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Authors: Schätzing Frank

Límite (57 page)

BOOK: Límite
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—Debería explicarnos usted el mundo más a menudo —dijo Nair en tono amable—. ¿Qué quiere decir Noctiluca?

—«Luminaria de la noche» —dijo Winter en tono ceremonioso, y a continuación se premió con un trago de vino tinto, de un modo no muy acorde con la etiqueta.

—¿Y Mama Killa?

—Supongo que alguna madre. Julian, ¿qué quiere decir Mama Killa?

—Bueno, andábamos algo escasos de diosas lunares —dijo Julian complacido—, pero Lynn desenterró algunas: Ningal, la esposa del dios lunar asirio Sin; la Annit babilónica; Kusra, de Arabia; Isis, en Egipto...

—Pero Mama Killa fue la que más nos gustó —intervino Lynn—. Quiere decir «Madre Luna», y es la diosa de los incas. Los descendientes de esa civilización la siguen adorando aún hoy como la protectora de las mujeres casadas...

—¿Ah, sí? —exclamó Olympiada Rogachova, prestando atención—. Creo que visitaré con preferencia este bar.

Rogachov no movió un músculo del rostro.

—Resulta asombroso que hayan considerado a una diosa lunar china —dijo Nair, retomando el hilo rápidamente, antes de que aquella situación embarazosa pudiera extenderse más.

—¿Por qué razón? —preguntó Julian, sin malicia—. ¿Acaso tenemos prejuicios?

—¡Bueno, usted es el principal rival de China!

—Yo no, Mukesh. Usted se refiere a Estados Unidos.

—Sí, claro. No obstante, veo en esta mesa a estadounidenses, canadienses, ingleses e irlandeses, alemanes, suizos, rusos e indios, y hasta hace poco contábamos también con el placer de la presencia francesa. No veo, sin embargo, a un solo chino.

—No se preocupe, están por aquí —dijo Rogachov imperturbable—. Si no me equivoco, andan removiendo con diligencia el regolito a menos de mil kilómetros de aquí.

—Ya, pero no están aquí.

—Ningún chino invertiría en nuestros proyectos —respondió Julian—. Ellos quieren tener su propio ascensor.

—¿Y acaso no lo queremos todos? —apuntó Rogachov.

—Sí, pero tal y como usted mismo ha comprobado, a diferencia de Moscú, Pekín ya está extrayendo helio 3.

—A propósito del ascensor —terció Ögi, amontonando el hígado de pavo sobre la carne de color rojo oscuro—. ¿Es cierto que están a punto de tenerlo?

—¿Los chinos?

—Ajá.

—Es algo que difunden con suma regularidad —dijo Julian, sonriendo de un modo elocuente—. Pero si fuera así, Zheng Pang-Wang no aprovecharía la menor oportunidad para tomar el té conmigo.

—Sí, pero... —Mukesh Nair se apoyó sobre los codos y se frotó el carnoso dorso de su nariz—, ¿no es cierto también que sus amigos estadounidenses le tomarían a mal que se pusiera usted a flirtear con los chinos, sobre todo después de la llamada «crisis lunar» del pasado año? Quiero decir que, tal vez, no es usted tan libre en sus decisiones como le gustaría, ¿es así?

Julian afiló los labios. La expresión de su rostro se ensombreció, lo que sucedía cada vez que se disponía a explicarle a alguien su independencia en relación con el poder de cualquier gobierno. Entonces extendió los brazos en un gesto fatalista y dijo:

—Mire usted, ¿cuáles son sus razones para estar aquí? Prácticamente todos los gobiernos, por muy alto que proclamen la eficacia de sus programas espaciales, tendrían que acogerse a la competencia de Estados Unidos en la materia si se les hicieran las ofertas correspondientes. O digamos más bien que aspirarían, por lo menos, a establecer una colaboración de tú a tú, lo que no querría decir otra cosa que incrementar el presupuesto de la NASA y, a cambio, aceptar ciertos derechos de explotación. Esa oferta, sin embargo, no llega, y por una muy buena razón. Existe, no obstante, una alternativa. Se me puede apoyar a mí, una oferta que está reservada exclusivamente a inversionistas privados. Yo no transfiero ningún
know-how,
sino que invito a participar de él. Quien lo haga puede ganar un montón de dinero, pero no puede pasar a nadie las fórmulas ni los planos de construcción. Ése es el motivo por el que mis socios en Washington se interesan poco por este pequeño grupo de comensales. Allí saben que ninguno de los países que ustedes representan estaría en condiciones, en un tiempo previsible, de construir un ascensor espacial, mucho menos de poner en pie toda la infraestructura imprescindible para extraer el helio 3. Carecen de las bases, de los medios, en fin, de todo lo necesario. En consecuencia, las personas como usted sólo podrían perder dinero si lo invirtieran en los programas espaciales de sus países. Por eso Washington está dispuesto a creer que nosotros, aquí arriba, sólo hablaremos de meras participaciones. Con China, en cambio, la cosa es distinta. ¡Pekín sí que ha creado una infraestructura! Los chinos ya están extrayendo helio 3. Han preparado el terreno, sólo que su tecnología obsoleta les pone ciertos límites. Ése es su dilema. Han llegado lo suficientemente lejos como para no depender de otros, pero lo único que les falta es ese maldito ascensor. Créame, ningún chino, sea político o empresario, pondría, en esta situación, un solo yuan en mis manos, a menos que sea para...

