Lennox (39 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Lennox
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Me recosté en la silla. La cabeza seguía dándome vueltas. Cerré los ojos y bebí otro largo trago de agua.

—Lo primero que tenemos que hacer es encontrar a Jackie Gillespie. Se supone que uno de los ladrones está herido y yo creo que es Gillespie.

—¿Por qué? —preguntó Jonny.

—Porque apuesto a que a él no lo hirió un arma del ejército. He visto cómo trabajan Tam y Lillian; no quieren socios. Dejar a Gillespie muerto en la escena les habría venido bien. Nadie relaciona a Gillespie con los McGahern, pero todos saben que ha trabajado para cada uno de ustedes en algún que otro momento.

—Hijo de puta… —murmuró Sneddon.

—Jackie Gillespie no puede mantenerse oculto si todos sus hombres lo buscan. Puede esconderse de la policía, pero no de los Tres Reyes. —Bebí otro sorbo de agua. Realmente me encontraba mal y quería dejar de hablar—. Necesito que ustedes tres trabajen juntos. Tenemos que usar a los hombres más duros y más experimentados de que dispongan. Cuando sepamos cuál es el barco y cuándo partirá, les caeremos encima a esos cabrones. Una cosa más. No creo que ninguno de ustedes sea un sentimental, pero tengo que dejar esto bien claro. Lillian Andrews puede ser una mujer, pero ella ha planeado esto tanto como Tam. Tienen que verla, y enfrentarse a ella, de la misma manera. Eso es todo.

La habitación pareció zumbar con las voces cuando Sneddon, Murphy y Jonny iniciaron una acalorada discusión. Me quedé sentado y sentí que mi cabeza palpitaba con cada pulsación. Cogí otra de las tabletas para caballos del doctor Banks y la partí en dos; fui tragándola poco a poco con el agua que me quedaba. Cerré los ojos. Hubo otra avalancha de sonido proveniente del exterior cuando se abrió un segundo grupo de trampillas y la muchedumbre rugió. De nuevo, incluso con los ojos cerrados, todo parecía más grande y más duro y afilado de lo que debería. Imaginaba que podía sentir la pisada de cada una de las patas de cada galgo. Algo subía como una marea en mi estómago. Abrí los ojos y me puse de pie. Alcancé la puerta con el cartel de Servicios sin que los otros se dieran cuenta, puesto que seguían debatiendo quién habría de hacer qué, quién estaría a cargo de quiénes. Había un pasillo corto, luego otra puerta, con las letras WC.

Llegué justo a tiempo. De nuevo seguí con arcadas, incluso después de haber vaciado mi estómago. Cuando terminé junté las manos para recoger un poco de agua del lavabo y me enjuagué la boca. Supuse que habría vomitado toda la píldora, de modo que tomé otra, la partí por el medio y la tragué con más agua del grifo. Me incorporé y apoyé la frente en la fría porcelana de los azulejos. Me di cuenta de que podía oír las voces que venían de la suite. Demasiado fuerte. No estaban hablando, gritaban.

Volví por el pasillo y oí ruido de cristales destrozados, de muebles que se rompían. Mierda, pensaba que podía confiar en que trabajarían juntos y ya estaban moliéndose a palos. Abrí la puerta para regresar a la suite pero volví a cerrarla lo más rápida y silenciosamente que pude. Nadie me había visto, pensé, pero yo había visto bastante. Abrí la puerta de nuevo, al mínimo, y espié. Sneddon, Murphy, Jonny y sus respectivos guardaespaldas estaban todos tumbados en el suelo, mientras unos robustos
highlanders
les mantenían las caras hundidas en la alfombra roja. Unos bastones formaban arcos en el aire y se estrellaban en costillas, brazos y cabezas. Vi al superintendente McNab caminar serenamente en medio de la carnicería. Supuse que habría al menos veinte policías apiñados en la sala. La mitad con ropa de civil, la otra mitad de uniforme.

