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Authors: Schätzing Frank

Límite (129 page)

BOOK: Límite
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Vogelaar había atravesado el vestíbulo del banco y salió a la congestionada Friedrichstraße.

—Ya basta, Kenny. Te he entendido.

—¿En serio? Cuando Vogelaar sólo amaba a Vogelaar, la gente como yo lo tenía más difícil. Entonces habrías dicho: «Puedes matar tranquilamente a la mujer, tortúrala hasta que muera, ya verás lo que sacas de ello.» Habríamos jugado al póquer y, al final, habrías ganado tú.

—Te lo advierto. Si le tocas a Nyela aunque sea un pelo, yo...

—¿Morirías por ella?

—Dime de una vez qué es lo que quieres.

—Quiero una respuesta.

La mente de Vogelaar se elevó en un vuelo panorámico por encima de los distintos escenarios de su vida. Vio a un insecto que atacaba, mordía, pinchaba, se hacía el muerto o desaparecía rápidamente por entre una grieta. Un autómata andante cuyo blindaje se erosionaba desde hacía algunos años por los choques con la empatía; cuyos instintos habían sido reblandecidos por la certeza de que tenía sentido seguir viviendo y, por tanto, también lo tenía que unos murieran para que otros pudieran vivir. Xin tenía razón: su concepto estaba obsoleto. El insecto ya estaba harto de arrastrarse solo dentro de las grietas; sin embargo, en ese preciso instante, el futuro no parecía otra cosa sino una enorme grieta.

—Sí —dijo—. Moriría por Nyela.

—¿Para qué?

—Para salvarla.

—No, Jan. Morirías porque el altruismo es la disciplina reina del egoísmo y tú eres una persona profundamente egoísta. No hay actitud más autocomplaciente que el martirio, y el martirio ha sido siempre tu mayor fuerza impulsora.

—No me vengas con discursitos, Kenny.

—Deberías saber que con tu muerte no salvas a nadie, si en este momento mueves las fichas de la manera equivocada. Nyela quedaría atrás. Sus tormentos serían infinitos. No habrías conseguido nada.

—Eso lo he comprendido.

—Entonces, ¿cuál es tu doble fondo esta vez?

—Un dossier.

—¿Aquello con lo que Mayé pretendía chantajearnos?

—Sí.

—¿Dónde lo tienes?

—En Crystal Brain, en un cristal de memoria.

—¿Y quién sabe de ello?

—Sólo mi abogado y mi mujer.

—¿Nyela conoce el contenido de ese dossier?

—Sí.

—¿Y tu abogado?

—Ni una letra. Él sólo tiene instrucciones de que, en caso de que yo muera de forma violenta, debe sacar el cristal y guardar el contenido en algún servidor.

—¿Y por qué no le has informado acerca del contenido?

—Porque a él no le incumbe —dijo Vogelaar con ira creciente—. El dossier sólo sirve para proteger mi vida y la de Nelé.

—Eso quiere decir que, en cuanto yo entre en posesión de ese cristal... Bien, tráelo. ¿Cuánto necesitarás para ello?

—Una hora como máximo.

—¿Debemos esperar a alguien más en este tiempo? ¿La señora de la limpieza, los ayudantes de cocina, el cartero...?

—A nadie.

—Entonces, adelante, viejo amigo. Y no pierdas tiempo.

Vogelaar no era un hombre con motivaciones ecológicas. Conducía un Nissan movido por energía solar, no porque fuera él quien pensara en el medio ambiente, sino Nyela. Comprendía que cuanto mayor fuera el número de vehículos pequeños, más se descongestionarían los cascos urbanos, pero sus genes le pedían, por instinto, un todoterreno. Ahora, sin embargo, que avanzaba tormentosamente por el distrito gubernamental, maldecía en voz alta a todo vehículo que fuera más grande que el suyo, y sentía una profunda ira contra la ignorancia de los conductores locales.

