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Authors: Schätzing Frank

Límite (25 page)

BOOK: Límite
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Al cabo de un rato, Evelyn Chambers se apartó de la superficie que imitaba la ventana y flotó hacia una de las tumbonas montadas al revés. De un modo poco elegante, logró acomodarse en ella. A decir verdad, en un sitio como ése los muebles tenían muy poco sentido. A diferencia de lo que sucedía bajo el agua —cuya fuerza de ascensión compensaba la gravitación de tal modo que uno entraba en un estado parecido a la flotación pero seguía sometido a influencias tales como la densidad del agua y las corrientes—, en la ingravidez no había ninguna fuerza que ejerciera su efecto sobre el cuerpo. Uno no pesaba nada, no se inclinaba hacia ninguna dirección, no necesitaba silla que lo protegiera de caer sobre el trasero, no se necesitaba el confort de los acolchados, ni camas para tenderse sobre ellas. A decir verdad, habría bastado con quedarse sencillamente con los brazos y las piernas en ángulo en la mera nada, sólo que el más mínimo impulso de movimiento, un estremecimiento muscular bastaba para hacer derivar el cuerpo, de manera que siempre se estaba en peligro de golpearse en el cráneo mientras se dormía. Además, estaban los 6,5 millones de años de disposición genética para yacer sobre algo, aun cuando ese algo estuviera en posición vertical y pegado al techo. Aunque, a decir verdad, un concepto como «vertical» no desempeñaba ningún papel en el espacio, los seres humanos estaban acostumbrados a ciertos sistemas de referencia. Algunas investigaciones habían demostrado que a los astronautas una tierra sobre sus pies les parecía más natural que otra flotando por encima de sus cabezas, razón por la cual los psicólogos apremiaban para que se aplicaran los llamados métodos de construcción orientados a la gravedad, a fin de crear la ilusión de un suelo. En la cama, uno se ataba con correas; en el sillón, uno hacía como si estuviera sentado, y al final uno se sentía casi como en casa.

Chambers se estiró, dio una voltereta y decidió ir a desayunar, o más bien salir flotando hacia el desayuno. La pared rectificada tras la que se suponía que estaban los sistemas de soporte vital ocultaba un armario de ropa del que escogió un pantalón de tres cuartos y una camiseta que le hiciera juego, así como unos mocasines bien ajustados. Luego fue dando brazadas hasta la mampara y dijo:

—Evelyn Chambers. Ábranme.

El ordenador verificó la presión, la atmósfera y la estanqueidad; a continuación, el módulo se abrió, dejando a la vista un tubo de varios metros de diámetro. Muchos kilómetros de esos tubos se extendían por toda la estación comunicando los distintos módulos entre sí y con la estructura central, creando vías de conexión y de salida. Todo estaba sujeto al principio de la redundancia. Siempre había por lo menos dos posibilidades para salir de un módulo, cada sistema informático encontraba su equivalente en sistemas de juego, sistemas de soporte vital existentes en diferentes versiones. Meses antes del viaje, Chambers había intentado aproximarse mentalmente a esa enorme construcción, y lo había hecho estudiando ciertos modelos y documentos, sólo para comprobar ahora que la fantasía quedaba ensombrecida por la realidad. En el retiro de la parcela que habitaba, apenas podía imaginarse el coloso que sobresalía encima, sus dimensiones, su complejidad ramificada de distintas formas. Lo único cierto era que la antigua ISS, al lado de eso, parecía un juguete de envoltorio transparente.

Se encontraba a bordo de la mayor estructura en el espacio creada por manos humanas.

