Pero Alatriste sí me veía a mí. Estaba pegado a una de las columnas de los soportales, y desde allí divisaba la grada que yo ocupaba junto a otros penitenciados, flanqueado cada uno por un par de alguaciles mudos como piedras. Ante mí, precediéndome en el funesto ritual, había un barbero acusado de blasfemo y pacto con el demonio; un tipo bajito y de aspecto miserable que lloriqueaba con la cabeza entre las manos, pues nadie iba a sacarle de encima el centenar de azotes y unos años de apalear peces en las galeras del Rey nuestro señor. El capitán se movió un poco entre la gente, situándose de modo que yo pudiera verlo si miraba hacia él, pero yo no era capaz de ver nada, sumido como me hallaba en los tormentos de mi propia pesadilla. Junto a Alatriste, un tipo endomingado, grosero, hacia chacota de quienes estábamos en el tablado, indicándoselos entre chanzas a sus acompañantes, y en un momento dado hizo algún comentario jocoso, señalándome. A esas alturas, en el habitual temple del capitán se había asentado la cólera impotente de los últimos días; y fue ella, sin que mediase reflexión alguna, la que le hizo volverse un poco hacia el zafio, hundiéndole, como al descuido, un doloroso codazo en el hígado. Revolvióse el otro con malas trazas, pero su protesta le murió en la garganta cuando encontró, entre el embozo del herreruelo y el ala del chapeo, los ojos claros de Diego Alatriste mirándolo con una frialdad tan amenazadora que en el acto quedó callado y prudente, como una malva.
Apartóse Alatriste un poco de allí, y al hacerlo pudo ver mejor a Luis de Alquézar en su palco. El secretario real destacaba entre otros funcionarios por la cruz de Calatrava que llevaba bordada al pecho. Vestía de negro y mantenía inmóvil su cabeza redonda, coronada por el cabello miserable y ralo, sobre la golilla almidonada que le daba una grave quietud de estatua. Pero sus ojos astutos se movían de un lado a otro, sin perder detalle de cuanto ocurría. A veces aquella mirada ruin encontraba el fanático semblante de fray Emilio Bocanegra, y ambos parecían entenderse a la perfección en su inmovilidad siniestra. Encarnaban demasiado bien, en ese momento y en tal sitio, los auténticos poderes en aquella Corte de funcionarios venales y curas fanáticos, bajo la mirada indiferente del cuarto Austria, que veía condenar a sus súbditos a la hoguera sin mover una ceja, sólo vuelto de vez en cuando hacia la reina para explicarle, tras el disimulo de un guante o de una de sus blancas manos de azuladas venas, los pormenores del espectáculo. Galante, caballeroso, afable y débil, augusto juguete de unos y de otros, hierático y mirando siempre hacia lo alto por incapaz de ver la tierra; inepto para sostener sobre sus reales hombros la magna herencia de sus abuelos, arrastrándonos por el camino que nos llevaba al abismo.
Mi suerte no tenía remedio, y de no hormiguear por toda la plaza corchetes, alguaciles, familiares de la Inquisición y guardias reales, tal vez Diego Alatriste habría hecho alguna barbaridad, desesperada y heroica. Al menos quiero creer que así habría sido, de mediar ocasión. Más todo era inútil, y el tiempo corría en su contra y en la mía. Aunque Don Francisco de Quevedo llegase a tiempo —con nadie sabía aún qué—, una vez mis custodios me pusieran en pie llevándome hasta el estrado donde se leían las sentencias, ni siquiera el Rey nuestro señor o el Papa de Roma podrían cambiar mi destino. Atormentábase el capitán con esa certeza, cuando de pronto dio en comprobar que Luis de Alquézar lo miraba. En realidad era imposible aventurarlo, pues Alatriste se encontraba entre el gentío y embozado. Pero lo cierto es que de pronto halló los ojos de Alquézar fijos en él, y luego pudo ver que el secretario real miraba a fray Emilio Bocanegra y éste, cual si acabara de recibir un mensaje, volvíase a escudriñar entre la gente, buscando. Ahora Alquézar había alzado lentamente una mano hasta ponerla sobre el pecho, y parecía requerir a alguien más entre la multitud a la izquierda de Alatriste, pues sus ojos quedaron quietos en algún punto allí situado; la mano subió y bajó despacio, dos veces, y luego el secretario fue a mirar de nuevo hacia el capitán.
