guitarra.

—Mi padre no era portugués —protesté—. Era un soldado de origen leonés, como su padre, que a la vuelta de una campaña quedóse en Oñate y casó allí… Soldado y cristiano viejo.

—Eso dicen todos.

Entonces oí el grito. Fue un grito de mujer desesperado y terrible, amortiguado por la distancia; pero tan violento que se abrió camino por pasillos y corredores, atravesando la puerta cerrada. Como si no lo hubieran oído, mis inquisidores siguieron mirándome, imperturbables. Y yo me estremecí de espanto cuando el fraile flaco dirigió sus ojos febriles hacia el potro y luego volvió a mirarme con fijeza.

—¿Qué edad tienes? —preguntó.

El grito de mujer sonó de nuevo, parecido a un latigazo de horror; y todos siguieron inmutables, como si nadie oyese aquello más que yo. Al fondo de sus cuencas siniestras, los ojos fanáticos del dominico parecían dos sentencias de hoguera. Yo temblaba como si tuviera cuartanas.

—Trece —balbucí.

Hubo un silencio angustioso, roto sólo por el rasguear de la pluma del escribano sobre el papel. Espero que lo haya anotado bien, pensé. Trece y ni uno más. En eso estaba cuando el fraile se dirigió a mí otra vez. La mirada se le había encendido más: un brillo nuevo e inesperado, de desprecio y de odio.

—Y ahora —dijo— vamos a hablar del capitán Alatriste.

VI. EL PASADIZO DE SAN GINÉS

El garito hervía de gente que se jugaba las pestañas y hasta el alma. Entre el rumor de conversaciones y el ir y venir de tahúres, mirones y entretenidos en procura de barato, Juan Vicuña, antiguo sargento de caballos mutilado en Nieuport, cruzó la sala procurando que nadie le derramase el vino de Toro que llevaba en la jarra, y miró en torno, satisfecho. En la media docena de mesas, naipes, dados y dinero iban y venían, cambiaban de manos, provocaban suspiros, blasfemias, pardieces y miradas de codicia. Las monedas de oro y plata relucían bajo la luz de los velones de sebo colgados de la bóveda de ladrillo, y el negocio iba a pedir de boca. La casa de conversación de Vicuña estaba en un sótano de la cava de San Miguel, muy arrimada a la plaza Mayor; y en ella se libraban todos los lances permitidos por las pragmáticas del Rey nuestro señor, e incluso, apenas disimulados, otros que no lo eran tanto. Y la variedad resultaba diversa como la imaginación de los jugadores, que en aquel tiempo no era poca. Jugábanse tanto tresillo, polla y cientos —juegos de sangría lenta—, como el siete, el reparolo y otros juegos llamados de estocada, por la rapidez con que dejaban a un hombre sin dinero, sin habla y sin aliento. Sobre eso mismo había escrito ya el gran Lope:

Como el sacar los aceros

con el que diere ocasión,

así el jugar es razón

con quien tratere dineros.

Lo cierto es que sólo unos meses antes habíase publicado un decreto real prohibiendo las casas de juego, pues nuestro cuarto Felipe era joven, bien intencionado, y creía, asistido por su pío confesor, en cosas como el dogma de la Inmaculada, la causa católica en Europa y la regeneración moral de sus súbditos de ambos mundos; pero aquello, como los intentos de cerrar las mancebías —por no hablar de la causa católica en Europa—, era segar en verde. Porque si algo apasionaba a los españoles bajo la monarquía austriaca, amén del teatro, correr toros en las plazas y alguna otra cosa que diré más adelante, era el juego. Pueblos de tres mil vecinos gastaban al año quinientas docenas de barajas, y se jugaba tanto en la calle, donde rufianes, ciertos y ganchos improvisaban timbas para esquilmar incautos a base de gatuperio, como en casas de juegos legales o clandestinas, cárceles, mancebías, tabernas y cuerpos de guardia. Las ciudades importantes como Madrid o Sevilla hormigueaban de buscavidas y ociosos con sonante en la faltriquera dispuestos a reunirse en torno a la desencuadernada, que era como se llamaba, timazo de naipes, o a Juan Tarafe, mal nombre que bautizaba los dados. Jugaba todo el mundo, vulgo y nobleza, señores y pícaros; y hasta las damas, que aunque en casas como la de Juan Vicuña no eran admitidas, resultaban también asiduas de los garitos, tan versadas en bastos, malillas y puntos como el que más. Y cual es de imaginar en gente violenta, orgullosa y de acero fácil como éramos, y somos, excuso añadir que, muy a menudo, los lances de juego terminaban con un voto a Dios y una buena sarta de cuchilladas.