Me aparté de la puerta. Si hubiera entrado en la suite habría recibido el mismo tratamiento que los demás, y supuse que otro fuerte golpe en la cabeza bastaría para acabar conmigo. Era sólo cuestión de minutos que la policía hubiera reducido y esposado a todos. Entonces revisarían el cuarto de baño en busca de algún rezagado.

Volví a través de la puerta con las letras WC y la cerré, pero el cerrojo no se trabó. Había una ventana alta y estrecha de cristal esmerilado al lado del tanque, pero bien arriba. «Esto está convirtiéndose en una costumbre», pensé mientras ponía un pie sobre el inodoro, el otro sobre la pared y me deslizaba hacia arriba. Corrí el pestillo y abrí la ventana. Necesité toda la fuerza que me quedaba para izarme y asomar la cabeza y el hombro derecho por la ventana. Me encontré mirando directamente hacia el aparcamiento, dos pisos más abajo. Seguí tratando de pasar todo el cuerpo por la ventana, aferrándome al marco de madera. Conseguí liberar una pierna y puse un pie encima del saliente. Oí voces en el pasillo al otro lado del cuarto de baño. Pasé del todo y cerré la ventana.

Ya estaba fuera, pero de todas maneras podrían verme contra el cristal esmerilado. El saliente se extendía unos treinta centímetros a cada lado de la ventana, así que avancé hasta llegar a su extremo. Esta vez no había ningún caño por el que pudiera deslizarme, ninguna protuberancia en la arquitectura del estadio sobre la que pudiera sostenerme. Me puse de espaldas a la ventana, me quedé inmóvil y esperé que nadie prestara demasiada atención. Oí voces en el baño. Luego nada.

Miré hacia abajo, al aparcamiento. Estaba oscureciendo, pero alcancé a divisar los coches de la policía y una furgoneta. Todavía había algunos clientes merodeando por allí. Sentí otro tirón en el estómago, esta vez provocado por la presencia de una silueta apoyada contra la furgoneta, fumando, que tenía una puntiaguda gorra de conductor con una banda a cuadros en la que se leía Policía de la Ciudad de Glasgow. «No mires para arriba —pensé—. Hagas lo que hagas, no mires para arriba».

Sabía que los policías saldrían con sus detenidos pronto y que la probabilidad de que me vieran se incrementaría al punto de que sería casi segura. Como estaba demasiado bien vestido para ser un limpiador de ventanas, decidí que lo mejor era volver a entrar al baño. Me moví lo más silenciosamente que pude y entré deslizándome por la ventana. Todavía alcanzaba a oír voces desde la suite, pero como ya habían revisado el baño, supuse que no regresarían.

No tan astuto, Lennox. Lo único que no había tenido en cuenta, desde luego, era que si bien era cierto que ya habían revisado mi escondite, éste era, después de todo, un baño. Alcancé justo a agacharme detrás de la puerta cuando ésta se abrió y una inmensa silueta uniformada atravesó el cuarto y entró en el retrete. Me dio la espalda y empezó claramente a desabrocharse la bragueta. Un hombre nunca es tan vulnerable como cuando tiene la polla en la mano y yo sabía lo que tenía que hacer. No podía permitir que él me viera ni dejar que me capturaran. Maldije para mis adentros, saqué la porra de mi bolsillo y la lancé contra la cabeza del policía. El hombre cayó hacia delante pero se sostuvo apoyando la mano contra la pared. No se había desmayado. Volví a pegarle, con más fuerza, tratando de no pensar en lo que le ocurriría a mi cuello si mataba a un poli. El hombre cayó, golpeándose la cara contra la porcelana del inodoro y salpicándola de sangre.

Había sido silencioso. Sucio, pero silencioso. Pero ¿habría sido lo bastante sigiloso? Me quedé completamente inmóvil y presté atención por si se acercaba alguien. Nada. Regresé al pasillo. La puerta al otro extremo estaba abierta y me reveló que la suite estaba vacía. Era evidente que el poli al que había golpeado había regresado a orinar. Pero lo echarían de menos.

