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Authors: Schätzing Frank

Límite (10 page)

BOOK: Límite
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Para ellos, en todo caso, era el infierno.

Owen Jericho vaciló. Sabía que a partir de allí ya no podría continuar siguiendo a Animal Ma. Dando elípticos bandazos con el trasero y las caderas, vio cruzar la plaza al hombre cuyos ojos aparecían aumentados en una expresión de perpetua perplejidad, debido a los gruesos cristales de unas gafas bastante anticuadas. Su manera de andar, parecida a la de un pato, se debía a un padecimiento de la cadera que causaba la errónea impresión de que se trataba de una presa fácil. Pero Ma Liping, que era su nombre verdadero, no llevaba su apodo por gusto. Se lo consideraba un tipo agresivo y peligroso. En realidad, alardeaba del hecho de haber sido bautizado con el nombre de «Animal», un acto de extravagante pavoneo, ya que al mismo tiempo fingía que le daba vergüenza su alias. Ma, además, era muy astuto. Tenía que serlo, de lo contrario no podría haber adormecido a las autoridades durante tantos años con el cuento de que había abjurado de la pederastia. Como prueba viviente de un logrado experimento de reincorporación a la sociedad, trabajaba para la policía en la lucha contra la pornografía infantil, que se expandía por China como una epidemia, proporcionaba pistas útiles para la detención de pejes menores y aparentemente lo hacía todo para escapar a la proscripción social.

«Cinco años de cárcel por pederastia —solía decir— son como quinientos años en una cámara de torturas.»

Aquel lugar marcado por las construcciones funcionales y ubicado en la periferia del tejido urbano de Shenzhen —una ciudad del sur de China que se expandía a un ritmo de enfermedad infecciosa— le había facilitado a Ma, oriundo de Pekín, un nuevo comienzo. Allí nadie lo conocía, ni siquiera las autoridades locales contaban con un expediente suyo. En la capital sabían cuál era su nuevo domicilio, pero el vínculo se había aflojado bastante, ya que la escena de los pederastas estaba en constante reestructuración, y Ma podía aducir, con argumentos creíbles, haber perdido el contacto con los círculos más íntimos. Ya nadie le prestaba atención, había otras cosas que hacer. Los nuevos abismos facilitaban la mirada hacia ciertos universos de depravación humana ante los que uno no tenía más remedio que vomitar.

Universos como el del «paraíso de los pequeños emperadores», por ejemplo.

Chapoteando en el pantano de aquella exigencia excesiva de proteger, controlar y hacer la vida imposible simultáneamente a mil cuatrocientos millones de individuos, con toda su carga de conflicto social, las autoridades chinas contrataban cada vez en mayor número a investigadores privados para que las apoyaran. Debido a la progresiva digitalización, se servían para ello de los detectives cibernéticos, especialistas en todo tipo de delitos y tendencias sospechosas en la red, y Owen Jericho gozaba de la fama de tener dotes extraordinarias en ese sentido. Su curriculum era impecable en lo que atañía al esclarecimiento de cuestiones como el espionaje en la red,
el phishing,
el ciberterrorismo, etcétera. Se infiltraba en comunidades ilegales, en blogs, en foros de chat y mundos virtuales, seguía el rastro de personas desaparecidas a partir de las huellas que habían ido dejando en el universo digital y asesoraba a algunas empresas en la protección ante ataques electrónicos, troyanos, o ante los llamados «encubridores», los
rootkits.
En Inglaterra se había ocupado en algunas ocasiones de casos de pornografía, así que cuando un equipo de investigadores escandalizados descubrió el infierno de los «pequeños emperadores», acudieron a Jericho y le solicitaron su apoyo a petición de Patrice Ho, un funcionario de alto rango de la policía de Shanghai al que lo unía una buena amistad con Jericho. Como resultado de esa solicitud, ahora estaba allí, siguiendo a Animal Ma en su camino hasta la vieja y abandonada fábrica de bicicletas.