En realidad, Alemania era el país con la tecnología de automoción más innovadora que hubiera estado dormitando alguna vez en algún cajón. Apenas existía ningún otro mercado más apegado al motor de gasolina y a la velocidad que el alemán. Mientras que la proporción de coches híbridos en Asia y Estados Unidos había dado paso hacía tiempo a concepciones más avanzadas, en Alemania éstos ni siquiera habían llegado a gozar de su época de auge. En ningún otro sitio la tecnología del hidrógeno, las pilas de combustible y la electricidad vivían una existencia de zombi tan lamentable. En ningún otro país del mundo a los hombres les parecía tan importante conducir un coche grande y exclusivo y, sobre todo, conducirlo ellos mismos, a pesar de las nuevas y sofisticadas concepciones relacionadas con el pilotaje automático. Era como si la autoestima teutona, en su búsqueda de sí misma, acabara siempre, con inquietante regularidad, detrás de un volante. Sólo el futuro, en su conjunto, era menos popular en ese país que los coches pequeños.

Con la respectiva lentitud, el Nissan avanzaba por las calles de Berlín. Vogelaar soltaba improperios y golpeaba con la mano abierta sobre el volante. Cuando, rojo de ira, entró por fin en el parking de Crystal Brain, estaba bañado en sudor. Saltó de la cabina del conductor y se apresuró con largos pasos en dirección a la entrada principal.

Einstein lo miró con relativa brevedad.

El edificio había sido construido en el año 2020 en las inmediaciones de la sede del distrito gubernamental de Berlín, pero parecía recién aterrizado allí. Era un ovni de cristal de forma cúbica, con infinidad de facetas y superficies perfectas en las que, como los pensamientos, se iluminaban sucesivamente los caracteres del nombre: «Crystal Brain.» Según fuera el ángulo por el que uno se acercaba a la fachada, podían verse ciertos universos fantasmales, con ráptores que se perseguían por sabanas jurásicas, con cazadores de la Edad de Piedra que arrojaban lanzas a un mamut, se les hacía la corte a reyes asirios, podían verse lanceros griegos, césares romanos, jinetes de la caballería de Napoleón y las princesas egipcias; también podían verse pirámides y catedrales góticas, la
Kon-Tiki
y el
Titanio,
satélites, estaciones espaciales, bases lunares o el rostro severo de Abraham Lincoln, a Goethe con su alado sombrero, a Bismarck con su casco prusiano, a Niels Bohr, Werner Heisenberg, Konrad Adenauer, Marilyn Monroe, John Lennon, al Mahatma Gandhi, Neil Armstrong, Nelson Mandela, Helmut Kohl, Bill Gates, al Dalái Lama, a Thomas Reiter, a Julian Orley; o también representaciones geocéntricas, heliocéntricas y modernas del cosmos, mundos cuánticos de Planck en una abstracción perfecta, moléculas, átomos, los
quarks
y supercuerdas que parecían salidas de un juego de piezas para construir, la invención de la rueda, la imprenta, la salchicha al curry... Todo ello, y mucho más, reposaba holográficamente sobre aquellas imponentes paredes, se manifestaba, respiraba, palpitaba, hacía girar las cabezas, hacía guiños, sonreía, estrechaba manos, andaba, volaba, viajaba, nadaba o desaparecía según cambiara la posición del espectador. La fachada, por sí sola, era una obra maestra, una maravilla de los tiempos modernos; sin embargo, sólo representaba una fracción de lo que se ocultaba en el interior.

Cuando Vogelaar entró en Crystal Brain, lo esperaba el mayor tesoro científico reunido en un espacio reducido.

El sudafricano cruzó la reluciente catedral del vestíbulo. A ambos lados flotaban de arriba abajo los ascensores, que aparentemente no tenían anclaje alguno, en lo que era un refinado truco óptico. Eran una copia fractal de la construcción y, como todo en Crystal Brain, seguían el principio de la autosemejanza. El componente más pequeño, el cristal de memoria, se asemejaba al más grande, la propia obra constructiva. Era un cristal dentro de un cristal dentro de otro cristal.

