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Authors: Schätzing Frank

Límite (26 page)

BOOK: Límite
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—Inversionista. Pero he construido algunas cosas. Módulos de vivienda para algunas grandes urbes, se las engancha en estructuras ya existentes o se colocan sobre los techos de los edificios, y cuando uno se muda, sencillamente, se lleva consigo la cabaña. Los chinos lo adoran. He construido también urbanizaciones aptas para resistir inundaciones junto al mar del Norte. Ya sabe, Holanda se está hundiendo, y ¿qué van a hacer los holandeses? ¿Irse todos a Bélgica? Las casas están situadas junto a embarcaderos y flotan cuando el nivel del agua sube.

—También está construyendo un segundo Mónaco —apuntó Evelyn Chambers.

—¿Y para qué se necesita un segundo Mónaco? —preguntó Tim.

—Pues porque el primero revienta ya por todas sus costuras —lo aleccionó Ögi—. Los monegascos se han ido apilando sobre los Alpes, y Alberto y yo hemos estado hojeando nuestros viejos libros de Julio Verne. ¿Habéis oído hablar alguna vez de
La isla de hélice?

—¿No es ésa la historia del capitán loco en ese extraño submarino? —preguntó Donoghue.

—¡No, no! —protestó uno de los franceses—. ¡Ése era el
Nautilus!
El capitán Nemo.

—¡Chorradas! Ésa yo la vi. Es una peli de Walt Disney.

—¡No, no! ¡Walt Disney, no!
Mon Dieu!

—La isla de hélice
es una ciudad móvil —le explicó Ögi a Donoghue, tan poco ducho en cuestiones literarias—. Una isla flotante. Resulta imposible seguir ampliando Monaco, ni siquiera con islas situadas frente a sus costas. Por eso se nos ocurrió la idea de construir un segundo Monaco que navegue por el Mediterráneo.

—¿Un segundo Monaco? —Haskin se rascó el cráneo—. ¿Quiere decir un barco?

—No sería un barco, sino una isla. Con montañas y costas, una linda ciudad capital y unas bodegas para el viejo príncipe Ernesto de Hannover. Sólo que todo sería artificial.

—¿Y cómo funciona eso?

—¿Y es precisamente usted quien me lo pregunta? -—dijo Ögi, riendo y abriendo los brazos como si quisiera abrazar contra su pecho toda la OSS—. ¿Dónde está el problema?

—No hay ningún problema —rió Lynn—. ¿O es que parecemos tener problemas?

Su mirada se posó en Tim. ¿Notaría su hermano realmente lo que le estaba pasando? Su solícita preocupación la sacaba de quicio, la conmovía y la avergonzaba en igual medida, ya que Tim tenía todos los motivos para estar preocupado desde aquel día, desde aquel terrible momento, hacía cinco años, que cambiaría su vida, poco antes de las seis de la tarde, cuando Lynn...

...está en medio de un atasco, diez carriles cubiertos con un amasijo de latón que emite ruidos explosivos, se infla y se acalora, que repta con la lentitud de un glaciar a lo largo de la M25 en dirección al aeropuerto de Heathrow, bajo un desconsolador y frío sol de febrero que mira desde lo alto, desde un cielo chernobilesco cubierto de una capa amarilla. Y de repente sucede. Ella tiene que ir a una reunión en París, siempre tiene que asistir a alguna reunión, pero entonces, sin previo aviso, alguien apaga la luz en su cabeza, así sin más, y todo se sumerge en una marisma de desesperanza. Una tristeza abismal la sobrecoge, seguida de diez mil voltios del más puro pánico. Más tarde no podrá decir cómo consiguió llegar hasta el aeropuerto, pero de todos modos no coge el vuelo, se queda en la terminal, acurrucada, despojada de todas las certezas salvo de una: que no podrá soportar las circunstancias de su existencia ni un segundo más, que no quiere seguir viviendo con tanta tristeza y tanto miedo. A partir de ese momento, su memoria se interrumpe hasta la mañana siguiente, cuando amanece vestida y tirada en el suelo de su ático de Notting Hill, con el buzón de voz, el correo electrónico y el contestador automático a reventar con la irritación de otras personas. Entonces sale a la terraza, bajo la lluvia diagonal y helada que ha empezado a caer, y se pregunta si esas doce plantas bastarán. Luego tomaría otra decisión y llamaría a Tim, con lo que les ahorró una visión bastante horrible a los viandantes.

