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Authors: Schätzing Frank

Límite (164 page)

BOOK: Límite
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—¡Uyy! —exclamó Winter—. ¡Adoro el
risotto!

—Bueno, yo lo preparo como los venecianos —le hizo saber Aileen a Kokoschka—. Tiene usted claro que hay que estar removiéndolo todo el tiempo, ¿no? No puede parar ni un momento.

—Es cocinero, corazón —dijo Chuck.

—Ya lo sé. ¿Puedo preguntarle dónde aprendió?

—Bueno... —Kokoschka se retorció en las mieles del interés que despertaba su carrera—. En Sylt..., entre otros sitios.

—Ah, Sylt, espere, eso es... Un momento, no me lo diga... es esa ciudad... esa ciudad del norte de Noruega, ¿no es así? Muy arriba, al norte.

—No.

—¿No?

—No. —Tenía que marcharse, buscar a Tim—. Es una isla.

—¿Y con quién aprendió allí, Alex? —Aileen le hizo un guiño de familiaridad—. Puedo llamarlo Alex, ¿verdad?

—Axel, señora. Aprendí con Johannes King. Perdone, pero tengo que...

—¿King? ¿Tiene alguna estrella?

—Tres estrellas. No pretendía tener una tercera, pero, sencillamente, era demasiado bueno. Lo conoció usted en la OSS. Y ahora, de verdad, tengo que...

—¿Usa usted médula de ternera para el
risotto?

Kokoschka miró con nerviosismo hacia la escalera; se sentía como un zorro en una trampa, un pez en una nasa.

—Vamos, díganoslo —pidió Aileen, sonriente—. Tome asiento, Alex..., Axel, vamos, siéntese.

Cuanto más profundizaba Sophie Thiel en el protocolo, tanto mayor era la inquietud que sentía. A través de sofisticados vínculos cruzados y camuflados, se llegaba a unas listas con breves órdenes no oficiales, algunas crípticas, otras pensadas para poner bajo control el sistema de comunicación del hotel. Entre otras cosas, bloqueaban la comunicación por láser entre el hotel Gaia y la base lunar o, mejor dicho, desviaban la señal hacia una conexión de teléfono móvil. Entretanto, ya creía saber lo que sucedía con aquel misterioso menú. No había sido el LPCS en sí lo que había sido saboteado, sino que habían enviado un impulso a la Tierra y, hasta donde podía ver, ese impulso había desatado un bloqueo que no sólo afectaba a los satélites lunares. Habían realizado un trabajo perfecto, y la Luna había quedado totalmente incomunicada con respecto a la Tierra.

De repente dudó de que todo aquel esfuerzo tuviera como objetivo destruir el hotel.

¿Quiénes eran los que habían hecho eso?

¡Tim! En lo más profundo de su ser, Thiel confiaba en que Tim apareciera cuanto antes. ¿Es que Axel no lo había encontrado? Los conocimientos de la joven no bastaban para eliminar el bloqueo, sobre todo porque todavía no sabía qué lo había provocado realmente. Por el contrario, sí confiaba en poder reparar la interrupción de las comunicaciones por láser con la base Peary. Establecería contacto con los astronautas allí y les pediría ayuda, aun cuando eso pudiera significar un peligro para su propia vida, si alguien la oía, lo que era muy posible, pero, en ese caso, luego se encerraría en alguna parte.

¡Encerrarse, vaya un sinsentido! Eran los pensamientos de una niña pequeña. «¿Dónde te vas a encerrar cuando la bomba explote?»

¡Tenía que largarse de allí! ¡Todos tenían que salir de allí!

Los dedos de Thiel volaron por la pantalla táctil, de tal modo que apenas tocaban la lisa y fría superficie. Al cabo de pocos segundos oyó unos pasos, y la ya conocida sombra se cernió sobre ella. A su lado, con un callado reproche, se enfriaba el cordero.

—¿Lo has encontrado? —preguntó ella, sin levantar la mirada, mientras corregía una de las órdenes. Había que reescribir todavía esa secuencia, pero quizá no se trataba de Axel, sino de Tim.