Paralelamente a la concepción del ascensor espacial, sus constructores habían colocado a la OSS en la vertical. Tres imponentes mástiles de acero, cada uno de doscientos ochenta metros de altura y posicionados en un mismo ángulo respecto de los otros, formaban la espina dorsal, unidos por la base y la cabeza, de modo que formaban una especie de túnel a través del cual discurrían los cables del elevador. Como las plantas de un edificio, unos elementos en forma de anillos llamados
Tori
rodeaban los mástiles, los cuales definían los cinco niveles de la instalación. En el nivel más bajo se encontraba el OSS Grand, el hotel espacial. El Torus 1 albergaba cómodas salas de estar, un bar y una cafetería, un salón con chimenea con fogata holográfica, una biblioteca y una guardería de aspecto desolado que Julian, no obstante, pensaba ampliar: «¡Porque vendrán niños, y adorarán este sitio!» Y, en efecto, desde su inauguración hacía dos años, el OSS Grand estaba reservado a tope, sólo que faltaban las familias. A casi nadie le gustaba la idea de dejar su descendencia al albedrío de una caída libre, algo que Julian tildaba con una incomprensión vociferante: «¡No son más que prejuicios! La gente es tan estúpida... Aquí arriba no es más peligroso que en las Bahamas, todo lo contrario. Aquí no hay bicho que pueda picarte, no te puedes ahogar ni contraer una ictericia, los nativos son amables. ¿Qué es lo que hay que pensar, entonces? ¡El espacio es el paraíso para los niños!»

Tal vez todo radicara en que los seres humanos, desde siempre, habían mantenido una relación turbulenta con el paraíso.

Como un pez depredador, Chambers fue serpenteando a través del tubo. Se podía ser increíblemente rápida en la ingravidez si una se lo proponía. Por el camino, pasó junto a esclusas numeradas detrás de las cuales había suites como la suya. En cada caso, había cinco módulos que conformaban la unidad, repartidos en dos unidades habitacionales cada uno y todos situados de tal modo que sus inquilinos podían disfrutar de una perfecta visión de la Tierra. A mano derecha se abría la conexión con el Torus; pero Chambers tenía pensado desayunar, y siguió el trayecto del túnel. Éste desembocaba en el Kirk, uno de los dos módulos más espectaculares de la OSS. Con forma de disco, descollaban muy por encima de las zonas de habitaciones, de modo que, a través del suelo acristalado, podía verse la Tierra. El Kirk servía como restaurante; su homólogo, situado en el lado norte y bautizado de manera bien pensada con el nombre de Picard, era una mezcla de sala de espera, club nocturno y centro multimedia.

—El acristalamiento ha rozado los límites de lo factible —no se cansaba de resaltar Julian—. ¡Toda una batalla! Todavía hoy tengo en los oídos las quejas de los constructores. «Bueno, ¿y qué? —les dije—. ¿Desde cuándo nosotros nos ponemos límites? Los astronautas siempre desearon tener ventanas, grandes ventanales panorámicos, sólo que las latas de sardinas volantes del pasado no ofrecían la resistencia adecuada en las paredes. Con el ascensor, ese problema ha quedado resuelto. ¿Que necesitamos volumen? Pues adelante. ¿Queremos ventanas? Instalemos algunas. —Y luego, como en cada ocasión, bajaba la voz y susurraba en un tono casi respetuoso—: Construirlo así fue idea de Lynn. Qué chica tan estupenda. ¡Ella tiene lo que hace falta! Ya os lo digo yo.

La escotilla de conexión con Kirk estaba abierta. Con demasiado retraso, Chambers recordó los inconvenientes de su recién ganada libertad, intentó agarrar el marco de la esclusa para frenar su vuelo, pero falló y pasó disparada a través de ella, pataleando, muy pegadita a un camarero que no pareció alarmarse demasiado. Entonces alguien consiguió agarrarla por el tobillo.

—¿Es que pretendes llegar volando por tu cuenta hasta la Luna? —oyó decir a una voz familiar.

Chambers se quedó perpleja. El hombre tiró de ella y la bajó hasta la altura de sus ojos.

Sus ojos...