A partir de entonces, cada vez que sale a relucir el tema de su enfermedad, Julian invoca algún virus misterioso o algún resfriado contraído por ahí para hacerse plausible, y hacérselo a otros, aquello que afecta tan terriblemente a esa figura luminosa que es su hija y que hace que Tim tenga en boca sin cesar palabras como «terapia» o «psiquiatra». El estado de su hija le resulta enigmático, y lo que él sospecha en lo más hondo queda reprimido en su subconsciente, del mismo modo que lo hizo con la muerte de Crystal. Hacía diez años que la madre de Lynn y de Tim había muerto en un estado de demencia, pero Julian desarrolló una notable capacidad de negación. No porque estuviera traumatizado, sino porque realmente es incapaz de relacionar una cosa con la otra.

Son Tim y Amber los que atajan a Lynn. Puesto que su hermana no siente otra cosa que un desnudo horror por la pérdida de toda sensación, Tim camina con ella durante horas, dándole la vuelta a la manzana, bajo el sol o la lluvia torrencial, y fuerza al espíritu de Lynn a recobrar presencia, hasta que ella por lo menos sea de nuevo capaz de sentir el frío y la humedad o, simplemente, el metálico sabor del miedo en sus papilas. Cuando Lynn cree que no va a poder dormir ni probar bocado nunca más, cuando los segundos se dilatan una eternidad y todo a su alrededor —la luz, los colores, las fragancias, la música— emite amenazantes ondas de choque, cuando el techo de cualquier edificio, cualquier barandilla o cualquier puente la invita a completar el golpe de su caída, cuando teme volverse loca como su madre, llenarse de una furia asesina, matar gente, él, su hermano, le hace ver que ningún demonio la posee, que ningún monstruo la persigue, y que ella no le va a hacer daño a nadie, que tampoco se lo hará a sí misma, y entonces, poco a poco, Lynn empieza a creerlo.

Las cosas mejoran, y Tim sigue sacándola de quicio. La apremia para que busque por fin ayuda profesional y se tumbe sobre el diván. Lynn se niega, reprime la pesadilla. ¿Investigar las causas? ¿Para qué? No está dispuesta en lo más mínimo a mostrar respeto por esa fase miserable de su vida normalmente perfecta. Sus nervios se han desquiciado, ha sido el exceso de trabajo, una ensalada de sinapsis, cualquier mezcolanza bioquímica, lo que sea. Un motivo más de vergüenza, un motivo para no revolver profundamente en esa fosa de la que ellos han sacado la carretilla uniendo las fuerzas de ambos. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Para hallar qué? Puede alegrarse y estar agradecida de que el consorcio desplegara sobre ella una red de camuflaje llena de explicaciones: un resfriado, una gripe gravísima, neumonía, pero todo ahora, cuando ella sonríe de nuevo y estrecha manos. La crisis ha sido superada, la muñeca rota ha sido reparada. Otra vez Lynn se ve a sí misma como la ve Julian, una perspectiva que la hija había perdido de manera temporal. ¿A quién le interesa si se gusta en ese papel o no? ¡Julian la adora! Verse a través de sus ojos resuelve todos los problemas. La insípida familiaridad de toda desvalorización personal, con ello se puede vivir de maravilla.

—...y allí están los comedores y las salas de estar de la sección científica —se oye decir Lynn.