Owen Jericho se moría de frío a pesar del calor. Aceptar ese encargo había conllevado hacer una visita al «paraíso de los pequeños emperadores». Una experiencia que dejaría huella para siempre en su corteza cerebral, aunque desde el principio siempre había tenido claro dónde se estaba metiendo. «Pequeños emperadores», así llamaban los chinos a sus niños, en una muestra de insensatez que parecía más bien italiana. Sin embargo, había sido imprescindible viajar al «paraíso», conectarse y ponerse las gafas holográficas para comprender a quién estaba buscando.

Animal Ma cruzó el portón de entrada de la fábrica.

Después de que las autoridades urbanísticas de la ciudad, tan amigas normalmente del saneamiento, no mostraron ninguna inclinación por derribar aquel conjunto de mohosas construcciones de ladrillo, se habían instalado en él algunos artistas y profesionales libres, entre ellos una parejita de gays que se dedicaban a reparar aparatos eléctricos antiguos, una banda de rock etno-metal que competía en hacer el mayor ruido posible con una
mando-prog-band
y que estremecía todas las noches hasta los cimientos un abandonado gimnasio; allí también se había instalado Ma Liping con su tienda de compraventa de toda clase de artículos, desde imitaciones baratas de jarrones Ming hasta aves canoras llenas de moquillo en portátiles jaulas de bambú. En cualquier caso, su clientela, si es que la tenía, parecía haberse marchado toda de viaje. El investigador de Shenzhen con el que Jericho colaboraba había iniciado el seguimiento de Ma el día 20 de mayo, y no había perdido de vista al hombre durante dos días consecutivos, lo había seguido desde su vivienda hasta la vieja fábrica, había sacado fotos y vigilado cada uno de sus calamitosos pasos y hecho, al final, un balance de su clientela. Según ese balance, en todo ese tiempo sólo cuatro personas se habían perdido dentro de la tienda de compraventa, una de las cuales era la mujer de Ma, una china del sur de aspecto ordinario y de una edad difícil de determinar. El escaso trasiego del local comercial llamaba tanto más la atención cuanto que ambos vivían en una enorme casa, bastante bien cuidada y amplia para las condiciones reinantes allí, una casa que Ma, con lo que daba el negocio, no podía mantener de ningún modo. La mujer, hasta donde se sabía, no ejercía ninguna actividad ilegal, aparecía de vez en cuando por la tienda y se quedaba allí mucho tiempo, probablemente despachando asuntos de oficina o entregada al servicio de unos clientes que jamás aparecían.

Salvo aquellos dos hombres.

Por una larga serie de razones, Jericho había llegado a la conclusión de que Ma, aunque no era el único, era el principal impulsor detrás del «paraíso de los pequeños emperadores». Tras conseguir reducir el círculo de sospechosos a un puñado de pederastas que estaban actualmente muy activos en la red o que en algún momento anterior habían llamado bastante la atención, Owen Jericho se había concentrado en investigar a Animal Ma Liping. En ese punto, sus estimaciones diferían bastante de las de las autoridades. Mientras que Jericho veía un cúmulo de indicios que apuntaban hacia Shenzhen, en opinión de la policía, la mayor parte de esos momentos sospechosos se concentraban en un hombre oriundo de aquel infierno del
smog
llamado Lanzhou, con el resultado de que en ese momento estaban llevando a cabo una redada en esa ciudad. Para Jericho, sin embargo, no cabía duda de que los policías encontrarían algunas cosas de interés, pero no precisamente lo que estaban buscando. En el denominado «paraíso» mandaba un animal, esa serpiente llamada Animal Ma, de eso estaba seguro el detective; no obstante, le habían indicado no dar en principio ningún paso por su cuenta.

Una directiva que él pensaba ignorar de manera rotunda.

