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Authors: Schätzing Frank

Límite (30 page)

BOOK: Límite
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—Qué tranquilizador —dijo Locatelli con voz forzada.

El grupo había cruzado ya el borde exterior del anillo, y siguió el transcurso de otro de los mástiles de rejas. A O'Keefe le habría gustado volverse. Desde allí, desde lo alto, se tendría seguramente una vista fantástica sobre todo el Torus, pero su traje era como el caballo del proverbio, que conocía él solo el camino, y por delante de él se extendía el ajetreo de pájaros de oscuro brillo y envergaduras míticas que vigilaban ese memorable remanso de civilización en medio del espacio sideral. Más allá de los paneles solares que abastecían de energía la estación sólo estaba el anchuroso espacio.

—Este departamento debería interesarle particularmente a usted. ¡Es su obra, mister Locatelli! —dijo Black—. Con la energía solar tradicional deberían haberse instalado cuatro o cinco veces más colectores.

Locatelli dijo algo así como que lo que estaba diciendo el guía era absolutamente cierto, y luego añadió un par de comentarios más. O'Keefe creyó entender los vocablos «revolución» y «humanidad», seguidos de algo parecido a «hiedra biliar», aunque seguramente se tratara de «piedra miliar», o lo que fuera. Por alguna razón, sus palabras se agolpaban en una especie de popurrí gutural.

—Puede estar usted realmente orgulloso de ello, señor —dijo Black—. ¿Señor?

El alabado alzó ambos brazos como si se dispusiera a dirigir una orquesta. Unos gusanos de sílabas subieron por su garganta.

—¿Está todo bien, señor?

Locatelli gimió. Entonces se oyó una arcada eruptiva.

—B-4, hay que abortar —dijo Hedegaard con absoluta tranquilidad—. Es Warren Locatelli. Lo acompañaré hasta la esclusa. El grupo seguirá según el plan.

Un día, contaba Mukesh Nair, cuando aún estudiaba en la universidad, en la pequeña aldea de Loni Kalbhor, alguien cortó la soga con la que su tío se había ahorcado en el travesaño de su choza. Los suicidios estaban entonces a la orden del día entre los campesinos, era la amarga cosecha de la crisis agraria en la India. Mukesh había estado vagando por algunos campos de caña de azúcar en barbecho y se preguntaba qué se podía hacer contra aquella avalancha de importaciones baratas provenientes de las llamadas naciones desarrolladas, cuya agricultura reposaba sobre el cómodo lecho de plumas de las generosas subvenciones estatales e inundaba el mundo con frutas y verduras a precios ridículos, mientras que los granjeros indios no encontraban ninguna otra salida de sus trampas de deudas salvo la de quitarse la vida.

Por entonces había cobrado consciencia de que no se podía malinterpretar la globalización como proceso iniciado, acelerado y controlado a su antojo por políticos y empresas. La globalización no era algo que pudiera quitarse y ponerse, no era la causa, sino el síntoma de una idea tan antigua como el propio género humano: la del intercambio de culturas y mercancías. Rechazarla habría sido tan ingenuo como llevar a juicio al estado del tiempo por las malas cosechas. Desde el propio día en que unas personas empezaban a frecuentar el territorio de otras, ya fuera para practicar el comercio o para llevar adelante una guerra, de lo que se trataba siempre era de disponerlo todo para tomar parte en ese territorio y sacar de él el máximo provecho posible. Nair había comprendido que la miseria de los campesinos no podía atribuirse a un pacto siniestro entre los Estados del llamado Primer Mundo, sino a la incapacidad de los gobernantes de Nueva Delhi para conjugar los puntos fuertes de la India. Y uno de esos puntos fuertes —aun cuando el país históricamente representara como ningún otro el hambre en el mundo— consistía en su capacidad para alimentar al planeta.

Fue por entonces cuando Nair, en compañía de otras personas, inició la llamada Revolución Verde. Se fue a las aldeas, animó a los campesinos para que dejaran de cultivar caña de azúcar y empezaran a plantar chiles, tomates, berenjenas y calabacines, los abasteció de semillas y fertilizantes, los familiarizó con las nuevas tecnologías, les consiguió créditos baratos para paliar sus deudas, les aseguró cuotas mínimas de venta y les ofreció participación en las ganancias que él, con la ayuda de modernas técnicas de refrigeración, empezó a sacar del suelo, y a las que bautizó con el nombre de su hortaliza preferida: Tomato. Gracias a una logística muy bien pensada, los productos hasta entonces corruptibles hallaron una rápida vía para llegar de los campos de cultivo a los mostradores de los mercados de Tomato, hasta el punto de que todos los productos de importación, en comparación con los de Nair, parecían caducados o podridos. Algunos jornaleros desesperados, puestos a elegir entre irse a las ciudades y convertirse en asalariados o ahorcarse en un desván, se hicieron empresarios. Tomato experimentó todo un
boom.
Empezó a abrir cada vez más filiales, y era cada vez mayor el número de campesinos que se convertían en seguidores de Nair en una India deseosa de crecer.

