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Authors: Schätzing Frank

Límite (12 page)

BOOK: Límite
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Los ojos se le salieron de las órbitas y sintió náuseas.

Ese breve instante de imprudencia le costó perder el control. Sonaron unos pasos que arañaban el suelo, una ráfaga de aire rozó su nuca, y entonces alguien saltó sobre él, lo arrastró hacia atrás y le pegó mientras gritaba palabras incomprensibles.

¡Era una mujer!

Jericho tensó los músculos y golpeó con el codo varias veces hacia atrás. La agresora soltó un alarido. Al volverse, pudo reconocerla: era la esposa de Ma, o cualquiera que fuese el papel que desempeñara en esa pesadilla. El detective la agarró, la pegó con fuerza a una de las columnas y le puso el cañón de la Glock en la sien. ¿Cómo había llegado hasta allí? Él la había visto marcharse, pero no aparecer de nuevo. ¿Había otro acceso al sótano? ¿Se le habría escapado Ma finalmente?

¡No! ¡La culpa era suya! Había tardado algo en el camino del coche a la fábrica. Había perdido la oportunidad de tener a la vista su ordenador. En algún momento ella debía de haber regresado para...

¡Un dolor!

El tacón del zapato de la mujer se había clavado en su pie. Jericho tomó impulso y le pegó con el dorso de la mano en el rostro. La mujer se retorció frenéticamente bajo la presión de su mano. Él la agarró por el cuello y la apretó aún más contra la columna. Ella intentó pegarle con el pie, pero luego, sorprendentemente, desistió de ofrecer resistencia y lo miró llena de odio.

En sus ojos, Jericho vio lo que la mujer veía.

Ante esa señal de alarma, la soltó, se volvió rápidamente y vio a Ma volando por los aires en una actitud grotesca, lanzándose directamente hacia donde estaban ellos, con el brazo extendido y blandiendo un enorme cuchillo. No tenía tiempo de dispararle y huir, no tenía tiempo para nada salvo...

Jericho se agachó.

El cuchillo descendió, cortó silbando el aire y se clavó en la garganta de la mujer, de la que brotó un torrente de sangre. Ma se tambaleó, había perdido el equilibrio a causa del propio salto, miró a la mujer que se desplomaba a través de las gafas salpicadas de sangre y agitó los brazos. Jericho le golpeó la muñeca con la Glock, y el cuchillo tintineó al caer al suelo. El detective lo apartó de una patada, le pegó a Ma un golpe en el estómago y otro en los hombros, hasta que el pederasta se dobló hacia adelante. El hombre gimió y cayó sobre sus cuatro extremidades. Las gafas se le resbalaron de la nariz. Casi a ciegas, empezó a tantear a su alrededor, se incorporó alzando las dos manos, con las palmas hacia el frente.

—Estoy desarmado —balbuceó—. Estoy indefenso.

—Yo sí veo aquí a algunos seres indefensos —dijo Jericho, jadeante, con la Glock apuntando al hombre que tenía enfrente—. ¿Y qué? ¿Les ha servido eso de algo?

—Tengo mis derechos.

—Y esos niños también los tienen.

—Eso es otra cosa. Usted no puede entenderlo.

—¡No quiero entenderlo!

—No puede hacerme nada —dijo Ma, negando con un gesto—. Estoy enfermo, soy un hombre enfermo. No puede dispararle a un enfermo.

Por un momento, Jericho se sintió tan atónito que no fue capaz de responder. A continuación, mantuvo a Ma en jaque con el arma y vio cómo los labios del hombre se contraían.

—Usted no va a disparar —dijo Ma con cierto aire de seguridad en sí mismo.

Jericho guardó silencio.

—¿Y sabe por qué no? —Los labios de Ma se torcieron formando una sonrisa burlona—. Porque lo siente. Usted también siente esa fascinación. La belleza. Si usted pudiera sentir lo que yo siento, no me amenazaría con el arma.