Porque, aparte de que todo aquel asunto llevaba la firma de Ma, las circunstancias de su matrimonio daban mucho que pensar a Jericho. El detective no tenía nada contra la rectificación o el cambio de un individuo, pero estaba demostrado que Ma era homosexual, un pedófilo gay. Igualmente, llamaba la atención que los hombres que visitaron la tienda sólo reaparecieron después de transcurridas varias horas. En tercer lugar, no parecía haber, ni por asomo, algo parecido a un horario de apertura, y por último, no podía desearse un mejor sitio para llevar a cabo negocios turbios que aquella abandonada fábrica de bicicletas. Todos los demás inquilinos utilizaban secciones laterales del edifìcio con acceso directo a la calle, de modo que Ma era el único que residía en el patio interior y que, aparte de esos pocos clientes que se perdían por allí, lo cruzaba.

Ya desde Shanghai, Jericho le había encargado al investigador que hiciera una visita a la tienda, que echara un vistazo y comprara alguna bobada, en lo posible algo que Ma tuviera en abundancia en los almacenes. De modo que él ya conocía el local destinado a la venta cuando siguió a Ma esa mañana a través de la plaza. A la sombra del muro de la fábrica, Jericho esperó algunos minutos, luego cruzó el portón de entrada, atravesó la polvorienta superficie del patio, subió una corta rampa y entró a la vieja tienda, llena de estanterías y mesas. Tras el mostrador, el dueño estaba atareado con unas prendas. Una cortina de cuentas separaba el local de venta de una habitación contigua, y por encima del pasillo saltaba a la vista la presencia de una cámara de vídeo.

—Buenos días.

Ma levantó la vista. Los ojos, aumentados de tamaño tras sus gafas de montura de carey, examinaron al visitante con una mezcla de recelo e interés. No era nadie conocido.

—He oído decir que tiene usted cosas para cualquier ocasión —le explicó Jericho.

Ma vaciló. Apartó la prenda, una baratija deslucida, y sonrió tímidamente.

—¿Y quién dice eso, si me permite la pregunta?

—Un conocido. Debió de venir ayer por aquí. Necesitaba un regalo de cumpleaños.

—Ayer... —reflexionó Ma.

—Compró un set de maquillaje. Art déco. De color verde, oro y negro. Un espejo, una polvera.

—¡Ah, sí! —La desconfianza cedió el paso a la diligencia—. Un hermoso trabajo, lo recuerdo. ¿Quedó satisfecha la señora?

—La señora agasajada era mi mujer —dijo Jericho—. Y sí, quedó muy satisfecha.

—Qué maravilla. ¿Qué puedo hacer por usted?

—¿Recuerda el diseño?

—Por supuesto.

—A mi esposa le gustaría tener más cosas de esa serie, si es que hay más.

Ma desplegó su sonrisa, satisfecho por poder ser útil, ya que, como Jericho sabía por el investigador, todavía quedaban un cepillo a juego y un peine. Con su peculiar paso tambaleante, salió de detrás del mostrador, empujó una de las escalerillas hasta una de las altas estanterías y subió. El peine y el cepillo compartían un anaquel bastante alto, de modo que el dueño estuvo unos segundos ocupado, un tiempo en el que Jericho pudo escanear el entorno. El espacio destinado a la venta no era más que aquello que parecía ser. El frente del mostrador era una imitación
kitsch
del art nouveau, y detrás de él se bamboleaba una cortina de cuentas de perlas de color marfil, más allá de la cual, apenas perceptible, había una segunda habitación, quizá un despacho. En medio de todos aquellos cachivaches, un ordenador de aspecto sorprendentemente caro adornaba el mostrador, con la pantalla vuelta hacia la pared.