Por supuesto que lo conocía. Todos lo conocían. Aquel hombre había estado sentado en su programa por lo menos una docena de veces; no obstante, hasta hoy ella no había podido acostumbrarse a esos ojos.

—¿Qué haces aquí? —exclamó Evelyn, asombrada.

—Formo parte del programa nocturno —dijo él, sonriendo—. ¿Y tú?

—Yo soy la animadora para aguafiestas de la navegación espacial. Julian y los medios de comunicación, ya sabes. —Sacudió la cabeza y rió—. Es increíble. ¿Alguien te ha visto ya?

—Todavía no. Finn está aquí; eso he oído.

—Sí, se mostró totalmente consternado al encontrarme aquí, pero entretanto se ha amansado bastante.

—No adoptar pose alguna es también una pose. A Finn le gusta el papel de marginal. Cuanto menos le preguntes, tanto más responderá. ¿Quieres desayunar?

—Con mucho gusto.

—Excelente. Yo también. ¿Y adónde vas luego?

—Al centro multimedia. Lynn nos hará una introducción en la estación. Nos han dividido. Algunos se instruirán en el aspecto científico, los otros irán fuera, a jugar.

—¿Y tú no?

—Sí, claro, pero más tarde. Sólo pueden sacar a seis personas a la vez. ¿Tienes ganas de venir?

—Ganas sí, pero no tengo tiempo. Estamos rodando un vídeo en el Torus 4.

—Oh, ¿estás haciendo algo nuevo? ¿En serio?

—Sí, pero no lo divulgues —dijo él sonriendo y llevándose un dedo a los labios. Sus ojos la secuestraban y la arrastraban hasta otra galaxia. El hombre que había caído del cielo—. Alguien tiene que abastecer al mercado de los pensionistas.

Lynn sonreía, respondía preguntas, sonreía.

Estaba orgullosa del centro multimedia, del mismo modo que sentía una especie de orgullo ferviente por todo el OSS Grand, el hotel Stellar Island y el lejano Gaia. Sin embargo, al mismo tiempo, las tres cosas le insuflaban un miedo terrible, como si hubiera erigido una Venecia sobre fundamentos hechos a base de cerillas. Apenas era capaz de ver en su actuación algo más que su mala calidad. Se desgastaba hasta el agotamiento imaginando escenarios de horror, y no tenía esperanza alguna de hacer catarsis mientras sus peores temores siguieran en pie. Era evidente que estaba en una trampa, intentaba mosquearse, al tiempo que se perseguía y huía de sí misma. Cuantos más argumentos oponía a sus temores, tanto más monstruosos se inflaban éstos, como si estuviera alimentando un agujero negro.

«Voy a perder el juicio —pensaba—. Igual que mamá. No cabe duda de que voy a volverme loca.»

Sonrisas, sonrisas.

—Muchas personas ven la OSS como un hongo —dijo—. O como una sombrilla, un árbol con una copa achatada. Una mesa de pie. Otros identifican la forma de una medusa.

—¿Qué es una medusa, tesoro? —preguntó Aileen, como si hablara de una especie de accesorio inútil que se ha puesto de moda y al que la gente joven, por falta de un conocimiento más profundo, presta toda su atención.

—Uno de esos bichos gelatinosos —respondió Ed Haskin—. Como una sombrilla de gelatina con tentáculos y otras partes viscosas.

Lynn se mordió los labios. Haskin, que era antes director del puerto espacial y desde hacía unos meses era el responsable de todo el departamento tecnológico, era simpático y competente, pero, por desgracia, poseía el tacto de un neandertal.

—Son, por cierto, criaturas muy bonitas —añadió.