Atravesé rápido la suite y salí al hueco de la escalera. Después de asegurarme de que el último de los policías ya había salido por la puerta de la planta baja, descendí corriendo en silencio por la escalera y observé a través de una rendija cómo la policía hacía subir a los Tres Reyes y sus guardaespaldas al furgón. La tableta que había tomado antes realmente me había hecho efecto y ya había regresado al mundo en tecnicolor. Vi varias caras surcadas de sangre, resplandecientes a la luz de los postes del estadio, que parecían echar chispas en el crepúsculo.

Una pequeña multitud se había reunido en el aparcamiento y observaba el procedimiento. Cuando un grupo de curiosos pasó junto a la entrada de la suite, me oculté entre ellos y avancé hacia la pista principal de carreras.

Vi tres carreras antes de arriesgarme a volver al aparcamiento. Cuando lo hice, los coches de la policía ya se habían marchado y supuse que aún no habían notado la ausencia de su colega. Encontré un teléfono público, llamé a George
el Grasiento
y le expliqué sucintamente que era mejor que pusiera en marcha su Bentley y su culo. Llegué hasta el Atlantic y me marché. Sabía que cuando el policía con la cara metida en el inodoro recuperara el conocimiento, o cuando lo descubrieran, entonces a cada uno de los Tres Reyes les aplicarían un tratamiento especial para que revelaran a quién habían dejado atrás. Pero también sabía que ellos no me delatarían. No por camaradería o lealtad; sólo porque yo era la única esperanza que tenían de salir de este lío.

Qué esperanza, pensé mientras me miraba la cara en el espejo retrovisor del Atlantic.

Capítulo treinta

Siempre me he considerado un tío listo. Es una de esas cosas que te vuelven arrogante: tener sesos. Por lo general, me veía como alguien que siempre tenía una respuesta. Esa noche, sin embargo, esa respuesta debió de estar moviéndose por todo Glasgow, puesto que la pasé conduciendo por la ciudad sin rumbo fijo, sin ver las calles, y mi cerebro maltrecho y drogado se negó a darme indicación alguna.

Pero tal vez sí lo había hecho. De pronto me encontré de vuelta en el futuro. Delante de mí los monolitos construidos a medias de Moss Heights se cernían negros en el cielo de la noche. Una vez más aparqué a cierta distancia de la flamante casa de Jackie Gillespie, aunque eso no sirvió de mucho para que el Atlantic, uno de los únicos tres vehículos aparcados en toda la calle, fuera menos llamativo.

La puerta trasera seguía entreabierta. Entré en la cocina y maldije el hecho de no haber traído una linterna. Ni siquiera estaba seguro de qué hacía allí. Estaba solo. Los Tres Reyes habían quedado fuera de escena y sólo Dios sabía por cuánto tiempo. No podía llamar ni a Deditos ni a Pequeñito Semple para pedir ayuda. Y lo que no era ni siquiera una corazonada me había llevado a ese sitio.

Atravesé la sala. En esa habitación podía ver gracias a la nauseabunda luz amarilla que llegaba desde las farolas de la calle. Todo seguía igual de desordenado que antes, la única diferencia era la figura sentada en un rincón, parcialmente oculta en la sombra. La noté por el resplandor amarillo que se reflejó en la escopeta de cañón recortado que tenía apuntando hacia mí. Levanté las manos pero no hice ningún otro movimiento.

—Hola, Jackie —dije—. ¿Te encuentras bien?

—No. —La voz desde el rincón era grave, pero débil—. ¿Eres Lennox?

—¿Me esperabas?

—En cierta forma —respondió Gillespie. Bajó el arma y yo bajé los brazos—. Eres uno de los temas preferidos de conversación de McGahern y su zorra. Se suponía que tenías que quedarte quieto y dejar que te incriminaran. Como yo.