Era la memoria del mundo.

Lo que la gente tenía que decir acerca de ese mundo abarcaba un único libro o tantos que habría sido necesario un planeta adicional lleno de bibliotecas de Alejandría, y ni siquiera éste habría bastado para alojarlos a todos. La Biblia, el Corán o la Torá no conocían la evolución, ni el fieltro de las causalidades, ni el gato de Schrödinger, ni la relación de indeterminación, ni la desviación de los estándares; no conocían tampoco las ecuaciones no lineales ni los agujeros negros, los multiversos, el espacio extradimensional ni la inversión de la flecha del tiempo. Eran sólidos vehículos de fe sobre la senda de una sola dirección de la verdad absoluta, desmedidos en sus pretensiones pero autosatisfechos en su consumo masivo.

Más allá de ellos, el planeta reventaba a causa del exceso de información.

Sólo había que ver la historiografía: los millones y millones de intentos por ir pegando en su trayectoria partículas de tiempo altamente volátiles, cuyos impulsos y posiciones eran apenas determinables, lo mismo si se referían al color del pelo de Carlomagno o a la cuestión sobre si había vivido en realidad alguna vez. O ver las tantas variedades de la física, de la filosofía y de la futurología. Había que ver tan sólo todos los artículos escritos hasta la fecha, los ensayos, relatos, novelas, poemas y textos de canciones, toda la poesía de Bob Dylan, además de todos los elaborados surgidos a partir de ella. O el volumen de instrucciones de uso para el montaje de parrillas inoxidables, los datos meteorológicos desde los comienzos de los registros del clima, los discursos completos del Dalái Lama, la totalidad de menús chinos entre el cabo de Hornos y el Bósforo, los globos de diálogo en los cómics de
Tío Gilito
dedicados al incremento del capital, y los de rabia y desesperación salidas del pico de su desdichado sobrino, la existencia global de todos los prospectos de pomadas antihemorroidales y antidepresivos.

Definitivamente, teníamos un problema de espacio.

Y definitivamente, el libro no prometía la solución.

Sin embargo, también el CD-ROM, el DVD y los discos duros habían tropezado con ciertos límites de almacenamiento y no podían seguir el ritmo del incremento exponencial de la información. Vivían bajo la amenaza del olvido digital. Partiendo de la durabilidad de la piedra tallada, la cristiandad podía gozar de la esperanza de que los Diez Mandamientos aún existieran en alguna parte. Los libros duraban por lo menos doscientos años, siempre y cuando no se imprimieran con tinta exenta de hierro en papel de baja acidez, lo que triplicaba su tiempo de vida. La película de celuloide aguantaba hasta cuatrocientos años, los CD y los DVD, posiblemente, unos cien años, mientras que los disquetes tenían una vida de diez años. Con ello, el disco antiguo, por lo menos teóricamente, era superior a la memoria USB, que al cabo de tres años ya empezaba a dar muestras de desmemoria, sólo que, para entonces, ya había disqueteras. La idea de una memoria universal de utilidad duradera y que ahorrara espacio tenía tres enemigos en su camino: la insuficiente capacidad de memoria, el rápido deterioro y la vertiginosa transformación del
hardware.

La holografía había venido a solucionar todos esos problemas de golpe.

Allí, en ocho pisos, se repartían bases de datos de cristal y podios de láseres, unos espaciosos salones invitaban a hacer excursiones por la historia, en un El Dorado para cualquier extraterrestre que, un lejano día, tras apartar a un lado una exuberante vegetación, se tropezara con aquellos artefactos humanos. Vogelaar, mientras tanto, ciego con respecto al deslumbrante esplendor del entorno, se dirigió a uno de los ascensores y se hizo llevar hasta el segundo nivel del sótano, donde, por el pago de una cuota, se podía alquilar capacidad de almacenamiento para conservar datos privados. Hizo los trámites de autorización —escáner de ojos, huellas de la palma de la mano, en fin, lo habitual— y, a continuación, se lo dejó pasar a un atrio iluminado con una luz difusa.