—Los habitantes de nuestras cálidas ciudades infestadas de microbios quedaron encantados desde el principio con aquellos mercados de productos frescos climatizados y limpios —dijo Nair—. Claro que tuvimos alguna competencia que seguía los mismos conceptos, en parte con ayuda de gigantescos consorcios extranjeros. Sin embargo, yo siempre vi en mis competidores unos aliados. En el momento decisivo, nosotros estábamos bastante más por delante.

Entretanto, Tomato actuaba a nivel global. Nair se había tragado a la mayoría de sus competidores. Mientras que los productos agrarios indios eran exportados a los rincones más apartados del mundo, ya Mukesh Nair había descubierto para sí hacía tiempo otro campo de actividad, se había metido en el ramo de la ingeniería genética y había regalado a las regiones costeras de su país, siempre en peligro de sufrir inundaciones, una variedad de arroz resistente al agua salada.

—Y es eso, precisamente, lo que nos une —dijo Julian.

Estaban viendo un pequeño robot cosechero que estaba ocupado en recoger tomates
cherry
de sus estacas, ayudado por sus afiligranados brazos, para de inmediato aspirarlos hacia su interior antes de que los frutos pudieran salir volando.

—Tomaremos posesión del espacio, poblaremos la Luna y Marte. Tal vez el proceso sea más lento de lo que hemos soñado, pero ocurrirá, y sólo por el hecho de que existe una serie de razones sensatas para ello. Estamos en los inicios de una era en la que la Tierra será sólo uno de los muchos lugares habitables posibles, uno de los muchos centros industriales.

Julian hizo una pausa.

—No obstante, Mukesh, dentro de un tiempo previsible no podrá hacer usted fortuna con frutas y verduras fuera del globo terráqueo. ¡Nos queda un buen trecho para ver una filial de Tomato en Marte! Usted, Bernard, puede poner a disposición agua para la Luna (un producto imprescindible para cualquier proyecto), pero apenas ganará dinero con ello. En lo que a su trabajo se refiere, Eva: las estancias de larga duración en el espacio, en la Luna y en la superficie de otros planetas, situarán a la medicina ante desafíos completamente nuevos. No obstante, la investigación será en un principio un negocio subvencionado, del mismo modo que yo subvenciono la navegación espacial en Estados Unidos, a fin de agilizar el fomento de los recursos más importantes para un abastecimiento de energía limpia y sostenible, o al igual que he financiado el desarrollo de los reactores necesarios para ello. Todo lo revolucionario, lo que transforma el mundo, precisa al principio de una inversión de dinero. Tú, Carl, has hecho una fortuna con inversiones muy inteligentes en el ramo del petróleo y del gas, pero luego te has pasado a la tecnología solar; sin embargo, en el espacio no es posible hacer ganancias dignas de mención con esas nuevas tecnologías. ¿Por qué, entonces, deberían ustedes invertir en Orley Enterprises?

Julian miró a todos los presentes, uno tras otro.

—Les diré por qué. Porque nos unen más cosas de las que fabricamos, financiamos o investigamos: la preocupación por el bienestar de todos. Tenemos a Eva, quien ha logrado producir piel artificial, nervios y células cardíacas. Algo lucrativo, muy lucrativo, pero ésa es sólo una verdad a medias, porque eso, sobre todo, ¡significa esperanza para muchas personas con riesgo de infarto, enfermos de cáncer y víctimas de quemaduras! Y he aquí a Bernard, un hombre que les facilita el acceso al agua potable a los más pobres entre los pobres. O Mukesh, que ha creado nuevas perspectivas de vida para los campesinos indios, que está dando de comer al mundo. O Carl, cuyas inversiones en energías renovables ayudan a que éstas puedan establecerse más fácilmente. ¿Y cuál es mi sueño? Lo conocen. Saben por qué estamos aquí. Desde que los expertos empezaron a reflexionar sobre tecnologías de fusión menos contaminantes y arriesgadas, o cuando pensaron en cómo transportar de la Luna a la Tierra el combustible del futuro, el helio 3, me he quedado prendado de la idea de abastecer nuestro planeta con esa nueva energía inagotable. Dediqué muchos años de pérdidas a la labor de desarrollar reactores que pudieran construirse en serie y a construir el primer ascensor espacial que funcionara, y todo para facilitarle a la humanidad un trampolín hacia el espacio. ¿Y saben una cosa?

Julian chasqueó la lengua, satisfecho, y aguardó unos segundos.