Vicuña terminó de cruzar la sala, no sin antes vigilar por el rabillo del ojo a algunos doctores de la valenciana, …así llamaba él a los rufianes fulleros expertos en el astillazo y en descornar la flor, siempre con naipes marcados en la manga, atentos a lo que caía. También se detuvo a saludar con mucha política a Don Raúl de la Poza, un hidalgo conquense muy rico de familia y muy bala perdida, apicarado de gustos, que era uno de sus mejores clientes. Hombre de costumbres fijas, Don Raúl acababa de llegar como cada noche de la mancebía de la calle Francos —en donde era habitual— y ya no abandonaría el garito hasta el alba, para oír misa de siete en San Ginés. En su mesa corrían escudos de a once como la espuma, y siempre pululaba alrededor una corte de tahúres y entretenidos que le despabilaban velas, servían jarras de vino e incluso le traían orinales cuando estaba muy metido en sangre y no quería descuidar una buena mano.

Todo a cambio del barato: el real o los dos reales que caían de propina después de cada buen lance. Aquella noche lo acompañaban el marqués de Abades y otros amigos; y eso tranquilizó a Vicuña, pues raro era el día que a Don Raúl no lo esperasen a la salida tres o cuatro matasietes, para aliviarle la ganancia.

Diego Alatriste agradeció el vino de Toro, despachando la jarra de un único y largo trago. Estaba en camisa y sin afeitar, sentado en el jergón de un cuarto discreto que Vicuña tenía aderezado en el garito para llamarse a descanso, con una celosía que dejaba ver la sala sin ser visto. Las botas puestas, la espada sobre el taburete, la pistola cargada encima de la manta, la vizcaína en la almohada y la mirada vigilante que de vez en cuando dirigía a través del enrejado de madera, lo mostraban alerta. Había una puerta trasera, casi secreta, que a través de un pasillo salía a un arco de la plaza Mayor; y Vicuña observó que el capitán había dispuesto sus avíos para recogerlos en rápida retirada hacia esa puerta, en caso necesario. En las últimas cuarenta y ocho horas, Diego Alatriste no se había relajado más que para descabezar algún breve sueño; y aun así, por la tarde, una vez que Vicuña entró con sigilo a ver si su amigo necesitaba algo, habíase topado con el amenazante cañón de la pistola apuntándole entre ceja y ceja.

Alatriste no delató impaciencia alguna con preguntas. Devolvió la jarra vacía a Vicuña y se quedó a la espera, mirándolo con sus ojos claros e inmóviles, de pupilas muy dilatadas a la escasa luz de la lamparilla de aceite que ardía sobre la mesa.

—Te espera dentro de media hora —dijo el antiguo sargento—. En el pasadizo de San Ginés.

—¿Cómo le va?

—Bien. Pasó ayer y hoy en casa de su amigo el duque de Medinaceli sin que nadie lo molestara. No le han pregonado el nombre ni le anda detrás la justicia, ni la Inquisición, ni nadie. El lance, sea cual sea, no ha trascendido a cosa pública.

El capitán asintió despacio, reflexionando. Aquel sigilo no resultaba extraño, sino lógico. La Inquisición nunca echaba campanas al vuelo hasta que no tenía el último de los cabos bien atado. Y las cosas aún estaban a medio hacer. También la ausencia de noticias podía formar parte de la trampa.

—¿Qué se cuenta en San Felipe?

—Rumores —Vicuña encogía los hombros—. Que si hubo estocadas a la puerta de la Encarnación, que si algún muerto… Se atribuye más a galanes de monjas que a otra cosa.

—¿Han ido a mi casa?

—No. Pero Martín Saldaña se huele algo, porque estuvo en la taberna. Según cuenta la Lebrijana, no dijo nada pero dio a entender mucho. Los corchetes del corregidor no andan en ello, insinuó, pero hay gente cerca, vigilando. No explicó quiénes, aunque apuntaba a familiares del Santo Oficio. El mensaje es sencillo: él no baila en esta chacona, sea cual sea, y tú debes cuidar el pellejo. Por lo visto el negocio es delicado y lo llevan con mucho celo, sin dar a nadie arte ni parte…

—¿Qué hay de Íñigo?

Lo miraba impasible, sin expresión alguna. El veterano de Nieuport se interrumpió, embarazado. Con su única mano le daba vueltas a la jarra.

—Nada —repuso al fin en voz baja—. Como si se lo hubiera tragado la tierra.

