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Authors: Schätzing Frank

Límite (7 page)

BOOK: Límite
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—¿Conoces al tipo? —preguntó él.

—No —dijo Heidrun, cruzando los brazos sobre el borde de la piscina—. Deben de acabar de llegar. Tal vez sea ese inversionista canadiense. Su apellido empieza por H, Henna o Hanson. A la pelirroja creo haberla visto alguna vez, pero no recuerdo dónde.

—¿Ella? —O'Keefe se apartó el pelo chorreante de la frente—. Se llama Miranda Winter.

—¡Ah, sí! ¡Cierto! ¿No estuvo una vez bajo sospecha de asesinato?

—Sí, durante un tiempo —respondió O'Keefe, encogiéndose de hombros—. Puede llegar a ser muy graciosa, sobre todo después de que uno sabe que suele ponerles nombres a sus pechos y que dilapida sin orden ni concierto una herencia de trece mil millones de dólares. No tengo ni idea sobre si había o no verdad alguna en esas inculpaciones. Se escribió mucho sobre ello, pero al final salió libre.

—¿Dónde se encuentra uno con tales personajes? ¿En fiestas?

—Yo no voy a fiestas.

Heidrun se sumergió un poco más en el agua y se colocó de espaldas. Su pelo se desplegó formando una flor marchita. O'Keefe no pudo por menos que pensar en esas historias de sirenas, criaturas seductoras que surgían de las profundidades y arrastraban a los marinos bajo el agua para robarles el aliento con un beso.

—Es cierto. Detestas ser el centro de atención, ¿no es así?

Finn reflexionó al respecto.

—En realidad, no.

—Precisamente. Lo único que te saca de quicio es que no haya por lo menos una pantalla de por medio entre tu persona y aquellos que ven tus películas, alguna clase de barrera. Disfrutas del culto que se despliega a tu alrededor, pero lo que disfrutas aún más es hacerle creer a la gente que todo eso te da igual.

Él la miró desconcertado.

—¿Es ésa tu impresión?

—Cuando la revista
People
te calificó como el «hombre vivo más sexy del mundo», te encajaste una gorra de visera sobre la frente y afirmaste que no sabías por qué las mujeres se echaban a llorar cuando te veían.

—Es algo que no entiendo —dijo Finn O'Keefe—. Sinceramente no lo entiendo.

Heidrun rió.

—La verdad es que yo tampoco.

La mujer se hundió en el agua. A medida que se alejaba, su silueta fue descomponiéndose en varios vectores cubistas. Por un momento, O'Keefe se preguntó si le gustaba su respuesta. Entonces el tableteo de unas aspas llegó hasta donde él estaba. Miró al cielo y se vio frente a una única nube blanca.

Una pequeña y solitaria nube. El pequeño y solitario Finn.

«Tú y yo nos entendemos», pensó el actor, divertido.

El morro del helicóptero se deslizó dentro de su campo visual, pasó por encima de la piscina y continuó su descenso.

—Ya hay alguna gente en el agua —corroboró Karla Kramp. Lo dijo con frialdad analítica, como quien se refiere a la aparición de microbios en condiciones de humedad y calor. No sonó, por lo menos, como si tuviera intenciones de unirse a los que ya nadaban en la piscina.

Eva Borelius miró a través de la ventanilla del helicóptero y vio a una mujer de piel muy clara deslizándose a través de un fondo de color azul turquesa.

—Tal vez deberías aprender a nadar de una vez.

—Ya aprendí a cabalgar por ti —contestó Kramp sin mostrar expresión alguna.

—Lo sé —dijo Borelius, que se echó hacia atrás en el asiento y estiró sus huesudos miembros—. Pero uno nunca acaba de aprender, tesoro.

Frente a ella dormitaba Bernard Tautou; tenía la cabeza echada hacia atrás y la boca entreabierta. Tras haber dedicado la primera media hora de vuelo a hablar sobre su agotadora rutina diaria, que parecía tener lugar entre apartados pozos del desierto y veladas íntimas en su palacio de los Elíseos, se quedó rendido, y ahora podían verse sus cavidades nasales. Era un hombre bajito y delgado, de pelo ondulado y sin duda teñido, un cabello que ya mostraba algunas entradas en las sienes. Bajo los pesados párpados, su mirada tenía algo de apática, lo que confería a sus rasgos un aire melancólico. Esa impresión se borraba en cuanto reía y sus cejas se alzaban de un modo clownesco. Y la verdad es que Tautou reía mucho. Hacía cumplidos y se mostraba interesado, pero sólo con la intención de aprovechar cada expresión de su interlocutor como trampolín para la autorreflexión. Una de cada dos frases de las que dirigía a su mujer terminaba con un exhortativo
«N'est-ce pas?»,
«¿No es cierto?», con lo que la función de Paulette se agotaba en la confirmación de lo dicho. Sólo después de que él se hubo dormido, la dama se mostró más animada, habló de la amistad de ambos con el presidente francés y de lo importante que era garantizar a la humanidad el acceso al recurso más valioso y escaso. Paulette Tautou contó también que su marido, en su condición de jefe del consorcio del agua francés Suez Environnement, había conseguido urdir la toma de poder de Thames Water, con la que la nueva empresa surgida había asumido el liderazgo de los suministros de agua a nivel global, salvando al mundo por completo, o casi; casi de la misma manera en que su marido había salvado al mundo. En su descripción, el valiente Bernard sólo se dedicaba a colocar tuberías que llegasen hasta los barrios de la gente pobre y necesitada, un santo patrono en permanente lucha contra la sed.

