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Authors: Schätzing Frank

Límite (130 page)

BOOK: Límite
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Y la copia del mismo.

—Por favor, saque su cristal en los próximos sesenta segundos.

Con una sacudida de los omóplatos, Vogelaar se apartó de la pared, cogió el cubito de cristal entre el índice y el pulgar, lo puso a contraluz —unas diminutas fracturas eran visibles en el interior, historia miniaturizada— y lo guardó. Con la misma rapidez con la que había entrado, abandonó el sótano, subió en el ascensor, aceleró el paso mientras se dirigía al aparcamiento y arrancó el Nissan. Como por obra de un milagro, el tráfico había disminuido, de modo que pudo aparcar delante del restaurante antes de que expirase el plazo de tiempo acordado. Esta vez no se permitió ni un solo minuto de vacilación, bajó del coche y entró con las manos en alto, con las palmas hacia afuera, por la puerta de entrada. A través del cristal de la ventana vio al hombre calvo con un arma con silenciador en la mano derecha. Lentamente, abrió las puertas y miró hacia el oscuro interior. De detrás de la barra sobresalían los pies de Leto.

—¿Dónde está Nyela?

—Se ha ido con Kenny —dijo el calvo en un irlandés poco claro. El hombre hizo un movimiento con el arma señalando la puerta de vaivén.

Vogelaar ni siquiera se dignó mirarlo, atravesó el comedor y entró en la cocina. El asesino lo siguió.

—¡Jan!

Nyela quiso ir junto a él, pero Xin la retuvo por el hombro.

—Suéltala —dijo Vogelaar.

—Podréis saludaros más tarde. ¿Qué ha ocurrido, Jan? Parece que haya pasado una manada de elefantes por tu cocina.

—Lo sé. —Vogelaar observó, con gesto inexpresivo, el caos que había creado su lucha con Jericho—. ¿Te gustaría recogerla, Kenny, limpiarla? Bajo el fregadero encontrarás todo lo que necesites: limpiacristales, abrillantador de metales. Sé que no puedes soportar el desorden.

—En mi mundo. Éste es tu mundo. ¿Dónde está el cristal?

Vogelaar metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y puso el cristal de memoria sobre la superficie libre de la mesa de trabajo. Xin lo cogió y lo hizo girar entre las yemas de los dedos.

—¿Estás seguro de que es el correcto?

—Absolutamente seguro.

—Quiero ir con mi marido —dijo Nyela en voz baja pero con firmeza. Sus ojos estaban llorosos, aunque parecía mantener su absoluta presencia de ánimo.

—Por supuesto —murmuró Xin—. Ve con él.

Su mirada quedó mágicamente atraída por el cristal. Vogelaar sabía por qué. Los cristales estaban entre las estructuras que Xin adoraba. Su construcción y su pureza lo fascinaban.

—Ya tienes lo que querías —dijo—. He cumplido mi promesa.

Xin levantó la vista.

—Y yo no he hecho ninguna.

—¿Entonces?

—Yo sólo hablé de posibilidades. Es demasiado arriesgado dejaros con vida.

—Eso no es cierto.

—¡Jan, por favor!

—Prometiste perdonarle la vida a Nyela.

—O nos perdona a ambos o a ninguno —dijo la mujer, acurrucándose contra el pecho de Vogelaar—. Si te mata, ya puede dispararme a mí también.

—No, Nyela. —Vogelaar negó con la cabeza—. No permitiré...

—¿Crees en serio que seré testigo de cómo este bastardo te dispara? —dijo ella entre dientes, llena de odio—. ¿Este monstruo que ha estado entrando y saliendo de nuestras vidas durante años, que se hacía servir sus tragos y se acomodaba a sus anchas en nuestra terraza? ¡Eh! ¿Quieres un trago, Kenny? ¡Te prepararé uno que hará que eches chispas por los ojos!

—Nyela...

—No le harás nada a mi marido, ¿me oyes? —gritó Nyela—. Nada. De lo contrario, te perseguiré hasta la tumba, bestia miserable...

