Read Límite Online

Authors: Schätzing Frank

Límite (160 page)

BOOK: Límite
4.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—El Parlamento.

—¡Además, eres rica y todo! Y en lo que se refiere a tu aspecto exterior, bueno, me gustaría serte sincera, pero ¡dame cuatro semanas y hago de ti la chica más buenorra de la fiesta! No tienes necesidad de pasar por todo eso, Olympiada. Ni siquiera de echar de menos a Oleg.

—Hum.

—¿Sabes una cosa? —dijo agarrando el brazo de Olympiada y bajando la voz—. Voy a revelarte ahora un verdadero secreto: cuando ciertos hombres les transmiten a las mujeres la sensación de que son una mierda es porque ellos mismos se sienten así. ¿Entiendes? Tratan de quebrar nuestra autoestima, de robárnosla, porque ellos mismos no tienen ninguna. ¡No le sigas el juego! ¡No dejes que te haga eso! Tienes que izar tu bandera, cielo. No eres lo que él pretende que tú seas. —Sintaxis complicada, pero le había quedado bien. Mejoraba por momentos.

—Tal vez ni siquiera regrese —murmuró Olympiada, que parecía irse abriendo paso hacia un territorio más luminoso de la existencia.

—¡Exacto! ¡Cágate en él!

Olympiada suspiró.

—De acuerdo.

—Michio, querido —graznó Winter sacudiendo su vaso vacío en alto—-. ¡Y otro igual para mi amiga!

Sophie Thiel seguía revolviendo en busca de la traición y la mentira cuando Tim entró en la central. Una docena de ventanas abiertas sobre la pared multimedia revivían el pasado.

—Está claramente falsificado —dijo con desánimo.

Vio cómo algunas personas atravesaban el vestíbulo, entraban en la central y hacían su trabajo. Luego, las habitaciones volvieron a quedar a oscuras, desoladas, únicamente iluminadas por el duro reflejo de la luz del sol sobre los bordes del desfiladero y los controles de las incansables máquinas que mantenían con vida el hotel. Thiel señaló una de las tomas. El ángulo de la cámara estaba dispuesto de tal modo que, a través de la ventana panorámica, podía distinguirse el lado opuesto del Vallis Alpina junto con las montañas y el tren elevado.

—La central, vacía. La noche en que Hanna salió a dar su paseo con el expreso lunar.

Tim entornó los ojos y se inclinó hacia adelante.

—Ni lo intente, no podrá verlo. Su hermana diría que eso se debe a que nadie salió con el tren. Pero, en realidad, hay alguien que nos está tomando el pelo con el truco más viejo del mundo. ¿Ve usted ese parpadeo en el borde derecho de la pared de monitores?

—Sí.

—Casi al mismo tiempo se ilumina algo aquí abajo, y allí, un trecho más adelante, salta un indicador. ¿Lo ha visto? Son pequeños detalles a los que nadie prestaría atención en circunstancias normales, pero ahora yo he hecho el esfuerzo de buscar las coincidencias. Eche un vistazo al código de tiempo.

«05.53 horas», leyó Tim.

—Exactamente esa misma secuencia la encontramos a las cinco y diez.

—¿Una casualidad, tal vez?

—No, si el análisis detallado desvela un salto imperceptible de la sombra sobre la superficie de la Luna. Esa secuencia fue copiada y añadida a fin de tapar un hecho de unos dos minutos de duración.

—La llegada del expreso lunar —susurró Tim.

—Sí, y así sucede todo el tiempo. Hanna en el corredor, sin cortes, tal y como su padre dijo. La central, aparentemente vacía. Pero había alguien allí, alguien que estuvo sentado en esta silla y alteró estos vídeos; sencillamente, los extirpó. Todo hecho a la perfección. Luego, el vestíbulo desde otra perspectiva, desde la que podría verse cómo el señor X entra en la central, pero también lo han falseado.

—Pero, para ello, alguien tuvo que estar sentado aquí durante mucho tiempo —dijo Tim, asombrado.

