Lennox (35 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Lennox
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Encontré el teléfono del domicilio de Meldrum en la guía telefónica y lo marqué. No obtuve respuesta. Me vestí a toda velocidad, volví a tratar infructuosamente de encontrarlo por teléfono y salté al Atlantic. Decidí que no tenía sentido dirigirme a su casa en Milngavie y en cambio fui a mi oficina y esperé hasta las nueve, hora en que tal vez lo encontrara en su despacho de la calle Wellington.

Escuché las noticias en la radio del coche de camino a la oficina. Había una noticia principal. Aparqué rápidamente junto al bordillo de la acera, escuché con atención el informe y murmuré «mierda» cuando todas las piezas de pronto se acomodaron en su sitio. Por desgracia, eso quería decir que todo se había ido al carajo. Ahora entendía por qué habían arrestado a los Tres Reyes. Fui directo a la oficina de Meldrum y me quedé esperando fuera hasta que el personal comenzó a llegar. Los seguí y entré tras ellos.

Una bonita recepcionista me saludó de una manera un poco desdeñosa, evidentemente molesta porque alguien se presentara antes de que ella pudiera instalarse. También le resultó bastante fuera de lugar que yo no tuviera cita previa. No fue hasta que le dije que yo representaba los intereses del señor William Sneddon —y probablemente los del señor Michael Murphy y del señor Jonathan Cohen— que ella de repente se mostró mucho más predispuesta.

Esperé una hora sentado en la sala de recepción tratando de deducir exactamente cuán predispuesta podría mostrarse la recepcionista hasta que por fin llegó George
el Grasiento
. Era más bien alto, de buena planta, tenía una calvicie incipiente y llevaba un traje azul de ejecutivo, caro, a medida. Lo intercepté cuando pasó por la recepción.

—He oído hablar mucho de usted, señor Lennox —dijo cordialmente—, pero nuestros senderos nunca se han cruzado. Algunos de nuestros clientes mutuos hablan muy bien de usted. Por favor… —Abrió la puerta de su oficina.

—He tratado de encontrarle en su casa —le dije mientras me sentaba.

—Me temo que he pasado la noche en casa de una amiga. —Seguía sonriendo. Era esa clase de sonrisas que uno quiere, sin ninguna razón en especial, borrar de una bofetada—. Mi buena mujercita y mis hijos se han marchado unos días, de modo que aproveché la oportunidad para visitar a mi amiga.

—Entiendo —dije. Los dos sabíamos que así era—. ¿Se ha enterado de la noticia?

—¿A qué noticia se refiere, señor Lennox?

—El atraco a mano armada; ha sido la noticia principal de esta mañana. No tengo dudas de que aparecerá en las ediciones de los periódicos de la tarde. Había un convoy del ejército que iba del Real Arsenal de Artillería que está en Fazakerly, Liverpool, hacia las barracas de Redford y Dreghorn. Unos oficiales de policía lo hicieron parar en un punto de control; sólo que no eran policías. Fue un trabajo muy bien organizado, pero al parecer algo salió muy mal. El resultado es dos soldados muertos, un conductor apalizado y en coma y una tonelada de las metralletas más modernas desaparecida.

—Ya veo… —La sonrisa se esfumó—. Supongo que eso tiene que ver con los uniformes robados.

—¿Sabe usted lo de los uniformes? —pregunté.

—Sí. Los señores Sneddon, Murphy y Cohen han sido objeto de la atención de nuestra fuerza de policía de una manera un poco demasiado persistente en los últimos días.

—Bueno, por eso estoy aquí. Sneddon me telefoneó esta mañana. El Departamento de Investigaciones Criminales los ha arrestado a todos para interrogarlos. Sneddon necesita que usted vaya a la calle St. Andrews con una tarjeta para salir gratis de la cárcel.

—Me temo que será cualquier cosa salvo gratis.

Sonreí.

—Me parece que le conviene sacar a los tres de allí lo antes posible. Después de todo, entre los Tres Reyes debe de ganar usted para pagar a un sastre.

—En ese caso, los dos estamos en la misma posición, por lo que sé.

—Cierto —dije—. De modo que le sugiero que los dos trabajemos, cada uno a su manera, para liberar a nuestras fuentes de ingresos.

Salimos juntos, y Meldrum hizo una pausa para indicarle a su secretaria que cancelara todas las citas del día. Me pregunté cuántos de sus clientes serían localizables por teléfono. Era un verdadero logro que un porcentaje tan grande de ellos estuvieran libres; él tenía una reputación cada vez más creciente entre la gente de la peor calaña y todos sabían que si tu abogado era George
el Grasiento
Meldrum, tú eras más culpable que nadie.

Nos separamos en la calle en la puerta de su oficina. Él me estrechó la mano y me pasó una de sus caras tarjetas grabadas en relieve.

—Gracias —sonreí—. Pero no creo que necesite sus servicios.