—Para comprarte —concluyó Evelyn Chambers, que seguía varias conversaciones al mismo tiempo—. Esa es la razón por la que Zheng Pang-Wang va a tomar el té contigo.

—Si hoy hubiera un chino sentado entre nosotros, no sería, definitivamente, para participar del proyecto. Washington llegaría a la conclusión de que me he dejado convencer por alguna oferta para hacer una transferencia del
know-how.

—¿Y no es una conclusión que podrían sacar de sus encuentros con Zheng? —preguntó Nair.

—En este ramo, uno se reúne con otros colegas, en congresos, en simposios. Pero ¿y qué? Zheng es un tipo raro y divertido, me cae bien.

—No obstante, sus amigos están nerviosos, ¿no es así?

—Siempre están nerviosos.

—Y con razón. Quien ha llegado a lo alto empieza a cavar —dijo Ögi al tiempo que se limpiaba el cepillo de su barba y arrojaba la servilleta junto al plato—. ¿Por qué no lo hace en realidad, Julian?

—¿Qué? ¿Cambiar de bando?

—No, no, nadie habla de cambiar de bando. Me refiero a por qué, sencillamente, no le vende la tecnología del ascensor a cualquier país que quiera tenerla, y de ese modo se forraría. Se produciría en la Luna una próspera competencia que animaría sobremanera su negocio con los reactores. Usted podría asegurarse participaciones de la explotación a nivel mundial, negociar contratos exclusivos para la distribución de electricidad, del mismo modo que nuestro amigo Tautou, ahora ausente, controla el agua haciéndose traspasar pozos enteros a cambio del servicio de las plantas de tratamiento y las redes de distribución.

—De ese modo no tendría que estar moviéndose de una situación de dependencia a otra —dijo Rogachov, retomando el hilo—, sino que todos dependerían de usted. —El ruso alzó su copa con gesto burlón y brindó en honor de Julian—. Un verdadero amigo de la humanidad.

—¿Y eso podría funcionar? —intervino Rebecca Hsu.

—¿Por qué no? —preguntó Ögi.

—¿Pretende usted garantizarle el acceso a la tecnología del ascensor a China, Japón, Rusia, Alemania, India, Francia y todos los demás países?

—Un acceso pagado —la corrigió Rogachov.

—Es un mal plan, Oleg. No pasará mucho tiempo hasta que todos empiecen a darse mamporrazos aquí arriba.

—La Luna es grande.

—No, la Luna es pequeña. Tan pequeña que a mis vecinos, los chinos rojos, a sus amigos estadounidenses o al propio Julian no se les ha ocurrido nada mejor que escoger el mismo sitio para sus extracciones. ¿Tengo razón o no? Se necesitaban dos naciones —dijo la taiwanesa extendiendo el índice y el dedo medio— para desatar un conflicto cuya perífrasis, eso de «crisis lunar», es casi un halago. El mundo estuvo a punto de una confrontación armada entre dos superpotencias, y no fue nada divertido.

—¿Y por qué ambas han venido a parar al mismo territorio? —preguntó Winter con tono de inocencia—. ¿Por descuido?

—No —dijo Julian, negando con la cabeza—. Porque las mediciones nos hacían suponer que en el territorio limítrofe entre el Oceanus Procellarum y el Mare Imbrium había depositadas grandes concentraciones de helio 3, como las que se encuentran solamente en la cara oculta. Una concentración similar parece tener también la vecina bahía Sinus Iridum, situada al este del monte Jura. Por supuesto que todos reclamaban poder excavar allí.

Hsu frunció el ceño.

—¿Y acaso eso sería diferente si hubiera más naciones?

—Sí. Habría que dividir la Luna antes de que se pusiera en movimiento el ejército de buscadores de oro. Pero usted tiene razón, Rebecca, por supuesto. Todos tenéis razón. Tengo que admitir que la idea de que la astronáutica se convierta por fin en una oportunidad para toda la humanidad cuenta con mi aplauso.

—Es por lo demás comprensible —sonrió Nair—. Usted podría sacar mucho provecho de sus buenas acciones.

—Bueno, y también nosotros —enfatizó Ögi.

—Sí, algo muy bonito —dijo Rogachov, soltando el cubierto—. Pero sólo hay un problema en todo esto, Julian.

—¿Cuál?

—Sobrevivir a un cambio de tal índole en la manera de pensar.

HANNA

Unas pequeñas y tibias tartas de chocolate revelaron su líquido relleno, que iba penetrando, oscuro y espeso, en una papilla de frutas multicolor. Hacia las diez, un cansancio plomizo se cernió sobre los comensales. Julian anunció que al día siguiente podrían dormir hasta la mañana y que, a continuación, cada cual podía disfrutar a gusto de las comodidades del hotel o explorar el entorno más próximo. Las excursiones más prolongadas estaban previstas para dos días después. Dana Lawrence quiso informarse de si todo estaba en orden. Todos se explayaron en alabanzas, incluido Hanna.