Nadie respondió.

Thiel alzó la cabeza.

Al momento se puso en pie de un salto y retrocedió, tropezó y volcó la silla, y fue entonces cuando comprendió que acababa de cometer un error fatal. Debería haber permanecido inmóvil, no dejar que se le notara nada. Sin embargo, ahora sus ojos, horrorizados, estaban fuera de las órbitas, revelando en un gesto fatal todo cuanto sabía.

—Usted —susurró Thiel—. Es usted.

Esta vez tampoco recibió respuesta. Por lo menos, no con palabras.

Heidrun se sintió algo cohibida cuando, vestida con albornoz y chanclas, entró en la suite. A diferencia de lo que hacía normalmente, sobre todo en demostrativa oposición a O'Keefe, se había negado a las habituales acrobacias a través de los puentes y había pulsado, como era debido, el botón del ascensor, como si eso fuera lo último que estaba en condiciones de hacer el maltrecho resto de orgullo que le quedaba. Desconcertada por la debilidad de la bioquímica —aun estando felizmente casada—, ante algo que jamás había tenido que echar de menos con Walo, hizo que el ascensor la llevara a toda velocidad hasta arriba, hasta el tórax de Gaia, lejos de aquella piscina de las tentaciones, tiesa como una vela, pensando en no hacer el más mínimo movimiento en falso, sólo olisqueándose los dedos para ver si todavía emanaba de ellos el tufo de aquel placer prohibido. Sentía como si todo su cuerpo oliera a traición. El aire en el ascensor le parecía saturado de indicios, lleno de aromas vaginales y del hedor a ozono del esperma ajeno, aunque, a decir verdad, no había pasado nada, por lo menos no en realidad. No obstante...

«Walo —le decían los latidos de su corazón—. ¡Walo, oh, Walo!»

Heidrun encontró a Ögi leyendo, le dio un beso, el familiar y rasposo beso en el bigote, y él sonrió.

—¿Te lo has pasado bien?

—Sí, muy bien —dijo, y huyó al cuarto de baño—. ¿Y tú? ¿No has estado en el bar?

—He estado allí, tesoro. Pero era una situación muy poco soportable. Los chistes de Chuck empiezan a oponerse a la educación cristiana de Aileen. Antes ha preguntado qué tienen en común un perro sano y un ginecólogo miope.

—Déjame adivinar: ¿la nariz mojada?

—Por eso pensé que era mejor leer.

Heidrun se contempló en el espejo: su rostro blanco de elfa, sus ojos violetas, tal y como habían percibido antes el rostro de O'Keefe allí abajo, bajo la implacable luz del conocimiento de que las personas envejecen, de un modo incontenible, de que su piel otrora tersa, impecable, empezaba a arrugarse, de que tenía ya unos deprimentes cuarenta y seis años, y que tenía algo en común con esos hombres que vagaban por infinidad de atajos en busca de su perdida juventud, algo que las mujeres, comúnmente, decían no soportar, es decir, la crisis de la mediana edad.

«Si uno desea envejecer junto a otra persona —pensaba—, entonces no es necesario tener a nadie para sentirse más joven.»

¡Y ella amaba a Walo, lo amaba tanto...!

Desnuda, regresó al salón, se tumbó delante de él en la alfombra, cruzó los brazos tras la nuca, estiró un pie y tocó su rodilla izquierda.

—¿Qué lees?

Walo bajó el libro y contempló, con una sonrisa, su cuerpo allí tendido.

—Fuera lo que fuese —dijo él—, acabo de olvidarlo.

Tim accionó por enésima vez el intercomunicador de la puerta.

—¿Lynn? Por favor, déjame entrar. Hablemos.