A continuación, hace subir un poco más el holograma, desde el Torus 3 hasta las instalaciones deportivas en el Torus 4, hasta las decenas de módulos de vivienda y de laboratorio que Julian ha alquilado a instituciones de investigación científica privadas y estatales de todo el mundo, la NASA, la ESA, Roskosmos, o a sus propias filiales Orley Space, Orley Travel y Orley Energy. Con las mejillas ardiendo, Lynn señala los huertos y los módulos de cría de animales de consumo, situados en las biosferas que están encima del Torus 4; les deja echar un vistazo en los observatorios, los talleres, las salas de control y de reunión del quinto Torus, el último, desde cuyo centro salían de nuevo los cables del ascensor, que luego continuaban viaje hacia el infinito, o hacia ese sitio que el habitante del momento llamado hombre consideraba como tal. Lynn quedó fascinada y dejó fascinados a los visitantes con el universo en forma de disco que hacía las veces de techo, con sus cientos de metros de diámetro, sus astilleros, en los que esperaban los transbordadores lunares y se construían naves espaciales interplanetarias, donde los robots, con esmerada laboriosidad, cruzaban el vacío a toda prisa, mientras los paneles solares respiraban la luz del sol para que la estación, durante las horas en que estaba bajo la sombra de la Tierra, pudiera alimentarse de lo que antes había sido envasado en conserva. Riendo ante el abismo, Lynn presentó la OSS, la Orley Space Station, ese lugar que la NASA tanto desearía haber construido para convertirse en su dueña. Pero un proyecto semejante debería haber estado bajo la responsabilidad de los políticos, figuras que, por su naturaleza, eran periódicas y fugaces, cuya imagen de sí mismos estaba marcada principalmente por cuestionar las visiones y las promesas de sus antecesores. Por eso, al final, fue un inversionista privado el que allanó el sueño de la colonización del espacio, creando, de pasada, las premisas para una transformación maremótica del sector de la energía, lo que hacía plantearse una pregunta:

—¿...qué intereses estamos subvencionando realmente si decidimos invertir en Orley Enterprises?

—Bueno, sobre todo los nuestros —dijo Locatelli—. ¿O no?

—Estoy plenamente de acuerdo —replicó Rogachov—. Sólo que me gustaría saber a quién más beneficio con eso.

—Mientras esto le asegure el liderazgo del mercado a Lightyears, me importan un carajo los intereses de cualquier otro probable ganador en esto, si es que me permiten expresarme con toda claridad en este retiro geoestacionario.

—Ryba ischtschet gde glubshe, a tschelowek gde lutsche.
—Rogachov sonrió débilmente—. El pez busca el sitio más profundo, el hombre busca el mejor. Yo, por mi parte, preferiría tener una visión de conjunto mayor.

Locatelli resopló.

—Pero no la tendrá viéndolo todo desde fuera. La perspectiva se deriva de la posición.

—¿Y cuál sería esa posición?

—La de mi empresa, lo que a mí me concierne. Ya sé que usted se caga de miedo sólo de pensar que puede favorecer indirectamente a la NASA o a Washington si le entrega su dinero a Julian. Pero ¿eso qué importa? Lo principal es que a final del año el balance sea positivo.

—No estoy seguro de que las cosas puedan verse de ese modo —dijo Marc Edwards, que de inmediato cobró consciencia de la insustancialidad de su observación y dedicó su atención, muy interesado, a los pares de botas que Hedegaard les puso delante.

—Yo puedo verlo de ese modo. Él no —dijo Locatelli, señalando al ruso con el pulgar extendido y soltando una carcajada pastosa—. Él, literalmente, está casado con la política.

Finn O'Keefe intercambió una mirada con Heidrun Ögi. Rogachov y Locatelli lo estaban sacando de quicio. Discutían sobre un tema que, en su opinión, debía tratarse al final del viaje. Tal vez él fuera demasiado ingenuo como para analizar la naturaleza del meneo de cola, pues ignoraba totalmente la condición del perro; no obstante, no pensaba hacer otra cosa durante los próximos días que divertirse de lo lindo y rodar obedientemente aquella peliculilla publicitaria que le había prometido a Julian: Perry Rhodan en la Luna, la de verdad, cantando las loas de una experiencia auténtica. Según le parecía, aquella cháchara de inversionistas estaba fuera de lugar en el «ropero de EVA», el sector donde se hallaba la ropa apropiada para realizar las actividades extravehiculares.