El rostro de Xin se cubrió de resignación. Se volvió y sacudió la cabeza con gesto cansado.

—¿Por qué nadie me escucha nunca?

—¿Cómo?

—Es como si yo lo hubiera pintado todo de color de rosa. Como si las reglas no hubieran sido fijadas desde el principio.

—¡Nosotros no estamos aquí para seguir tus malditas reglas!

—No son malditas —suspiró Xin—. Son, sencillamente..., reglas. Es un juego. Y vosotros habéis jugado. Pero lo habéis hecho mal, y habéis perdido. Uno tiene que saber retirarse a tiempo.

Vogelaar lo observó.

—Mantendrás tu palabra —dijo el sudafricano en voz baja.

—Te lo digo una vez más, Jan, yo no hice ninguna...

—Me refiero a la promesa que harás en este momento.

—¿La promesa que haré en este momento?

—Sí. Se trata de algo que tú quieres, Kenny. Algo que yo puedo darte.

—¿De qué hablas?

—De Owen Jericho.

Xin se volvió de repente.

—¿Sabes dónde está Jericho?

—Su vida a cambio de la de Nyela —dijo Vogelaar—. Y ahórrate todo gesto de amenaza. Si morimos, no habrá sino silencio. A menos que...

—¿A menos que qué?

—Que prometas perdonarle la vida a Nyela. A cambio, te entregaré a Jericho en bandeja de plata.

—¡No, Jan! —Nyela lo miró con gesto suplicante—. Sin ti no quiero...

—No tendrás por qué —dijo Vogelaar serenamente—. La segunda promesa atañe a mi persona.

—¿Tu vida a cambio de la de quién? —preguntó Xin, atento. —La de una chica llamada Yoyo.

Xin lo miró. Entonces empezó a reír. Lo hizo bajito, en un tono casi apagado, que luego fue in crescendo. Xin se cubrió la cara con las manos, echó la cabeza hacia atrás, golpeó con el puño cerrado la nevera y empezó a temblar bajo una epilepsia de euforia.

—¡Increíble! —exclamó, jadeante—. Inconcebible.

—¿Va todo bien, Kenny? —El calvo frunció el ceño, confundido—. ¿Estás bien?

—¿Bien? —soltó Xin—. ¡Esa chica y ese detective se merecen ambos una condecoración! ¡Menudo mérito tienen! A partir de un par de fragmentos de texto... ¡Es increíble, sencillamente increíble! Te han encontrado, Jan, ellos te... —Xin se atascó; sus ojos se ampliaron como resultado de un arrobamiento aún mayor—. ¿Ellos te alertaron?

—Sí, Kenny —dijo Vogelaar tranquilamente—. Ellos me alertaron.

—Y tú los traicionas.

Vogelaar guardó silencio.

—Tú intentas apelar a mi moral, me reprochas que yo, supuestamente, haya prometido algo, pero luego vas y traicionas a la gente que ha venido a salvarte la vida. —Xin asintió como si acabara de aprender una valiosa lección—. Lo que hay que ver, lo que hay que ver... El ser humano en toda su bajeza. ¿Y qué fue lo que les contaste a esos dos acerca de nuestra aventura africana?

—Nada.

—Mientes.

—Ojalá —dijo Vogelaar, malhumorado—. En realidad les propuse un negocio. El dossier a cambio de dinero. La entrega va a ser inminente.

—Eso es tremendo —exclamó Xin, jubiloso.

—¿Y bien? ¿Qué harás ahora?

—Perdona, viejo amigo. —Xin se enjugó una lágrima de risa del rabillo del ojo—. En la vida no se te ofrecen muchas cosas que puedan sorprenderte, ¿y sabes qué es lo más increíble de todo? ¡Yo había considerado incluso la posibilidad de que hallaran tu rastro! Un poco como se considera que tal vez, la semana que viene, un meteorito va a caer sobre la Tierra o que quizá exista un Dios. Volé a Berlín a toda prisa para evitar algo que jamás (¡jamás!) pensé que pudiera ocurrir, pero la vida, Jan... ¡Mi querido Jan! La vida es tan hermosa... ¡Demasiado hermosa!

