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Authors: Schätzing Frank

Límite (62 page)

BOOK: Límite
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Con el corazón latiéndole desenfrenadamente, Grand Cherokee se detuvo y volvió la cabeza. Xin lo miraba desde el extremo del funicular.

No lo seguía.

¡Ese cabrón no tenía huevos!

Grand Cherokee dio otro paso y resbaló entre dos travesaños.

El corazón se le detuvo. Como un gato que cae al suelo, extendió sus cuatro extremidades, se agarró de las vías y, durante un momento espantoso, se balanceó sobre el abismo, antes de alzarse otra vez, haciendo acopio de todas sus fuerzas. Jadeante, intentó incorporarse. Se hallaba a medio camino entre la estación y el trayecto de la curva, y los raíles empezaban a inclinarse. El viento golpeaba su abrigo, que ahora se revelaba como la prenda más inapropiada para salir a pasear a quinientos metros de altura.

Jadeando, Wang se volvió una vez más.

Xin había desaparecido.

«Tengo que avanzar —pensó—. ¿Cuánto falta todavía para el paso? ¿Veinticinco, treinta metros? A lo sumo. Así que, ¡adelante! Muévete, procura vencer la curva. Ponte a resguardo. Lo que menos interesa ahora es lo que haya sucedido con Wang.»

Haciendo otra vez acopio de valor, se soltó con un balanceo. Nuevamente era dueño de sus sentidos, y entonces el ruido penetró en su oído.

El ruido.

Era una mezcla entre un zumbido y un traqueteo, iniciado por un seco clic metálico. Se alejaba en la dirección opuesta, y aunque en realidad Wang estaba familiarizado con aquel ruido, ya que lo oía varias veces al día, cada vez que estaba de servicio allí arriba, el ruido hizo que a Grand Cherokee se le helara la sangre en las venas.

Xin había despertado al Dragón.

¡Había arrancado el tren!

A Grand Cherokee se le escapó un alarido de miedo, que fue recogido por las cálidas ráfagas de viento y repartido por todo Pudong. Gimoteando, avanzó tan a prisa como le fue posible. Su oído le indicaba que el tren desaparecía justamente detrás del pilar norte, y a continuación lo vio trepar por la superficie inclinada en el boquete. Todavía el Dragón avanzaba lentamente, pero cuando estuviera en el tejado aceleraría, y luego...

Fuera de sí, avanzó arrastrándose hacia la sombra del pilar sur. Las vías se inclinaban visiblemente, de modo que al joven no le quedaba más remedio que moverse a cuatro patas.

Demasiado lento. ¡Demasiado lento!

«Tu corazón va a desgarrarse a causa del miedo —pensó Grand Cherokee, el siempre indiferente—. Tal vez puedas intentarlo esta vez con tus blasfemias.»

Y, en efecto, eso lo ayudó.

Desgañitándose, gritó al cielo azul terribles maldiciones, se aferró al cálido metal de los raíles y continuó dando saltitos hacia adelante, más que arrastrarse. Las vías habían empezado a vibrar. En dos ocasiones estuvo a punto de perder el equilibrio y salirse de la curva, pero siempre logró sostenerse y avanzar un poquito más. Por encima de su cabeza, un pitido hueco le indicó que los vagones del tren habían alcanzado ya el vértice y entraban ahora en la recta del tejado; sin embargo, él aún no había llegado a su objetivo. Al intentar echar un vistazo rápido al Dragón, sólo se vio a sí mismo como un reflejo en los ventanales de la fachada del pilar, lo que, de algún modo, era como un cine jodidamente bueno. En realidad, podría haber estado divirtiéndose de lo lindo, pero la cuestión del final feliz aún no estaba clara, y el Dragón, en ese instante, estaba pasando la catapulta.

Las vías empezaron a vibrar con violencia. Grand Cherokee continuó avanzando, soltó un ahogado «¡Por favor!» que sonó como un mantra: «Por favor, por favor, por favor...», siempre al ritmo de la vibración de los raíles.

—Por favor... —Catapram...—. Por favor... —Catapram...

Cherokee rodeó el pilar. A menos de diez metros vio el puente de acero que iba desde las vías hasta la pared del edificio.

El Dragón ya se inclinaba por encima del borde del tejado.

—Por favor...

Con un estruendo ensordecedor, el tren se despeñó hacia abajo, torció para describir el bucle y entró a toda velocidad. Toda la estructura se puso en movimiento. Ante los ojos de Grand Cherokee, las vías parecían bailotear de un lado a otro. El joven se incorporó, consiguió saltar varios travesaños a la vez y, a pesar de la posición ladeada de las vías, mantener el equilibrio.

Cinco metros.

Cuatro.

El Dragón se aproximaba haciendo el
looping...

Tres metros.

...tomó disparado la curva...

Dos.

... se acercó volando.