—Número 17-44-27-15—dijo.

El sistema le preguntó si deseaba más capacidad láser. Vogelaar dijo que no y anunció su deseo de llevarse de inmediato todos sus datos.

—Pasillo 17, sección B-2 —dijo el sistema—. ¿Sabe cómo llegar o quiere que le describamos el camino?

—Sé cómo llegar.

—Por favor, retire el cristal dentro de los próximos cinco minutos.

Al final del atrio se abrió una esclusa de cristal. Detrás se alineaban los pasillos a ambos lados, las paredes eran lisas y no se veían sus contornos. A lo largo del suelo se extendían unas líneas con los números de los pasillos y de las secciones. Vogelaar enfiló el corredor indicado, se detuvo al cabo de unos pocos pasos y volvió la cabeza hacia la izquierda. Sólo cuando se miraban detenidamente se distinguía que aquellas líneas delgadísimas como cabellos segmentaban la pared reflectora en diminutos cuadrados.

—17-44-27-15 está listo —anunció el sistema.

Desde el espejo le llegó un tenue chasquido mecánico. Luego brotó hacia adelante un palillo delgado y cuadrado. Algo transparente del tamaño de medio terrón de azúcar reposaba en él. Era uno de los millones de cristales que conformaban en su conjunto el Crystal Brain, soportes de almacenaje óptico altamente eficaces, con procesamiento y cifrado de datos integrado, que funcionaban perfectamente sin partes y eran casi indestructibles. Los cristales de memoria poseían capacidades de almacenamiento de hasta cinco terabytes con intervalos de varios gigabytes por segundo. La velocidad de acceso era muy inferior a un milisegundo. El almacenaje se hacía por medio del láser, que guardaba el patrón de datos electrónicos en el cristal en forma de páginas. Una sola de esas páginas grabadas por láser ofrecía espacio para millones de bits, y miles de páginas cabían en un solo cristal. El dossier de Vogelaar sólo ocupaba una ínfima fracción de todo ello.

—Por favor, saque su cristal.

Vogelaar contempló la minúscula estructura y se sintió desfallecer. De repente se vio presa de una profunda desesperación. Se dejó caer a lo largo de la pared que tenía a sus espaldas, incapaz de coger aquel cubito de cristal.

¿Cómo podía fracasar todo de un modo tan espantoso?

Todo había sido en vano.

No, eso no era cierto. Aún había una oportunidad.

Vogelaar sopesó hasta qué punto podía confiar en Xin. En efecto, por increíble que sonara, a aquel asesino a sueldo podía mostrársele cierto grado de confianza, por lo menos dentro de las coordenadas de locura y autocontrol que él mismo establecía. A Vogelaar no le cabía ninguna duda de que la relación maníaca de Xin con los números y con la simetría, su constante búsqueda de ciertos oasis del orden, su peculiar código de comportamiento servían, a fin de cuentas, para mantener en jaque a su demencia. Una locura de la que Xin era plenamente consciente. En un principio parecía una persona elocuente, sociable y culta. Pero Vogelaar sospechaba lo difícil que a Xin le resultaba sostener una conversación normal, y sabía, además, con cuánto empeño lo intentaba. Puede que un último resto de humanidad hubiera sobrevivido en él, una añoranza inconfesada de no ser quien era. Algo que le impidiera derribar a tiros a aquellos que se interpusieran en su camino, de incendiar el mundo, de ser el rayo que lo destruía todo. En caso de que le entregara el cristal a Xin, tendría que cerrar un negocio con él, acerca de Nelé y de su propia supervivencia, aunque tal vez sólo pudiera obtener la supervivencia de su mujer. De un modo u otro, quedaba la pregunta sobre si debía entregarlo o no todo al asesino, ese dossier, por ejemplo...

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