—No, todo esto funciona muy de prisa si se sabe lo que hay que hacer.

—¡Inconcebible!

—Sobre todo es frustrante, ya que eso no nos lleva ni un ápice hacia adelante. Es cierto que ahora sabemos que lo han hecho, pero no
quién
lo ha hecho.

Tim frunció los labios. De repente acudió una idea a su mente.

—Sophie, si pudiéramos averiguar cuándo se hicieron esas alteraciones en los vídeos... Si se pudiera ver el protocolo... ¿O es que se puede manipular también el protocolo?

Ella frunció el ceño.

—Sólo con muchísimo trabajo.

—Pero ¿se puede?

—En principio, no. La intervención también quedaría registrada en el protocolo... Hum. Ya entiendo.

—Si conociéramos los momentos exactos en que se realizaron esas falsificaciones, podríamos compararlas con la ausencia o la presencia de los huéspedes y del personal. ¿Quién estaba en el momento sospechoso y dónde? ¿Quién vio a quién? Nuestro desconocido no puede haber cambiado, en el tiempo del que dispuso, todos los datos del sistema del hotel. En cuanto conozcamos el protocolo...

—Lo pillaremos —advirtió Thiel—. Pero para ello se necesita un programa de autorización.

—Yo tengo uno.

—¡Ah! —exclamó la mujer, y lo miró sorprendida—. ¿Un programa de autorización para este sistema?

—No, es un topo la mar de normal, pequeño, me lo bajé el pasado invierno de Internet para ver los datos de un colega... Con su permiso, claro —se apresuró a añadir Tim—. Su sistema disparaba una foto de pantalla cada sesenta segundos, y yo tenía que llegar a esas fotos, pero no estaba autorizado. Así que eché mano de los conocimientos de algunos de mis alumnos. Y uno de ellos me recomendó Gravedigger, un..., bueno, un programa de reconstrucción no del todo legal, pero relativamente fácil de conseguir y compatible casi con cualquier sistema. En aquella ocasión me lo quedé. Está en mi ordenador, y mi ordenador está...

—...aquí, en el Gaia.

—Bingo. —Tim sonrió—. En mi habitación.

Thiel mostró una amplia sonrisa.

—Pues sí, señor Orley, si no es ningún inconveniente...

—Ya estoy en camino.

Sólo cuando iba hacia su suite cayó en la cuenta de que podía haber aún otra razón por la que Thiel sólo encontrara, exclusivamente, vídeos manipulados: que ella misma hubiera editado el material.

Mukesh Nair salió resoplando de la piscina del cráter. Un poco más allá, Sushma se secaba el cuerpo mientras charlaba con Eva Borelius y Karla Kramp, y mientras Heidrun Ögi y Finn O'Keefe hacían infantiles apuestas para ver quién permanecía más tiempo bajo el agua. A través del ventanal panorámico, la imagen de la Tierra les llegaba como un amigo en el que uno puede confiar. Nair cogió una toalla de la pila y se sacudió el agua del cabello.

—¿Os sucede lo mismo a vosotros? —preguntó—. Cada vez que veo nuestro hogar, es curioso, me parece tan indiferente...

—¿Indiferente respecto de quién? —preguntó Kramp, desapareciendo en su albornoz.

—De nosotros —respondió Nair, y dejó caer la toalla al tiempo que alzaba los ojos al cielo—. De las consecuencias de nuestros actos. En todas partes han aumentado las temperaturas. Territorios antiguamente poblados están ahora bajo el agua, otros lugares sufren la desertificación. Pueblos enteros se ponen en movimiento, hambrientos, sedientos, sin empleo, sin hogar, estamos registrando los índices migratorios más elevados de los últimos siglos, pero a ella no se le nota nada de eso. No desde esta distancia.

—Desde esta distancia, a esa anciana dama tampoco se le notaría cómo nos bombardeamos unos a otros —dijo Kramp—. Eso no quiere decir nada.

Nair negó con la cabeza, hechizado.