En el instante en el que el tren pasó el cruce que daba acceso al puente, Grand Cherokee hizo algo casi sobrehumano. Con un alarido salvaje, tomó impulso e inició un imponente salto en el aire. Por debajo de él, la proa del vagón delantero pasó como un bólido. El joven extendió los brazos para buscar sostén en alguno de los asientos, consiguió tocar algo, pero luego perdió el contacto. Su cuerpo golpeó contra el respaldo del asiento siguiente, fue lanzado hacia lo alto y, por espacio de un instante, pareció subir hacia el cielo azul intenso, como si hubiera decidido ponerse a disposición del espacio.

Luego cayó.

Lo último que le pasó a Grand Cherokee por la cabeza fue que por lo menos lo había intentado.

Y, a decir verdad, no lo había hecho tan mal.

Xin echó la cabeza hacia atrás. Por encima de él vio a algunas personas que entraban en el observatorio de cristal. También el corredor abriría al cabo de pocos instantes. Era hora de largarse de allí. Sabía cómo funcionaban las cosas en las centrales de vigilancia de los grandes edificios, y sabía también que en el último cuarto de hora apenas nadie había echado una ojeada a los monitores. Pero aun cuando alguien lo hubiera hecho, no habría conseguido ver demasiado. Aparte de la manera en que Wang trabó conocimiento con el suelo de la sala de control, ambos habían permanecido todo el tiempo muy pegados el uno al otro, como dos personas que hablan con familiaridad.

Ahora, sin embargo, había puesto en movimiento el Dragón. Y antes de la hora habitual. Eso llamaba la atención. Tenía que salir de allí.

Xin vaciló.

Luego, con la manga de su chaqueta, limpió sus huellas de la pantalla, se detuvo un momento y lustró también las partes marcadas por los sucios dedos de Grand Cherokee Wang. De otra manera, corría peligro de que aquellas manchas lo persiguieran hasta en sueños. Había ciertas cosas que tendían a adherirse a su mente como sanguijuelas. Finalmente salió corriendo a lo largo del pasillo y lo abandonó por el mismo camino por el que había llegado. En el ascensor, se quitó la peluca de la cabeza, se puso las gafas, se arrancó el bigote del labio superior y volvió del revés la chaqueta. Había sido confeccionada especialmente para él y era posible llevarla por ambos lados. La chaqueta gris se convirtió en otra de color arena, en la que metió la peluca, el bigote y las gafas. Decidió cambiar de ascensor en el
sky lobby
de la planta veintiocho, bajó hasta el sótano, atravesó la zona de tiendas y salió a la clara luz del sol. Una vez fuera, vio gente correr hacia el lado sur del edificio. Los gritos se hicieron más intensos. Alguien gritó algo acerca de un suicidio.

¿Suicidio? Eso estaba bien.

Mientras Xin caminaba a toda prisa bajo los árboles del parque, sacó la tarjeta de presentación del detective.

Fantasmas

27 de mayo de 2025

GAIA, VALLIS ALPINA, LA LUNA

La mente de Julian era un generador de ideas extraordinarias, un generador que él se vanagloriaba de poder conectar o desconectar a su antojo. Cuando algunos problemas insistían en meterse con él en la cama, Julian decidía dormirse y caía en una especie de encantamiento comatoso en cuanto su cabeza rozaba la almohada. El sueño era el pilar fundamental de su salud mental y física, y en la Luna, cada vez que había ido allí, había conseguido dormir estupendamente.

Sólo esa noche no podía.

Con los corderitos saltando la valla, Julian repasó en su mente la conversación sostenida durante la cena, o más exactamente, el comentario de Walo Ögi sobre por qué, sencillamente, no rompía su matrimonio con Washington y declaraba abierto el bazar de sus tecnologías, a fin de garantizar el acceso libre a ellas para todo el mundo. En realidad, había una diferencia entre aceptar la mejor oferta o aceptar todas las ofertas. Se trataba, incluso, de una diferencia de tipo moral. Un favoritismo unilateral en algo que atañía al bienestar de diez mil millones de seres humanos —aunque no cada una de esas personas quisiera instalar un ascensor espacial en el jardín de su casa— podría interpretársele como una astuta jugada pensada para sacar provecho, a él, quien, como nadie, propugnaba su autonomía empresarial y en los discursos conmemorativos soltaba bonitas frases sobre la responsabilidad global y el disparate que significaba andar siempre midiendo fuerzas.

Lo que mantenía a Julian despierto esa noche era la circunstancia de verse reafirmado, una vez más, en las reflexiones que sostenía en secreto consigo mismo. Sobre todo teniendo en cuenta que el acceso general a sus patentes no sólo llevaría adelante la explotación económica de la Luna, sino que generaría mejores negocios, y a eso no se oponía en ningún modo la moral. El suizo había dado en el clavo: si hubiera dos o tres naciones más en posesión de un ascensor, dedicadas a extraer helio 3 de la Luna, el cambio energético en el mundo, basado en la fusión aneutrónica, quedaría consumado en muy pocos años. Orley Enterprises, o más exactamente Orley Space, podría cofinanciar la construcción del ascensor en países menos solventes, lo que le daría a Orley Energy la oportunidad de adquirir derechos exclusivos en el suministro de electricidad. El negocio de los reactores daría réditos, y Orley Energy se convertiría en el mayor proveedor de energía del planeta. Que Washington estuviera de todo menos feliz con esa decisión era lo de menos, con eso habría que apañarse.