—Vosotros matáis niños —soltó Jericho con voz ronca.

—La sociedad que usted representa es tan hipócrita... Usted es un hipócrita. Es lamentable. Un pobre policía, inmerso en su mundo miserable y pequeño. ¿Es que no se da cuenta de que envidia a la gente como yo? Nosotros hemos alcanzado un grado de libertad con el que ustedes sólo pueden soñar.

—Eres un cerdo.

—¡Nosotros estamos mucho más allá!

Jericho levantó el arma. Ma reaccionó de inmediato. Asustado, alzó los dos brazos y negó otra vez con la cabeza.

—No, no puede hacer eso. Estoy enfermo, muy enfermo.

—Sí, pero no deberías haber intentado escapar.

—¿Cuándo he intentado escapar?

—Justo ahora.

Ma parpadeó.

—Pero si no estoy intentando huir.

—Sí, estás intentando escapar, Ma. Intentas largarte. Justo en este momento. Por eso me veo obligado a...

—¡No, no! No puede...

Jericho disparó a la rodilla izquierda. Ma soltó un grito, cayó hacia adelante y empezó a retorcerse en el suelo y a chillar como un cerdo en el matadero. Jericho bajó la pistola y se agachó, exhausto, junto al chino. Se sentía fatal, una piltrafa. Estaba agotadísimo y, al mismo tiempo, tenía la impresión de que no podría dormir jamás.

—¡Usted no puede hacer eso! —lloriqueaba Ma.

—No deberías haber intentado huir —murmuró Jericho—. Hijo de puta.

La policía tardó veinte minutos en llegar a la fábrica y, a continuación, trató al detective como si éste estuviera en el mismo bando que el pederasta. Jericho estaba demasiado cansado como para acalorarse por eso, de modo que sólo les hizo saber a los agentes que harían bien, en aras de poder seguir ejerciendo sus profesiones, en llamar a un determinado número de teléfono. El comisario a cargo puso cara malhumorada, fue a hacer la llamada y regresó convertido en otra persona. Le entregó el teléfono a Jericho casi con un respeto infantil.

—Es un honor poder hablar con usted, señor Jericho. —Era Patrice Ho desde Shanghai, el policía de alto rango que era su amigo.

En reciprocidad por la información de que gracias a la redada en Lanzhou se había descubierto a un grupo de pedófilos sin que se pudiera demostrar un vínculo con el «paraíso de los pequeños emperadores», Jericho le alegró a Ho el fin de la jornada con la noticia de haber encontrado el «paraíso» y de haberle entregado a la serpiente en bandeja de plata.

—¿Qué serpiente? —preguntó su amigo, estupefacto.

—Olvídalo —dijo Jericho—. Tonterías de cristianos. ¿Te ocuparás de que no tenga que echar raíces aquí?

—Te debo una.

—A la mierda. Sencillamente, sácame de aquí.

Nada deseaba más Jericho que abandonar aquella fábrica y la ciudad de Shenzhen tan rápidamente como fuera posible. De pronto gozaba de esa deferencia que se les tributa únicamente a los héroes de una nación o a los criminales muy populares, pero de todos modos sólo lo dejaron marchar hacia las ocho. Entregó el coche alquilado en el aeropuerto, tomó el siguiente avión con rumbo a Shanghai, un Mach 1 de una sola ala, y revisó en el aire sus mensajes.

Tu Tian había intentado localizarlo.

Jericho le devolvió la llamada.

—Ah, no era por nada especial —dijo Tu—. Sólo quería contarte que tu operación de vigilancia tuvo éxito. La competencia desleal ha admitido el robo de datos. Tuvimos una conversación.

—Estupendo —repuso Jericho sin demasiado entusiasmo—. ¿Y qué ha salido de esa conversación?

—Han prometido dejarlo.

—¿Sólo eso?

—Eso ya es muchísimo. Yo, por mi parte, tuve que prometerles que también lo dejaría.