Como dos satélites, ambos rodearon un modelo holográfico de la OSS; el modelo tenía cuatro metros de altura y había sido proyectado sobre el centro del Picard. Detrás de ellos, flotaban por el espacio virtual Walo Ögi, Aileen y Chuck Donoghue, Evelyn Chambers, Tim y algunos científicos franceses recién llegados. El Picard tenía un diseño diferente del Kirk, que estaba más comprometido con la estética clásica de los restaurantes. Islas flotantes para pasar una velada amigable se repartían a través de varios niveles, sumidas en una luz atenuada, y eran vistas desde lo alto por una barra salediza que pedía a gritos ser habitada por unas Barbarellas armadas con una gruesa capa de sombra de ojos. Apretando un botón podía cambiarse todo el diseño, hasta el punto de que era posible agrupar las mesas y los asientos en forma de atrio.

—Medusa, mesa o sombrilla, todas esas asociaciones se las debemos a la forma de construcción vertical y a la simetría de la estación —dijo Haskin—. No hay que olvidar que las estaciones espaciales no son edificios con fundamentos sólidos. Es cierto que no poseen fundamento alguno, pero están expuestas a las constantes redistribuciones de la masa y a toda suerte de sacudidas, desde los que hacen
jogging
en las cintas de correr hasta los transbordadores lunares en el momento del acoplamiento. Todo ello sitúa la estructura en un estado de autooscilación, y una construcción simétrica es la más apropiada para redistribuir esas energías oscilantes. La vertical contribuye a la estabilización y hace justicia al principio del ascensor espacial. Como ven, el más mínimo momento de inercia está orientado hacia la Tierra.

Muy abajo podía verse el Torus del hotel con sus salientes para las suites, y encima descollaban el Kirk y el Picard. A lo largo de los mástiles de rejas se apilaban los módulos con los gimnasios, los alojamientos individuales, los almacenes y las oficinas, hasta llegar arriba, al Torus 2, en cuyo centro estaba el ascensor espacial. Unas rampas transitables conectaban el módulo en forma de rosquilla con las cabinas.

—Éste es el sitio por el que llegamos ayer —les explicó Lynn—. El Torus 2 sirve como recepción del OSS Grand, es, además, terminal de pasajeros y de carga. Como ven, de allí parten, en radiales, algunos corredores que van hasta un anillo de mayor tamaño que está en constante rotación. —El movimiento de su mano recorrió una de las estructuras de rejas que rodeaban el Torus a todo lo ancho—. Es nuestro puerto espacial. Esas cosas que parecen aviones son las naves de evacuación, y esas pequeñas latas son los transbordadores espaciales. Con uno de ellos, el
Charon,
partiremos mañana hacia el satélite.

—Debería haber hecho dieta —le dijo Aileen a Chuck, acalorada—. ¿Cómo voy a caber en una cosa así? Un trasero como el mío podría hacer estrellarse hasta al cometa Halley.

Lynn rió.

—Qué va. Son bastante amplios. Y muy cómodos. El
Charon
mide más de treinta metros de largo.

—¿Y eso de allí? —Ögi había descubierto unas grandes estructuras parecidas a grúas sobre la parte superior del anillo y a lo largo de los mástiles. El suizo se acercó flotando, se metió por un instante dentro de] haz de luz de la proyección y apareció como un megamonstruo cósmico dispuesto a atacar la OSS.

—Manipuladores —respondió Haskin—. Brazos robóticos sobre raíles. Descargan los transbordadores de carga que llegan, sacan los tanques con el helio 3 comprimido, los transportan hasta el interior del Torus y los anclan en los ascensores.

—¿Qué ocurre exactamente cuando un transbordador atraca?

—Pues que hace ruido —dijo Haskin.

—Pero, entonces, ¿la estación no tiene sobrepeso de un solo lado? Allí no siempre hay la misma cantidad de naves atracadas.

—Eso no constituye ningún problema. Todos los puntos de atraque pueden ser desplazados libremente a lo largo del anillo. Siempre podemos restituir el equilibrio. Pero es una buena observación, por cierto. —Haskin parecía impresionado—. ¿Es usted arquitecto?

BOOK: Límite
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