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Authors: Schätzing Frank

Límite (65 page)

BOOK: Límite
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«Tienes miedo —pensó—. Pero sabes ocultarlo bien.»

«Además, estás decidida a todo.»

El detective dio un paso atrás. Yoyo llevaba puestos unos vaqueros de color claro, una camiseta estampada que le llegaba hasta las caderas y una corta e inflada chaqueta de cuero que parecía salida de uno de los aerosoles que había visto en la habitación de la joven. La mayor parte de la leyenda de la camiseta permanecía a la sombra o bajo la chaqueta de cuero arrugado, era poco lo que se veía allí, en el punto donde la chaqueta se abría. El detective se ocuparía de ello más tarde.

—Busca a esta persona en la carpeta «Archivos de Yoyo» —dijo—. Coincidencia al noventa por ciento.

De inmediato recibió la respuesta. Setenta y seis coincidencias. El detective reflexionó si debía ordenar que le mostrasen todas aquellas películas de vigilancia, pero en lugar de ello, instruyó al ordenador para que transfiriera las coordenadas de las grabaciones a un mapa de la ciudad de Shanghai. En un abrir y cerrar de ojos, el mapa apareció sobre la pantalla, provisto con la ruta de Yoyo, el camino que ella había tomado la noche de su desaparición. La última grabación había tenido lugar directamente frente al Demon Point, el pequeño taller de motocicletas híbridas y eléctricas. A partir de ahí, se perdía su rastro.

Había entrado en el mundo olvidado.

El hecho de que Yoyo tuviera oportunidades de permanecer en Quyu sin ser descubierta se debía también a la circunstancia de que allí apenas había sistemas de vigilancia. No obstante, Quyu no era un barrio de miseria en el sentido clásico, no podía equipararse a otros suburbios que proliferaban en las heridas que rodeaban Calcuta, Ciudad de México o Bombay, y que llevaban hasta el campo sus focos de infección. Shanghai, en su condición de ciudad global del rango de Nueva York, necesitaba a Quyu en la misma medida que la Gran Manzana necesitaba al Bronx, lo que tenía como consecuencia que la ciudad dejara en paz al lugar. Ni la acosaba con sus buldóceres ni organizaba redadas allí. En los años posteriores al cambio de milenio, se habían ido demoliendo sistemáticamente los cascos históricos y los barrios pobres de los distritos interiores de Shanghai, hasta que esos territorios quedaron despojados de toda historia auténtica. Quyu había crecido allí donde el distrito exterior de Boashan colindaba con ese núcleo interno, y lo habían dejado crecer del mismo modo que se dejan crecer unos matorrales para ahorrarse la paga del jardinero. Hacia el noroeste del Huangpu, Quyu marcaba ahora el paso en dirección a otras áreas de asentamientos provisionales, rudimentos de pueblos, ruinosos cascos históricos de pequeñas ciudades y abandonadas zonas industriales: un
moloch
que seguía acaparando terreno a su alrededor todos los años, tragándose los últimos restos de una región antes considerada rural.

Autárquico hacia adentro, vigilado desde fuera como una prisión, Quyu ofrecía uno de los ejemplos más asombrosos de urbanización de la miseria en el siglo XXI. La población se componía de personas que habían tenido que abandonar sus antiguos barrios en el corazón de Shanghai y habían sido reubicadas allí, habitantes de antiguas comunidades absorbidas por Quyu, inmigrantes provenientes de provincias más pobres, atraídos por las promesas de la urbe global, con permisos de residencia temporales que ya nadie controlaba, ejércitos de trabajadores ilegales e inexistentes para las autoridades. Todos en Quyu eran pobres, algunos, incluso, menos pobres que otros. La mayor parte del dinero se ganaba con el tráfico de drogas y en el ramo del entretenimiento, que, principalmente, abarcaba la prostitución. Era, en todos los sentidos, una sociedad informal la que poblaba Quyu, sin seguro médico, sin aspiraciones de tener un seguro de jubilación o una paga por paro.

No obstante, era algo más que una población de mendigos.

Porque la mayoría de la gente tenía trabajo. Trabajaba en las cadenas de producción continua o en los andamios, mantenía limpios sus parques y sus calles, expedía mercancías y limpiaba los pisos de los más favorecidos. Como fantasmas, esas personas aparecían en el mundo registrado, hacían su faena y se desmaterializaban nuevamente en cuanto ya no se las necesitaba. Eran pobres, ya que todo el que vivía en Quyu podía ser reemplazado en veinticuatro horas. Y seguían siendo pobres, ya que, según la definición del anciano Bill Gates, formaban parte de una sociedad mundial que se dividía en conectados y no conectados. Y en Quyu nadie estaba conectado, aun cuando alguno tuviera un teléfono móvil o un ordenador. Estar conectado significaba participar del juego global de alta velocidad, no ceder en la atención ni un solo segundo. Significaba saber separar la información relevante de la irrelevante y sacar ventaja de ello, ventaja que se perdía inmediatamente en cuanto uno se desconectaba de la red. Aquello requería ser cada segundo mejor, más rápido, más barato, más innovador y flexible que la competencia, y, en caso de necesidad, implicaba cambiar rápidamente de domicilio o de trabajo.