—Lo gracioso es que en cierta manera yo también esperaba encontrarte aquí —dije.

—Todos han pasado por esta casa ya. La han tachado de la lista. Es el único sitio de Glasgow donde estoy a salvo.

Gillespie se movió ligeramente a un lado y su cara quedó grabada en amarillo. Por su aspecto, adiviné que sería amarilla incluso sin la luz de la calle. Alcancé a ver una franja brillante, negra bajo esa luz, en su camisa y en su chaqueta. También había un charco en el suelo, a su lado.

—Mierda, Gillespie. Déjame echarte un vistazo.

Me acerqué pero él insinuó que me detuviera levantando el cañón recortado. Entendí la insinuación.

—Olvídalo, Lennox. Estás hablando con un fantasma. Tú también estuviste en la guerra; sabes que cuando alguien pierde tanta sangre, está jodido. En cualquier caso, podría haber ido a un hospital ayer. ¿Qué sentido habría tenido? Me habrían mimado hasta que recuperara la salud y luego me arrojarían por una puta escotilla en Barlinnie. De esta manera yo elijo dónde y cuándo moriré.

—Supongo que no me equivoco si pienso que fueron McGahern y Lillian los que te jodieron…

—Me jodieron bien jodido. —Gillespie volvió a bajar el arma. Asintió con un gesto cuando le pregunté si podía sentarme a su lado. Pude verle el torso más claramente y tenía razón: ya no tenía sentido seguir discutiendo—. McGahern me disparó. Fue él quien ejecutó a esos condenados soldados. No murieron en un tiroteo. Eran reclutas, críos. Luego se volvió, jodidamente tranquilo, y me disparó. Pero yo también logre dispararle. Fallé el tiro, pero él corrió y se escapó en la furgoneta. Yo cogí el coche, aunque casi no podía conducir. Lo abandoné, esperé hasta que oscureciera y vine caminando hasta aquí. La caminata casi me mata. Estaba esperando que aparecieras.

—De alguna manera suponía que estarías aquí. ¿Puedo traerte algo? ¿Agua?

Gillespie negó con la cabeza.

—Lo único que quiero es que atrapes a esos cabrones. A McGahern y a su puta. Ella planeó todo este jodido asunto.

—¿McGahern no?

—No. La idea fue de él, pero ella lo organizó todo. Ahora cierra la puta boca y escúchame. No me queda mucho aliento. Y recuerda lo que te digo:
The Carpathian Queen
es uno de los tres barcos que usa McGahern. Zarpa pasado mañana a las once. Pero la recompensa grande tendrá lugar mañana a mediodía. McGahern enseña la mercancía y recibe la mitad del dinero; la otra mitad a la entrega. El agente de la operación es un holandés gordo y grandote. A ese cabrón sólo lo llamábamos el Holandés Gordo, pero a McGahern se le escapó, una vez que estaba hablando con Lillian, que se llama De Jong. Tienes que tener cuidado con el holandés: anda con un par de árabes, unos hijos de puta peligrosos.

—Uno de ellos ya no —dije—. Tuvimos un «episodio». He puesto fin a su linaje.

—Cuídate las espaldas en cualquier caso, Lennox. Se reunirán todos en un almacén vacío en el muelle trece. Como he dicho, mañana al mediodía.

—Tal vez hayan cambiado de planes. Después de todo, tú sabes lo de la reunión.

La risa de Gillespie se convirtió en una tos húmeda.

—Los muertos no hablan. En cualquier caso, sé más de lo que ellos creen. Lennox, prométeme que atraparás a esos hijos de puta.

—Lo prometo. Yo también tengo que ajustar cuentas con ellos. Y los Tres Reyes tienen todavía cuentas más grandes que ajustar.

Entonces Gillespie dijo algo que me estremeció. Me hizo sentir más vulnerable y más solo. Algo que él había oído por encima y que no podía precisar.

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