No hubo reacción. ¿Y si se equivocaba? Había estado a punto de pillarla en el Mama Killa, y supuso que se había retirado a su suite, pero posiblemente estuviera haciendo otra cosa. Más que cualquier bomba, lo amedrentaba la idea de que su hermana pudiera perder verdaderamente el juicio, o de que ya lo hubiera perdido. Tampoco Crystal padecía simples depresiones, sino que había ido perdiendo paulatinamente el contacto con la realidad.

—¿Lynn? Si estás ahí, ábreme.

Al cabo de un rato, Tim capituló y saltó por encima del puente en dirección al vestíbulo, profundamente inquieto. Se preguntó qué estaría haciendo Sophie. ¿Acaso el programa, el Gravedigger, había sacado a la luz el protocolo? Al mismo tiempo, sus pensamientos giraban en torno a lo mismo: Amber, Julian, la bomba, Lynn, Hanna, los cómplices, la avería del satélite, la bomba, Lynn, las preocupaciones que se devoraban las unas a las otras..., en fin, una casa de locos.

La central estaba vacía, no se veía a Thiel por ninguna parte.

—¿Sophie?

Desconcertado, miró a su alrededor. Había una escotilla que conducía a un recinto trasero, pero cuando puso el dedo sobre el campo del sensor, lo encontró bloqueado. Vio a Lawrence corriendo por el vestíbulo en dirección hacia él. La directora entró en la central y miró a su alrededor, frunciendo el ceño.

—¿Ha visto a Thiel?

—No.

—¿Es que todo el mundo se ha vuelto loco? —La expresión de Lawrence se ensombreció—. Debería estar aquí. Alguien tiene que ocupar su puesto en la central. ¿No se ha tropezado usted con Kokoschka por casualidad?

—No —dijo Tim rascándose la nuca—. Qué raro. Sophie estaba haciendo algo interesante.

—¿Qué era?

Tim le habló a Lawrence del programa de autorización y lo que esperaban poder encontrar con él. La directora no mostró ninguna expresión. Una vez él hubo terminado, ella hizo lo que le habría gustado hacer desde que había entrado en la central y se puso a examinar la pared de monitores.

—Olvídelo —dijo él—. Ahí no encontrará nada.

—No, no parece que Sophie haya llegado demasiado lejos. ¿Instaló el programa?

—Yo estaba presente mientras lo estaba instalando.

Sin decir palabra, Lawrence se acercó a la pantalla táctil, fue seleccionando consecutivamente los códigos de llamada de Ashwini Anand, Axel Kokoschka, Michio Funaki y Sophie Thiel y los conectó a todos a través de un canal. Sólo Anand y Funaki respondieron a la llamada.

—¿Puede alguien decirme dónde están Thiel y Kokoschka?

—Aquí no están —respondió el japonés. De fondo podía oírse el bajo tronante de Chuck Donoghue.

—Aquí tampoco —dijo Anand—. ¿Sophie no está en la central?

—No. ¿Les dicen, por favor, si se tropiezan con ellos, que se comuniquen conmigo de inmediato? El siguiente punto es que vamos a evacuar.

—¿Qué? —exclamó Tim.

Ella le indicó que bajara la voz.

—Dentro de cinco minutos transmitiré un aviso y les pediré a nuestros huéspedes que se reúnan a las ocho y media en el club Mama Killa. Ustedes también estarán allí. Describiremos la situación tal y como es. Y luego abandonaremos juntos el hotel.

—¿Y qué pasa con el
Ganímedes?
—quiso saber Anand.

—No lo sé. —Lawrence lanzó a Tim una rápida mirada—. Dejaremos un radiofaro abierto para el
Ganímedes,
de modo que les llegue la señal en cuanto estén a la vista del Gaia. No deben ni aterrizar siquiera, sino dirigirse a la base Peary. ¡Antes de las ocho y media, ni una sola palabra a los huéspedes!

—Entendido.

—Claro —dijo Funaki.

—Lo de Kokoschka no me extraña nada —dijo Lawrence cortando la comunicación—. Es un cocinero fabuloso, pero un imbécil redomado en otros menesteres. Si él y Thiel no han aparecido de aquí a las ocho y media, los haré llamar por los altavoces.