—¿Y usted? —le preguntó Locatelli, mirándolo fijamente—. ¿Cómo ve Hollywood este asunto?

O'Keefe se encogió de hombros.

—Con serenidad.

—Julian también quiere su dinero.

—No, él quiere mi imagen, quiere que les haga creer a algunos ricachones como nosotros que tienen que ir a la Luna. En ese sentido, tiene usted razón. —O'Keefe frotó el índice con el pulgar—. Yo le conseguiré dinero. Pero no el mío.

—Qué listo, el tío —comentó Locatelli dirigiéndose a Rogachov—. Probablemente hasta le paguen por lo que hace.

—No me pagan.

—¿Y qué cree usted realmente del asunto? ¿Quiero decir, del turismo espacial, los viajes lunares privados?

O'Keefe miró a su alrededor. Había esperado ver colgados en el ropero trajes espaciales completos, astronautas fláccidos e inmóviles, pero en aquella sección de iluminación estéril se respiraba más bien la atmósfera de una
boutique.
Monos de todas las tallas, bien dobladitos en las estanterías, cascos alineados uno junto a otro, un emparrado de guantes y botas, secciones para el blindaje...

—No tengo ni idea —dijo—. Pregúnteme otra vez dentro de dos semanas.

Su pequeño grupo, formado por Rogachov, Locatelli, Edwards, Parker, Heidrun Ögi y el propio Finn O'Keefe, se había reunido en torno a Nina Hedegaard, y se esforzaba por no empezar a girar en desorden debido a cualquier movimiento torpe. Con cada hora que pasaba, O'Keefe dominaba mejor aquella danza espacial, y lo mismo sucedía con Rogachov, quien, en medio de las aguas turbulentas de la conversación nocturna, se había dejado arrastrar a la enumeración de sus intereses personales, de modo que ahora, aparte del fútbol, salió a relucir también su predilección por todos los deportes de combate. En general, el ruso sólo parecía poseer su cuerpo para subordinarlo a un control de reptil. Sus sentimientos, si es que tenía alguno, yacían ocultos bajo el hielo de unos ojos azules y claros. Marc Edwards y Mimi Parker, ambos apasionados buceadores, lo hacían de manera regular, mientras que Heidrun ponía todo su empeño y el ímpetu de Locatelli encerraba un buen potencial de futuras lesiones.

—Permítanme pedirles que se acerquen más —dijo Hedegaard en voz alta.

—Señores, entre nosotros... —Mimi Parker bajó la voz—. Corren algunos rumores, y no tengo idea de si hay algo de verdad en ellos, pero algunos vaticinan que a Julian se le está acabando el aire...

—¿Y eso qué quiere decir?

—Que está casi arruinado.

—Eso todavía no es nada —susurró Heidrun—. ¿Queréis saber a quién se le está acabando el aire de verdad?

—Claro —dijo Parker, inclinándose hacia adelante—. Suéltalo.

—A vosotros, cotillas. Y se os acabará ahí fuera si no termináis de decir tonterías.

Rogachov la contempló con la expresión divertida de un gato rodeado de ratones que le gruñen.

—Su actitud es muy refrescante, señora Ögi.

Ella le sonrió radiante, como si él la hubiera coronado como Miss Moscú. Rogachov enarcó las cejas, divertido, y se acercó flotando a Hedegaard. Heidrun lo siguió torpemente. Sus miembros parecían haberse alargado en la ingravidez, parecían aún más delgados. La guía danesa esperó a que todos formaran un semicírculo a su alrededor, dio unas palmadas y envió a los presentes una referencia sobre la calidad de su dentista.

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