Ma Liping se estiró hacia las mercancías expuestas y las cogió con ademán ceremonioso. Jericho evitó pasar detrás del mostrador, pues era demasiado el peligro de que el hombre se diera la vuelta hacia donde él estaba justo en ese momento. En su lugar, caminó un trecho a lo largo del mostrador, hasta que el monitor apareció reflejado en una vitrina de cristal. La superficie luminosa estaba dividida en tres ventanas; una de ellas estaba llena de caracteres, y las otras dos mitades mostraban imágenes de ambas habitaciones desde la perspectiva de unas cámaras de vigilancia. Sin poder distinguir los detalles, Jericho supo que una de las cámaras vigilaba el recinto de ventas, ya que él mismo se vio pasear de un lado a otro en la ventana. La otra habitación parecía estar en penumbra y, por lo visto, contenía poco mobiliario.

«¿Será la trastienda?»

—Son dos piezas muy bonitas —dijo Ma, que bajó de la escalera y colocó delante de él el peine y el cepillo. Jericho cogió ambas cosas, una tras otra, pasó el dedo con gesto de experto por las cerdas del cepillo e inspeccionó los dientes del peine. ¿Para qué necesitaba Ma una cámara que vigilara el recinto del fondo? La vigilancia tenía sentido hacia el lado del patio, pero ¿acaso quería verse a sí mismo mientras trabajaba? Era poco probable. ¿Habría otro acceso desde el exterior que desembocara en esa habitación?

—Uno de los dientes está roto —comprobó Jericho.

—Son piezas antiguas —mintió Ma—. Es el encanto de lo imperfecto.

—¿Cuánto pide por ellas?

Ma dijo un precio descaradamente elevado. Jericho hizo una contraoferta no menos desvergonzada, como era habitual. Finalmente se pusieron de acuerdo en una suma que les permitiera a los dos salvar la cara.

—Por cierto —dijo Jericho—, ahora que me acuerdo...

Unas antenas de alarma brotaron de la cabeza de Ma.

—Mi mujer tiene un colgante... —continuó Jericho—. Me gustaría saber más de joyas pero, en fin, quisiera regalarle unos pendientes que hagan juego con ese colgante, y pensé, bueno, que... —Señaló con cierto gesto de desamparo la vitrina del mostrador.

Ma se relajó.

—Podría mostrarle algunas cosas —dijo.

—Sí, pero me temo que sin el colgante lo que le diga no le servirá de mucho. —Jericho hizo como si tuviera que pensarlo un momento—. La cuestión es que ahora tengo que acudir a varias citas, pero esta noche sería el momento justo para sorprenderla con el regalo.

—Si me trajera usted el colgante...

—Imposible, falta de tiempo. Bueno, espere... ¿Tiene para recibir correos electrónicos?

—Claro.

—¡Perfecto! —Jericho se mostró aliviado—. Yo le envío una fotografía y usted me busca algo apropiado. Luego sólo tendría que pasar a recogerlo. Me haría usted un gran favor.

—Hum... —Ma se tocó el labio inferior—. ¿A qué hora pasaría usted, más o menos?

—Bueno, si lo supiera... ¿A última hora de la tarde le parece bien? ¿O a primera hora?

—Es que yo también tengo que salir. Digamos que después de las seis, ¿le parece? Para entonces ya llevaría una hora aquí.

Fingiendo gratitud, Jericho salió de la tienda de compraventa, fue hasta su coche alquilado, aparcado dos calles más allá, y condujo en busca de una joyería. Al cabo de poco tiempo encontró una, hizo que le mostraran varios colgantes de los precios más bajos y pidió que le dejaran fotografiar uno con el móvil, a fin de, según dijo, enviárselo a su esposa para que lo viera. De vuelta al coche, le escribió un breve correo electrónico a Ma y adjuntó la fotografía, no sin antes agregarle un troyano. En cuanto Ma Liping abriera el documento, el programa espía se descargaría en su disco duro sin que él lo sospechara y empezaría a transmitir su contenido. Jericho no contaba, ciertamente, con que Ma fuera tan estúpido como para almacenar contenidos comprometedores en un ordenador de acceso público, pero tampoco se trataba de eso.

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