—Ese idealismo ha quedado compensado. ¡Ahora quiero ganar dinero con ello, y lo ganaré! ¡Y todos ustedes deben ganar dinero con ello! Con Orley Enterprises, el más importante forjador de nuevas tecnologías del mundo. Es gente como nosotros la que hace que ese planeta que ahora se encuentra a treinta y seis mil kilómetros por debajo de nosotros se mueva o se detenga. Depende de nosotros. Si unimos nuestras fuerzas, tal vez podrán vender una insignificante cantidad mayor de verduras, de agua o de medicamentos, pero estarán participando en el mayor consorcio mixto del mundo. El día de mañana, Orley Energy, con sus reactores de fusión y su electricidad ecológica, asumirá el liderazgo mundial en el mercado del sector energético. Con la ayuda de nuevos ascensores y estaciones espaciales, Orley Space acelerará la conquista del sistema solar y la pondrá en provecho de toda la humanidad y, en conjunto con Orley Travel, ampliará el ramo del turismo espacial. ¡Y, créanme, todo eso en conjunto da beneficios! Todos quieren llegar a la órbita, todos quieren ir a la Luna, a Marte o más allá, todos, tanto hombres como naciones. Hacia comienzos del milenio pensábamos que ese sueño ya había llegado a su fin; sin embargo, ¡sólo había comenzado, amigos míos! Pero únicamente muy pocos países disponen de las tecnologías necesarias, y en este aspecto, Orley ha conseguido una posición delantera inalcanzable. Son nuestras tecnologías las que todo el mundo necesita. ¡Y todos, sin excepción, pagarán el precio!

—Sí —dijo Nair con expresión de respeto—. ¡Sí!

Hanna sonrió y asintió.

«Todos pagarán el precio...»

Todo cuanto Julian había expuesto con su habitual elocuencia y capacidad de persuasión se reducía en sus oídos a esa última frase. Ésta expresaba lo que había ido dejando tras de sí el abandono de los gobernantes de los procesos de globalización, la independización de la economía y la privatización de la política: un vacío que ahora se llenaba con los hombres de negocios. Esa frase definía el futuro como mercancía. Tampoco los días siguientes cambiarían nada, por el contrario. El mundo sería subastado una vez más.

Sólo que de un modo muy distinto de como Julian Orley se lo imaginaba.

—Ya estoy de vuelta —gorjeó Heidrun.

—¡Oh,
mein Schatz!
—El bigote de Ögi se erizó de deleite—. Sana y salva y de una sola pieza. ¿Cómo ha sido?

—¡Estupendo! Locatelli tuvo que vomitar cuando vio sus colectores solares.

Heidrun se acercó volando y le dio un beso a su marido. La acción provocó un rechazo, y poco a poco la mujer se fue alejando de nuevo, estiró la mano hacia el respaldo de un asiento y se ató otra vez.

—¿Warren sufrió el mal del espacio? —preguntó Lynn.

—¡Sí, fue genial! —dijo Heidrun radiante—. Nina se deshizo de él y fue entonces cuando el paseo se volvió realmente agradable.

—Bueno, no sé. —Donoghue frunció los labios. Con los cachetes rojos y mofletudos, reinaba en la nada con la nobleza de un Falstaff, el cabello abombado como si un animal se le hubiera muerto en la cabeza—. A mí me suena peligroso eso de que uno vomite dentro del casco.

—Tú no tienes por qué salir —opinó Aileen con voz aguda.

—Tonterías. No quería decir con eso que...

—Tienes sesenta y cinco años, Chucky. No hay necesidad de participar en todo.

—¡He dicho que
suena
peligroso! —rugió Chuck Donoghue—. ¡No que tuviera miedo a hacerlo! ¡Aunque tuviera cien años, saldría! Y, a propósito de la edad, ¿conocéis el chiste del viejo matrimonio ante el juez del divorcio?

—¡Juez del divorcio! —Haskin soltó un anticipo de carcajada—. Cuéntenoslo.

—Pues la pareja va a ver al juez del divorcio y éste mira a la mujer y le dice: «Dios santo, ¿qué edad tiene usted?» «Oh, tengo noventa y cinco.» «Vaya, ¿y usted?» El marido reflexiona y dice: «¡Noventa y ocho!» «Dios Todopoderoso —dice el juez—, no puedo creerlo. ¿Y por qué quieren divorciarse a esta edad?» «Ah, ¿sabe usted, ilustrísima...?»

Tim enseñó los dientes. No podía soportarlo más. Sin piedad, desde hacía dos horas, Chucky soltaba un petardo de chiste tras otro.

—«...queríamos esperar a que nuestros hijos murieran.»

Haskin dio un salto acrobático. Por supuesto que todos rieron. El chiste, a fin de cuentas, no era tan terrible, por lo menos no lo suficientemente malo como para atribuirle a Donoghue la culpa absoluta del estado de ánimo apocalíptico de Tim. Pero acababa de ver a Lynn allí sentada, como si fuese de piedra y su mente estuviera en otra parte. La mirada de su hermana terminaba a pocos centímetros de su propia cara. Por lo visto, estaba completamente absorta. Entonces, de repente, ella también rió.

«Puede que me equivoque —pensó Tim—. Esto no tiene que significar necesariamente que todo va a empezar de nuevo desde el principio.»

—¿Y qué habéis hecho en este tiempo? —preguntó Heidrun mirando con curiosidad a su alrededor—. ¿Habéis recorrido la estación a través de la maqueta?

—Sí, ahora mismo podría reproducirla pieza por pieza —se pavoneó Ögi—. Una obra grandiosa. Tengo que confesar que estoy asombrado con las medidas de seguridad.

—¿Y por qué le sorprende eso? —preguntó Lynn.

—La privatización de la navegación espacial da pábulo por ahí al temor de que todo se haga con un par de puntadas.

BOOK: Límite
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