—De no haber hecho esa película, no creo que Cobain tuviera mucho que decirles a los chicos de hoy en día —insistió O'Keefe en el ascensor—. Y mira adonde ha ido a parar el
grunge.
Al cajón de la mala música. Ya nadie se interesa por tipos como él. Los chicos de hoy prefieren escuchar esa música artificial: The Week That Was, Ipanema Party, Overload...

—Pero tú mismo hiciste
grunge
con tu banda —le dijo Hanna.

—Sí, pero lo dejé. Dios mío, tenía diez años, creo, cuando Cobain murió. Pregúntame lo que me interesaba el tipo.

—Pero tú encarnaste su papel.

—Un actor puede interpretar a Napoleón y no por ello intenta de inmediato dominar Europa. En todas las épocas la gente piensa que los héroes de su tiempo son importantes. ¡Importantes! En la música pop hay siempre álbumes importantes que más tarde nadie conoce.

—La gran música perdura.

—Mentira cochina. ¿Quién conoce hoy en día a Prince? ¿O a Axl Rose? ¿O a Keith Richards, del que sólo se sabe que fue el mediocre guitarrista de una banda de música que siempre sonaba igual? Créeme, se sobrestima a los dioses del pop. Se sobrestima a todas las estrellas. Por principio. No pasamos a la historia; sencillamente, pasamos. A menos que te suicides o que alguien te mate de un disparo.

—¿Y por qué todavía hoy todos se remiten a los años sesenta y setenta? Si lo que dices fuera cierto...

—De acuerdo, están de moda.

—Lo están hace tiempo.

—Bueno, ¿y qué? Dentro de diez años serán otros los que hagan la ronda por el barrio. Nucleosis, por ejemplo, eso de ahora, dos mujeres y un ordenador, y el ordenador compone la mitad de la porquería.

—Siempre ha habido ordenadores.

—Pero no con la función de compositores. Te lo repito: las estrellas del mañana serán las máquinas.

—Chorradas. Eso se decía también hace veinticinco años. ¿Y qué pasó? Aparecieron de nuevo los cantautores. La música artesanal no morirá nunca.

—Bueno, tal vez nosotros seamos demasiado viejos. Buenas noches.

—Buenas noches, Finn.

Hanna cruzó el puente en dirección a su suite y entró. En el transcurso de la tarde había seguido obedientemente las conversaciones en la mesa, sin inmiscuirse en análisis demasiado complejos. Por un rato intentó compartir la pasión de Eva Borelius por los caballos, y luego la atrajo hacia el terreno de la música, para, al final, verse en el lodazal del romanticismo alemán, un tema sobre el que no entendía nada. O'Keefe acudió en su salvación con comentarios sobre el estado comatoso del
britpop
a finales de la década de 1990, y habló también del
mando prog
y del
psychabilly
, justamente lo adecuado cuando se tenía la mente en otra parte, y la mente de Hanna estaba en otra parte. Pronto todos se irían a dormir, eso estaba claro. En la nave espacial los habían preparado mentalmente diciéndoles que los días en la ingravidez, las fatigas del alunizaje, los cambios corporales y el flujo de nuevas impresiones se cobrarían su tributo a la llegada. A la altura de la cama, el dormitorio estaba protegido por una capa de hormigón lunar, de modo que a lo sumo en una hora nadie podría echar un vistazo hacia el exterior, y el personal vivía más bien en el subsuelo.

Así que, a esperar.

Hanna se tumbó sobre el colchón ridículamente delgado, pero que, al mismo tiempo, bastaba para acoger con comodidad su cuerpo, que allí pesaba solamente dieciséis kilos. El canadiense cruzó las manos detrás de la cabeza y cerró los ojos por un momento. Si se quedaba allí tumbado se quedaría dormido; además, todavía tenía bastantes cosas que hacer antes de partir. Silbando muy bajito, regresó al salón y acarició la funda de la guitarra. Sus dedos tocaron un breve aire flamenco y, a continuación, Hanna le dio la vuelta al instrumento sobre sus rodillas, palpó los bordes, apretó en determinados puntos, sacó el botón de la correa y levantó todo el fondo del estuche.

Una delgada placa con la forma de la caja de la guitarra estaba fijada a la tapa; era de color madera y estaba cubierta con una red de finísimas líneas. El servicio de seguridad de Orley no había revisado su equipaje, cosa que habría sucedido si se hubiera tratado de un turista normal; en su caso, sólo le habían hecho un par de preguntas amables. Nadie había dudado siquiera que su guitarra fuera una guitarra de verdad. Los huéspedes de Julian estaban por encima de cualquier sospecha; de todos modos, la organización no había querido asumir ningún riesgo, de manera que el examen con rayos X había arrojado que aquel instrumento poseía un fondo más grueso de lo habitual. Eso, a un experto, le habría llamado la atención, al menos a uno que no supiera todavía que se trataba de dos fondos superpuestos y que el interior estaba hecho de un material sintético especial, extremadamente resistente.

BOOK: Límite
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