—¿No es el agua un recurso natural gratuito? —había preguntado Kramp.

—Por supuesto.

—¿Y se lo puede privatizar así como así?

La mirada de Paulette permaneció insondable. Con sus párpados escurridizos y su pelo peinado hacia un lado, recordaba lejanamente a la joven Charlotte Rampling, pero sin llegar a tener su clase. Acababa de escuchar la misma pregunta que se le formulaba al ramo del agua con bastante regularidad desde hacía décadas.

—Pues, verá usted, ese debate ya ha pasado de moda, gracias a Dios. Sin privatización no habrían surgido las redes de suministros ni las plantas de tratamiento. ¿De qué le sirve el acceso libre a un recurso que está más allá de sus posibilidades de acceso?

Kramp había asentido en un gesto reflexivo.

—¿Se podría, en realidad, privatizar el aire que respiramos?

—¿Cómo? Por supuesto que no.

—Sólo intento entender. Suez construye instalaciones de abastecimiento, por ejemplo, en...

—Namibia.

—En Namibia, exactamente. Y esos proyectos constructivos, ¿se financian con subvenciones de la ayuda para el desarrollo?

—Sí, claro.

—¿Y luego esas instalaciones funcionan orientadas a obtener ganancias?

—Han de hacerlo así, claro.

—¿Quiere eso decir que Suez obtiene ganancias privadas que han sido subvencionadas con capitales destinados a la ayuda para el desarrollo?

Llegados a este punto, Paulette Tautou había puesto una mirada algo ofendida y Borelius había dicho en voz baja: «Basta, Karla.» No tenía ningunas ganas, desde el propio comienzo del viaje, de entrar a analizar esas calamidades que salían a relucir casi siempre, cada vez que Karla Kramp blandía el bisturí de su curiosidad. A partir de ese momento intercambiaron algunos comentarios poco relevantes y admiraron la plataforma que se veía sobre el mar. O, para decirlo más exactamente, sus ojos y los de Karla se quedaron prendados, como en un hechizo, de aquella infinita línea que se elevaba en el cielo, mientras que Paulette le echó una ojeada más bien recelosa y no hizo ningún ademán de despertar a su marido.

—¿No va a despertarlo? —le preguntó Borelius—. Seguro que a él le gustaría ver esto.

—Oh, no. Me alegro de que duerma. No sabe usted cuánto trabaja.

—Pronto habremos llegado, y para entonces tendrá que despertarlo de todos modos.

—Necesita cada segundo de sueño. ¿Sabe una cosa? Sólo lo despertaría por algo
realmente importante.

«Algo realmente importante —pensó Borelius—. Bueno, bueno.»

Ahora que el helicóptero descendía hacia la plataforma de aterrizaje, Paulette se dignó decir varias veces y en voz baja un «Bernard», hasta que el hombre abrió los ojos confundido y parpadeó.

—¿Hemos llegado?

—Estamos aterrizando.

—¿Qué? —dijo, incorporándose—. ¿Y dónde está la plataforma? Pensé que la veríamos.

—Estabas dormido.

—¡Oh!
Merde!
¿Y por qué no me despertaste,
chérie?
¡Me habría gustado mucho ver esa plataforma!

Borelius se reservó cualquier comentario. Poco antes de tocar tierra, echó un vistazo rápido a un imponente yate blanco que navegaba a lo lejos en altamar. Entonces, los patines de aterrizaje del helicóptero tocaron el suelo y la puerta lateral se abrió de golpe.

En el yate, Rebecca Hsu abandonó su despacho, atravesó el enorme salón revestido de mármol y salió a la cubierta mientras hablaba por teléfono con su central en Taipei.

—Es absolutamente irrelevante lo que quiera el jefe de distribución francés —dijo, malhumorada—. Estamos hablando de una fragancia para chicas de doce años. Es
a ellas
a las que tiene que gustarles, no
a él.
Si empieza a gustarle
a él,
es porque hemos cometido algún error.

En el otro extremo de la línea alguien argumentaba de un modo vehemente. Hsu caminó con pasos rápidos hasta la popa, donde ya la esperaban el primer oficial, el capitán y la lancha rápida.

—Para mí está claro que ellos quieren realizar su propia campaña —dijo ella—. No soy estúpida. Siempre quieren tener algo propio. Esos europeos son terriblemente complicados. Hemos sacado esa fragancia al mercado en Alemania, Italia y España, sin tener que hacer nada especial, y en cada caso tuvimos éxito. No veo, por tanto, por qué precisamente en Francia... ¿Cómo?... ¿Qué fue lo que dijo?

Le repitieron la información.