Pero las cosas eran algo diferentes.

En varias ocasiones, Zheng Pang-Wang había intentado emparejarlo con Pekín, algo que Julian había rechazado de manera rotunda, hasta que un día, durante un almuerzo conjunto en Hakkasan, el elegante restaurante chino de Londres, vio de pronto con claridad que estaba engañando a sus socios estadounidenses yéndose a la cama con el otro bando. Ofrecerles sus servicios a todos, por el contrario, no era nada diferente de ofrecerle un Toyota o un Big Mac a cada persona en cada país del mundo. Washington, por supuesto, lo vería de otro modo. Usarían como argumento el haber cerrado con él un acuerdo de reciprocidad en el que —con una referencia ejemplar a la comida rápida— la carne la ponía él, mientras que el pan era garantizado por el lado estatal, de lo contrario ninguno de los dos podría actuar por su cuenta.

En un arranque de elocuencia, había hecho partícipe a Zheng de sus ideas.

Al anciano habían estado a punto de caérsele los palillos de las manos.

—¡No, no, mi estimado amigo! Es posible tener una esposa y una concubina. ¿Qué querrá cambiar la concubina en el hecho de que uno esté casado? Nada. Se alegrará de ello, de poder compartir la vida agradable de la esposa; sin embargo, su entusiasmo se esfumaría prontamente ante la idea de que pudieran existir otras concubinas. China ha invertido mucho, demasiado. Vemos con decepción, aunque con respeto, que usted se sienta tan unido a la esposa, pero si de repente empezaran a salir ascensores del suelo y todo el mundo pudiera poner sus demandas en la Luna, tendríamos un problema comparativamente mayor. Pekín se preocuparía mucho.

Mucho.

«Sólo hay un problema en todo esto, Julian... Sobrevivir a un cambio de tal índole en la manera de pensar.» El comentario de Rogachov lo había irritado, ya que le ponía ante los ojos, una vez más, la arrogancia de los que gobernaban y sus acólitos. Eran una panda de inútiles. ¿Qué clase de globalización era ésa en la que los actores no dejaban entrever ninguna ambición de mostrarse las cartas unos a otros y uno tenía que vivir con el fantasma de su propio asesinato si intentaba repartir el pastel de manera equitativa y justa? Cuanto más reflexionaba sobre eso, tanto más inundaban los despertadores químicos su tálamo, hasta el punto de que, poco después de las cinco, Julian ya no tuvo ganas de dar más vueltas entre sábanas y edredones. Se metió bajo la ducha y decidió aprovechar la insólita circunstancia de su insomnio para dar un paseo por el cañón. En realidad, estaba hecho polvo, por lo menos su cuerpo lo estaba, pero así y todo se fue hasta el salón, se puso unos pantalones cortos y una camiseta, bostezó y se calzó unos ligeros mocasines.

Cuando levantó la cabeza, le pareció ver un movimiento en el borde de la ventana izquierda, el reflejo de algo que pasaba a toda prisa.

Miró hacia afuera, hacia el cañón.

No había nada.

Indeciso, se detuvo, se encogió de hombros y abandonó la suite. No se veía un alma. ¿Cómo iba a verse? Todos estaban sumidos en un estado de profundo agotamiento. Julian entró en la taquilla donde estaban los trajes espaciales y empezó a vestirse, se metió a la fuerza en el estrecho atuendo, reforzado con acero, colocó el blindaje del pecho y la mochila, se puso el casco bajo el brazo y fue hasta el sótano.

Cuando entró en el corredor, por un momento creyó estar alucinando.

De la dirección opuesta, donde estaba la estación, se acercaba un astronauta.

Julian parpadeó. El otro se aproximaba rápidamente a través de la pasarela mecánica. Una luz blanca alumbraba su silueta. De pronto tuvo la descabellada sensación de estar mirando un mundo reflejo y de estar viéndose a sí mismo en el otro extremo del Pasillo, pero entonces la forma ovalada del cráneo, el cabello cortado muy corto, el mentón robusto y los ojos de color oscuro se unieron para formar un rostro conocido.

—Carl —exclamó, perplejo.

Hanna parecía no menos sorprendido.

—¿Qué estás haciendo aquí? —Hanna dejó la pasarela y se acercó lentamente a Julian. Este último alzó las cejas, irritado, y miró a su alrededor como si otros madrugadores pudieran empezar a salir de las paredes.

—Lo mismo te pregunto yo.

—Bueno, para ser sincero... —La mirada de Hanna adquirió cierta expresión de haber sido sorprendido in fraganti, su sonrisa se volvió estúpida—. Yo...

—¡No vayas a decirme que has estado fuera!

—No he estado fuera —dijo Hanna alzando ambas manos—. De verdad que no.

—Pero tenías intenciones de salir...

—Hum.

—Dímelo.

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