—¿Cómo? —Jericho creyó haber oído mal. Tu Tian, cuya empresa había sido atacada por unos troyanos, no había tenido freno en su indignación. No había escatimado gastos para capturar a aquella «panda de miserables cucarachas que osaban codiciar sus secretos empresariales», como él mismo los llamaba—. ¿Tú también te los...?

—No sabía quiénes eran.

—¿Y qué diferencia hay, si no te importa decírmelo?

—Tienes razón, ninguna. —Tu rió dando muestras de un estado de ánimo formidable—. ¿Vendrás pasado mañana al campo de golf? Te invito.

—Muy amable de tu parte, Tian, pero... —Jericho se pasó la mano por los ojos—. ¿Puedo decidirlo más tarde?

—¿Qué pasa? ¿Estás de mal humor?

Los chinos de Shanghai eran distintos. Más directos, más francos. Casi como los italianos, y Tu Tian era posiblemente el más italiano de todos los chinos de Shanghai. Podría haber cantado el
Nessun Dorma.

—Para serte sincero —suspiró Jericho—, estoy hecho polvo.

—Por la voz, lo pareces —constató Tu—. Pareces un trapo sucio y mojado. El hombre-trapo. Parece que hubiera que colgarte para que te seques. ¿Qué pasa?

Y puesto que el gordo Tu, a pesar de todo su egocentrismo, era una de las pocas personas a las que Jericho le permitía el acceso a su mundo interior, se lo contó todo.

—Ay, chaval, chaval... —se asombró Tu tras unos segundos de respetuoso silencio—. ¿Y cómo has hecho eso?

—Acabo de contártelo.

—No, me refiero a cómo hallaste su rastro. ¿Cómo supiste que era realmente él?

—No lo sabía, pero todo hablaba en favor de esa tesis. Ma es un tipo vanidoso, ya lo sabes. La página web era algo más que un catálogo de horrores en preproducción, donde hay hombres que caen sobre niñas que son aún lactantes y mujeres que se dejan satisfacer por niños pequeños, antes de abalanzarse sobre ellos con el machete. Había las habituales películas y series de fotos, pero también podías ponerte unas gafas holográficas y estar allí en tercera dimensión. Muchas de las cosas sucedían en vivo, algo que a esos tipos les produce un morbo muy particular.

—Asqueroso.

—Pero sobre todo había un foro de chat, de ligue, donde la gente alardeaba. Había incluso una sección de Second Life en la que podías adjudicarte una identidad virtual. Ma apareció por allí como un espíritu acuático. Pero la mayoría de los pederastas no están familiarizados con ese tipo de cosas; más bien son gente convencional. Además, no les gusta demasiado ponerse a parlotear por un micrófono, a pesar del distorsionador de voz. Prefieren escribir su mierda según la antigua costumbre, en un teclado, y Ma, por supuesto, lo hizo aplicadamente y se dio el tono adecuado. Y fue así como se le ocurrió poner allí sus propias contribuciones.

—¡Debes de tener el estómago revuelto!

—Tengo un interruptor en el cerebro y otro en el estómago. La mayoría de las veces consigo por lo menos desconectar alguno de los dos.

—¿Y cómo te fue en el sótano?

—Tian... —dijo Jericho suspirando—. Si lo hubiera conseguido, no te habría contado toda esa mierda.

—Está bien, continúa.

—Pues, mira, todos los visitantes imaginables de esa página están conectados, y Ma, ese cerdo vanidoso, también lo está. Se camufla como un visitante común y corriente, pero te das cuenta de que, simplemente, sabe demasiado, y desarrolla una enorme necesidad de comunicación, de modo que en un principio sospeché que ese tipo era por lo menos uno de los iniciadores, y al cabo de un rato ya estaba convencido de que lo era. Antes sometí sus contribuciones a un análisis semántico, particularidades de la expresión, frases hechas preferidas, gramática, y el ordenador delimitó el campo; pero luego quedaron otros cien pederastas de Internet fichados que también podrían serlo. Por eso hice que analizaran al tipo mientras estaba conectado a la red y escribía, y el ritmo del tecleo lo delató. Entonces sólo quedaron cuatro.