—¡Eso es una chorrada! ¡Adoro Francia! —gritó ella, indignada—. ¡Adoro incluso a los franceses! Sólo que estoy harta de esa rebelión constante. Tendrán que vivir con el hecho de que yo haya comprado su adorado consorcio de lujo. Los dejo en paz en lo que atañe a Dior, etcétera, etcétera, pero espero una cooperación incondicional en lo que respecta a nuestras propias creaciones.

Con expresión crispada, Hsu miró hacia la Isla de las Estrellas, que se elevaba en medio del Pacífico como un monstruo marino con joroba. Ninguna brisa movía el aire. El mar se extendía de un horizonte al otro como una lámina oscura. Hsu puso fin a la conversación y se dirigió a los dos hombres vestidos con librea.

—¿Y bien? ¿Ha preguntado usted otra vez?

—Lo siento muchísimo, madame —dijo el capitán haciendo un gesto de negación—. No tenemos autorización.

—Me parece muy raro todo esto.

—En la Isla de las Estrellas y en la plataforma no pueden atracar barcos privados. Y lo mismo es válido para su espacio aéreo. Esta área, en su totalidad, es una zona de alta seguridad. Si no fuera usted, tendríamos incluso que esperar por su helicóptero. Han estado de acuerdo, excepcionalmente, en que la llevemos a tierra con nuestra lancha rápida.

Hsu soltó un suspiro. Estaba acostumbrada a que las normas no se dictaban para ella. Por otro lado, la perspectiva de un trayecto en la lancha rápida le deparaba el suficiente placer como para no seguir insistiendo.

—¿Está el equipaje a bordo?

—Obviamente, madame. Espero que tenga usted unas agradables vacaciones.

—Gracias. ¿Qué tal estoy?

—Perfecta, como siempre.

«Ya me gustaría», pensó Rebecca. Desde que había superado la barrera de los cincuenta, Hsu libraba una batalla desesperada. Esa batalla tenía lugar sobre diversos aparatos de gimnasia, en piscinas con sistemas de nado contracorriente, en parcelas privadas para hacer
jogging
y en su yate de ciento cuarenta metros de eslora, que se había hecho construir para poder dar la vuelta corriendo en él sin ningún obstáculo. Desde su partida de Taiwán, Hsu corría todos los días sobre esa pista. Con férrea disciplina había conseguido controlar su gula, pero ya resultaba imposible atajar la expansión de su cuerpo. Por lo menos el vestido resaltaba el resto de la cintura que aún conservaba, y era apropiadamente extravagante. El nido de pájaro que había hecho célebre su peinado en los círculos de la moda tenía su característico desorden, y en cuanto al maquillaje no había nadie que pudiera superarla.

Cuando la lancha atracó, Hsu ya estaba hablando otra vez por teléfono.

—Rebecca Hsu se aproxima —dijo Norrington por la radio.

Lynn salió de la cocina del hotel Stellar Island, examinó los canapés de un vistazo, instruyó a su pequeño séquito de colaboradores y salió a la luz del sol.

—¿Ha traído a sus guardaespaldas? —quiso saber Lynn.

—No. A cambio, ha querido cerciorarse varias veces de si planeábamos en serio negarle el permiso para atracar.

—¿Cómo? ¿Acaso pretende aparcar su maldito yate delante de la casa?

—Tranquilícese. Nos hemos mostrado firmes. Viene con su lancha rápida.

—Eso está bien. ¿Cuándo llegará?

—Dentro de unos diez minutos. Eso, si no se cae por la borda durante el trayecto. —La idea parecía poner de buen humor a Norrington—. No cabe duda de que hay por aquí un par de tiburones bien gordos, ¿no? La última vez que vi a esa señora, la favorita de todos, estaba muy bien para un banquete.

—Si devoran a Rebecca Hsu, entonces será usted el postre.

—Usted, tan graciosa y relajada como siempre —suspiró Norrington, poniendo así fin a la conversación.

Con paso ligero, Lynn siguió el sendero de la costa mientras su mente se escindía y empezaba a ver los fantasmas de una docena de Lynns incorpóreas y preocupadas recorriendo las instalaciones del hotel. ¿Habría pasado algo por alto? Cada una de las suites necesarias brillaba por su impecabilidad. Hasta en la decoración de las habitaciones se habían tenido en cuenta las preferencias personales de los huéspedes: lirios, litchis de montaña y frutas de la pasión para Rebecca Hsu; el champán favorito de Momoka Omura; una edición de lujo sobre la historia del deporte de carreras sobre la almohada de Warren Locatelli; reproducciones de arte asiático y ruso en las paredes de los Ögi; viejos juguetes de latón para Marc Edwards; la biografía de Muhammad Ali, con fotos nunca antes publicadas, a fin de animar el espíritu del bueno de Chucky; esencias de baño aromatizadas con chocolate para Miranda Winter. También en el menú se reflejaban las preferencias y las aversiones de los huéspedes. Los fantasmas preocupados de Lynn suspiraron en las saunas y los jacuzzis del paisaje de gimnasio, se deslizaron por el campo de golf, se perdieron en el Stellar Island Dome, el centro multimedia subterráneo, y en ninguna parte encontraron nada que objetar.

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