—¿En serio pretende evacuar el hotel? —preguntó Tim.

—¿Qué haría usted en mi lugar?

—No lo sé.

—¿Lo ve? Pero yo sí sé lo que hay que hacer. No nos hagamos ilusiones, su padre se ha retrasado una hora y media, y aunque no hayamos encontrado ninguna bomba, eso no quiere decir que ésta no esté haciendo tictac en alguna parte. —Lawrence se llevó un dedo a los labios—. Hum. ¿Hacen tictac las bombas atómicas?

—No tengo ni idea.

—Da igual. Enviaremos a Nina Hedegaard a la meseta de Aristarco y nosotros nos dirigiremos a la base Peary con el expreso lunar.

—Fin del viaje de placer —dijo Tim, y de repente notó cómo empezaba a temblarle el labio inferior. «¡Amber!» Luchó contra aquel temblor y se miró los zapatos.

Lawrence dejó entrever una sonrisa.

—Encontraremos el
Ganímedes
—dijo—. Eh, Tim, ánimo.

—Estoy bien.

—Lo necesito ahora en plenas facultades. Regrese al bar y cuénteles algún chiste. Relaje el ambiente.

Tim tragó en seco.

—El encargado de los chistes es Chuck.

—Cuente usted alguno mejor.

—¿Señor Orley? Eh... ¿Tim?

La zona del gimnasio y el
spa
era enorme. Y uno se daba cuenta de lo enorme que era cuando se disponía a buscar en ella a una sola persona, algo que Kokoschka hacía concienzudamente. Después de haber podido zafarse de la asfixiante curiosidad de Aileen, Chuck había acudido a él con un consejo paternal. Debía buscar al hijo de Julian allí donde, por lo general, acudían los hombres que ansiaban una mayor esperanza de vida y conseguir una musculatura abdominal envidiable; allí habían encontrado a Tim, hasta el momento, todas las noches.

Sin embargo, hacía rato que el gimnasio estaba vacío, y en las pistas de tenis no había ni un alma. En la sauna, la niebla de gotitas se mezclaba con un chapoteo
new age
con toques del Lejano Oriente. Tim no estaba sentado en una de las saunas finlandesas, no daba tumbos sobre una de las cintas de correr ni abusaba de ninguno de aquellos aparatos de fuerza; más bien parecía haberse propuesto la tarea de burlarse de Kokoschka. Cierto asomo de confianza, cuando oyó ruidos en la zona de las piscinas, se transformó en decepción al ver que sólo se trataba de Nina Hedegaard, que nadaba en solitario. Tim no estaba allí ni había estado, le dijo Nina, también le preguntó qué estaba pasando, si ya se sabía algo del
Ganímedes
y si los satélites seguían sumidos en su profundo sueño.

Kokoschka concluyó que Hedegaard no sabía nada de la bomba. Tal vez porque, en medio de la excitación general, habían olvidado contárselo. Por un breve instante estuvo tentado de ponerla al corriente, pero Lawrence, aquella pistolera, tendría sus razones para reducir el círculo de los que estaban al tanto. Él sólo era el cocinero, no el correctivo de decisiones llegadas desde más arriba, por eso masculló un «gracias» y decidió por lo menos entregarle un informe parcial a Sophie Thiel.

Inmediatamente después de que Tim apareció de nuevo en la cavidad de la frente de Gaia, tuvo lugar el aviso general:

—Como habrán podido comprobar, señoras y señores, nuestro horario se ha visto ligeramente alterado, entre otras cosas porque el
Ganímedes
se ha retrasado, y por desgracia, tenemos algunos problemas con la comunicación por satélite. —La voz de Lawrence sonaba desapasionada y sin modulación—. No hay ningún motivo para inquietarse, no obstante, rogamos a todos los huéspedes y empleados del Gaia que se reúnan a las ocho y media de la tarde en el club Mama Killa, donde los pondremos al corriente de los últimos acontecimientos. Por favor, sean puntuales.

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