Volvióse Alatriste y advirtió dos o tres sombreros que se movían entre la gente, acercándose bajo los soportales. Su instinto de soldado actuó antes que el pensamiento tomara las disposiciones adecuadas. En tan apretada multitud resultaban inútiles las toledanas, así que previno la daga que llevaba al costado izquierdo, desembarazándola del faldón del herreruelo. Luego retrocedió internándose en el gentío. La inminencia del peligro le daba siempre una limpia lucidez, una economía práctica de gestos y palabras. Anduvo junto al palenque, vio que los sombreros se paraban, indecisos, en el sitio que él había ocupado antes; y al echar una ojeada al palco comprobó que Luis de Alquézar seguía mirando impaciente, sin que su inmovilidad protocolaria bastase a disimularle la irritación. Se alejó más Alatriste, bajo los soportales de la Carne y hacia el otro lado de la plaza, y asomóse de nuevo al tablado en aquel ángulo. Desde allí no podía verme, pero sí alcanzaba el perfil de Alquézar. Holgóse mucho de no llevar pistola —estaba prohibido, y entre tanta gente comprometía andar con ella encima—, pues le hubiese costado reprimir el impulso de subir al tablado y volarle al secretario las criadillas de un pistoletazo. «Pero morirás», juró mentalmente, fijos los ojos en el abyecto perfil del secretario real. «Y hasta el día en que mueras, recordando mi visita de la otra noche, nunca podrás dormir tranquilo».
Habían sacado al estrado al barbero acusado de blasfemia, y empezaban a leer la larga relación de su crimen y la sentencia. Alatriste creía recordar que yo iba tras el barbero, e intentaba abrir camino para allegarse un poco más y verme, cuando advirtió de nuevo los sombreros que se acercaban peligrosamente. Eran hombres tenaces, sin duda. Uno se había retrasado, demorándose como si buscara en otra parte; pero dos —un fieltro negro y otro castaño con larga pluma— progresaban en su dirección, hendiendo la multitud con rapidez. No había otra que ponerse en cobro; de modo que el capitán hubo de olvidarse de mí y retroceder bajo los soportales. Entre la multitud no iba a tener la menor oportunidad, y bastaría que cualquiera apelase al Santo Oficio para que los mismos ociosos colaborasen con los perseguidores. La oportunidad de zafarse estaba a pocos pasos. Había allí un callejoncito muy estrecho con dos revueltas, comunicado con la plaza de la Provincia, que en días como aquél la gente aprovechaba para hacer sus necesidades, pese a las cruces y santos que los vecinos ponían en cada esquina para disuadir a los incontinentes. A él se encaminó, y antes de internarse en el angosto paso, por el que no podía transitar con holgura más de un alma a la vez, atisbó sobre el hombro que dos individuos salían de entre la gente, tras sus talones.
Ni siquiera se entretuvo en mirarlos. Rápidamente soltó el fiador del herreruelo, lo hizo girar en torno a su brazo izquierdo, envolviéndoselo a modo de broquel, y desenvainó la vizcaína con la diestra; para gran espanto de un pobre hombre que vaciaba la vejiga tras la primera revuelta, que al ver aquello salió a toda prisa abrochándose la bragueta. Desentendido de él, Alatriste apoyó un hombro en la pared, que olía como el suelo a orines y suciedad. Lindo sitio para acuchillarse, pensó mientras se afirmaba volviéndose vizcaína en mano. Lindo sitio, pardiez, para ir en buena compañía al infierno.