—Y uno de ellos era Ma.

—Así es.

—Te convenciste de que era él.

—Al contrario que la policía. Ellos, por supuesto, estaban convencidos de que Ma era el único de los cuatro que no era.

—Por eso actuaste por tu cuenta. Hum... —Tu hizo una pausa—. Todos los honores para tu actuación, pero ¿acaso tú mismo no me dijiste hace poco que lo agradable del
i-profiling
era que uno sólo tenía que pelear con virus informáticos?

—No tengo ganas de pelear con nadie más —dijo Jericho en tono cansado—. No quiero volver a ver gente muerta, mutilada y vejada, no quiero tener que disparar contra nadie más, y tampoco quiero que nadie me dispare. Es suficiente, Tian.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. Ésta ha sido la última vez.

Ya en su casa —que al parecer ya no lo era, a juzgar por el montón de cajas de mudanza que había ido rellenando en el transcurso de varias semanas y que nivelaban su vida conservada en utensilios como si ésta hubiera salido de un almacén y tuviera que ser devuelta a sus envoltorios originales—, a Jericho lo sobrecogió de pronto el miedo de haber tensado demasiado la cuerda.

Eran poco más de las diez cuando el taxi lo dejó delante de aquel edificio en Pudong que habría de ser abandonado en muy pocos días para ir a ocupar su vivienda ideal; pero cuando cerró los ojos, vio a aquel bebé mancillado en el sótano, el ejército de corruptores que se habían cebado con él para descomponer su carne; veía el cuchillo de Ma caer sobre él, y sentía de nuevo ese instante de miedo a la muerte, un drama cinematográfico que a partir de entonces era presentado sin pausa, de modo que su nuevo hogar amenazaba con convertirse en el piso de sus pesadillas. Únicamente la experiencia le decía que los pensamientos, por su naturaleza, eran nubes pasajeras, y que en algún momento todas las imágenes palidecían, sólo que hasta entonces aquello podía convertirse en un prolongado y torturante sufrimiento.

¡Si al menos no hubiera aceptado aquel encargo!

«¡Falso!», se increpó a sí mismo. En ese subjuntivo, en la ampliación de otras líneas de comportamiento que no constituían alternativa alguna, ya que todas ellas sólo tenían un único camino, acechaba una verdadera desesperación. Aunque ni siquiera era posible decir si ese camino estaba siendo recorrido o ya se habría recorrido alguna vez, si uno lo decidía o era algo que se decidía por sí solo, lo que planteaba de nuevo la pregunta sobre el quién. ¡Santo cielo! ¿Era uno el medio de ciertos acontecimientos ya predeterminados? ¿Había tenido elección al aceptar el encargo? Obviamente podría haberlo rechazado, pero no lo había hecho. ¿Acaso con ello no quedaba obsoleta cualquier noción de elección? ¿No había tenido él elección al seguir a Joanna hasta Shanghai? Cualquier camino que uno siguiera se aceptaba, de modo que no había elección.

Banal conclusión que sólo llevaba a una verdad amarga. Tal vez debería escribir un libro de autoayuda. Las librerías de los aeropuertos estaban llenas de ese tipo de libros, y él había llegado a ver algunos incluso que alertaban contra los propios libros de autoayuda.

¿Cómo se podía estar tan despierto y a la vez tan cansado?

¿No quedaba nada por empaquetar?

Jericho encendió el monitor acoplado a la pared y encontró un documental de la BBC —al contrario que la mayoría de la población, él podía recibir la mayoría de los canales extranjeros sin problemas, tanto los legales como los ilegales—, y fue a buscar una caja. En un principio apenas se enteró de qué se trataba, luego empezó a interesarle el tema. Era justamente lo adecuado. Agradablemente distante de todo aquello de lo que había tenido que ocuparse en esos últimos días.

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