Alatriste permaneció un momento sin decir palabra. Luego miró la tablazón del suelo entre sus botas y se puso en pie.

—¿Has hablado con el Dómine Pérez?

—Hace lo que puede, pero es difícil —Vicuña observó que el capitán se enfundaba el recio coleto de piel de búfalo—. Ya sabes que los jesuitas y el Santo Oficio no suelen hacerse confidencias, y si el mozo anda de por medio puede tardar en saberse. En cuanto sepa algo te avisará. También te ofrece la iglesia de la Compañía, por si quieres llamarte a sagrado… Dice que de allí no te sacan los dominicos ni aunque juren que has matado al nuncio —miró a través de la celosía, hacia la sala de juego, y luego volvió la vista al capitán—… Y por cierto, Diego, andes en lo que andes, espero que no hayas matado
de verdad
al nuncio.

Alatriste requirió la espada, introduciéndola en la vaina. Ciñósela, y luego se puso en el cinto la pistola de chispa, tras levantar el perrillo para comprobar que seguía bien cebada.

—Ya te lo contaré otro día —dijo.

Se disponía a irse como había llegado, sin explicaciones y sin dar las gracias; en el mundo que él y el veterano sargento de caballos compartían, aquellos pormenores iban de oficio. Vicuña soltó una risa ruda, de soldado:

—Voto a Dios, Diego. Soy tu amigo, pero nada curioso. Además, detestaría morir por enfermedad de soga… Así que mejor no me lo cuentes nunca.

Era avanzada la noche cuando salió embozado con capa y sombrero bajo los soportales oscuros de la plaza Mayor, andando un trecho hasta la calle Nueva. Nadie entre los escasos transeúntes se fijó en él, salvo una daifa de medio manto que, al cruzárselo entre dos arcos, propuso sin mucho entusiasmo aliviarlo de peso por doce cuartos. Cruzó la puerta de Guadalajara, donde un par de vigilantes dormitaban ante los postigos cerrados de las tiendas de los plateros, y luego, para eludir a los corchetes que solían apostarse en las cercanías, bajó por la calle de las Hileras hasta el Arenal y volvió a subir de nuevo hacia el pasadizo de San Ginés, donde a aquellas horas los retraídos se asomaban a tomar el fresco.

Como saben vuestras mercedes, las iglesias de la época eran lugares de asilo, donde no alcanzaba la justicia ordinaria. Por eso, quien robaba, hería o mataba —a eso llamaban andar en trabajos— podía acogerse a sagrado refugiándose en una iglesia o convento, donde los clérigos, celosísimos de sus privilegios, lo defendían frente a la autoridad real con uñas y dientes. Tan solicitado era el llamarse a antana, o a sagrado, que algunas iglesias famosas estaban hasta arriba de clientes que gozaban lo impune de su refugio. En tan apretada comunidad solía encontrarse lo mejor de cada casa, y faltarían sogas para honrar tanto gentil gaznate. Por razones de su profesión, el mismo Diego Alatriste había tenido alguna vez que acogerse a iglesia; y el propio Don Francisco de Quevedo, en su juventud, contaban habíase visto también en tales trances, si no en otros peores, como cuando el golpe de mano del duque de Osuna en Venecia, de donde hubo de dárselas disfrazado de mendigo. El caso es que lugares como el patio de los Naranjos de la catedral de Sevilla, por ejemplo, o buena docena de sitios en Madrid, y entre ellos San Ginés, contaban con el dudoso privilegio de acoger a la flor de la valentía, el sacabuche, el afanar y la jacaranda. Y toda esta ilustre cofradía, que al fin tenía que comer, beber, satisfacer necesidades y solventar negocios particulares, aprovechaba la noche para salir a dar una vuelta, realizar nuevas fechorías, ajustar cuentas o lo que se terciara. También recibían allí a sus amistades, e incluso a sus coimas y cómplices, con lo que los alrededores de las iglesias citadas, e incluso dependencias de las iglesias mismas, tornábanse por las noches taberna de malhechores e incluso burdel, donde se contaban hazañas reales o fingidas, se concertaban sentencias de muerte tarifando cuchilladas, y donde, en suma, latía, pintoresco y feroz, el pulso de aquella España bajuna, peligrosa y atrevida; la de los pícaros, buscones y otros caballeros del milagro, que nunca colgó en lienzos en las paredes de los palacios, pero quedó registrada en páginas inmortales. Algunas de las cuales —y no las peores, por cierto— escribiólas el propio Don Francisco:

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