—Ve al grano, Kenny.

Xin alzó los brazos al aire, en un gesto de satisfacción.

—¡Bien! —graznó—. ¡Perfecto!

—¿Qué significa eso?

—Lo prometo. ¡Quiere decir que lo prometo! Si todo sale bien, sin incidentes, sin que intentes ningún truco, sin que ni siquiera pienses en intentar ninguno, sin la más mínima mácula, entonces viviréis. —Xin se acercó y entornó los párpados. En ese momento su tono volvió a ser el de una serpiente—. Pero si, en contra de lo esperado, algo de lo que hay en este dossier sale a la luz pública, le prometo a Nyela una muerte entre las ratas, ¡una muerte que no puedes llegar siquiera a imaginar! Y tú podrás presenciarlo. Podrás ver cómo le voy sacando los dientes uno a uno, cómo le corto los dedos de los pies y de las manos, cómo le saco los ojos de sus cuencas y le arranco a tiras el pellejo de la espalda, todo mientras el bueno de Mickey la viola una y otra vez, una y otra vez, hasta que ya sólo se esté follando un gimoteante pedazo de carne ensangrentada, y, así y todo, todavía no estará muerta, Jan, no lo estará, y eso también te lo prometo, y cumpliré cada una de mis promesas.

Vogelaar sintió el aliento de Xin sobre su rostro, vio sus ojos fríos y oscuros como la noche, sintió cómo Nyela temblaba entre sus brazos, oyó latir su corazón en medio del silencio. Creía cada palabra de Xin.

Con un estampido seco, el fluorescente defectuoso terminó apagándose.

—Eso suena bien —dijo Vogelaar—. Estamos de acuerdo.

ISLA DE LOS MUSEOS, BERLÍN

Como el fragmento mal dispuesto de una baldosa yacía la Isla de los Museos en la imagen vía satélite de Berlín, forzando al río Spree a separarse en una longitud de kilómetro y medio. Un paseo transitable conectaba un conjunto de edificios representativos cuyas piezas en exposición abarcaban seis mil años de historia de la civilización. Desde las salas con formas de catedrales hasta las bóvedas más discretas, uno se perdía en medio de la megalomanía de la arquitectura monumental antigua y en la callada atemporalidad de íntimas colecciones. En su extremo norte, a una especie de transatlántico barroco le brotaba del agua la fachada Guillermina del museo Bode, coronado por su cúpula; en el sur, un frente clasicista limitaba el complejo cuyo edificio más imponente, el Museo de Pérgamo, parecía surgido del entusiasmo por la gran Alemania de un apasionado helenista: a ambos lados de una ala central de grandeza amenazante se extendían dos construcciones alargadas e idénticas, divididas por pilastras colosales, y acababa luego en unas fachadas de templo dóricas. La U original de la planta quedó cerrada en un cuadrado en el año 2015, después que se le añadió una cuarta sección acristalada, lo que posibilitaba un recorrido inigualable por la evolución humana en Egipto, en los países islámicos, en el Oriente Próximo y en Roma.

Durante sus estancias en Berlín, Jericho había cruzado muchas veces la isla, que estaba conectada al centro de la ciudad por un sinnúmero de puentes, pero jamás había puesto un pie en los museos. Nunca le había dado tiempo. Y ahora, que caminaba a lo largo del Spree, tampoco sentía emoción alguna ante la idea de que había llegado el momento de hacer esa visita. Su chaqueta se tensaba bajo la presión de los paquetes de dinero que, sumados, arrojaban la cantidad exigida por Vogelaar. La Glock estaba en su funda, invisible para cualquiera. El detective parecía un turista común y corriente; sin embargo, se sentía como la gallina del cuento a la que el zorro invita a comer. Si era cierto que Vogelaar poseía un dossier, harían un silencioso intercambio de información por dinero y ambos seguirían su camino. Pero, de no ser así, temía que hubiera problemas. El mercenario querría tener su dinero de un modo u otro, y seguramente para ello no echaría mano del efecto apaciguador del arte de la persuasión.