El primero de sus perseguidores dobló la esquina del callejón, y en aquellos escasos codos de anchura Alatriste tuvo tiempo de ver unos ojos aterrados al toparse con el centelleo de su daga desnuda. Aún alcanzó un bigotazo grande, de guardamano, y unas pobladas patillas de bravonel mientras, inclinándose como un relámpago, le desjarretaba al recién llegado una corva de una cuchillada. Luego, en el mismo movimiento hacia arriba, tajóle el cuello y cayó a medias el otro sin tiempo a decir Virgen santísima, atravesado en el callejón con la vida yéndosele a rojos chorros por la gola.
El de atrás era Gualterio Malatesta, y fue una lástima que no hubiese sido el primero. Bastó la aparición de su negra y flaca silueta para que Alatriste lo identificara en el acto. Con la persecución, las prisas y el encuentro inesperado, el italiano aún no empuñaba hierro alguno, de modo que retrocedió de un salto, con el otro aún cayéndose y atravesado delante, mientras el capitán le tiraba un jiferazo largo que erró por una cuarta. La angostura no daba lugar a herreruzas, de modo que Malatesta, cubriéndose como podía tras el compañero moribundo, tiró de vizcaína y, cubriéndose con la capa al modo del capitán, apuñalóse con éste muy en corto, apechugando con brevedad y entrando y saliendo de los golpes con buena destreza. Rasgaban las dagas al romper el paño, tintineaban en las paredes, buscaban al enemigo con saña, y ninguno de los dos decía palabra, ahorrando el resuello para interjecciones y resoplidos. Aún había sorpresa en los ojos del italiano —esta vez no hacía tirurí-ta-ta, el hideputa— cuando la daga del capitán hincó en blando tras la improvisada rodela de la capa, que el otro mantenía en alto mientras lanzaba mojadas por lo bajo, desde atrás del compañero que seguía atravesado entre ambos, ya con el diablo o de buen camino. Dolióse el italiano de la puñalada, trastablilló, cerró Alatriste sobre el caído, y la daga de Malatesta fue a enredarse en su jubón, tajándolo al salir mientras saltaban botones y presillas. Trabáronse por los brazos arrodelados en capa y herreruelo, tan cerca los rostros que el capitán sintió en los ojos el aliento de su enemigo antes que éste escupiera en ellos. Parpadeó, cegado, y eso dio lugar a que el otro le clavara la daga, con tal fuerza que de no haberse interpuesto la pretina de cuero, habríalo pasado de parte a parte. Tajóle aun así ropa y carne, y sintió Alatriste un escalofrío nervioso y un agudísimo dolor al tocar el filo de acero el hueso de su cadera. Temiendo desfallecer, golpeó con el pomo de su vizcaína el rostro del otro, y la sangre corrióle al italiano desde las cejas, regando los cráteres y cicatrices de su piel, empapándole las guías del fino bigote. Ahora el brillo de sus ojos fijos y tercos como los de una serpiente también reflejaba el miedo. Echó hacia atrás el codo Alatriste y acuchilló innumerables veces, dando en capa, jubón, aire, pared y, un par de veces, por fin, en el otro. Gruñó Malatesta de dolor y rabia. La sangre le caía sobre los ojos y tiraba cuchilladas muy a ciegas, peligrosísimas por impredecibles. Sin contar el golpe de la frente, tenía al menos tres heridas en el cuerpo.
Riñeron durante una eternidad. Los dos estaban exhaustos, y dolíase el capitán del tajo en la cadera; más llevaba la mejor parte. Era cuestión de tiempo, y Malatesta se resolvía a morir intentando llevarse al enemigo con él, ofuscado de odio. Ni le pasaba por la cabeza pedir cuartel, ni nadie iba a dárselo. Eran dos profesionales avisados de lo que se libraba, parcos en insultos o palabras inútiles, acuchillándose muy por lo menudo y lo mejor que podían. A conciencia.