—Bueno, se supone que los desiertos ahora son mucho más grandes, ¿no? Y que líneas enteras del litoral se han transformado. Sin embargo, basta con alejarse un poco, y eso no cambia nada en su belleza.

—Si se me mira desde cierta distancia —dijo Sushma, sonriente—, hasta yo me vería hermosa todavía.

—¡Vamos, Sushma! —exclamó el indio, ladeando la cabeza y riendo al tiempo que mostraba unos dientes perfectamente restaurados—. Tú eres y serás para mí siempre la más bella, lo mismo de lejos que de cerca. ¡Eres la más hermosa de mis hortalizas!

—¡Vaya, eso sí que es un piropo! —le dijo Heidrun a O'Keefe, con agua en un oído y la voz de barítono de Nair en el otro—. ¿Por qué tú nunca me dices nada parecido?

—Porque yo no soy Walo.

—Pésima explicación.

—Lo de compararte con alimentos entra dentro de sus competencias.

—¿Son imaginaciones mías o se puede decir que en los últimos tiempos ya no te esfuerzas mucho?

—Cuando te veo, no se me ocurre ninguna hortaliza. Los espárragos, tal vez.

—Finn, tengo que decírtelo: así jamás conseguirás nada. —Heidrun se apresuró hacia el borde de la piscina, se irguió y salpicó un torrente de agua en dirección a Nair—. ¡Eh, vosotros! ¿De qué habláis?

—De la belleza de la Tierra —dijo Sushma Nair, sonriendo—. Y un poquito también sobre la de las mujeres.

—Viene a ser lo mismo —repuso Heidrun—. La Tierra es mujer.

Borelius se ajustó su quimono.

—¿Veis belleza ahí fuera?

—Pues claro que sí —asintió Nair, entusiasmado—. Belleza y sencillez.

—¿Puedo deciros qué veo yo? —preguntó Borelius después de meditarlo brevemente—. Una desproporción.

—¿En qué sentido?

—Una total desproporción de las pretensiones. La Tierra que vemos ahí no se parece en nada a nuestra percepción habitual de ella.

—Eso es cierto —dijo Heidrun—. Para los suizos, por ejemplo, Suiza es normalmente tan grande como África. África, sin embargo, en la realidad percibida de un suizo, se reduce a una isla húmeda y calurosa, llena de muertos de hambre, de mosquitos, serpientes y enfermedades.

—Pues exactamente a eso me refiero —dijo Borelius, asintiendo—. Veo un planeta realmente hermoso, pero no uno que podamos dividirnos. Un mundo que, medido por lo que unos tienen y otros no, debería tener otro aspecto muy distinto.

—Bravo —exclamó O'Keefe, que cabeceó, acercándose, y aplaudió.

—Déjalo, Finn —replicó Heidrun entre dientes—. ¿Acaso sabes de lo que estamos hablando aquí?

—Claro —respondió el actor, bostezando—. Estáis hablando de cómo Eva Borelius tuvo que venir hasta la Luna para darse cuenta de lo evidente.

—No —dijo Borelius, riendo con sequedad y empezando a recoger sus enseres de baño—. Yo siempre supe cuál era el aspecto del planeta, imagínate, Finn, pero es muy distinto verlo de este modo. Me recuerda para quién investigamos realmente.

—Investigáis para quienes os pagan. ¿Eso es nuevo para ti?

—¿Que la libre investigación se está yendo a pique? No, eso no es nuevo.

—Bueno, no es que tú, personalmente, tengas razones para quejarte —se inmiscuyó Karla Kramp con tono malicioso.

—¡Ah, mira tú! —Borelius, acosada por ambos flancos, enarcó las cejas—. ¿Acaso lo hago?

Kramp miró hacia atrás con expresión inocente.

—Yo sólo quería mencionarlo.