—Nunca se sabe, señor Lennox. De todas maneras, no se la doy por eso. —Abrió la puerta de su nuevo Bentley modelo R y podría haber jurado que el olor de nogal lustrado y cuero se extendió más de quince metros a la redonda—. Soy yo el que tal vez precise sus servicios en el futuro.

Se metió en el Bentley y se marchó. Examiné la tarjeta. Hasta ahora me habían ofrecido asociarme informalmente a un asesino profesional y a la figura más despreciada del sistema legal escocés. Tal vez debería lavar mi imagen.

Guardé la tarjeta. Le había dicho que jamás necesitaría sus servicios. La verdad era que si la policía establecía la conexión entre las escenas de los homicidios de Parks y de Smails, tal vez George
el Grasiento
sería precisamente lo que necesitaría.

Capítulo veintiocho

A la Policía de la Ciudad de Glasgow no podía acusársela de dinamismo. George
el Grasiento
necesitó cuarenta y ocho horas enteras para sacar de la custodia policial primero a Sneddon y luego a los otros dos Reyes. La policía tardó la misma cantidad de tiempo para hallar el cuerpo de Smails. A esas alturas su taza de té, y el rastro, debían de estar más fríos que una piedra.

Los periódicos locales se habían mostrado un poco más vivaces. Empezaban a aparecer detalles del atraco: que había tenido lugar justo al norte de la frontera y la trampa había sido planeada con precisión militar. El convoy estaba formado por tres camiones y un furgón del ejército de escolta debido a la naturaleza del cargamento: flamantes metralletas Sterling-Patchett L2A1, trasladadas para reemplazar a las viejas Sten. Se había producido un intercambio de disparos con la consecuencia de dos soldados muertos en la carretera. Uno de los conductores seguía en estado crítico y aún no había recuperado el conocimiento. El otro estaba suministrándole a la policía descripciones del ataque y de los atacantes. Uno de los ladrones había resultado herido por los disparos del ejército, pero había conseguido escapar.

Este había sido el gran golpe que venía preparando Tam McGahern. Y yo tenía una idea bastante buena de lo que ocurriría exactamente a partir de ahora.

Tenía que hacer dos visitas a domicilio, ambas en el lado Sur, pero antes tenía que pasar por mi casa a recoger un par de cosas. Saqué mi Webley y lo escondí debajo del asiento del copiloto del Atlantic. Un sábado por la noche, un par de meses antes, yo me había metido en un debate con un matón en la calle Argyle. Él había tratado de compensar su falta de agallas y de talento sacando un arma blanca: una hermosa navaja italiana automática con mango de nácar. El encuentro finalizó de la siguiente manera: yo me quedé con una navaja automática con mango de nácar nueva y él con varios dientes no precisamente perlados menos. Conservé la navaja, y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.

Entonces salí a jugar.

Primero recorrí Paisley Road West rumbo al futuro. La dirección que tenía de la casa de Jackie Gillespie se encontraba cerca del parque Bellahouston. La vivienda, una casa semiadosada razonablemente nueva, alquilada y perteneciente a la Glasgow Corporation, aparecía limpia, luminosa y optimista. Pero el verdadero futuro se cernía sobre ella: una telaraña de andamios rodeaba una hilera escalonada de inmensos bloques de apartamentos casi terminados: Moss Heights. Allí vivirían los glasgowianos del futuro: libres de las sórdidas casas de vecinos, libres del apiñamiento y de las enfermedades.

Libres de cualquier sentido de comunidad.

El hecho era que Glasgow se había extendido como un tumor y ahora se apretaba contra el Cinturón Verde. Si no se podía ampliar el terreno para construir, se podría edificar hacia arriba. A los genios de la sala consistorial se les había ocurrido que la solución al problema de que los glasgowianos vivieran apiñados consistía en hacer que los glasgowianos vivieran unos encima de los otros.

Dada mi experiencia con mis últimas dos visitas a domicilio, tomé la precaución de aparcar a cierta distancia de la casa de Gillespie. El pavimento bajo mis pies era prístino, así como los revoques y techos de las casas por las que pasé con los jardines aún sin cultivar, cicatrices de tierra esperando la primera siembra de césped. Mientras caminaba, el batir de herramientas pesadas resonaba desde las obras en el cielo, a unos ochocientos metros de allí.

Jackie Gillespie, por lo que yo sabía, no tenía esposa ni hijos; sin embargo estaba claro que su nueva vivienda, aquella casa semiadosada y de alquiler subvencionado por el gobierno, había sido pensada para una familia. La casa contigua daba toda la impresión de estar deshabitada. Nadie respondió a mis timbrazos y, después de comprobar que no hubiera ningún vecino mirándome, me deslicé hacia la parte trasera. La puerta de atrás de la casa de Gillespie no estaba cerrada con llave. Bueno, a decir verdad, tampoco había cerradura: alguien le había aplicado un zapato talla cuarenta y cinco y la madera se había astillado. Yo apostaba por algún
highlander
vestido de azul. En esta ocasión había decidido prepararme un poco mejor; saqué un par de guantes del bolsillo de mi impermeable y me los puse antes de empujar la puerta.