Significaba que te dejaran entrar en el juego.

El futuro, había dicho Gates, sería el futuro de los conectados. Por tanto, los no conectados no tendrían futuro. Los individuos que no estaban conectados a la red eran como arañas que no producían hilo. Nada quedaba colgado para ellos. Se morían forzosamente de hambre.

Oficialmente, nadie en Quyu había muerto todavía de hambre. Aunque aquel territorio inexplorado hacía padecer a los gobernantes chinos, en lo que se refería a los barrios marginales u otros barrios parecidos, no dejaban que la gente se les muriera tan fácilmente en las calles de Shanghai. No tanto por amor al prójimo, sino porque eso estaba lisa y llanamente prohibido en aquel centro financiero internacional que era Shanghai. Por otra parte, las posturas oficiales respecto del tema de Quyu no tenían el menor valor. ¿Qué informaciones oficiales podían darse de una parte de la ciudad cuya demografía estaba en la sombra, que era considerada ingobernable e incontrolable y que se administraba a sí misma de un modo enigmático, una zona en cuyo territorio la policía apenas se atrevía a entrar, mientras rodeaba sus fronteras con una suerte de barrera fortificada? Se sabía que había una infraestructura, que había viviendas, algunas incluso dignas, mientras que otras no eran más que ratoneras llenas de humedad. El agua potable escaseaba, había cortes de luz con regularidad, por todas partes faltaban las instalaciones sanitarias. Había médicos y ambulancias en Quyu, hospitales, escuelas, cafeterías, salones de té, bares, cines, quioscos y mercados callejeros, como los que ya casi habían desaparecido del todo en el otro Shanghai. Sin embargo, nadie sabía a ciencia cierta cómo transcurría la vida en Quyu. Los crímenes allí cometidos apenas se investigaban, lo que también era una expresión de anuencia callada, la intención de dejar el barrio a merced de sí mismo y aislarlo de la dinámica de la sociedad del progreso. No había subvenciones para sus habitantes, pero tampoco se les pedía cuentas, siempre y cuando no se salieran de su hábitat. Donde no había futuro tampoco —con mucha menos razón— podía haber pasado, por lo menos no podía existir un pasado del que uno pudiera vanagloriarse o sobre el cual fundar cosas nuevas. Como gente no conectada, se vivía fuera del tiempo, en las oscuras regiones de un universo cuyos centros luminosos estaban interconectados por autovías de varios niveles y trenes rápidos. Es cierto que los caminos más cortos desde el centro de Shanghai hasta las lujosas ciudades satélite conducían todos por barrios como Quyu, sólo que para ello no era necesario cruzar ese mundo olvidado ni tomar nota de su existencia. Se lo cruzaba como se cruza una ciénaga.

Durante un tiempo, la administración provincial de Shanghai había lanzado al gobierno de Pekín la pregunta sobre la posibilidad de que Quyu fuera la cuna de una rebelión. Nadie dudaba de que allí encontraran cobijo terroristas y criminales. Sin embargo, la exigencia de poner la zona bajo un estricto control estatal chocó con cierto escepticismo que ponía en duda que una sociedad remendada, compuesta por antiguos campesinos, trabajadores a destajo, mensajeros y obreros de la construcción pudiera unirse nunca para organizar una revuelta proletaria. El terrorismo a gran escala podía esperarse más bien en el bando burgués, donde se tenía acceso a las pistas de datos y a la alta tecnología de toda índole. Los delincuentes convencionales, por el contrario, se sentirían mucho mejor en Quyu cuanto menor fuera el peligro que los amenazara dentro del barrio. ¿Cuándo la mafia se había levantado para organizar la lucha de clases? Al final, se impuso el criterio de que cada delincuente residente en Quyu era un delincuente más fuera de Xaxus, lo que tuvo como consecuencia una inequívoca recomendación del gobierno chino en Pekín: olvidar Quyu.

El mundo en el que Yoyo se había sumergido formaba parte, por tanto, de esos nuevos territorios inexplorados en el mapa de la proliferación de nuevas ciudades. Jericho se preguntaba si a alguien en Quyu se le había ocurrido alguna vez la idea de que también era una forma de discriminación el no ser vigilado.

Lo dudaba.