Jericho se tocó la oreja y se detuvo.

Las fachadas del Museo de Pérgamo parecían estar mirándolo fijamente, como si cada ventana fuese un ojo que lo observaba. En el ala de cristal pululaban, entre los recuerdos de reinos hundidos, los hombres y mujeres sedientos de cultura. El detective continuó andando. Miró el reloj: eran las once y cuarto. Se habían citado a las doce, pero antes Jericho quería conocer el museo. A la derecha se extendía una construcción moderna y alargada, cuyo zócalo retomaba los motivos de una arquitectura más antigua y estaba coronado por una aireada y alta columnata: era la galería James Simon, el acceso al recorrido del museo. Los visitantes se apiñaban en una campana de sudor y cháchara en dirección a la isla. Jericho se mezcló con ellos, cruzó el brazo del Spree y se dejó empujar hasta una majestuosa escalinata que conducía hasta la primera planta de la galería. En una espaciosa sala, rodeada de terrazas y cafés, compró un ticket de entrada y siguió las indicaciones para el recorrido por el Museo de Pérgamo.

Su primera impresión, al entrar al ala sur, fue la de un auténtico nirvana. Sólo los arcos románicos de las ventanas que daban al río transmitían algo parecido a una identidad arquitectónica. Las piezas expuestas, arrancadas de sus contextos históricos, mostraban un aspecto sublime y, al mismo tiempo, extraviado en aquella vastedad de ambiente virtual, como una especie de experimento congelado de la historia. Jericho se volvió hacia la derecha y siguió una especie de calle rodeada de muros, cuyos frisos y almenas brillaban con colores radiantes. El detective leyó los carteles explicativos. Las representaciones de animales simbolizaban deidades babilónicas, leones andando para Ishtar, la diosa del amor y protectora de las tropas, un dragón con forma de serpiente para Muschku, el dios de la fertilidad y de la vida eterna, quien tenía a su cargo la protección de la ciudad, toros salvajes para Adad, el dominador del clima. «Que vosotros, los dioses, tengáis una feliz procesión a través de esta senda», había hecho inscribir Nabucodonosor II en las paredes, tal vez sin permitirse soñar con que en ese instante miembros de grupos de turistas japoneses y coreanos perdían el rumbo en aquel terreno sagrado y seguían con prisa a falsos guías que llevaban el mismo quepis. Un cubo de cristal albergaba una maqueta de Babilonia, en cuyo centro descollaba hacia el cielo una construcción de forma piramidal, el zigurat, el templo sagrado de Marduk. Junto a aquella sobria y baja torre, por lo tanto, se había encendido la ira del dios del Antiguo Testamento, con el resultado harto conocido del embrollo de las distintas lenguas. Pero bien, aquella vía había conducido originalmente hasta el zigurat, partiendo de la puerta de Ishtar, que dominaba la sala contigua con su magnificencia azul y amarillo sol, también adornada con divinidades de forma animal. La densidad de visitantes hacía pensar en lo que había tenido lugar allí en las épocas de las procesiones.

Era hora punta en Babilonia.

Jericho atravesó la puerta babilónica y emergió, seiscientos sesenta años después, a través de otra puerta romana que ocupaba la parte frontal de la sala adyacente: era la Puerta del Mercado Romano de Mileto, un espectáculo de dos plantas en el tránsito entre la tradición helenística y la romana. Incesantemente, el detective buscaba vías de escape. Hasta el momento, el museo presentaba una compartimentación bastante abarcable a la vista. Lo único que podía detenerlo eran las masas de visitantes, que se abalanzaban como glaciares. A su lado se gesticulaba con viva excitación. Ciego con respecto a la belleza de los propilonos de columnas griegos, un señor coreano explicaba a su guía turística la pérdida de su esposa a manos de los
japos,
sólo para comprobar de inmediato que era él quien había ido a parar, precisamente, en medio de un grupo de japoneses. La confusión de lenguas hallaba su equivalente contemporáneo, el grupo de turistas formaba un grumo. Jericho dio una vuelta y huyó a la sala siguiente.

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