Para mí estaba convirtiéndose en una especie de tradición encontrar algún cadáver recién estrangulado en situaciones como ésta y me sentí casi desilusionado al no toparme con Gillespie sentado, dándome la bienvenida con los ojos saltones. Vivo o muerto, no estaba allí. Pero fueran o no los policías, alguien le había hecho una revisión completa a su casa.

No permanecí mucho tiempo. Si no había sido la policía, de todos modos llegaría en cualquier momento. Eran capaces de pensar, aunque fuera un poco más lentamente que el resto de nosotros. Yo sabía que a Jackie Gillespie se le había visto hablando con Tam McGahern, y también sabía que Tam había planeado un gran golpe que le permitiría marcharse de Glasgow para siempre. La policía no lo sabía, pero seguramente investigarían la lista de los principales atracadores que podrían haber hecho algo así. Y Jackie Gillespie se encontraba bastante cerca de los primeros puestos de esa lista.

De todas maneras, los que habían revisado su casa, fueran quienes fuesen, habían establecido esa relación antes que yo. Y eso no encajaba con la policía.

Volví al coche y me dirigí hacia el sur de la ciudad. Paré en una cabina telefónica para llamar a Sneddon. Su voz tenía un tono un poco más frío y más duro de lo habitual.

—Alguien pagará por esto, Lennox. Alguien va a pagar mucho y durante mucho tiempo. Habían pasado muchos años desde la última vez que un policía pensó que tenía las pelotas necesarias como para levantarme una mano.

—¿McNab?

—Es un jodido traidor. Se supone que es miembro de la orden de Orange, mierda. En vez de acosarme a mí, debería haber molido a palos a ese feniano hijo de puta de Murphy.

—Para ser justo, señor Sneddon, me parece que ha hecho precisamente eso. Y también a Jonny Cohen.

—Puede ser. Tienes razón respecto a Cohen; se dice que le han dado una paliza muy fuerte. La pasma la tomó especialmente con él porque se dedica a los robos a mano armada.

Imaginé que sería cierto. Jonny Cohen estaba en el primer lugar de la lista. Pero a mí me interesaba otro nombre.

—¿Han arrestado a Jackie Gillespie? —pregunté.

—¿Cómo coño voy a saberlo? —dijo Sneddon sin ánimo. Luego, después de una pausa—: ¿Por qué? ¿Gillespie está implicado con la banda que hizo esta jugada?

—No lo sé, creo que sí. Escuche, señor Sneddon, me parece que ya he juntado todas las piezas. Es como le he dicho antes: este asunto podría causarles toda clase de problemas a usted, a Murphy y a Cohen. Lo de hoy ha sido sólo el principio. Aquí hay una cuestión política de por medio. ¿Puede organizar una reunión? Convoque a los otros dos Reyes y yo les diré todo lo que sé. Harán falta todos los recursos combinados de los tres para resolver esto.

—No lo sé, Lennox. La policía sigue pegada a nosotros como mierda al calzón. Haré lo que pueda.

—Volveré a llamarle en un par de horas.

Después de colgar me dirigí a mi segunda visita a domicilio. Conduje hasta Mount Vernon y aparqué a la vuelta de la esquina de la casa de vecinos donde había visto entrar a la chica esquimal la noche en que a Smails le achicaron el cuello de la camisa. El edificio consistía en tres pisos de apartamentos sobre una fila de tiendas en la planta baja que daban a la calle. Había un Austin A30 aparcado en la entrada del estrecho callejón de un lado del edificio. Todos los apartamentos tenían las luces encendidas, por lo que deduje que la chica esquimal estaría en su casa. Esperaba que se encontrara sola. Si tenía compañía probablemente podría arreglármelas, pero eso también podría complicarme las cosas. Retrasarme.

Subí por las escaleras del fondo y golpeé la puerta. Abrió la chica que yo había seguido desde la casa de Smails. Parecía un poco insegura y dejó la cadena puesta. Tenía una cara bonita, casi hermosa. No había duda de que se trataba de la mujer que ya había visto junto a Lillian Andrews. Tenía un poco de clase; igual que Lillian, igual que Wilma, igual que Lena, que había sido rechazada porque su clase se evaporaba cada vez que hablaba.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Soy amigo de Tam —dije, y traté de adoptar una expresión que fuera conspiratoria y al mismo tiempo de urgencia—. Y de Sally. Tengo un mensaje para ti.

Me pareció que tanto el guión como la actuación habían sido perfectos, pero estaba claro que había malinterpretado a mi audiencia. Ella empujó la puerta para cerrarla, pero impedí que la cerradura se trabara parando la puerta con el hombro. La cadena resistió. Metí el pie en la abertura y volví a empujar la pesada madera con el hombro. Esta vez la cadena reventó, la puerta se abrió con fuerza y empujó a la chica hacia atrás. Ella retrocedió tambaleándose hasta la pared y un grito comenzó a asomar en su garganta. Se lo reprimí.

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