—Claro, las investigaciones con células madre proporcionan dinero, así que ella coge alguno. Ha costado lo suyo llevar adelante el aislamiento y la investigación de células adultas hasta la creación de tejido artificial. Ahora ya hemos descodificado las estructuras proteínicas de las células de nuestro cuerpo, trabajamos exitosamente con las llamadas prótesis moleculares, disponemos de sucedáneos para nervios dañados y piel quemada, podemos producir, si las necesitamos, nuevas células del músculo cardíaco y cada vez acorralamos más al cáncer, y todo porque las personas más ricas de este mundo no están exentas de morir por un infarto de miocardio, a causa de un cáncer o por quemaduras. —Hizo una pausa—. De lo que sí están exentas es de la malaria, del cólera, ésas son enfermedades para los pobres. Si calculáramos la mera aparición cuantitativa de esas enfermedades en términos presupuestarios, la mayor parte de los fondos destinados a investigaciones debería fluir hacia el Tercer Mundo. Pero, en lugar de ello, la mayoría de las patentes de medicamentos contra la malaria, incluso los más prometedores, están congeladas, y todo porque con ellas tú no puedes ganar dinero.

Nair siguió mirando hacia la lejana Tierra; todavía sonreía, pero ahora mostraba una expresión pensativa.

—Vengo de un país increíblemente grande —dijo—. Al mismo tiempo, se trata de un cosmos abarcable en su conjunto. Nunca tuve la impresión de que existiera un único mundo, por el mero hecho de que no podemos percibirlo simultáneamente desde todas sus aristas. Nadie lo ve como un todo, nadie ve toda la verdad. Pero cuando se mira el mundo como un sinnúmero de pequeños universos interconectados, cada uno determinado por sus propias normas, se puede intentar mejorar alguno de ellos. Y con ello, por tanto, se mejora también el gran todo. Tal vez hubiese fracasado ante la tarea de salvar el mundo.

—¿Y qué has mejorado tú? —preguntó Kramp.

—Unos cuantos mundos pequeños —contestó el indio, radiante—. Por lo menos, eso espero.

—Has llenado la India de centros comerciales climatizados, has conectado pueblos y aldeas enteras a Internet, les has garantizado un medio de vida a miles y miles de campesinos indios. Pero ¿acaso no les abriste también con ello las puertas a los consorcios internacionales al ofrecerles la posibilidad de tener participaciones en el negocio?

—Por supuesto.

—¿Y no es cierto que algunas de esas transnacionales han acogido con gratitud tu oferta, y luego han arrendado tierras en la India y reemplazado a los campesinos por maquinaria y mano de obra barata?

La sonrisa de Nair se congeló.

—Es posible pervertir cualquier idea.

—Yo sólo quiero entender.

—Claro, esas cosas suceden. Y eso no podemos permitirlo.

—Escucha, no estoy del todo de acuerdo con tu visión romántica de la desigualdad, eso de los mundos pequeños y autárquicos... Tú has hecho mucho bien, Mukesh, pero eres el representante por excelencia de la globalización. Lo que sí me parece bien es que, mientras esos pulcros pequeños mundos no sean tragados por los grandes consorcios...

—¿No nos íbamos a nuestra habitación? —preguntó Borelius.

—Sí, claro —dijo Kramp, encogiéndose de hombros—. Vamos. Es típico de ti eso de dar muestras de afectación y luego, cuando yo quiero ser concreta, te avergüenzas.

—¿Dónde estarán los demás? —preguntó Sushma, sacudiendo la cabeza con inquietud—. Hace rato que deberían haber llegado.

—Cuando bajamos, ellos estaban todavía viajando.

—Pues, por lo visto, estarán viajando aún —dijo Nair. A continuación, le puso amistosamente la mano a Kramp en el hombro—. Por lo demás, tienes toda la razón, Karla. Deberíamos hablar más sobre estos temas, y no andarnos con remilgos entre nosotros.

BOOK: Límite
4.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Flower for the Queen: A Historical Novel by Caroline Vermalle, Ryan von Ruben
San Andreas by Alistair MacLean
Meanwhile Gardens by Charles Caselton
Broken Wing by Judith James
The Girls by Lisa Jewell
A Proper Mistress by Shannon Donnelly