El detective había pasado el final de la tarde buscando textos en la red que Yoyo pudiera haber redactado desde su desaparición. Para ello se sirvió de la misma tecnología empleada por el Escudo de Diamante en su frenética búsqueda de disidentes o por los servicios secretos estadounidenses en esa espiral infinita de la lucha contra el terrorismo, la misma técnica que el propio Jericho había usado ya contra Ma Liping. Determinados ritmos en la manera de teclear tenían la misma singularidad que las huellas digitales. Era posible identificar a un sospechoso desde el propio momento en que empezaba a escribir y confiaba su texto a un explorador. Aún más interesantes eran los progresos en el análisis de las redes sociales: el vocabulario, la preferencia por determinadas metáforas, todo dejaba huellas gramaticales y semánticas. Unos pocos centenares de palabras bastaban al ordenador para dar con el autor de un texto con una Habilidad del cien por cien. Pero la ventaja, sobre todo, era que el sistema no juntaba esas palabras a ciegas, sino que reconocía las relaciones de sentido. En cierto modo, entendía lo que el autor quería expresar: desarrollaba una inteligencia inconsciente y la capacidad para seguir el rastro a redes enteras, estructuras internacionales del terrorismo y del crimen organizado en las que vivían, alejados los unos de los otros por miles de kilómetros, grupos de neonazis, colocadores de bombas, racistas y
hooligans,
gente que, en la vida real, se rompería los huesos mutuamente, pero que hallaban coincidencias en el universo virtual.

Lo que servía de ayuda para evitar atentados, seguirles la pista a los pedófilos y desvelar el espionaje económico se había convertido en una pesadilla para los disidentes y los luchadores por los derechos humanos. No era motivo de sorpresa que fueran precisamente los sistemas más represivos los que desarrollaran un marcado interés por los métodos de análisis de las redes sociales. No obstante, Yoyo había conseguido burlar los programas de análisis de la seguridad del Estado hasta que, hacía unos pocos días, la habían descubierto e identificado. Si es que era eso lo que había sucedido. Por lo menos, Yoyo debía de haberlo supuesto, pues eso explicaba su precipitada huida.

Lo único que Jericho seguía sin comprender era cómo la joven había conseguido darse cuenta.

El detective bostezó.

Estaba muerto de cansancio. Había pasado la noche frente al ordenador, buscando huellas e indicios. Tenía claro que Yoyo no se dejaría encontrar tan fácilmente. Durante años, la policía cibernética china se había roto los dientes con ella. Probablemente se supiera de memoria los algoritmos y los programas de análisis; además, al trabajar en Tu Technologies, había conocido por dentro un templo del conocimiento. Un tanto desconcertado, Jericho se preguntó cómo iba a conseguir algo que hasta hacía poco ni siquiera el gobierno había logrado; sin embargo, sabía que tenía de su lado una invaluable ventaja.

Conocía la identidad de Yoyo como una de Los Guardianes.

Mientras el ordenador perseguía la sombra virtual de la chica, Jericho había aprovechado para desempaquetar las últimas cajas y transformar el
loft
en algo lo más parecido a una vivienda. Cuando por fin los muebles estuvieron en su sitio, los cuadros en las paredes y la ropa en el armario, cuando todo estuvo recogido y las
Trois gymnopédies
de Erik Satie perlaban la habitación con su tenue sonido, por primera vez en muchos días, Jericho se sintió satisfecho de nuevo, libre de aquellas imágenes traídas consigo desde Shenzhen, y libre también de todo interés en Yoyo.

Owen Jericho, envuelto en la música y en la autosatisfacción.

—Coincidencia —anunció el ordenador.

Aquello fue molesto.

Tan molesto que el propio ordenador decidió espontáneamente establecer el nivel de complicidad del programa a un treinta por ciento. Por lo menos, ahora no sonaba de un modo que lo tentara a uno a ofrecerle un café o una copa de vino.

—Hay una entrada en un blog que nos hace pensar que se trata de Yoyo —dijo la voz cálida de mujer, casi la de un ser humano—. Ha publicado un breve texto en un blog llamado
Brilliant Shit,
«Mierda brillante», un foro de la escena del
mando-prog.
¿Lo leo en voz alta?

—¿Estás convencida de que es Yoyo?

—Casi por completo. Sabe camuflarse muy bien. Creo que Yoyo trabaja con programas de distorsión. ¿Qué opinas tú?

Sin el regulador de complicidad, aquella afirmación sonaba más o menos como si dijera: «Coincidencia del 84,7 por ciento. Probabilidades de los niveles de distorsión: 90,2 por ciento.»

—Considero bastante probable que trabaje con programas de distorsión —confirmó Jericho.

Los programas de distorsión eran programas que cambiaban a posteriori el estilo personal del autor, y gozaban cada día de una mayor popularidad. Algunos de ellos transcribían textos al estilo de grandes escritores y poetas, de modo que lo que se producía con absoluta espontaneidad le llegaba al destinatario con la forma de expresarse de Thomas Mann, Ernest Hemingway o Jonathan Franzen. Otros programas imitaban a los políticos. Un tema crítico era cuando ciertos
hackers
con intenciones siniestras descodificaban los perfiles de otros, a menudo usuarios que no sospechaban nada, y hacían uso de su estilo. Muchos disidentes en la red trabajaban, en cambio, con programas de distorsión que emprendían correcciones con un generador de azar, para lo cual se servían de una gran variedad de estilos cotidianos. Lo decisivo era que el sentido de lo que se decía se preservara.

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