Entonces llegó el tercero, vestido también a lo bravo, con barba y tahalí y mucho hierro encima, doblando la revuelta del callejón y abriendo unos ojos como escudillas cuando encontróse aquel panorama, uno atravesado y muerto, dos que seguían trabados a puñaladas, y el angosto suelo lleno de sangre que se mezclaba con los charcos de orines. Tras un momento de estupor murmuró Cristo bendito y rediós, y luego echó mano a la daga; pero no podía pasar por encima de Malatesta, que ya flaqueaba sosteniéndose sólo gracias a la pared, ni salvar el obstáculo de su otro camarada para alcanzar al capitán. De modo que éste, al límite de sus fuerzas, tuvo ocasión para desembarazarse de su presa, que seguía tirándole cuchilladas al vacío. Cruzóle a Malatesta un carrillo de un postrer tajo, y gozó por fin la satisfacción de oírlo blasfemar en buen italiano. Luego le arrojó al otro el herreruelo para enredar su vizcaína, y huyó callejón arriba hacia la plaza de la Provincia, con el resuello quemándole el pecho.
Salió así afuera, recomponiéndose al dejar atrás el callejón. Había perdido el sombrero en la refriega y llevaba en la ropa sangre de los otros, mientras que la suya le goteaba por dentro del jubón y los gregüescos; de modo que, por si acaso, encaminóse para acogerse a la iglesia de Santa Cruz, que era la más cercana. Allí estuvo un rato quieto en la puerta, recobrando el aliento sentado en los escalones, listo para meterse dentro a la primera señal de alarma. Dolíase de la cadera. Sacó el lienzo de la faltriquera y, tras buscarse la herida con dos dedos y comprobar que no era grande, se lo puso en ella. Pero nadie salió del callejón, ni nadie fue a fijarse en él. Todo Madrid andaba pendiente del espectáculo.
Estaba a punto de llegar mi turno y el de los desgraciados que venían detrás. Al barbero acusado de blasfemia le adjudicaban en ese momento cuatro años de galeras y un centenar de azotes; y el infeliz se retorcía las manos en el estrado, cabeza baja y lloriqueando, mientras apelaba a su mujer y sus cuatro hijos en demanda de una clemencia que nadie iba a concederle. De cualquier modo salía mejor librado que quienes en ese instante iban, encorozados y en mulas, camino del quemadero de la puerta de Alcalá; donde antes de caer la noche quedarían convertidos en churrascos.
Yo era el siguiente, y sentía tanta desesperación y tanta vergüenza que temí faltáranme las piernas. La plaza, los balcones llenos de gente, las colgaduras, los alguaciles y familiares del Santo Oficio que me rodeaban, producíanme un vértigo infinito. Hubiera querido morir allí, en el acto, sin más trámite ni esperanza. Pero a esas alturas ya sabía que no iba a morir, que mi pena sería de larga prisión, y que tal vez fuese a galeras cuando cumpliese los años necesarios. Y todo se me antojaba peor que la muerte; hasta el punto que llegué a envidiar la arrogancia con que el clérigo recalcitrante iba al quemadero sin pedir clemencia ni retractarse. En ese momento me pareció más fácil morir que seguir vivo.
Ya terminaban con el barbero, y vi que uno de los engolados inquisidores consultaba sus papeles y luego me miraba. Aquel era negocio hecho; y eché una última ojeada al palco de honor, donde el Rey nuestro señor se inclinaba un poco para comentar algo al oído de la reina, que pareció sonreír. Sin duda hablaban de caza, o se galanteaban, o vete a saber maldito qué, mientras abajo los frailes se despachaban a gusto. Bajo los soportales, la gente aplaudía la sentencia del barbero y se tomaba sus lágrimas a chirigota, relamiéndose con la perspectiva del siguiente reo. El inquisidor consultó de nuevo sus papeles, miróme otra vez y volvió a revisarlos una vez más. El sol caía a plomo sobre el tablado y me hacía arder los hombros bajo la estameña del sambenito. El inquisidor recogió por fin sus papeles y echó a andar lentamente hacia el atril, fatuo y satisfecho, disfrutando de la expectación que creaba. Miré a fray Emilio Bocanegra, inmóvil en las gradas con su siniestro hábito negro y blanco, saboreando la victoria. Miré a Luis de Alquézar en su palco, taimado, cruel, con aquella cruz de Calatrava que en su pecho quedaba deshonrada. Al menos, me dije —y era, vive Dios, mi único consuelo— no habéis podido sentar aquí al capitán Alatriste.